CAPÍTULO 69

Los fabricantes de zombies

Personaje Iseka había progresado mucho en el mundo de la magia. Aprovechando que trabajaba en el cementerio de la Carabela, decidió dedicarse durante un tiempo a la noble especialidad de fabricar zombies.

La entidad arriba mencionada es un muerto al cual el ocultista ha introducido un clavo de hierro de cuatro caras bajo el velo del paladar, y que le atraviesa el cerebro[96]. El mago debe realizar además determinados ritos y manipulaciones; cosas que, en general, cuestan bastante. Entre otras razones porque no cualquier cadáver es útil. Resulta conveniente para el esoterista haber manijeado a su víctima hasta hacerla morir, al tiempo que la estudia para ver cómo se alimenta, sus hábitos, etc.; de esta forma podrá darle al muerto la misma comida que ingería en vida, y manipularlo de la manera más conveniente. Por lo demás, hay que robar el cuerpo del cementerio, etc. Todo complicadísimo. Una vez que, pese a todo, el zombie está fabricado, el ocultista aún tiene que enseñarle a caminar. Es como un niño y debe ser acompañado a todas partes con mudras de dirección. Al principio el mago está constantemente al lado suyo. Luego se permite seguirlo a dos metros, a cinco, a diez, a una cuadra, a dos cuadras, a cuatro. Por fin lo maniobra desde su casa pero vigilándolo en forma constante. Mucho después lo único que necesitará es hacerle un mudra para que se ponga en marcha: el bicho hará los trabajos que el mágico le haya ordenado. Éste se puede echar tranquilamente a dormir, sin necesidad de ninguna otra atención.

Lo anterior es en cuanto a la construcción y puesta en marcha del zombie en sí, pues claro está que los problemas aquí no terminan. Porque el robo de zombies está a la orden del día entre los esoteristas. Cualquiera que lo vea le puede hacer un mudra de enganche y robárselo. Una cosa que costó tanto. No es justo. Vos te rompiste el culo y el tipo se lo lleva ya hecho, sin ningún esfuerzo. Es por ello que los ocultistas, para no tener que vigilarlos día y noche, suelen conectarlos a una máquina mágica que funciona desde la casa del fabricante de chichis, con la exclusiva misión de protegerlos y atacar en forma automática al abusón que tenga la descortesía de pretender enganchárselos con un mudra.

Personaje Iseka, en la casa del cementerio —que como recordamos el Gobierno le prestó por ser el cuidador—, tenía dos muertos recién trabajados. Un amigo suyo, también esoterista pero de menor gradó, entró a visitarlo. No bien lo vio, Personaje Iseka lo hizo pasar y llevándolo al sótano le dijo lo siguiente:

—Voy a sacar a pasear a mis zombies. Aprovecho que hay bello sol, así se ponen lindos y hermosos.

Ya abajo el otro quedó absolutamente horrorizado. Personaje tenía allí a dos mujeres: bien vestidas y lindas, pero muy raras de expresión. Como si estuviesen idiotizadas. Se acercó para mirarlas mejor, y observó que sus ojos no tenían vida. Les miró el astral y pudo verificar que carecían de él. Estaban muertas. «¡Son zombies sin joda!», se dijo.

Personaje Iseka preguntó maligno:

—¿Ya les miraste el astral para convencerte? —A los cadáveres—: A ver: Penélope y Palmira, muestren las tetas o crisálidas.

Los dos zombies se desabrocharon las blusas simultáneamente, mostrando sus senos jóvenes y firmes pero con pezones lívidos. Personaje volvió a ordenar:

—Bueno, Penélope y Palmira: a guardar los alicientes.

Las zombies obedecieron. Eran demasiado lindas como para haber sido robadas de la morgue. Con seguridad, chicas así tendrían familias que se ocuparían de ellas. Sólo pudieron haber sido extraídas del cementerio el mismo día de la inhumación; o bien haber muerto manijeadas por el propio Personaje, previo secuestro.

