Monitoría de las Lenguas financia el delirio
Con la sola excepción de las I doble E que no le iban en zaga, la MonitorÍa de las Lenguas era el más complejo de los sistemas del Gobierno, el que más funciones y atribuciones tenía; ello la colocaba a la cabeza entre las poderosas organizaciones de la Tecnocracia[89]. Poseía archivos inmensos, máquinas gigantescas, miles de funcionarios y sus propios sistemas defensivos mágicos y convencionales. Tenía hasta cañones láser, blindados y una pequeña fuerza aérea táctica a las órdenes exclusivas del Kratos. Como ya se dijo, las jurisdicciones de la MonitorÍa eran muy variadas; aparte de difundir la cosmovisión tecnócrata, se ocupaba de la cultura y el arte, de una parte de la investigación científica, del turismo y del ocio.
El Kratos Enrique Katel amaba los despropósitos casi tanto como el Monitor. Ocurría que con mucho oficio y don de gentes sabía disimularlo. Cada tanto insertaba un delirio secreto, ese hombre privado de descanso. A tales desarreglos se los permitía muy de tarde en tarde. Dormía dos o tres horas diarias, en la Monitoría. Él y su mujer tenían en ella algunos cuartos que habían hecho despejar al efecto. La mayor parte de la vida de este Súper estaba consagrada al servicio. Sus ayudantes ya sabían que los locos le interesaban muchísimo, siempre y cuando la crepuscularia fuese variada y exótica. Tenía todo un equipo dedicado exclusivamente a la filtración de lunáticos. Por el sedazo pasaban los más interesantes: aquéllos que le proponían planes para acabar con todos los sorias mediante una maquinita de rayos ónticos, alimentada «con las fuerzas mismas que brotan del caos»; o fabricar una bazooka gigante para romper un fragmento de la Luna y que los pedazos cayesen sobre Rusia; o producir incendios en las aguas del enemigo gracias al artificio de espolvorearlas previamente con una sustancia que las hiciera combustibles; planes económicos maravillosos que permitirían al mundo vivir «del agua y sus letras», etc.
Cada tanto, confundido entre los chalados, aparecía un tipo genial con un invento verdadero que, aunque se asemejase mucho a un desatino, decidían probar por las dudas.
Entre los asiduos a la Monitoria, el más popular era Iseka 42 008 ABSZ, persona peor que excéntrica, ello es indudable, pero que tenía la virtud bufónica de distraer al Kratos. Lo apodaban «el Influible». Ya se irá comprendiendo por qué.
Cierto día, harto de su trabajo, Enrique Katel decidió hacer una reunión literaria en su despacho. Lo que vulgarmente se denomina una «lectura de poemas». Claro está que para ello debió sacar previamente a varios poetas de los campos de concentración.
Una vez desparramados a todo confort en uno de los salones del ciclópeo edificio de las Lenguas, cada cual comenzó a leer su cosa con unción —en general los materiales eran malísimos: muy parecidos a las Obras Completas de Enrique Soria—, esperando sin duda conmover al jerarca, quien cada tanto ahogaba un bostezo o pronunciaba una palabra fatídica: «Cocodrilagosí». Esta señal significaba la despedida para el vate de turno y los guardias, que sólo aguardaban esta Marca de Brandeburgo (conciertos de), tomaban a la víctima por el forro del culo y de un único envión, sin fatigosas estaciones intermedias, lo enviaban de vuelta al campo respectivo donde quedaba —ahora sí— instalado per seculorum.
Mas hubo cierto señor que leyó un libro de caballerías del cual era autor, y que despertó la concentrada atención del Kratos y del resto de los presentes, incluyendo al mismo Influible, quien por lo general sólo daba importancia a sus propios delirios.
Y el poeta leyó:
«El caballero de la blanca espada y de la estrella rugiente
(Novela de caballería)
Capítulo 983
—Dueña o doncella: de saber habéis que yo soy el gigante Perión Patojo y habito como señor feudal, como señor y dueño en aquél un mi castillo encantado que allí veis. Tengo a mi servicio a otros catorce gigantes andantes, famosos todos por autos de grandes caballerías. Y a ciento y cincuenta enanos que por la misma guisa defienden este encamado castillo. Y a todas las dueñas o doncellas que como tú por el camino real pasan, orden doy de que a la torre negra más alta que del castillo veis, lleven; donde folgo con ellas en gran jolgorio pa’siempre. Y si no quieren o reparos ponen, inmediata orden doy de descabezarlas.
Oídas por la dueña o doncella todas estas palabras las cuales, sumida en instantáneo pavor, respondió de la siguiente guisa:
—¡Poderoso y terrífico gigante andante!: compadeceos de mí y de mi desvalimiento; que tengo dos hijos, éstos que aquí veis.
