El Calculdeportecta
El Obsecuente, quien sentía cierta ojeriza contra el Influible por motivos que no vienen al caso, cierto día lo telefoneó a fin de gastarle una broma. Se proponía hacerle creer que su amigo, el Kratos, acababa de nombrarlo su Infravicesubsecretario, cargo éste muy codiciado en la Monitoria.
«Pero sí. Le aseguro, Altísimo señor, que Su Excelencia tuvo a bien informarme ayer que os había nombrado su Infravicesubsecretario. Debéis venir a la Monitoria en el acto, para entrevistaros con los embajadores culturales del Califato de Córdoba de visita en esta ciudad».
No es, en realidad, que el Influible estuviese tan loco como para creérselo sino que, muchas veces, por puro delirio, les hacía el juego a los otros simulando tragarse cualquier historia. Así pues contestó:
—¿Y qué requieren esos embajadores?
«No lo sé, Altísimo Señor. Como supondréis, a un reptilesco como yo nadie siquiera soñaría contárselo. No obstante, creo que desean proponeros algo. Un súper simposio, o cosa equivalente».
Hacía ya casi tres meses que el Influible había leído el Amadís y, como se recordará, éste era aproximadamente el tiempo que le duraba una influencia. Por lo tanto, aún algo ido, contestó el Influible:
—Que pidan lo que deseen, que como don concedido les será. En tanto el don no sea solicitarme que defienda un puente, porque los puentes son de todos. Y no habiendo guerra ni estando dicho puente en un teatro de operaciones[93], si me entero de que alguien lo defiende allá, he de pasar acullá por no justar con él.
«Sí, Altísimo Señor».
—De la misma forma… guisa, quiero decir, si alguno de esos embajadores proclama que su señora es la más hermosa no lo desmentiría, porque para cada hombre enamorado, siempre su amada es la más hermosa del mundo y no sería justo desmentirlo siendo que dice la verdad.
Y habiendo proclamado a los cuatro vientos —e incluso por las cuatro tierras, igual números de aguas y de fuegos— todos estos chascarrillos, quedóse en multitud de piezas, repartido por todas partes —así de gordo estaba—, felicísimo. De tal forma no había manera de engancharlo; como los patafísicos, él traducía en el acto cualquier cosa que le llegara, incluso una agresión, incorporándola a sus claves internas. Atacarlo resultaba idéntico a golpear sobre corcho o algodón. Era inmanijeable.
Una semana después de la broma fallida —el Obsecuente se desconcertó mucho, diremos de paso—, el Influ se reunió en la Monitoria con su paciente amigo Katel Iseka.
—Siento muchísimo haberte dado la sensación de que deseaba cortar cuanto antes —dijo el Influ—. En realidad esto se debía a que te hablaba desde un teléfono público y tenía un tipo al lado que seguro leyó Las guerras de Silecia completas, porque había formado con sus ejércitos el orden oblicuo de Federico el Grande y me hinchaba las pelotas en una de las alas, queriendo hablar ya, de cualquier guisa[94].
Dijo el Kratos, luego de mirarlo un momento con atención:
—Ya largaste los libros de caballería y ahora lo estás leyendo a Clausewitz, ¿cierto?
—Sí. Es verdad. ¿Pero cómo sabés?
—Y, yo qué sé.
—¿Pero por qué lo decís?
—Por nada, por nada.
El Influible, encendiendo un cigarrillo:
—En realidad a Clausewitz lo terminé anoche. Ahí nomás, sobre el pucho, empecé otro —luego de este parlamento permaneció como embobado y perdido en sus ensueños.
—¿Qué leés ahora?
Despertando bruscamente:
—¿Ah? Ah: El Capital y la plusvalía, de Carlitos. ¿Por?
—Uú. ¡Júj! Me imagino… peor que el Amadís. Supongo que sin falta estarás calculando cuántas palabras y letras tienen esos libros imposibles, qué porción llevás leída, etc.
