CAPÍTULO 66

El Amadís de Gaula

Casi tres meses después el Influible estaba en su casa leyendo y escribiendo hasta muy entrada la noche. Leía el Amadis de Gaula —esa extensísima, interminable novela medieval de caballería— y esto anotaba, monocorde y sordamente:

«En el Amadis cada página tiene un promedio de 538 palabras. Sus mil páginas, entonces, son 538 000 palabras. La puta cuántas.

Descuentos. Cada 5 páginas debemos quitar 88 palabras a causa de espacios en blanco y títulos gordos. Por lo tanto, las mil páginas merman en 17 000 palabras, produciendo un considerable alivio en la hipertrofia. Además el libro comienza en el folio 51, en realidad, y termina en el 986; así que son menos de 1000. Hay que efectuar también lina purga stalinista de cuatro páginas ya que contienen sólo los títulos que inician cada uno de los cuatro capítulos; así tenemos: 986 - 51- 4 = 931 páginas. Ya no son mil, qué joder. Son 69 páginas menos, con 37 122 palabras, las disidentes mandadas a Vorkuta por orden del Presidium. Sí las sumamos a las 17 000 anteriores, serán 54 722 las deportadas a las minas de oro de Siberia. Así aprenderán, pérfidas bukarinístas, zinovievistas, kulacs y trotzkizantes. Así hago cagar fuego a los desviacionistas de derecha e izquierda. No, si es como yo digo: basta mostrarles un poco de rigor para que decrezcan las muy putas. Por algo me dicen el as, el hacha incorruptible de las letras, porque les doy sin asco. Las obligo a replegarse a las bastardas ilegítimas. Las diezmo. Mato una de cada diez y hasta una de cada cinco. Así aprenderán la próxima vez a escribir libros larguísimos, antileninistas y contrarrevolucionarios. Para resumir: las 538 000 originales, luego de mis po gromiti (“destruir enteramente”) seguidos de pillaje y matanza, se hicieron 483.278. Al fin vamos a llegar a la conclusión de que su abultada hinchazón era una pura y simple andaluzada, qué tanto fregar. Sólo con 483 278 palabras cuenta el Amadís de Gaula y grandes hechos de armas que en su tiempo fueron. Igual son muchas, para hablar francamente. Medran y arrecian, las malditas. Intensifican y acentúan, estas degeneretis, amplificando su repelente miasma básica, procurando expandirse. Debo ser cien veces más implacable que antes. No me explico cómo todavía no lo hice fusilar a Kamenev. Defenestrando a su grupo me sacaré de encima un lindo bulto. Nikita Jruschov es buen muchacho: lo enviaré a Ucrania para que haga de la suyas. San Lenin: no olvides a tu discípulo. Tú hubieses hecho lo mismo que yo, no obstante la NEP; Dios Único Carlitos: ayúdame en mis colectivizaciones forzosas. Potencia desde el más aquí dialéctico a tu unigénito, a Jack el Destripador, para que pueda exterminar el paganismo de palabras y de las letras rusas».

Si el Influible hacía todos estos cálculos al pedo era, sencillamente, porque necesitaba levantar una defensa psicológica contra la lectura del Amadís, que le costaba muchísimo. Llevaba más de tres meses leyéndolo, sin poderlo terminar. Se había propuesto leerlo todo, así lloviera o tronase. A muerte, digamos. La matemática constituía su manera de resistir las fuerzas gravitatorias del libro. Tenía la manía de los cálculos, por lo demás y sin excusas. A cada suceso desagradable que pudiera ocurrirle, él oponía un conjunto de restas, multiplicaciones, divisiones, sumas y logaritmos. Su tendencia a la abstracción, además de impedirle salir de su locura, era responsable de cierta avitalidad básica que lo tornaba distraído e indiferente para con los otros.

