En el teatro japonés
Personaje Iseka asistió cierta noche, en compañía de Liliana y las dos zombies, a un teatro japonés donde se representaba una obra, heterodoxa en apariencia, mezcla de teatro noh y kabuki. Hacía mucho tiempo que Liliana tenía sospechas sobre la verdadera naturaleza de esas dos chicas que acompañaban a Personaje a todos lados, pero bloqueaba su intuición para no morirse de miedo.
La pieza que verían se titulaba Los gigantes velludos. Aquella sala, casi en tinieblas, transmitía paz y concentración espiritual. No había asientos pero sí esterillas, donde los espectadores estaban arrodillados, o bien sentados a la manera occidental, con las piernas cruzadas.
Hacia el proscenio avanzó un japonés con atavío de monje, el cual se instaló frente a un koto[99].
Atrás unos pocos actores, con los rostros cubiertos por máscaras.
Otro japonés apareció desde un costado del escenario. Dijo con voz dura, casi como si transmitiese partes militares:
«Los gigantes velludos. Leyenda japonesa, cantada en koto por el monje zen Isogai Isekatawa».
Silencio, luego de lo anterior. Después del fuerte vacío de sonidos rarificados, el monje del koto comenzó a pulsar un aire fúnebre, lento al principio, con mayor velocidad luego y cambiando el tiempo: como si hubiera pasado a la descripción de monorrítmicos pasos de soldados. Y el monje, con voz límite y en lenguaje arcaico, cantó antiguos poemas militares. Hablaban de batallas de colores en el cielo, de mariposas agrupadas en regimientos, divisiones y grandes unidades de combate. La lucha había empezado en la selva celestial, terminando por propagarse a junglas y florestas terrenales. Eran nueve poemas referidos a la guerra de las mariposas. Lo curioso fue que pertenecían a distintos autores, quienes los habían escrito en fechas diversas y no se conocían entre sí. El músico se las ingenió para ensamblarlos de manera tan inextrincable, que parecían pertenecer a una misma obra.
Luego de aquella saga el monje cesó su canto, aunque prosiguió pulsando el instrumento en una tensión intermedia. Dijo entonces el otro japonés:
«Muchísimos años antes de la actual Restauración Meiji[100], en una cumbre luminosa, siempre transcurriendo con mujer de reemplazo, vivía el menos asceta de todos los ascetas: un santo a la fuerza, pues había poco para comer, tanto arriba como abajo, según dogma único de magia. Vivía allí, harto de la santidad impuesta por el Chichi, en el confín más inaccesible, en la última trinchera teológica, adorando a los Dioses y rodeado de sus perros, gatos, pájaros y faisanes, y odiado y temido por los hijos de los demonios, enviados del Antiser de los desiertos: el que tiene la espalda hecha con relámpagos de arena.
Desnudo por completo, con los brazos levantados y parado en una roca musgosa, cantaba los versos anteriores, desforadamente los versos anteriores, y muchos otros referentes a interminables mariposas, como si se tratase de un largo poema único pese a pertenecer cada fragmento a distintos autores.
Cierta vez, con descaro e insolencia, hombres oscuros, de bordes nebulosos y abstractos, subieron a burlarse del muy —santo a la fuerza— monje; del muy monje: “Ah, ah, ah…”, decían los facinerosos».
Mientras el japonés cantaba lo anterior, los actores, en completo silencio, reproducían con su mímica la acción descripta. El narrador prosiguió:
«“¡No os acerquéis! ¡No os acerquéis!”, chilló revoleando los ojos en forma muy terrible, pateando la piedra, levantando un pie y dejándolo caer, entrecruzando sus brazos y elevando uno de sus dedos como Renzo Japontoli en sus discursos. “¡No os acerquéis que todo este paraje me pertenece! Estoy rodeado y protegido por los gigantes velludos, que a una orden mía salen de la tierra para hacer multitud de pedacitos con quien yo lo ordene. Atrás o llamo a mi Padre, que está en la Tierra”.
A todo este parlamento, los facinerosos, los hombres oscuros de bordes nebulosos y abstractos, los hijos de los demonios, enviados por el Antiser de prodigiosa espalda, rostro invisible y alma desértica, contestaron con un sonsonete burlón: “Ah, ah, ah…”. Entonces el monje llamó a su Padre, el Señor de la Profundidad de la Tierra. El Minotauro, al sentirse invocado, golpeó furiosamente la corteza planetaria. Por entre las grietas, brotando del suelo, apareció una legión de gigantes velludos que los devoraron en un solo minuto, empezando por sus cabezas».
Varios actores vestidos con kimonos color escarlata, agachados cerca del suelo y con la cabeza inclinada —en toda la representación se habían mantenido inmóviles, como si fuesen rocas—, de repente se abalanzaron sobre los facinerosos.
El narrador prosiguió:
«Nadie sabe cuánto cuesta purificar una porción de materia, librarla de la égida del Antiser. Aunque más no sea el pequeño espacio de un metro cúbico. Nadie imagina el trabajo, salvo los santos a la fuerza. Y sin embargo, la Tierra sólo se sostiene gracias a los hombres que arrancan para siempre, del Espíritu Maléfico, un fragmento con su sable de oro».
El monje del Koto cantó:
«La arenisca penetra en mis cejas y en tu pelo.
La muerte tiene ojos de almendra,
cuando extiende su Decreto Imperial.
Sólo una huella de ceniza
es la imagen del espejo destrozado.
