CAPÍTULO 64

Sindicalistas que se
reunieron en un sótano de Soria

Los tecnócratas sabían muy bien que el sindicalismo era una parte de la sinarquía y no la cabeza teológica. No obstante a veces la Tecnocracia procedía como si lo ignorase, para subrayar el énfasis sobre una cuestión que, hasta el momento, no había ocupado a nadie. En un sentido resultaba cierto que los sindicatos realmente mandaban en el mundo no tecnócrata —caso Rusia soviética—; pero, según otro aspecto de la cuestión, como plano complementario de la realidad que no podía describirse con una sola fórmula sobre el papel, la cúpula de la sinarquía tenía significantes mágicos y teológicos, no sindicales. Ambos puntos de vista contribuían a la verdad. Hallaba su equivalencia en esas fórmulas que los químicos escriben para describir el comportamiento de las moléculas; pautas incluso contradictorias, por estar expresando la actividad del compuesto en situaciones distintas y hasta opuestas. La descripción física de tales complejos sólo puede consignarse sobre el papel con una constelación de fórmulas que participan cada una con un porcentaje de realidad, y decir: «El compuesto verdadero —lo que realmente ocurre en la intimidad electrónica— se halla “no escrito” entre todo lo que sí lo está». Es preciso sacar un promedio, haciendo pesar proporcionalmente los distintos porcentajes. Y mientras más fórmulas contradictorias —en apariencia— consignemos, tanto más nos acercaremos a registrar la verdad del suceso. Mediante este artificio marcamos pautas de acción de la materia que, de otra manera, serían inexpresables.

De la misma manera que en la química, sobre los complejos problemas sociales en los que el Antiser se manifiesta —pues él ataca a la humanidad en multitud de frentes usando diversos instrumentos—, sólo puede rendirse cuenta mediante una cantidad astronómica de tendencias de ataque límites, que uno deja asentadas diciendo por ejemplo: «Los Sindicatos son los que mandan», aun sabiendo que ello no es totalmente cierto. Pero carecemos de otra manera de volver inteligibles a los sucesos humanos, en su historia secreta, que llevándolos a sus últimas consecuencias. Así, si bien es real que los esoteristas constituyen la raíz del mando secreto, muy por encima de las simples marionetas que son los militares, políticos y gobernantes —así sean dictadores—, también es verdad que los sindicatos, en los cuales no hay nada mágico, son los verdaderos y ocultos dueños del mundo. Esto al menos pensaban los tecnócratas, tal su cosmovisión.

En unos amplios sótanos abandonados donde antiguamente se guardaban granos, situados en las afueras de la capital de Soria —debe aclararse que ni el mismísimo Soriator sabía lo que ahora se describirá— tuvo lugar una reunión no publicitada de la cabeza suprema del Sindicalismo Internacional. Allí había más de mil delegados de todo el mundo, entre los cuales se contaban prófugos de la Tecnocracia o que, por no haber sido aún detectados, continuaban trabajando en ella clandestinamente. No debe pensarse que todos ellos tuviesen las ideas claras. Algunos sabían más que otros. Éstos, los que comprendían a plenitud, eran los verdaderos jefes.

El encuentro tenía como propósito, por un lado, culturalizar a los poco informados —aunque en un sentido profundo siguieran ignorando lo principal— y, por otro, trazar los planes para futuras acciones.

Uno de esos hombres —jefe del grupo sindical de la Tecnocracia, oh casualidad—, tomó la palabra y así habló a la asamblea:

«Compañeros y camaradas: es posible que muchos de nosotros no tengamos las ideas totalmente cristalizadas y luminosas. Nos movemos muchas veces dentro de lo intuitivo y potencial. Esta coincidencia física, en alto nivel, tiene como objetivo despejar conceptos y marcar nuevas pautas e instrumentos de lucha.

Os pido disculpas por anticipado. Mi exposición —ya habréis de verlo— será un poco particular. En ocasiones ha de parecer que el orador es un enemigo del sindicalismo, y la razón es que parte del desarrollo incluirá el punto de vista del adversario; en otras será un “frío” informe apersonal e histórico, etc. Nos parece necesario expresar las ideas en multitud de planos y no en uno solo. Ya iréis comprendiendo la importancia de hacerlo así.

Los sindicatos, por su función y el lugar tan especial que ocupan en la sociedad, han terminado por comprender la naturaleza íntima del poder. Es más: son poseedores de una nueva manera de entender el mando, reduciéndolo a lo esencial. Dominan el arte, la economía práctica, el esparcimiento y el accionar privado de cada individuo, incluso en la intimidad del núcleo familiar. Al menos así ocurre en muchos países —como en la Unión Soviética, sea un caso— y en otros ésta es la tendencia.