Y mostrábale rubios donceles en número de dos, sus hijos, que inocentes por allí folgaban. A lo que el gigante con voz horrísona respondió:
—En muy mal momento gracia me pedís. Ya mis ansias por folgar con tu desnudez indefensa, irresistibles me vienen. Si ya dos donceles por hijos tienes, de saber has que muy pronto yo te daré el tercero. Pues que éste es tu destino de mujer, el servir de solaz y distracción a todo gigante andante que en ti repare.
Y brillaron de excitación los ojos del andante horrísono, y más, cuando lo que al acto seguido de lo precedente, la dueña o doncella hizo; esto es: ponerse de rodillas para suplicar una vez más gracia:
—Oh, poderoso señor, apenas gano lo suficiente con mis labores para mantener con decencia a mis dos hijos y a mí. ¿Y queréis darme otro que por mí mantenido ha de ser?
—Por ello no tiembles. Antes bien, como para mantener a tus tres hijos ahora seremos dos, tú ya no deberás mantener este número ni uno mayor; antes bien tres dividido dos es uno y medio. Por ende cuando un tercer hijo te dé, sólo un hijo y medio deberás mantener.
Conformada la dueña o doncella de esta guisa, rindióse a su destino al gigante a seguir disponiéndose.
Y suspendo en este punto la narración del gigante Patojo malandante, para tornar al caballero de la blanca espada y la estrella rugiente en el momento que, habiendo dado muerte a la bella hechicera Roxana y desencantado a los seis caballeros de la gruta de cristal despedido por éstos en gran jolgorio era, habíamos dejado lo.
Y nuevamente en su cabalgadura con relucientes y nuevos arneses, y otro escudo de más fuerte cuero y arnés por detrás que el anterior que perdiese en la batalla del fuego era, marchó por el camino real. Que en esta vía pusiese su industria casualidad era no, puesto que recordaba las palabras del viejo de la montaña, del santo ermitaño las palabras, que noble y difícil empresa digna de su caballería era más que de otro menos noble fuese, el tornar a la justicia la región asolada por el gigante Perión Patojo y sus catorce gigantes andantes y ciento y cincuenta enanos de la misma guisa.
Y a poco de su camino, a orillas del lago que Tenebris llaman, divisó el un su castillo del monstruo.
La dueña o doncella que en el punto anterior de la historia mencionamos, a orillas del lago lloraba tan fieramente que todas sus lágrimas buena parte del agua de éste fueran a continuar con la misma guisa. En viéndola llorar con tal desconsuelo y furor detúvose el caballero por saber sus cuitas.
—Oh, dueña o doncella: mucho ha de ser tu dolor que lágrimas tales derramáis y con tanta industria.
Y levantando ella sus ojos, viéndolo fiero caballero y bien plantado, fuerte guerrero lo supo; así, cobró ánimos de ser devuelta le su honra, aunque no muchos por saber terrible al gigante, y de esta guisa dixo:
—Sabed pues lo preguntáis, la razón de mis cuitas. Que en habiendo caminado yo por el camino real con mis hijos que dos eran, aparecióseme de pronto el gigante malandante señor del un su castillo que allí veis y sin consideración a donceles de tan cortos años o a mí su madre, forzándome a darle por rigor lo que de grado yo no le diera, folgó conmigo hasta el día de hoy: dos años ya.
—Pues sabe que he de tornarte la honra o perecer en la empresa.
Grande alegría hubo ella ante sus palabras, mas éstas al punto al terror tornáronla al ver aparecer por la espesura los ciento y cincuenta enanos montados en caballos pequeños.
—Nos hacen traición —chillaron los enanos al ver un extraño caballero platicando con la propiedad de su señor.
—No por traición —dijo el caballero de la blanca espada—. Antes bien de frente os voy.
Y marcando espuelas en su corcel arremetió con mucho brío a la densa masa de pequeños caballeros, con tanto furor que atravesó a dos con el único envión que llevaba y su lanza se quebró en un tercero tirándolo a tierra no sin que en su pecho quedase un trozo de la punta della. Desprovisto así de su lanza sacó la espada toda blanca (con ella era famoso) y comenzó a repartir golpes con tanto acierto a siniestro y diestro y sin reparar en los innúmeros tajos y heridas que los enanos le facían que en media clepsidra había dado cuenta de la mayor parte de los enanos. Los pocos con vida, al ver la fuerza de su brazo y el acierto de su industria huyeron dando grandes voces (por los otros defensores del castillo).
