Las asesinas tetálidas y la construcción del cyborg
Cierta noche personaje Iseka sorprendió con las manos en la masa a un ladrón de cadáveres, al cual una investigación posterior, in situ, reveló como sabio loco independiente; esto es: alguien que no pertenecía a ninguna Monitoria, Departamento, ni órgano estatal alguno.
Cierta noche vio una luz oscilante tras los vidrios de una cripta. En el acto comprendió que ya no se trataba de ninguna orgía o cosa semejante, de modo que acercóse a investigar.
Lo encontró en el fondo del sepulcro, alumbrando su actividad con velas negras, entre retortas y alambiques recién instalados, y en medio de un rito científico-mágico. Aquel industrioso manipulaba sobre una especie de androide o muñeco de Frankenstein todo envuelto en vendas como en las películas, y colocado arriba de una camilla.
Personaje le preguntó abruptamente, al tiempo que salía de un rincón en sombras:
—¿Se puede saber qué intenta, Excelencia?
Sin sobresaltarse ni levantar la vista, el otro contestó:
—Mediante un aparato concentrador de moléculas dispersas en el espacio y el tiempo, he soldado fragmentos de cadáveres provenientes de los sótanos de diversas cancillerías. Pedacitos de Alejandro Magno, Genghis Kahn, Atila, Hitler, Nerón y otra gente tremebunda, para usar una palabra que le encantaba al señor H. Rider Haggard. Este vocablo, en efecto, en Ella aparece trece veces. Lo sé porque me tomé la molestia de contarlas. Pero como le decía, mi objeto es sacar de aquí un monstruo horrífico y largarlo a marchar por el mundo. He logrado convertir en realidad el sueño del profesor Netro[104]: juntar todas las partículas del glorioso e incomprendido general Rebo, a quien los chichis desintegraron transformándolo en gofio cósmico.
Iseka observó al otro con curiosidad. Era de estatura mediana, pero muy fuerte y de una sorprendente agilidad; no se quedaba quieto un minuto. Su calvicie, en forma de redondel, contribuía a darle cierto aspecto eclesiástico. Tenía piel rojiza y sudaba por la excitación y el trabajo. Aquellos ojos tenían mucha fuerza. Daba la impresión de un hombre que continuamente controla su exuberante energía. Pelo corto, pese a sus enormes y canosos bigotes y barba.
Un poco amoscado al ver que no le prestaban atención, Personaje preguntó:
—¿Y usted sabe quién soy?
—No, ni me importa.
—Soy el guardián de este cementerio. —Más para ver lo que el otro contestaba que por otra cosa, agregó—: Supongo que sabrá que mi obligación es arrestarlo.
Con un gesto tan rápido que Personaje no pudo siquiera asustarse, el otro sacó una espada y, arrojándola como si fuese un cuchillo, la clavó entre los pies de Iseka donde quedó cimbreando entre fulguraciones.
—Como dijo Arquímedes en Siracusa, al soldado romano que venía a matarlo: «Espera a que termine de solucionar esta ecuación». Admitirá usted, mi querido amigo, que buscar un casus belli por una pequeñez sería una cosa pericolosissima.
Luego de tan atendibles y razonables palabras, sin reparar más en Personaje, el sabio loco volvió a inclinarse sobre su Frankenstein.
El guardián de la necrópolis optó por no hacer nuevos comentarios, pese a haber estudiado karate durante largos años, pues el otro daba la impresión de una fuerza tremenda y le habría costado mucho vencerlo. Trataba sobre todo de no provocar su enojo, no fuese cosa que el susodicho anduviera necesitado de una viscera para su experimento y, con alegría, recordase súbitamente su existencia. Personaje ya se veía con un riñón menos o sin hígado.