Los sindicatos ya intuyen que el poder no viene del control político de los hombres —tal minucia la dejamos para el PCUS[80], o cualquier otra útil organización que quiera hacerse cargo—, sino de la verificación diaria de lo cotidiano. Porque sólo así, reduciendo nuestros objetivos a lo esencial, el mando será eterno y nadie nos lo disputará.

Hasta el Partido puede caer, pero nunca el Sindicato. Lógicamente, el Partido en ningún caso caerá, eso es imposible, pero sí puede quedar finiquitada una conducción, una línea general. De hecho esto último es inevitable, pues la dinámica de los hechos sociales exige renovación. El Sindicato, en cambio, acumula en sus manos un conjunto de resortes cuya posesión nadie está en condiciones de disputarle.

Ya en épocas de Lenin se discutió quién debía “llevar a cabo la creatividad de la dictadura del proletariado en el terreno de la estructura económica”. Porque como dijo Alejandra Kolontai, miembro de la Vieja Guardia bolchevique, “Solamente el que está ligado prácticamente a la producción puede aportarle novedades vivificantes”[81].

Es un simple problema de poder: quién manda a quién. Bien sabían los miembros del Partido que darle tanto poder a los sindicatos era peligroso, más aún: mortífero, pues grandes sectores de la actividad soviética quedarían fuera de su control; pero no pudieron evitarlo: sin ellos la economía se hundía. El sistema de los Comisarios, variante que pretendió reemplazar la excesiva influencia de los sindicatos, fracasó rotundamente. Trotzky, por ejemplo, lo comprobó a sus expensas, produciendo el caos en los transportes.

En el único lugar donde los Sindicatos no pudieron meterse, por reconocer su ignorante incompetencia, fue en el Ejército Rojo. Éste, por lo tanto, no salió de la influencia y control absoluto del Partido.

El sistema de los Comisarios para la economía fracasó por la emanación de directrices “desde arriba”, en forma burocrática, y no “desde abajo”: “…matarían así la iniciativa directa reemplazándola por una montaña de circulares y de instrucciones que proporcionarían trabajo a varios cientos de nuevos funcionarios y recargarían otro tanto el correo y los transportes”. La esencia de la burocracia y su mal no consisten sólo en la lentitud, como pretenden nuestros camaradas que llevan la discusión al terreno de la “reanimación del aparato soviético”, sino en que todos los problemas se resuelven no por el intercambio de opiniones, ni por la acción directa e inmediata de las personas interesadas sino por una vía formal, por decisiones desde arriba, por un individuo o un colegiado reducido al extremo, en ausencia completa o casi completa de las personas interesadas. La esencia de la burocracia es que una tercera persona decide nuestra suerte. Como prueba de la preocupación que despertaba este problema señalábase, en la “Plataforma de los Diez” (firmada por Lenin, Zinoviev, Kalinin, Kamenev, Stalin, etc.), que “Inmediatamente después de la Revolución de Octubre, los sindicatos demostraron ser prácticamente los únicos organismos capaces de encargarse de la organización de la producción y de la gestión de las empresas”, y también que “Los éxitos en el frente económico sólo son imaginables si los sindicatos, representantes de las masas trabajadoras, dan muestras de autonomía”. A primera vísta él (Trotzky) comprende de otra manera el rol de los sindicatos: en su opinión, su función principal es la organización de la producción. En esto tiene profunda razón. Y también tiene razón Trotzky cuando dice: “En la medida en que los sindicatos son escuela de comunismo, tal cosa hay que comprenderla, no desde el punto de vista de la propaganda general del comunismo entre los obreros organizados (porque si no tendrían simplemente el rol de clubes), ni de la movilización de sus miembros para el aprovisionamiento o los frentes, sino como una vasta educación de sus miembros por medio de la participación en la producción[82]”. Lenin y Zinoviev no comparten esta opinión. Son pedagogos más modernos. “Muchas veces se ha dicho que los sindicatos son escuelas de comunismo. ¿Qué es una escuela de comunismo? Tomando la expresión estrictamente, en una escuela de comunismo hay que enseñar y educar, ante todo, y no mandar”. El grupo de Bujarin, por su parte, ocupaba una posición intermedia. Ésta fue la tesis que a la larga triunfó, pese al previo defenestramiento de su autor; según Bujarin y su grupo, los sindicatos “cumplen un doble rol”: por una parte, “son una escuela de comunismo”, un intermediario entre el Partido y la masa sin partido (esto está tomado de Lenin), un aparato que vuelca a las masas proletarias en la vida activa…; por otra parte, son en grado cada vez más acusado, parte integrante del aparato económico y del aparato del poder gubernamental (esto está tomado de Trotzky y su “fusión”).