Gracias a los círculos que frecuentaba, el Influible pudo conocer al famoso Arnaldus el Enorme, jefe de los astrólogos tecnócratas, personaje casi tan legendario como De Gaula Iseka. Arnaldus no ignoraba que el otro estaba loco; pese a ello, cierto día se sintió inclinado a hacerle confidencias; quizá porque su espíritu atravesaba una sima tenebrosa, algo así como un valle de vidrios a bajas temperaturas y, por ello, sus defensas tenían menos energía. El astrólogo jamás hablaba de su pasado. Sin tener la menor idea del honor que le dispensaban —y si lo hubiese sabido tampoco le habría importado—, el Influible, semiabstraído, extasiado ante su propia persona y en plena autogloria, se dispuso a oír la narración del otro como quien, lleno de fastidio, traduce del chino.

Muchos años atrás, según contó Arnaldus, él y un compañero se fueron a estudiar magia a un templo perdido en las selvas de Chanchín del Sur, perteneciente a una secta de monjes tibetanos contrarios al Dalai Lama: los Bonetes Amarillos. Los monjes les enseñaron, en efecto, juntamente con otros quinientos discípulos. Pero, un buen día, a los jefes de la secta se les ocurrió que debían hacer un sacrificio a los Dioses. Así pues, diez de los discípulos esa misma noche irían a parar a Buda. «Aquél a quien el Dios tome de la coleta, será uno de los elegidos», dijeron.

Ni cortos ni perezosos, Arnaldus y su amigo decidieron cortarse la coleta antes de que el Dios los engrampase; porque estaban segurísimos de que los iba a cazar a ellos. Para disimular se pegaron con curitas, sendas coletas de pelo de cabra. Pensaban decir que estaban lastimados o cualquier cosa. Las presunciones fueron correctas, porque a medianoche Arnaldus sintió que le arrancaban el chasco de un manotazo. Despertó a su amigo y juntos se escondieron. Podían oír a los monjes con toda claridad: «Agarré la coleta de uno pero él no está. Hay una curita, en cambio». «¿Curita?». «Sí, curita». Los sacerdotes hicieron el recuento de discípulos, uno por uno, y observaron que ninguno faltaba. ¿Cómo era posible? ¿Es que alguno carecía de coleta? Y empezaron a revisar. Después de que le tocó el turno al amigo de Arnaldus aquél le pasó a éste su propia coleta, desprendiéndosela sin que los monjes lo advirtieran; así, cuando los religiosos verificaron el estado de la nuca del otro, él también estaba completo. ¿Cómo podía ser? «¡Es el diablo!», dijo Arnaldus. Los monjes espantados huyeron dando gritos.

Como la cosa se había puesto algo pesada, los dos amigos procedieron esa misma noche a fugarse, internándose en la selva chanchinita, llena de pantanos y malaria. Luego de caminar kilómetros sin brújula, guiándose únicamente por las estrellas como los monjes les habían enseñado, ambos cayeron enfermos. El compañero de Arnaldus, menos fuerte que él, murió. Entonces el astrólogo, desesperado, decidió cargar con su camarada muerto y llevarlo a un poblado donde pudieran darle sepultura, pues no deseaba que lo comiesen las alimañas de la selva. Durante días, delirando a causa de una fiebre de más de cuarenta grados, orinando sobre las manos y bebiendo el propio pis, ya que no tenía agua, cargó con el muerto que hedía descompuesto (aún más, si cabe, por el hecho de haber fallecido de malaria). En el paroxismo de la fiebre, Arnaldus veía monstruos gigantescos de cuatro o cinco cabezas que lanzaban risotadas. Un día llegó a un claro en la selva que, si hubiese estado en sus cabales, le habría llamado la atención.