Iseka llevaba sus buenos cuarenta y cinco minutos contemplando al otro en su tarea, cuando de pronto el sabio le dijo a propósito de nada:
—Ad majorem illustrissimi gloriam, eso es. Qué harto me tienen esos putos violados con paraguas abiertos, que se oponen a mis trabajos. Eunucoídes, ya lo sabe usted. Pero ¿qué hace ahí de pie? Descanse, hombre, que la cosa va para largo. Siéntese en ese féretro. Si total el muerto no va a protestar. —Luego de una pausa, y con otro tono—: ¿Sabe qué? Una de las grandes desgracias que le pueden llegar a ocurrir a un hombre en la vida, es encontrarse alguna vez en medio del claro de alguna floresta con unos tipos horribles vestidos con piltrafas roñosas, que de pronto le colocasen un pollo en las manos y que, entonces, luego de haber puesto en marcha un tocadiscos a pilas desde el cual se oyese música de Chopin, comenzaran todos a bailar como sapos o elefantes; menos el Maestro de Ceremonias —vestido con una túnica negra rotosa y un sombrero de estibador de campo, desteñido e inmundo— quien le hablaría a otro, el cual tampoco haría nada salvo mirar, petiso, feliz y gordo; y que mientras los bailarines lanzaran disonancias como en las óperas modernas, tales como: «trooiuk… eeee… ¡schkt! trámalarrr… tee, brii ¡sobrím! ñir toe», etc, el recién llegado se viera obligado a levantar su pollo bien alto cada tantos segundos, mientras gritase aterrorizado:
«¡Faisán!».
Y los otros, vuelta a empezar:
«Tembreler mímor, li larússs… tá brim so brir…»
La víctima, lívida de miedo y levantando el pollo:
«¡Faisán!».
Y los otros, vuelta a empezar:
«LebrÍna… ¡masariúk! te, ni, ouuiii… lebresmar ¡chúk!… liii ¡tkL, tk, tk, tk, tk, tk! …¡tk!».
La víctima, horrorizada, casi cayéndose y levantando el pollo:
«¡Faisán!».
Y que el Maestro de Ceremonias le comentase al gordo: «Esta reposición arqueológica se denomina Las Silfides», y que el gordo asintiese con la cabeza varias veces, y que los otros, vuelta a empezar:
«Mclín mamur… malaservur… melin lavirlrn ¡farsúk! Témialarunir ¡schkt!».
La víctima, cagándose encima y levantando el pollo, que balbucee pero gritando:
«¡Faisán!».
Y que entonces el Maestro de Ceremonias dijese: «Bien. Basta. Suficiente. Degüellen el faisán». Y entonces los bailarines tomasen el pollo de las manos del infeliz, depositasen el volátil en el suelo poniéndolo en libertad y sin hacerle el menor daño, pero contrariamente, inmovilizaran al tipo y lo degollasen procediendo en la continuación del acto a despellejarlo, meterlo en una gran olla y después servirlo estofado. Ésta, en efecto, es una de las grandes desgracias que le pueden llegar a ocurrir a alguien.
Personaje Iseka, asombrado:
—No me diga que todo esto estuvo a punto de pasarle a usted.
Con soltura:
—Desde luego que no. Ni a nadie que yo sepa. Simplemente se me acaba de ocurrir. Por eso, dije muy claro al empezar: «Ésta es una de las grandes desgracias que le pueden llegar a pasar a un hombre», y no «le pasó» o «le va a pasar a alguien». Tampoco creo que, en la vida, suceda una cosa tan improbable.
—Una pregunta, su Señoría: ¿cómo se llama usted?
—Soy el físico teórico Dionisios Iseka 77. Soy yo y no otro, el tristemente célebre sabio loco del cuento.
Luego de este primer encontronazo, ambos adaptaron sus respectivas idiosincrasias a la del otro y terminaron haciéndose bastante amigos.
Personaje Iseka no tardó en comprobar que el profesor era un verdadero genio, no obstante haberse vuelto definitivamente desheredado y loco por desconocidas causas. Sentía tirria por sindicatos, logias, asociaciones, clubes, mutílales, bibliotecas circulantes, etc.; en su anticolectivismo militante y furioso metía por igual y con el mismo entusiasmo a todo tipo de vínculo, como quien echa mercurio, agua, nafta y cien substancias más en una centrifugadora. No se casaba con nadie; ni siquiera con el Gobierno, que compartía varias de sus aversiones. Porque los tecnócratas defendían la necesidad de mantener un equilibrio entre lo individual y lo colectivo; tal criterio estaba lejos de ser compartido por el profesor, naturalmente. Cosa curiosa, no habría tenido inconveniente alguno en aceptar un Estado absoluto donde él fuera el Súper. Tales «anarquistas coronados», a la manera de Artaud, son más frecuentes de lo que se supone. Sostenía que «el uno es más grande que el dos, y el dos un número infinitamente más clamoroso que el cinco, por ejemplo». No obstante, fuera de sus excesos, locuras y defectos, tenía sus cosas positivas. Era como una especie de máquina solitaria de hacer justicia. Un francotirador del bien. Anti-Mozart que caía bajo la mira telescópica de su cañón electroimánico: ¡chaff! Lo volvía invisible, pasábalo a otra dimensión y en esta tierra ya no jodía más. O si no, previa invitación a tomar el té en su casa, lo tiraba por el compactador. Como el aparato en forma previa deshidrataba a las víctimas, éstas salían transformadas en ladrillitos los cuales, una vez cubiertos por una capa de acrílico, duraban indefinidamente. Quedaban de lo más vistosos y servían para su biblioteca. Me explico: ponía los bloques compactados como soportes y, sobre éstos, los tablones; arriba de todo ello más soportes y tablones, etc. La carnaza de doscientos diez compactados, sirvió para que a lo largo de once años encontrase lugar para seis mil libros. Lo que podría con justicia denominarse «el tamaño de una pequeña biblioteca pública».