Telepatizando sus pensamientos, dijo el aludido:

—Claro que las manijeé yo. Eran dos cagadoras que me hicieron mucho mal. Así que les mandé un wanga grado 18, y de ahí fui subiendo. Cuando estaban por morir hice que vinieran hechizadas hasta mi casa. Cagaron fuego en ese mismo lugar donde vos estás sentado. Encendí una rotación de veinticuatro velas negras y una roja en el centro, tracé en el piso el vévé del Barón Samedi y lo invoqué. A ellas les metí el clavo, supongo que no necesito decírtelo. Y ahora ya está. Ya soy fabricante de zombies yo también. Y ahora las saco afuera cada tanto para enseñarles a caminar. Cada vez son más diestras. Las hago hablar, etc. Es como afinar un instrumento musical, ¿comprendés? De noche: fiesta. Ordeno que se desnuden y, previo vestirse con los atavíos adecuados, bailan la danza de los siete velos. Me enseñan sus muertos y mamíferos cetáceos superiores, y luego las persigo con mis pulpos de un solo tentáculo que estoy criando en el estanque del fondo. ¡Soy muy feliz! Soy muy feliz con mis muertas. Con Penélope y Palmira.

En realidad, nada de esto último era cierto; Personaje Iseka no era necrofílico ni tenía tales shows nocturnos. Lo había dicho tan sólo para «epatar» a su amigo, quien era bastante gaznápiro. El otro, en efecto, comentó espantado:

—¡Es una monstruosidad lo que has hecho! ¡Qué acto tan soria y anti-Mozart!

Personaje Iseka, malévolamente:

—¿Sí? Pues agradecé que no te transforme en zombie a vos también.

Empezó a realizar los mudras de dirección y ellas, luego de abrir la puerta, salieron al pasillo. Después comenzaron a subir por la larga escalera kafkiana, de madera en sombras. Iseka las seguía detrás, siempre dirigiéndolas con mudras. Las «chicas» iban charlando animadamente. En realidad era la voz del mismo Personaje, porque los zombies no tienen voz propia que puedan disimular su estado. Cuando uno de esos chichis se expresa con su verdadera palabra, lanza incoherencias y balbuceos idiotas tal como los que proferiría un débil mental.

Ya en la calle del cementerio, las zombies, gracias a una orden remota de Personaje Iseka —quien siempre con el amigo detrás las seguía a veinte metros— enfilaron hacia la salida, que desembocaba sobre una calle de acceso a la necrópolis. Tomando por aquélla, dirigiéronse a la avenida más próxima, siempre charlando como cotorras. Incluso, varios tipos de aspecto cretinoíde les dijeron piropos: «Qué lindo culo tenés, negra». «Adióos, ¿no quieren que las acompañemos?». Etc. Por un instante Personaje Iseka estuvo por llevar su maldad hasta el extremo de hacer que las zombies contestasen a los requerimientos de sus festejantes, para que éstos las llevasen a un hotel. La cosa iba a ser observar en el horóscopo las caras que pondrían cuando todos estuviesen desnuditos y él dejase a las muertas libradas a sí mismas. Y si casi lo hizo no fue por la actitud de aquellos papanatas, ni por lo que dijeron tratando de conquistarlas, sino por la jodida onda que lanzaban en todo momento por ser quienes eran. Pertenecían a la clase de gente que inicia avalanchas en los partidos de football, en la esperanza de que alguna muerte rompa la monotonía y así tener algo para contar cuando sean viejitos. Pero a último momento se arrepintió. Después de todo no tenía tiempo que perder con esos tullidos de piel dura y pelo corto, y sus zombies bastante le habían costado. Así que las hizo seguir como si no se dieran por aludidas.

Ya en la avenida, mientras ellas caminaban a quince metros delante suyo parloteando sin cesar un solo instante, Personaje Iseka pensaba: «Nosotros los fabricantes de zombies deberíamos formar una especie de Sindicato, del cual yo podría ser el Secretario General. Se me ocurre, aunque no sea muy tecnócrata de mi parte. Cada tanto, una o dos veces al mes, sacar a nuestros pilluelos a la calle y hacerlos marchar a paso de ganso muerto. El arte por el arte mismo. Vieja que en un ómnibus te mete la cartera en un ojo para que le des el asiento, o que te gasea con sus cremas letales, hacerla cagar en un periquete. Mina que para seguir con vos exige que te transformes en un homus económicus, chaff: zombie. Mamita que no te quiere como novio de la nena porque sos pobre y trabajás en Teléfonos Tecnócratas, piff: un manijazo, y que con sus grandes tetas le dé de mamar al hipopótamo del zoológico; a ése que se murió anteayer. Amigos traidores, de los tales petisuelos y gorditos, matarlos y luego que trabajen de jardineros en el jardín de tu casita en la provincia». Y así, lleno de odio, iba caminando con sus zombies delante, encantadas como viejas charlatanas. Personaje pensó que con siete tipas más que consiguiera ya podría fundar su propio antro de perdición y vicio, que le redituase pingües ganancias; como en algunos lupanares de Venezuela, región de Garduña oriental, donde todas las mujeres que trabajan en el prostíbulo son zombies. El cliente no se percata salvo que requiera el servicio de una fellatio, porque en tal caso siente algo frío allí adentro: es la cabeza del clavo de hierro que la chica tiene metido en el cerebro.