—¡Noo…! No. Lo leo, simplemente. No. He decidido poner mi enorme inteligencia y conocimientos sobre estadísticas, progresiones económicas y sociales, el problema del salario y las relaciones entre el capital y el trabajo al servicio de algo muchísimo más útil.
—Supongo que estarás planeando un sistema económico, militar y mágico para acabar con nuestros enemigos los sorias.
Extrañadísimo y totalmente alejado de la realidad, como un verdadero sabio:
—¿Quiénes son los sorias? ¡Ah!… No no, en absoluto. He realizado un estudio para ganar al Calculdeportecta[95].
—Y consiste.
—Y consiste… Primero calculé cuántas tarjetas posibles podrían realizarse. Tú bien sabes, hectórida, que cada tarjeta es así —y comenzó a dibujar en un pizarrón:
—Son trece partidos los que se juegan, y uno debe consignar en la tarjeta quién ganará: si el equipo local, el visitante o si hay empate.
El Kratos de las Lenguas:
—¿Y a mí me lo explicás? ¿O te olvidaste que a esas tarjetas las hice yo? Como si no lo hubiese oído:
—Al principio me resultaba difícil descubrir la ley de crecimiento de las tarjetas; y esto por la sencillísima razón de que no se trata de arreglos, permutaciones ni combinaciones. Pero finalmente, Ulises, di con el quid. Como quien dice: llegué a ítaca. De analizar lo chico pasé a lo mayúsculo, a la manera de los grandes genios. Presta muchísima atención calláte no seas maleducado ahora estoy hablando yo.
El Influ pronunció lo anterior sin comas ni pausas, de un tirón. El Kratos dijo muy confundido:
—Pero si no tenía intención de abrir la boca.
—Silencio. Primero calculé el número de tarjetas posibles, en caso de que el número de partidos a jugarse fuera solamente uno:
—Obviamente —prosiguió el Influ—, puede ganar el local, el visitante o haber empate. Número de tarjetas posibles: 3. Si los partidos fuesen dos:
—Aquí el número de tarjetas es nueve (o sea: 3 x 3 = 32 = 9). Sí fueran tres los partidos, habría 27 posibilidades: 3x3x3 = 33 = 27. Etc. Por lo tanto, la ley de crecimiento de las tarjetas es: para «ene» partidos, las alternativas son 3n. Como los partidos del Calculdeportecta son 13, las tarjetas son: 313 = 1 791 153 tarjetas. Pero aquí viene lo interesante del cálculo. Si se trata de una simple lotería, es obvio que hay sólo una probabilidad favorable de ganar; en ese caso tendré que someterme a una espera forzosa de 1 791 153 semanas antes de que salga mi tarjeta. Pero no es asi, para gran felicidad mía.
—¿No?
—No. En una lotería común y bastardeante no hay distribución de las densidades de probabilidades, y cada número tiene las mismas chances que cualquier otro. No hay purificación racial de tarjetas. Carecemos de Ramsés II. Estamos desprovistos de Colosos sentados de Memnón tallados en la roca viva por orden de Amenofis III. Despojados en el Valle de los Reyes de las Tarjetas.
Viendo que el otro se había ido a la mierda, el Kratos lo frenó:
—Dejá de delirar. Decías que si se tratase de un juego de azar cada tarjeta tendría las mismas probabilidades.