Sin duda, mañana, algún día,
haciendo equilibrio en el borde de una campana vuelta de revés,
un sonido más fuerte nos sacará del círculo
empujándonos hacia el fondo.
Mañana, algún día,
emprenderemos viaje a los Torrentes Amarillos[101],
donde la luz se detiene
y el sonido se sumerge en la madera celestial.
Pero hoy, el cerezo del árbol, tiene más realidad
que los diez lejanos ángulos de la tierra.
Hoy estamos juntos, tú y yo».
Monje, narrador y actores, se inclinaron para saludar al público, el cual estaba formado por unas veinte personas, entre hombres, mujeres y zombies.
Mediante un mudra, Personaje Iseka logró que Penélope y Palmira subiesen al escenario, donde luego de saludar al monje zen dispusiéronse a contar, ellas también, una historia. No habían dicho una sola palabra; no obstante, con su actitud estaban dando a conocer su intención.
El monje adivinó en el acto qué clase de seres eran aquéllos y quién de los circunstantes los había enviado. Cosa curiosa, no se enojó. Sin un gesto, en total silencio, se limitó a ponerse de rodillas otra vez frente al koto, previo haber saludado profundamente a las zombies —no las saludó a ellas, como es obvio—, y comenzó a tocar un aire antiguo, complicado y lleno de tristeza.
Penélope, con voz japonesa, fue la primera en cantar:
«La doncella de la máscara inferior[102]
Un occidental se perdió en los arrabales de Tokio, entrecruzados éstos por callejuelas tortuosas sin numeración. Harto ya de las radios a transistores —pese a ser amante de la técnica; o, tal vez, precisamente porque era tecnócrata y por ello se oponía al simple consumo sin trascendencia—, de la abigarrada multitud sardinesca en los subtes de la capital, los turistas estridentes y las manifestaciones izquierdistas, comenzó a buscar por los suburbios».
Palmira:
«Pronto, como en las viejas leyendas japonesas, quedó cegado por una gran bruma que se acercó a él desde los extremos de cada una de las cuatro calles. Tal entrecruzamiento, sumado a la peculiar forma de los edificios en el sector, formaba un grifo de brazos iguales.
Avanzó a tientas hacia un rincón de progresiva luminosidad. Una casa, o más bien algo parecido a un castillo de Daimio, separada de él por un pequeño puente tendido sobre el agua, apareció ante su vista. El líquido bajo el puente contenía la réplica idéntica, pero invertida y fantasmagórica, de la construcción».
Penélope:
«Pasó el puente. Atravesó el portón abierto y, caminando sobre un sendero hecho con pequeñas piedras, arribó a la entrada. El sonido del koto se escuchaba suavemente. Corriendo la puerta de madera y papel, penetró luego de haberse descalzado. Vio a una mujer arrodillada. Era ella quien tocaba el instrumento».
Palmira:
«Cuando terminó de pulsar el “arpa venerable”, el forastero le pidió que se desnudase pues quería dormir con ella. Nunca supo qué lo llevó a ser tan directo y a no intentar una previa seducción. Simplemente le salió del alma. Sin hacerse rogar, la desconocida se quitó el kimono. Durante largo, rato él acarició su cuerpo delicado con dedos y lengua. Ambos se tocaban, besaban, mordían y pellizcaban de la manera más sensual».
Penélope:
«Después de un tiempo él recorrió con las manos aquellas caderas una vez más, disponiéndose a iniciar el viaje principal a través de sus piernas. Recién entonces notó lo que en la alegría perentoria del momento no pudo captar: ella no tenía sexo. O mejor dicho: éste se encontraba sellado con una virginidad doble. Los labios de su vulva aparecían cerrados y soldados uno con otro».
Palmira:
«Soy la doncella de la máscara inferior —le dijo—. Podría en este momento destrozarte con mis garras, luego de haberme divertido un poco. No lo haré pues por mi destino debo enamorarme una vez cada mil años. Has tenido mucha suerte pues ahora estamos al término del milenio. Tu oportunidad es tener toda esta noche para romper el maleficio y humanizarme. Si lo logras, seré para ti una dulce y amante compañera; pero si fracasas, cuando sobre el tatami caiga el primer rayo de la aurora, aunque mi corazón se desgarre deberé destruirte».
Penélope (mientras ella cantaba, uno de los actores, empuñando una espada refulgente, comenzó a combatir atrás contra los otros actores, que representaban los demonios:)
«Toda la noche el forastero cantó y danzó con su espada de fuego, para exorcizar a los demonios del teatro noh. Y los seres maléficos, luego del prolongado combate, fueron arrinconados y finalmente expulsados. Y el hombre entonces le dio un sexo a esa mujer, para que ella a su vez pudiera dárselo. Con la punta de su espada trazó un delicado surco entre las piernas de su amada, y el hechizo quedó roto justo cuando el primer rayo de sol de la aurora daba sobre el borde del tatami».
Luego de haber terminado de cantar, Penélope y Palmira se inclinaron ante el monje, ante el narrador —que ahora naturalmente había permanecido en silencio—, el público y los actores, y se fueron seguidas de cerca por Personaje íseka y Liliana. El monje se mantuvo silencioso hasta que se fueron. ¡Qué confianza debió tener a Personaje el Maestro zen japonés, para no fulminarlo en el acto por su atrevimiento y, sí en cambio, para permitirle ofrecer su propio auto sacramental! ¡Cuánta confianza y, sobre todo, conocimiento absoluto e instantáneo de quién era el otro, para no sentir que mandar a dos muertos al tatami sagrado era una profanación!