Bajando entonces deste una puente levadiza, salieron los catorce gigantes andantes montados en caballos tan grandes que con seguridad otros viéranse no. Dando grandes voces “¡Nos hacen traición!”, gritaban en forma muy horrísona, tales que sus solas voces bastaran para llenar el ánimo de pavor a un menos esforzado caballero.
—No por traición. Antes bien de frente os acometo —dixo el caballero de la estrella rugiente. Y chocó violentamente con el primero de los gigantes. Tanto el furor fue con que acometió, que atravesó con su lanza pequeña que a uno de los derrotados enanos tomara, escudo arreos pecho del primer gigante y la punta le salió por la espalda viniendo a tierra arrastrando con él a su cabalgadura, siempre con la lanza en su pecho fixa. Viéndose así desarmado, el caballero de la estrella rugiente sacó su espada y con ella tantos y tales golpes dio aquel día, que quien suyo enemigo ese día fue, si no huyó era porque en tierra quedara.
Nada cansado el caballero, tal como si aún en ese día golpe no diera, fresco y descansado, buscando más batalla, contra la puente levadiza del castillo fue. Vio entonces salir armado con una enorme espada, a pie pues tan enorme era que cabalgadura para él había no, al gigante Perión Patojo. Fue sólo verlo que el caballero de la blanca espada y de la estrella rugiente dixo:
—Conocedor soy gigante de malandanza de vuestras crueldades e industrias. De saber habéis caballero de la blanca espada y de la estrella rugiente soy; y a fe mía de desfacer este entuerto, he.
A lo cual el gigante tornándose contra él dixo:
—Pues yo rujo como las llamaradas del sol.
Con tanta saña le dio, que partió al caballero andante y a su cabalgadura y arreos y toda industria incluidos en mil y quinientos y ochenta y dos pedazos, todo en uno.
Luego de haber liquidado al caballero andante que quería defender a la dueña o doncella mancillada de muy malas lanzadas en su vientre fechas:
—A como yanta análogo, el gato al asqueroso canario Twitty (Dixo).
Y continuó como viérala despavorida:
—Pues de saber has que si quejosa erais de que hijo te di un tercero, en este mismo instante un cuarto de darte he.
Y allí mismo levantando su falda folgó con ella cuanto de su gusto quiso».
Cuando el poeta y escritor finalizó la lectura de este fragmento de su novela de caballería —de la cual había leído justamente el último capítulo—, sólo dos personas lo felicitaron entusiasmadas: el Kratos y el Influible. Los otros funcionarios, quienes escuchaban porque el jerarca todopoderoso lo había ordenado y estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de no caer en desgracia, intentaban disimular su aburrimiento soberano. Ellos no sólo no entendieron la menor cosa, sino que tampoco podían explicarse la humorada del Kratos. «¿Cómo lo vas a sacar a un tipo que está en el campo, para que te lea las mismas cosas por las cuales lo metiste? ¿Eh?».
Pero Enrique Katel estaba encantado: «¿Cómo fue que a este hombre lo metimos preso? Muy buena la novela, muy buena. Póngalo de inmediato en libertad y publíquenle la obra». «¡Pero Kratos! ¡Este señor estaba allí por un motivo! Por subversión, creo. Yo lo dejaría encapsulado y campestre durante un milenio o dos. Por las dudas, aunque más no sea. Si no dijo, ya dirá algo».
Pero Katel no era de la misma opinión. Se volvió al escritor: «¿Es cierto eso?». «¿Cierto qué, Excelencia?». «Que estabas preso por subversión antitecnócrata». «Ignoro la figura jurídica, Excelencia. Mis escritos parecieron sospechosos a alguien situado arriba —y para subrayar sus palabras levantó tan alto y exageradamente vertical el índice de su mano derecha, que casi tocaba el techo—. ¿Acaso la Tecnocracia misma no es una aventura medieval? En el buen sentido lo digo. Pero no guardo rencor: comprendo que entre los grandes números del Estado pueda deslizarse un error o cagar fuego un número más chico». El Kratos se volvió radiante hacia los otros: «¿Lo ven? Póngalo en libertad. Que el resto de mis órdenes sean obedecidas en el acto». Katel pensaba para sus adentros en la injusticia de que ese hombre fuese sancionado con todo rigor, en tanto que otros, sobremanera más insolentes, no soportaron ni siquiera un reproche. Recordaba, por ejemplo, la novela de Personaje Iseka que a él nunca le había gustado, en tanto que sí al Monitor.
Entonces, ya completamente seguro de que la obra era del agrado del Kratos, uno de los obsecuentes que allí estaban parloteó:
—¡Qué maravilla de novela! Una preciosura de novela, una maravillosa novela, la mayor joya literaria… que yo haya escuchado jamás.