Tan enfrascado iba Iseka en sus pensamientos y en sus odios, que no advirtió el momento en que su amigo logró escabullirse. Así pues, sin enterarse para nada, prosiguió con su monólogo interior: «Y claro, y seguro. Si las zombies son las prostitutas más eficientes del mundo. Prácticamente ideales. Ni muñeca en la repisa necesitan. Por empezar no cobran salario: todo queda para el dueño. Si al cliente se le antoja morderles las pechugas o azotarlas, no protestan. Si desea coito per anum o fellatio primorosa, con retoque, ellas acceden siempre. Además sus cuerpos permanecen tibios, porque el fabricante les larga una energía para que estén siempre calentitas. Simplemente hay que tenerlas así: muertas, y sin memoria astral. Como un pez roto en el jardín. Son mejores que putas francesas, que son ya de por sí buenísimas y traen mucha plata a casa. Necrofilagoró. Garchófalo. Cocodrilagosí». Como la rabia de Personaje estaba lejos de haberse disipado —más bien, dado el tenor de sus últimos tiempos amenazaba volverse crónica—, continuó con sus despropósitos durante largo rato, absolutamente desesperado. Estaba un poco loco por esa época y según se ve, esto sea dicho de paso. Tenía un problema personal de difícil solución y ello lo perturbaba.

Las zombies llegaron a una plaza donde jugaban varios niños. Ellas se acercaron a dos chicos que retozaban en el sube y baja. Por cierto que no tenían ninguna intención de acariciarlos ni nada; pero, por las dudas, los espantados pequeños huyeron despavoridos. ¡Cómo saben los pibes!

Personaje Iseka continuó desahogándose con las fantasías violentas de su monólogo interior: «Además, si uno tiene un enemigo le manda cualquiera de estas chicas. Por fin solos, ella se desnuda y echándose sobre la cama —arrodillada sobre ésta y con la cara en la almohada—, con sus manos separa los portales de su gruta de Altamira y le dice: “Vení: hacéme lo que vos sabés, negro”. Y le mandas al tipo una alta energía sexual que lo excite como jamás le pasó con ninguna mujer. Gozoso cual ternerillo, aquel orfebre supera a Benvenuto Cellini trabajando con su enjoyado punzón. Todo va lo más bien hasta que eyacula, pues justo en ese instante, un hueso mágico colocado en el interior del sacro de la muerta, le atraviesa el pene y ya no puede sacarlo por mucho que grite, suplique, arañe o pegue. A los tres días lo encuentran: seco de un ataque al corazón, desnudo en su cama, y nadie se entera jamás de qué le pasó en realidad. Vos a tu zombie no lo perdés. Simplemente, después que el otro muera te lo llevás; quizá un poco “rajuñado”, eso sí. Cucarachorosí. Ratonsilagoró».

Mejor suspendamos aquí este monólogo deplorable.

Terminó encariñándose muchísimo con sus chichis. Las condujo a todos lados: conciertos, museos de ciencias naturales, al botánico, a comer chorizos a la costanera, a pasear en bote por los lagos de Britaña[97], a contemplar los barcos en el puerto[98] etc. Cuando las llevaba a pasear en bote él remaba, por supuesto, ya que era un caballero. Ellas iban vestidas con trajes largos e impecables, absolutamente blancos y de confección tipo siglo pasado. Lucían sombreros calados, blancos también, análogos a los que usaban las jóvenes sureñas en la época de la esclavitud en EE. UU. Penélope y Palmira, mientras, con bella retórica cortesana, hablaban de encajes y vestidos, hacían girar sus albas sombrillas y trazaban en el piso del bote delicados dibujos con sus zapatitos de un níveo deslumbrador, mientras Personaje Iseka sudaba la gota gorda remando. «¿Cuándo vendrá la fresca?», se decía, cansado pero contento. Y este tipo de alegría era toda «la fresca» que le estaba asignada por el momento.