Era un círculo de unos ochenta y cinco metros de diámetro, con la tierra increíblemente dura. Puso el muerto y todas las cosas a un lado, y se echó a dormir rendido. Un sexto sentido lo despertó al poco rato. El círculo de tierra endurecida como lava era utilizado por las hormigas como coto de caza. En ese momento lo rodeaba una alfombra de por lo menos diez centímetros de altura, que desde todos lados avanzaba hacia el centro. La algarabía es constante en una selva, día y noche. Sin embargo, en ese momento la floresta había enmudecido. Los pájaros, conmovidos y expectantes —pues lo que debían sentir seguramente no era miedo, a salvo como estaban en los árboles, sino una especie de respeto original— ante aquel ser, cuya sumatoria de miles de ruiditos daba como resultado un espantoso rumor sordo, poderoso, donde pese a ello podían individualizarse agrupaciones locales de ira semejantes a resplandores o a pequeños disparos sónicos.

Arnaldus se puso de pie con un salto, echó el amigo al hombro y arremetió contra la masa de hormigas. Aunque parezca imposible —tan poderosa es la voluntad del hombre—, logró pasar con su camarada muerto y ponerse a salvo. Años después comentaba que, en su opinión, debió dejar que el Dios se comiese el cadáver, pues así se habría reintegrado a la naturaleza.

Cuando algunas horas después volvió al claro a buscar sus cosas abandonadas, vio que habían devorado la mochila, el mango de madera del machete, las botas de repuesto que eran de su compañero, y todo. Sólo quedaban las hebillas de hierro de la mochila y la hoja del machete.

El astrólogo contó más de sus aventuras al Influible pero éste sólo dio muestras de interés y excitación cuando el relato llegó a la parte de las hormigas. Luego de eso siguió escuchando, pero como quien oye llover.

Arnaldus prosiguió: luego del incidente con el Dios llegó a un río de aguas tan claras que se veían las piedras del fondo, a quince metros de profundidad. Se sentó en la orilla a descansar. De pronto, estupefacto, observó bajo el agua la ondulación de una enorme cabellera. Se aproximó para observar mejor y súbitamente emergió una cabeza. Era la más hermosa mujer desnuda que hubiese visto en su vida: senos preciosos, etc. La dama, con los labios fuera del agua pero con la nuca sumergida, comenzó a dirigirse a él en distintos idiomas, hasta que utilizó el de Arnaldus: «¿Por qué no venís a nadar conmigo?», le preguntó. Él sintió desconfianza de esa mujer que en medio de la selva hablaba distintas lenguas, incluyendo la suya. Pensó que allí había gato encerrado. Se excusó: «No puedo. Tengo malaria». «No importa. Vení igual. Yo no me contagio». «Como sea pero yo no puedo. Tengo malaria». Entonces ella sonrió con un gesto muy raro y volvió a hundirse en el líquido en silencio. Debía tener una fuerza tremenda en las piernas pues con dos tijeretazos avanzó muchos metros en aquella profundidad, perdiéndose de vista casi en seguida. No volvió a encontrarla.

Cuando por fin llegó a un poblado indígena, ellos le dijeron que se había encontrado con la Diosa de las aguas, la que tiene un agujero en la nuca, el cual ella siempre debe tener bajo el líquido, obligadamente, pues por allí respira como un pez. «Hizo bien en no bañarse con ella pues lo habría devorado», le explicaron los nativos.

Pero, como ya se adelantó, al Influible no le interesó la última parte de la historia. Quedó motorizado con el asunto de las hormigas. En vez de solidarizarse con los sufrimientos de Arnaldus, que había perdido a su amigo, o sentir maravilla por las cosas extrañas de este mundo, se puso a calcular. Según él a Arnaldus lo habían atacado 554 metros cúbicos de himenópteros, con 69 250 000 000 de ejemplares en su interior. El astrólogo pensó molesto: «Por qué no me habré callado la boca». Luego recordó que en las Cortes se considera de mal gusto enojarse con el bufón, y sacudiendo la cabeza se alejó.