Era un experto en la construcción de máquinas. Fabricó una serie de robots lujuriosos para asesinar a todos los falsos isekas; esto es, a todos los sorias disfrazados pero identificables. Tenía doscientos chichis, todos igualitos a Anita Ekberg. Usaban enormes corpiños. Sea un ejemplo: enviaba a Anita 194 a destripar a Pedro Liput Isekoria 33 (tal como se ve, este señor no había logrado cambiarse del todo el apellido; es que, esta clase de isekas, siempre tienen cola de sorias). Entonces Anita 194 se presentaba en su despacho y ante los horrorizados ojos del sentenciado comenzaba a desabrocharse el corpiño. Su teta derecha, catapultada, pegaba al tipo en el plexo solar haciéndolo caer a tierra boqueando, con un agujero en forma de pezón. Implacable Anita, ahí nomás le largaba la teta de gracia —o sea la izquierda—, y lo terminaba de aplastar contra el suelo.
En la misma forma enviaba contra Rolosowsky Sorieka a la Anita Ekberg número catorce para que, de un solo golpe de Venusberg, lo dejase sin aliento contra la pared. Después procedía a domarlo a tetazos y, cuando el otro suponía que le iban a ser perdonadas las imprudentes palabras que profirió ante Patricia hablando mal de Dionisios Iseka 77[105] —olvidando que este último señor era un científico lleno de aparatitos, con los cuales averiguaba cuanto deseaba, y que tarde o temprano se enteraría de su traición—, después entonces, y repito, Anita sonriendo, se agarraba los dos enormes pechos y entre ellos le aplastaba la cabeza, de la misma forma en que uno puede reventar una piedra con el cascanueces de Tchaikowsky.
La noche del primero de noviembre —Walpurgis— en que Dionisios Iseka 77 y Personaje estaban por probar si el muñeco de Frankenstein funcionaba, ambos encontrábanse muy ocupados en la cripta dando los últimos toques. Pese a toda su experiencia en robótica, el profesor no las tenía todas consigo ya que el androide no era exactamente un robot, ni un ser de carne y hueso, sino un cyborg; o sea: tenía partes humanas pero también un complejo electrónico distribuido a lo largo de todo su cuerpo. Hasta el momento el sabio había lanzado una onda que denominó «alfa», la cual hacía que el cyborg moviese los brazos; la «betha», encargada de poner en funcionamiento las piernas; la «gamma», que ejercía dominio sobre el sistema «nervioso» central y perisférico del bicho. Pero, he aquí lo más interesante: otras tres ondas iban aumentando el número de dimensiones en que se movía el monstruo. Esto es: con la onda «delta uno» su visión de los objetos y realidades era el punto y sólo podía realizar una vida en lo diferencial, en el nacimiento de todas las cosas; vale decir: percibía el mundo como una serie de partículas sin coordinación entre sí, o a lo sumo como un movimiento en rayas. Pero si a la anterior se le sumaba la onda «delta dos», ya su mente podía concebir las superficies o planos; al incorporarle la onda «delta tres», volvíansele inteligibles los volúmenes: el muñeco podía moverse y actuar como todos los seres. Pero —hasta ahora no se habían animado a usarla por tratarse de algo tan nuevo y espantable que podía suceder cualquier cosa—, el androide tenía además la posibilidad de que se le agregase la onda «delta cuatro» que, teóricamente al menos, habría de otorgarle capacidad de acción en el hiperespacio; dicho de distinta manera: dominio sobre la cuarta dimensión. Las otras ondas, por lo demás, hasta el momento jamás habían sido accionadas todas juntas sobre la criatura; a lo sumo dos o tres al mismo tiempo, en pruebas parciales. En el poderoso archivo electrónico del chichi estaban guardados todos los conocimientos militares, científicos y políticos, provenientes de las memorias astrales de los hombres más importantes y poderosos que han existido: