CAPÍTULO 68

Pascualitos

No sólo el Kratos de las Lenguas poseía una cuadrilla de orates protegidos a los cuales dejaba pastar a su vera. Ya vimos que el Monitor tenía la suya. Pero también otros funcionarios, de distintas jerarquías y situados en diversos compatimientos de la estructura política, atesoraban sus propias reservas de locos disfrutables. Los coleccionaban. Se consideraba de un mal gusto atroz el tener un lote con menos de cinco lunáticos. Les encantaban los epileptoides. Las esquizofrenias con paranoias injertadas eran buscadísimas. Realmente, en la Tecnocracia la bufonería podía ser calificada como deporte nacional; significado que algunos encontrarían equivalente al tiro zen con arco en el Japón, o a football en Goria.

Uno de los ingenieros jefes de la Monitoria de Campo de Marte, cometió el error de encariñarse con un bufón «a la Rossini»; esta debilidad iba a costarle cara, según veremos. El chusco llamábase «Pascualitos»; al menos eso decía. Presentábase a su amigo y le daba grandes consejos para aumentar la producción en un 400% en un solo mes. Su capacidad era tal, que lo mejor que podía hacer el Monitor era conocerlo y seguir sus programas al pie de la letra. Tenía la clave de la «solucione» política. Sólo un tonto podría desechar su inspiración magnífica y deslumbrante, posada en su cabeza como pájaro en templo.

—La única solucione sería, a mi modo de vere, para arreglare tuto, que nuestro Monitor hiciese como Aquél

Dejaba unos respetuosos puntos suspensivos, como zalemas, luego de haber pronunciado la palabra «aquél» con mayúscula y bastardilla, levanando el meñique de la mano derecha y sacando los colmillos.

El ingeniero, mientras trabajaba sentado frente a un tablero con pantalla de televisión, donde se visualizaban abstractas señales electrónicas en forma de ondas, puntos, rayas, preguntó:

—¿Y quién es «aquél»?

Pascualitos, asombrado ante la ignorancia del otro:

—¿Eh? Aquél, querrás decir. —Reverente y fetichista—: Benito.

Al ver que el otro arrugaba incomprensivo el entrecejo, aunque sin sacar la vista de la pantalla, condescendió a explicarle con tono de «¿acaso no es obvio?»:

—Mussolini.

—Ah.

—«Ah» no: «¡Aaah!». Ecco. —Ya francamente itálico—: Il Duce. Per robare una gayinas —y al decir esto levantó su índice— lo insolaba.

—¿Lo estaqueaba al sol para que se achicharrase?

—Noo… lo portiaba inmediatísimamente a la insola.

Otro funcionario, ayudante del ingeniero y que oía la conversación:

—Una ínsula, vale decir: una isla. En esa época ellos tenían, al parecer, una isla especial dedicada a las sanciones penales. Como Alcatraz. Así.

El ingeniero se limitó a un gesto:

¡!

El itálico prosiguió:

Ecco. Por una gayinas. En Roma usted podía dejare la cartera en la cayes que nadie se la robabas.

Ingeniero, moviendo un dial que automáticamente modificó el tipo de onda sobre la pantalla:

—Y a vos te parece que nuestro Monitor…

—Certo. Debería hacere lo mismos.

El ayudante del ingeniero, irónico:

—Descuide. Ya lo hacen las I doble E por él.

Pascualitos negó con firmeza:

—No lo bastantes. No lo bastantes. —Extasiado—: ¡Ah! Mussolini era veramente grande. ¿Quién desecó lo pantano Pontini? ¿Cuándo los trenes llegaban a horario como en esa época? Si el maquinista llegaba con uno minuto de atrasos —nueva levantada de índice, como un cohete tierra-aire—, lo portiaba inmediatísimamente a la insola. Liquidó a la mafia. Había cada pistolero en Italia que en ningunas partes del mundo había.

El ayudante, algo socarrón pero cuidándose porque el otro era amigo del jefe:

—Todos llevados inmediatamente a la ínsula.

Ecco. La única cagata que se mandó fue unirse a ítler. Tedesqui maledeti.

Ayudante, extrañado:

—¿Hitler, dice usted?

—¡Siguro! ítler. Ico de puta.

El ayudante se encogió de hombros:

—Pero eso es una leyenda, mi querido señor. Hitler no existió jamás.

—Eso se cree usted. Sí que ha existido cuesto ico de puta. E tuto; senti, signore: tuto si ha perduto per il governo tedesco. Con su concuiste stravagante, ambiciosi. —Añoró fúnebre y romántico, lanzando un viril y sollozante—: ¡Il Duce! ¡L’Italia! La Regina del Mare. —Extendiendo el puño—: ¡Qué potenza! —Silbando lleno de odio—: Tedesqui maledeti.

«Pascualitos» era un hombre petiso, algo grueso, que se paraba sobre sus dos pies exactamente con la misma cantidad de peso en cada uno de ellos, siempre vestido con un gabán verde y diminuto que le daba un curioso aire de gnomo.

Cierto día se introdujo en los dominios de su amigo el ingeniero con un paraguas cerrado en la mano —afuera el sol era radiante, de modo que vaya uno a saber por qué manija lo trajo—, y espetó:

—Io, sono Pascualitos.

Cada vez que aparecía declaraba lo mismo. Como si el otro no lo supiese de sobra. Echó un vistazo despótico con ceño (a lo Benito) y trompa. Música de Verdi. Luego, declaró ante el científico, quien se encontraba ocupado manipulando una gigantesca y costosa computadora de varias toneladas de peso:

—¿Querése que te hágase uno corto firmes?

Y antes que el ingeniero lo pudiese impedir metió la punta de su paraguas en la concavidad de un contacto, que él creyó adorno. La máquina se estremeció: como una cabrita sorprendida entre bocado y bocado por un ve corta. Venía pasando la información siguiente:

«… por lo que deberá ser aumentada la producción de tungsteno y cromo en la Tecnocracia Centrocentral en un 45 y 30% respectivamente, si quieren cumplirse los programas militares ordenados para este año. Los hidrocarburos…»

Luego de la explosión y posterior bramido de la máquina, profundamente perturbada por la fusión del circuito, comenzó a escribir enloquecida:

«tyrrla, currla, gurrla, medderla, federrla, sedderrla, carrla, gorrla, zirrla, mirrla, virrla, wdrrla, mvdrrla, perrla, prrr…»

El científico, horrorizado:

—¿¡Qué hiciste!? ¡La fundiste! ¡Tano puto!

«Pascualitos» tenía la cara de Mussolini en Grecia. Se puso lívido. Balbuceó:

—¡Ma!… Si era uno agujeritos.

Ya perdidos por completo sus modales de ingeniero y buen tecnócrata:

—¡Ma qué «agujeritos»! Era un circuito maestro, tarado.

Sudando copiosamente, como cuando estaban en Libia y los perseguía Montgomery:

—E… ¿non hay solucione?

—¡Qué va! Ahora este primer circuito destruido ha destruido otros y éstos a otros: en progresión geométrica hasta aniquilar todo.

Azorado:

—¿Toda la Tecnocracia?

El otro le echó un vistazo, con curiosidad pese a su bronca y desesperación:

—La Tecnocracia no, pero sí la máquina.

—¿E adesso?

—Ahora vas a pagar todo este mecanismo que costó ocho millones de monitores. Pero no te preocupes: te lo iremos descontando de tu sueldo de bufón. Así vas a aprender otra vez a hacer cortos firmes.