No debe suponerse que obligaba a sus zombies a realizar todas estas tareas por algún trabajo esotérico o algo así. Era tan sólo por razones de delirio. Y los ocultistas que no lo conocían y veíanlo por la calle, haciéndolas comer chorizos o asistir a conciertos, lo que menos se imaginaban era la verdad. Con respeto se decían: «¿¡En qué andará este tipo!? Quién sabe qué estará planeando que lleva a sus zombies a esos lugares tan insólitos. Se ve que quiere darles una educación bien definida y especial. Con toda evidencia está en un trabajo muy, muy grande».

Las Sociedades esotéricas adversas al Estado, que aún actuaban en la Tecnocracia, estaban bastante disminuidas en su poder a causa de la persecución implacable a que las sometían las I doble E; pero todavía eran fuertes y daban bastantes dolores de cabeza.

Un viernes por la tarde, Personaje Iseka estaba sentado a la mesa de cierto bar con su novia Liliana. Ella lucía muy hermosa, pese a estar casi destruida por la droga —si bien hacía meses que no tomaba—, y manijeada para colmo. Cuando Personaje la conoció, los fabricantes de zombies estaban a punto de engancharla para utilizar su cuerpo. Tenía momentos lúcidos donde comprendía que este tipo, muy dulce y deseoso de ayudarla, era su única esperanza de salvación. En ese momento, estaba en uno de tales períodos. Ella le dijo:

—Mi marido… qué hijo de puta es. No tenés idea de las cosas que me hace. Qué hijo de puta. Él me metió en la droga. Y yo acepté por debilidad. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?

Personaje estaba furioso. Si había algo que lo indignaba era la gente que no asumía.

—Mirá Liliana: no te hagás pasar por víctima inocente ahora. Fue tu decisión. Y ojo: no es que me oponga a la droga ni nada, ni que la apoye. No es un juicio moral el mío. Lo que me da bronca es que no te hagas responsable de lo que elegiste en su momento. Si hay algo que me da por las bolas, es eso. Yo acepto que tu marido sea un hijo de puta, pero por otras razones.

Ella bajó la cabeza a fin de prestar gran atención a la borra de su café:

—Sí. Puede ser. Mejor dicho: sí, es verdad. Pero a lo más importante que voy, es a que ahora me quiero desenganchar pero estoy como…

—Vaciada.

—Sí. Vaciada. —Sin unidad temática, prosiguió—: Aparte, él es un celoso de mierda. Me verduguea con sus celos noche y día. No puedo vivir. Se aprovecha de mi hijito. Él me dijo: «Bueno, cómo no. No hay ningún problema. Vos andate pero al chico no lo ves más. ¡Total! Como sos una drogada…». Hijo de puta. Como si él no se hubiese drogado nunca, o como si yo tomase droga todavía.

—Pero escúchame: la ley te apoya. Vos sos mujer. Además, por suerte no estás fichada como drogadicta y él ya no lo puede probar.

—Sí, pero está loco. Me he convencido de que es un ser absolutamente inhumano. Es muy capaz de tirar al chico por el balcón y matarse, o matarme a mí, o cualquier cosa. Además ya me lo dijo. Una tarde, cuando le conté que me iba, agarró al pibe y lo arrimó a la ventana. «Dale, andáte. En el momento mismo, oíme bien Liliana, en el momento mismo que vos atravieses esa puerta, lo tiro a Julio». El nene agitaba los bracitos y se reía, creía que era un juego. Fue horrible.

En silencio, la chica comenzó a lagrimear.

Personaje Iseka, pasional, sintió que le hervía el cerebro. Con un retintín muy especial, casi jocoso, siniestro:

—Bueno Liliana, no te preocupés. Todo arreglado. Felicidades. Voy a transformarlo en zombie. Vos no te aflijás. Yo necesito un jardinero que labure en el jardín de mi casita, en el cementerio. Hace días que lo estoy manijeando con potestades altamente poderosas. ¿No lo viste mal?

Liliana, asombrada y con algo de miedo:

—Sí. Anoche tosió muchísimo y escupía sangre.