Cada tanto el Influible llamaba a la Monitoria de las Lenguas, para decirle al Kratos qué porcentaje del Amadís de Gaula llevaba leído. Ejemplo: «Leí la décima parte». O si no: «Ya terminé la cuarta parte». Días más tarde: «La mitad. Cuesta arriba. Horrísono». Y un poco después, como si leer el Amadís fuese una epopeya por lo menos tan grande como la de escribirlo: «Acabo de pasar por las armas a las nueve décimas. Mis tropas ya tomaron Minsk, Smolensko y Moscú, pero los rusos no se rinden y no se rinden. —Con severa decisión—: Triunfaremos, no obstante. Transmito sin falta la siguiente orden absoluta: ¡tomen Gorki! Con voluntad férrea e implacable llegaremos a los Urales antes de fin de año. Pero estoy podrido». Escuchando sus delirios el Kratos se reía como un chico: «¿Qué te pasa? ¿No te gusta el libro? Tirálo a la mierda, entonces. Nadie te obliga». «Sí que me gusta. Pero estoy podrido». Luego de una carcajada el Súper argumentó: «Consoláte. A partir de ahora la proporción de páginas leídas se irá acelerando en forma asintótica. Cuando por fin llegues sentirás un gran vacío, propio de los grandes éxitos». Con un gruñido descortés el otro colgó.

No conforme con calcular la cantidad de palabras, una noche comenzó a computar el número de letras; parecía un árabe loco que jugase con su ábaco en el medio del Sahara, cubierto por un blanco albornoz:

«Promedio de letras por palabra en el Amadís de Gaula.

Tomamos tres muestras de material de una página tipo: sacamos de arriba de abajo y del medio:

1a) “que mucho la amaba, que la andaba a buscar sabiendo que allí era venida. El placer que ambos hubieron no se os podría contar. Allí fue acordado entre ellos que ella quedase con la reina; pues que no hallaría en ninguna parte otra casa que tan honrada fuese y Arbán de Norgales dijo a la reina cómo aquella dueña era hija del rey Ardrod de Serolís, y que todo el mal que recibiera había sido a su causa de él…”»

El Influíble reemplazó las palabras del anterior fragmento por los números que representaban las cantidades de letras de cada una. Ejemplo: «que»: tres letras; «mucho»: cinco; «la»: dos, etc.:

3/5/2/5/3/2/6.........2/5/2/2.

«Sumando todos los números y dividiendo el resultado por el número de números, nos queda que 4,01 letras es el promedio de letras por palabra en esta primera muestra.

2a) “…porque la deseaba mucho ver. Esta Aldeva fue la amiga de Don Galaor, aquélla por quien él recibió muchos enojos del enano, que ya oísteis decir. Así como oía estaba el rey Lisuarte y toda su corte mucho alegres y con deseos de ver a Amadís, que tan gran sobresalto les pusieron aquellas malas nuevas que Arcalaus de él les había dicho. De los cuales dejará la historia de hablar y contará de don Galaor…”[91]

6/2/7/5/3/4/6..........2/3/6.

Lo que da 4,41 letras para cada palabra.

3a) “‘…—a pie?’ El caballero de la fuente le respondió: ‘Señor, yo iba por esta floresta a un mi castillo y hallé unos hombres que me mataron el caballo y hube de venir aquí a pie muy cansado, y así habré de tornar al castillo, que no saben de mí.’ ‘No tornaréis —dijo don Galaor— sino cabalgando en aquel palafrén de mi escudero.’

‘Muchas mercedes —dijo él— pero antes que nos vamos quiero que sepáis la gran…’”

1/3/2/9/2/2.........6/2/4.

Por lo tanto, el promedio de letras por palabra en esta tercera muestra es de 4,09. Sumo ahora los tres promedios y divido el resultado por tres, y me da 4,17. Si una palabra tiene eso, las 483 278 que calculé los otros días tendrán 2 015 269,26 letras».

Luego de los laboriosos cálculos mencionados, al otro día se fue a la Monitoria para encontrarse con Enrique Katel, el Kratos de las Lenguas, pues, como todos los bufones del jerarca, podía ir y venir como se le antojaba.