—Eso. En el Calculdeportecta, en cambio, hay una pequeña ley que se cumple la mayor parte de las veces: el local tiene más facilidades que el visitante, y el empate más probabilidades que el local. Me tomé la molestia de anotar los resultados de todos los partidos desde que se comenzó a jugar al Calculdeportecta, y los promedios me dieron: 4 locales, 6 empates y 3 visitantes. Este es el pronóstico más potable, lo cual me elimina cientos de miles de tarjetas. 4, 6, 3, es la distribución de probabilidades más densas. Ahora bien, si a los cuatro locales debo colocarlos en los cuatro primeros casilleros, o en los cuatro del medio, o al último, alternados o lo que mierda fuera… eso ya sí pertenece al reino de la lotería. Faltaría solamente calcular el número de posibilidades que tengo de ganar, jugando la misma tarjeta todas las semanas, respetando el 4/6/3. Este cálculo es muy laborioso, así que debería dárselo a una máquina electrónica. Como no la tengo, me valí de un símil. Cierta vez fui al Tiro Federal a mirar. Como allí van buenos y malos tiradores se pueden establecer, con los impactos, una distribución de probabilidades análoga a la del Calculdeportecta —luego de borrar con atropellada premura volvió a escribir con la tiza sobre el pizarrón:
—Si tenemos un blanco, distribuido en tres partes, la porción más densa de impactos es la zona rayada 2. Digamos para simplificar que ésta sea la tercera parte; es decir el 33,33%. Si el 100% son 1 791 153 tarjetas, el 33,33% será 596.991. En otras palabras: sólo tengo que jugar la misma tarjeta 596 991 semanas para que la mía gane. ¡Felices —viva— hurráaa…!
El Influ se calló de golpe y puso cara rara, como si le hubiesen serruchado un sector.
—¿Y ahora? ¿Qué te pasa? —preguntó el Kratos.
—No. Me quedé pensando. 596 991 semanas son 149 248 meses, o sea 12 437 años y medio.
¿Y?
—Y eso nomás.
Katel intentó ayudarlo haciendo trampas. Sacó una micro calculadora de su alfiler de corbata, y realizó sobre ella unos pases casi mágicos. Después comentó:
—Alegráte: no vas a tener que esperar tantos años. Tus cálculos están mal hechos. El símil no sirve. ¿Me querés decir qué carajo tiene que ver el tiro al blanco con el Calculdeportecta? Jugando siempre a cuatro locales, seis empates y tres visitantes, hay que acertar entre 17 911 tarjetas aproximadamente, lo que viene a ser algo así como… un poco más del 1% del total. Ganar te va a llevar tan sólo 373 años.
Lejos de hallar consuelo el Influ se puso furioso:
—¿¡Cómo que mis cálculos están mal hechos!? ¡Soy archilúcido! ¡Mi intuición no puede fallar!
Y presa de un ataque de histeria, comenzó a dar pataditas sobre el pavimento y a rechinar los dientes. Cada tanto largaba una suerte de graznido corto, amortiguado, algo así como «¡gí!». «¡gi!»; o «¡jí!». «¡jíj!». Tan horrible era que la guardia, armada con fusiles eléctricos, irrumpió en el despacho. Estaban absolutamente convencidos de que el Influ intentaba asesinar al Kratos de las Lenguas mediante el procedimiento de introducirle en la tráquea todas las tizas del pizarrón, una por una. El jefe de la guardia, incluso, equipado con una pistola neutrónica, ladró: «¡Largálo, puto!», o algo similar, antes de verificar con gran sorpresa que, en realidad, nada ocurría.
Katel los expulsó con un gesto impaciente de la mano, como diciendo: «Déjense de hacer estupideces».
La verdad era que el jerarca estaba muy preocupado ante la posibilidad de tener que encerrar al Influ en el manicomio. Y no lo turbaba tanto la suerte de este último, como la posibilidad horrenda de quedarse sin su bufón predilecto. Tal temor, por suerte para ambos, no se justificaba. No bien el Influible vio a los guardias, se pegó tal cagazo que la histeria se le pasó en un segundo. Azorado, sus rodillas temblaban.
Viéndolo en aquel estado deplorable, el Kratos intentó transigir:
—Bueno, bueno. Vení, sentáte. Debo haber hecho mal los cálculos. Seguro que mi computadora está descompuesta. Tomá este Cruce del Rubicón triple; ¿o preferís un Asesinato frente a la estatua de Pompeyo? Y le ofreció dosis generosas de estos licores. El Influ procedió a zamparse ambos.