Personaje sonrió:

—¿Ha visto? Él tiene una máquina que lo defiende y además hay tipos muy fuertes que lo están protegiendo, pero yo lo toqué igual. Va a morir pronto. Después lo voy a sacar del cementerio con ayuda de unos amigos y lo transformo en zombie. Ahora claro, que si lo entierran en la Carabela no voy a necesitar ayuda de nadie para desenterrarlo. Aunque pensándolo mejor lo superlativo sería que muriese en secreto, no denunciar su muerte, y transformarlo en tu casa mismo; así si la policía le pide documentos a mi jardinero, van a ver que es tu marido y nos cubrimos.

Ella, asustada y arrepentida:

—Escúchame: no lo matés. Me da lástima Tal vez no sea necesario matarlo.

Heladamente:

—Él no tuvo compasión con vos, ¿cierto? Mirá Liliana: no te metas. Dejá este asunto en mis manos. Vos hacé lo que yo te diga. Vos ya no tenés nada que ver con esta parte. Yo te libro de toda responsabilidad.

Liliana, con la voluntad adormecida por los resabios de la droga, dejó de oponerse.

No obstante su desesperación amorosa, Iseka tuvo la lucidez suficiente como para comprender que le convenía no confiar ciegamente en esta mujer. Por el bien de ambos. El enemigo podría aprovechar sus momentos de locura o lucidez a medias, para entrar en su intimidad y destruirlo. No fuera cosa que le pasase como a un amigo suyo, en quien siempre pensaba en relación al cuento de Aladino y la lámpara maravillosa: «¡Cambio lámparas nuevas por viejas!». A casa de su camarada llegó un tipo enviado por una sociedad esotérica rival. Él no estaba y atendió su mujer, que nada sabía de magia, ni creía, ni nada. El fulano venía con la intención de robarle una máquina que el otro usaba para protegerse. A ella le dijo que compraba hierro viejo. «Pago muy bien, señora. Pago muy muy bien. Fíjese si en la casa no hay algún pedazo de hierro viejo que esté por allí guardado y no sirva. Le voy a pagar tanto que se va a caer de espaldas». La mujer, simple y sin astucia —o, si se quiere, con la picardía elemental de las personas incultas y de pocas luces—, en vez de entrar en sospechas pensó que el otro estaba loco y que esa era una excelente oportunidad para conseguir unos pesos por nada. Presurosa fue a la cocina y al rato volvió con cuanto cuchillo, caño y tenedor viejo pudo encontrar. El hombre parecía desilusionado. «No, no. Usted quizá tenga algo más sólido y pesado. Algún hierro viejo cuadrado, o cúbico, o algo así. Son cosas que sobran de las herrerías». Entonces ella recordó que su marido guardaba en una repisa de su taller, un objeto de hierro con muchas partes soldadas y atornilladas, que a todas luces no servía ni podía tener función alguna. Llena de alegría, y sin meditar un segundo en que su obligación antes de vender algo era consultar con su marido, se dirigió a toda velocidad hasta el cuarto del taller. Sacó el artefacto y emprendió la vuelta. Durante un momento, mientras volvía, pensó sin querer «¿No sería mejor preguntarle a Pepe? ¿Y si se enoja?». Rechazó indignada tales reflexiones. ¿No era ella tan dueña de casa como él? ¿Acaso no podía tomar decisiones con el mismo derecho? Toda la casa llena de porquerías. Ya la iba a escuchar como protestase por haberle vendido un hierro inútil. No permitiría que nadie la privase de esta oportunidad de ganarse unos pesos, que bastante falta hacían.

El esoterista se la llevó encantadísimo luego de haberle pagado una pila de billetes. Ella quedó más convencida que nunca de que el tipo estaba loco.

La cosa fue ver la cara de Pepe cuando volvió y no encontró su máquina. Pálido, le preguntó a su mujer. Ella al verle la expresión, frunció el ceño. Levantando el piquito, le declaró que había hecho muy buen negocio con ella y que «No quieras hacer un escándalo por un trasto inservible. Ya sé que vos tenés la manía de guardar cualquier cosa».

A él le empezaron a temblar las piernas. Es que sabía perfectamente lo que tanto a él como a su mujer les esperaba. Ahora en poder de la máquina, a los tipos les bastaría cambiarle el signo a ésta para destruirlos. Estaban perdidos sin remedio. «¿¡Quién quiere cambiar lámparas viejas por nuevas!? ¡Cambio lámparas viejas por nuevas!».

Sí. No fuera cosa que le pasase lo mismo que a su amigo Pepe.