Assurbanipal, Hitler, Napoleón, Stalin, Einstein, Alejandro Magno, etc. Estaban a disposición del monstruo los conocimientos sobre conducción de ejércitos, proyectiles balísticos, bombas temporales, láser orbital, etc., y la capacidad para dirigir un país y enardecer a las masas con exaltada oratoria. Pero sólo la terrífica onda «delta cuatro» habría de transformarlo en Supermonitor, y llevarlo al gobierno de la Tecnocracia primero y al control del mundo después. Naturalmente, Dionisios Iseka 77 y Personaje contaban con que el dictador, agradecido por deberles la existencia, los nombrase a ellos sus chichis dilectos dándoles cargos de Megaministros o cosa por el estilo. Se veían a sí mismos en gigantescas mansiones, rodeados de sirvientes, con cientos de hectáreas de jardines botánicos propios, dejando que los robots gobernasen por ellos, y dándose la gran vida con mujeres desnudas que les servirían día y noche en los más mínimos caprichos. Por otra parte, como la medicina especial para jerarcas adelantaría cinco siglos en un minuto, ellos podrían gozar de la fresca viruta durante mil o dos mil años, perfectamente sanos y con el enanito antropófago (sin el cual es imposible la reproducción de la especie), siempre rozagante, fortachón y haciendo flexiones.
Tuvieron en cambio una discusión violentísima, que estuvo a punto de acabar con el experimento antes de iniciado, por la asignación de un cargo insignificante: quién iba a ser el Súper Rey de Caza y Pesca en el mundo.
Dionisios Iseka decía: «Porque si te doy el mando a vos, sos capaz de hacer talar los bosques de la Siberia»; a lo cual, Personaje contestaba enfurecido: «Y vos le vas a sacar la sal al Mar Muerto, o a voltear las secuoyas gigantes de California, nada más que para verificar si es cierta tu teoría sobre el número de toneladas de fósforos que podrían hacerse con ellas».
Finalmente, viendo que se hacía tardísimo y que, por razones astrológicas no convenía retrasar la hora del experimento, decidieron compartir el mando en esa área.
Dijo Dionisios Iseka 77:
—A la una, a las dos y a las tres.
Y sin vacilaciones hizo funcionar sucesivamente las llaves «alfa», «betha», «gamma», «delta uno», «delta dos» y «delta tres».
Al principio todo fue lo más bien: el androide lanzó un gran suspiro y comenzó a respirar acompasadamente.
Lleno de emoción Personaje Iseka ordenó a través del micrófono:
—¡Supermonitor! ¡Pónganse en marcha!
El muñeco aún no estaba en posesión de su fuerte personalidad futura; por tanto era preciso enseñarle.
Cyborg vaciló un segundo y luego levantó los brazos; después los bajó apoyando las manos en la baranda de la camilla. Se incorporó torpemente. Retiró las piernas, bajándolas hasta el suelo. «¡Marche!», confirmó Dionisios Iseka, quien no quería quedarse atrás, pues resultaba indispensable que el futuro dictador del mundo aprendiese a relacionar, por reflejo condicionado, su voz con su nacimiento, a fin de que siempre lo obedeciera. Dionisios, como se ve, pese a ser el inventor debía realizar esfuerzos para no ser desplazado por Personaje.
Tambaleándose, el cyborg comenzó a caminar por la habitación. Le debían molestar las vendas sobre la cara, pues intentó sacárselas. «¡Deténgase! —ordenó Dionisios Iseka— ¡No tocar las vendas!». En realidad no quería que Personaje viese la cara del monstruo, pues era horrible y podía morirse de la impresión, no obstante la experiencia del otro en zombies y demás cosas raras. Para fabricarlo no se había preocupado por la estética sino por la funcionalidad. La cara del cyborg resultaba una mezcla de hierro, carne, dientes de plástico, etc. Incluso tenía varias vendas destapadas, que ninguna piel cubría. Dionisios estaba realmente encariñado con Personaje Iseka, pese a sus continuas peleas, y no quería que le diese un colapso a causa del susto.