Katel, sobrador y con tono zumbón:
—¿De veras te gustó?
El Obsecuente:
—¡Oh! Ya lo creo que me gustó. Es más: me deleitó. Fue una experiencia magnífica, trascendente. Catedrelagoró. Falotroparosí. ¡Si tan sólo tuviese en mi poder una copia para leerla dieciséis veces…!
—¿Tanto? ¿No lo estarás diciendo para agradarme?
El Obsecuente, quien no tenía cosa alguna en las manos pero que daba la impresión de estar agitando tulipanes rosados como si fuesen sonajeros:
—Sabés bien, Excelencia, que de mí no debéis esperar otra cosa que el servilismo más abyecto. Si a través de un teléfono a magneto me ordenaseis lustraros los zapatos, y me encontrare a diez cuadras de vos, hacia vos iría postrado de hinojos y me daría por bien servido en mis desvelos por seros de alguna utilidad. ¡Qué gran merced!
El Kratos de las Lenguas lo miró incrédulo y con mucha atención. Deseaba verificar si el otro se estaba burlando, si era tan loco como los que lo visitaban, o qué. Finalmente le dijo:
—¿Sabés que te oigo hablar y no lo creo?
El otro, con la cara arrebatada por un verdadero servilismo místico, prosiguió quemando incienso:
—La coma de vuestra más insignificante frase, tiene más valor que cien de mis más trascendentes parlamentos.
El Kratos, aún incrédulo:
—Esto ya me parece demasiado. Pero… ¿es que puede existir una persona en el mundo que asuma tan completamente lo que es?
El Obsecuente, en un aura epiléptica de genuflexiones, como iluminado por fuertes focos que resaltasen su esplendor, dijo abriendo los brazos: —¿Qué puedo decir? Encantado de serviros. ¿Os gusta la obra? A mí me gusta. ¿No os gusta? Pues sabed que yo la aborrezco.
Katel, casi con espanto:
—Pero… ¿y qué pensáis vos en realidad?
—Señor: sois mi conciencia. No podéis haberos dado cuenta porque una persona de tan encumbrada jerarquía es imposible que preste atención a un molusco insignificante. Pero supongamos —y tened en cuenta que mi suposición es menos que un suponer—, supongamos que os hubieseis percatado magnánimo de quién firma el libro de entradas en la Monitoria inmediatamente después vuestro —sonrió como una grulla naranja posada sobre la terraza del Emperador Amarillo, y reveló—: Soy yo. Hubo veces en que esperé hasta una hora y media, acechándoos, llegando mucho antes del horario exclusivamente para poner mi firma después de la vuestra. Incluso cierto día me ocurrió estar cuarenta minutos antes y que vos llegaseis dos horas tarde (por vuestras prerrogativas, o tal vez por estar trabajando en otro lado), y cuando quise firmar luego me pusieron diez días de suspensión sin goce del sueldo por llegar tarde. Pero, qué queréis señor. Es un placer firmar el libro después de usted, Excelencia.
El otro, no pudo menos que reírse. Dijo en tono bajo pero audible:
—Qué los parió…
—Sabéis, señor, los obsecuentes somos en realidad los últimos poetas.
—No lo dudo.
Katel ya estaba cansado de aquella lectura, de modo que despidió a todo el mundo quedando sólo con sus bufones predilectos: Iseka 42 008 ABSZ (el lnfluible) y el Obsecuente.
El déspota o Supremo lenguaraz y el sugestionable Iseka se tuteaban. Aquél preguntó a este último:
—¿Y a vos? ¿Qué te pareció el libro de caballería que nos leyó ese tipo?
El Influible adoptó una pose emplumada y doctoral, y argulló:
—Pues, te diré. Bastante bien están a fe mía este tipo de libros, ya que señalan defectos enormes que algunos hombres tienen —al Kratos le extrañó el lenguaje del otro, pero no dijo nada— porque es cosa que a mí no me entra en la mollera, la muy grande sinrazón en que ciertos caballeros se ponen. Esto. Que un caballero detenga a otro en un puente como una muy «mala y desaforada bestia»[90] y por allí a nadie deje pasar hasta que satisfaga tal y cual reclamo, siendo que los puentes son de todos. Otrosí los que proclaman que su señora es la más hermosa del mundo y al que no se le humille en esto, y no lo acepte, lo coloca como prenda de batalla.
El Obsecuente cuchicheó al oído del jerarca:
—No le haga caso, Excelencia. Siempre habla de la misma guisa que el último libro que leyó. Y hasta yo mismo me influyo de él indirectamente. Ahora se le ha dado por los libros de caballería. Esto puede seguir así sus buenos tres meses hasta que empiece a leer las Memorias de Rommel.