Luego de explicarle su nueva actividad trascendente, el Influible le preguntó al Súper:

—¿Vos sabés lo que es leer más de 2 015 000 letras? Si fueran tropas serían como cuatrocientas divisiones. Más o menos el número de soldados que Hitler mandó a Rusia en la primera parte de la ofensiva. ¿Te has puesto a pensar lo que sería pasar revista a 2 015 269 soldados, uno por uno? Bien. Pues eso, y peor, es la epopeya de leer el Amadís de Gaula.

El Kratos:

—Qué exagerado. ¿Quién es Hitler, por lo demás? Ah, ya sé: ese personaje de vox ciencia ficción pópuli. ¿Por qué porción vas?

—Ya leí las 19 vigésimas partes.

Cinco jornadas más tarde, heroico y despótico, como quien extiende su brazo y dice «¡Lo haremos!»:

—Las 930, de las 931 avas partes.

Había irrumpido en el despacho del Kratos como una tromba, cuando el jerarca deliberaba con el Infravicesubsecretario para tratar de resolver varios espinosos asuntos de la producción y la política. Profirió su parlamento sin anuncios ni saludos previos y salió al instante. Exactamente igual que un soldado, el cual, en medio de una furiosa batalla, transmite un parte urgente a su jefe inmediato superior y no está para protocolos. El Kratos, por su parte, que había vuelto la cabeza un segundo para mirarlo, luego de su brusca salida siguió conversando con el ínfravice como si tal cosa.

Veinticuatro horas después, Katel, quien había sido molestado en medio de una conferencia importantísima con sus colaboradores[92], preguntó por telefono para seguirle la corriente:

—¿Y ahora?

«Las 483 277 de las 483 278 ésimas partes».

—Ya te falta poco.

El otro, con la mirada roja y brillante, respondió mediante gruñidos cortos que vibraron a través del tubo:

«Gr gr».

Colgó sin saludar, según su costumbre, y se fue a seguir leyendo.

Una semana transcurrió. Luminoso, eléctrico y con las facciones descompuestas, apareció en el bunker aéreo (por así decir) de su amigo; éste comprendió en el acto y aprobó:

—Terminaste, por lo que veo. Ya era hora. Bien, te felicito.

Con un tic en la parte izquierda del labio:

—Algo mejor que terminarlo.

El Kratos no dijo nada y permaneció en espera. Viendo que no le preguntaban, el Influible lector proclamó:

—Leí las 2 015 268 de las 2 015 269 ésimas partes. Me falta una sola letra. La «ene» de la palabra «fin». Me negué terminantemente a leerla. Hace siete días que la tengo así, a mi merced. Ahora depende de mi Gracia. Era la única forma que tenía de vengarme.

—¿Y cómo sabés que la última letra de la palabra «fin» es la «ene», si no la leiste?

—Porque lo dice mi memoria de anteriores experiencias, y además porque la pispié de ojito.

—¿Qué quiere decir «pispié de ojito»? Hablá tecnócrata, viejo.

—Que la infravicesubmiré con el rabillo del ojo.

—Ah, ya. Otra pregunta. Eran en realidad 2 015 269,26 letras y no 2.015.269. ¿Cómo te arreglaste con el 0,26?

Didáctico y ya francamente majestuoso:

—Bien observo, mi querido Kratos y amigo, que carece usted de todo conocimiento de estadísticas. El 0,26 mencionado nos está mostrando sólo un intervalo formado por un promedio. No es un número ni fracción de tal. Así, pues, aquí ya estamos en presencia del entorno de la cuestión y la cifra.

Katel dijo socarrón:

—No, no: sin embargo yo creo que vos deberías darle más importancia a ese 0,26. Pensá que no es lo mismo que hayas leído las 2 015 269 ésimas que las 2 015 270 ésimas partes.

Perdiendo al instante un poco de su seguridad —como alguien que marcha muy tranquilo y, de pronto, nota que se ha metido con tanque y todo en un kilómetro cúbico de arenas movedizas—, furioso por ello, dijo Iseka 42 008, el Influible, olvidando que hablaba nada menos que con el temido Kratos de las Lenguas de la Tecnocracia:

—No me hinches las pelotas.