Durante tres horas lo hicieron caminar hasta que adquirió elasticidad, firmeza y estabilidad. Incluso empezó a hablar, pues rápidamente iba tomando control sobre sus numerosas memorias astrales. Lo primero que dijo fue: «Eva Braun, ¿dónde estás? ¿Cómo fue que no funcionaron ni el veneno ni la pistola?». Pero al rato comenzó a hablar en ruso; seguramente sería su parte stalinista. Rugió: «¡Llamen a Beria! ¡Hay que exterminar a todos esos malditos kulak!». Luego cambió hacia un moderado tono. Intentando meter una mano en inexistente chaleco, a la altura del vientre, dijo: «Wellington no me preocupa, es un general de quinta categoría. Blücher es el peligroso. De cualquier manera no importa. A todos ellos los aplasto en Waterloo».
Con toda evidencia, si no lo ayudaban, pronto se vería en un serio conflicto espiritual.
Durante las cuatro horas que siguieron turnáronse a fin de adoctrinarlo sobre sus nuevas funciones y magisterios como futuro Supermonitor del mundo. «Tú serás quien nos mande —le decían—. Es necesario que olvides tus pasados y seas tú mismo». Poco a poco, el cyborg daba muestras de estar captando el significante. Serían las cinco de la mañana cuando pareció llegar a una conclusión. Dijo: «Sí, comprendo. Soy el Supermonitor. Los echo todavía un poco de menos al gordo Goering y a Beria; pero, paciencia, qué se le va a hacer. A ustedes, que son mis padres, no los olvidaré. Cuando gobierne los haré mis Megatones más poderosos. ¿Y? ¿Qué esperan para darme el súper poder? ¿Por qué aún no han aplicado la onda “delta cuatro”?».
Tomados en falta, Dionisios y Personaje se miraron. Era verdad: subconscientemente habían postergado el momento crucial, la parte más espinosa del experimento. Lo cierto es que tenían miedo.
Dijo Personaje Iseka:
—¿Y si dejásemos las cosas como están? —Al cyborg—: ¡Total! Ya sos lo suficientemente poderoso.
Dionisios se apresuró a apoyarlo.
—¡Sí! ¡Eso! ¡Tiene razón! ¿Para qué arriesgarse?
Pero el cyborg era de otra opinión. No en vano por sus circuitos corrían memorias de Alejandro, Julio César y otros. Vociferó con inflexiones francoeslavoteutónicas:
—¿¡Cómo!? ¿¡Mis padres tienen miedo!? Ponga el circuito en marcha en el acto.
Temblando, Dionisios Iseka estiró la mano y lanzó la energía de la onda «delta cuatro».
El cyborg quedó como estupefacto ante la contemplación de algo demasiado fantástico como para ser creído. Luego emitió un rugido espantoso que tiró a los dos amigos hacia atrás. Movió su cabeza; pero no arriba y abajo, o a derecha e izquierda, sino en un tercer sentido, grotesco y en bisel: trató de someter a su cuello a una torsión increíble. De un manotón se sacó las vendas y salió afuera del cuarto dando zarpazos. Se introdujo por uno de los senderos del cementerio, situado entre dos hileras de panteones. Siempre gritando en forma horrísona, comenzó a cavar en cierta tumba.
A todo esto los dos amigos habían intentado desconectarlo por todos los medios, pero era imposible: los mandos no respondían.
Cuando el cyborg hubo hecho un agujero lo suficientemente profundo —encontró un ataúd que contenía un esqueleto: arrojó lejos de la fosa los huesos y la madera y siguió cavando— se tiró de cabeza y explotó lanzando ún relámpago. Sólo quedaron afuera los pies, mientras la tierra desmoronada cubría el resto. Una densa humareda se filtraba por entre los terrones. Eran las seis de la mañana. Estaba por amanecer.
Se apresuraron a borrar los vestigios de la hecatombe, antes de que los primeros visitantes de la Necroteca Nacional comenzaran a llegar.
Aún temblando, Dionisios Iseka 77 y Personaje conversaban reconfortándose con incontables Incendio de Moscú triples.
Personaje preguntó:
—¿Qué carajo pasó, profesor?
—¿Y cómo voy a saberlo? Sólo puedo aventurar una teoría. Lo que el cyborg debió contemplar seguramente fue tan espantoso que no pudo soportarlo. Eso pienso, al menos. Es posible que en un segundo haya comprendido la verdadera tragedia del cosmos, en el sentido más wagneriano, metafísico y teológico de la palabra. Únicamente los Dioses pueden soportar ciertos dolores. Él, creo yo, durante unos minutos, tuvo el conocimiento y el sentir de un Dios. ¡Quién sabe qué horror espeluznante y ya sin remedio hay detrás del hombre! Pero de cualquier forma que sea, yo igual seguiré saliéndole al paso al Antiser. Ésta sólo fue una escaramuza, se lo aseguro.