Hoy día puede hablarse, en la Unión Soviética, de un equilibrio estable y final: ejército, policía secreta, armamentos, planeamiento económico (en cuanto a líneas generales) y poder político, para el Partido; la infraestructura: economía (en cuanto a detalle), educación, arte, salud, esparcimiento y control social, para los sindicatos.

Muchos compañeros y buenos sindicalistas y camaradas —como Alejandra Kolontai, sea un caso— cometieron el error de invadir jurisdicciones y abarcar más de lo prudente. Por lógica el Partido debía salirles al cruce. No existe ni siquiera una razón que justifique el optimismo de Myrdal[83] o su expectativa de un Estado del Futuro donde el gobierno todo esté en manos sindicales, de arriba a abajo. No hay, hubo ni habrá un Estado así. Existen otras fuerzas (como el Partido Comunista, por ejemplo) que no lo permitirán. Digamos más bien que el Sindicato debe tomar conciencia de sí, de sus posibilidades y de sus límites; comprender en qué —exactamente en qué— es indestructible y eterno.

Hay otros factores de poder, ya lo dijimos. Éstos cambian y se mueven por encima, combatiendo por efímeros y transitorios pedazos de realidad; pero únicamente nosotros, los sindicalistas, usufructuamos el poder de abajo, directo y efectivo. Siempre seremos necesarios. Cualquiera sea la línea predominante en el Partido, en un momento dado, a nosotros ello no ha de afectarnos. Al Partido lo que es del Partido, y al Sindicato lo que es del Sindicato. Somos los creadores de la Democracia del Juicio Final, la absoluta y última. Democracia: poder de masas; reclamamos la autoría de la anti-tecnocracia perfecta. ¿Por qué anti-tecnocracia? Ya habremos de verlo.

Es indispensable que nosotros comprendamos que ha cambiado todo el antiguo concepto de poder y mando. Ministerios, jefatura superior del país, ejército, directivas políticas deben estar en otras manos, no en las nuestras. Si también tendiésemos a incluir estas riendas en nuestra esfera, tarde o temprano habrán de disputárnoslas. Lo que nunca debe salir de la influencia del Sindicato es la economía (en sus detalles, no en la planificación), el arte, el trabajo, el pensamiento, la educación y el descanso. Éstos son los verdaderos resortes, el auténtico poder.

Los sindicalistas necesitaremos siempre de una ideología externa que nos permita ocultar nuestra verdadera cosmovisión: “Sindicato ante todo”. Aquélla es indispensable como enmascaramiento que disimule el deseo sindical de gobernar secretamente a la sociedad. Cualquier forma de gobierno resulta útil: fascismo, capitalismo, marxismo, sindicato como empresa (variante dentro del capitalismo). Esto es así porque en el fondo la ideología de un sindicalista es, antes que nada, sindical y no marxista, fascista, etc. Constituimos clase, y no clase proletaria precisamente. Mil veces simularemos ser instrumentos de las distintas ideologías, cuando en realidad las estamos utilizando.

El PCUS no ignora lo anteriormente señalado y ya dijimos que en su momento intentó reemplazar a los militantes gremiales por comisarios políticos. Esto no pudo ser por varias razones. En primer lugar, toda vez que se intentó dar tareas de responsabilidad a los comisarios, en las fábricas, ellos demostraron ser ineficientes. Segundo: si el comisariato fuese en realidad un instrumento útil desplazaría a los sindicatos para siempre, esto es un hecho, pero sus miembros se volverían sindicalistas poco a poco, ya que no puede trabajarse a plena capacidad en lo que uno no es, o en lo que no se siente, con lo cual habría de reproducirse el estado anterior de cosas. En la Unión Soviética muchos sindicalistas están no sólo inscriptos en sus Sindicatos, sino también afiliados al Partido; no por eso piensan como comunistas, sino como sindicalistas.

Por las funciones que desempeña —por su naturaleza específica— el PC saca su fuerza de la selección. No le conviene tener muchos miembros. Entrar al Partido debe, en todo momento, ser un honor. Es preciso establecer una selección natural para que dentro de él, en lo posible, actúen los mejores.

Cosa muy distinta ocurre con los Sindicatos, en los cuales la selección no sólo no es necesaria sino que resulta poco deseable. Los cuadros directivos tienen filtros para que no pasen sino los verdaderos militantes, pero la fuerza total de un sindicato crece en proporción directa al número de sus miembros.

El largo camino que la humanidad recorre hacia el sindicalismo más estable se caracteriza por una progresiva pérdida de poder por parte del dirigente político quien, con respecto a ciertos planos de la realidad social, tiende cada vez más a convertirse en un figurón, y por una proporcional acumulación de poder efectivo, concreto, en manos del dirigente sindical y, particularmente, del militante.

Quien de entre nosotros reniegue de la trascendencia sindical, dejará de ser élite y pasará a formar parte de las masas controladas.

Por razones de tiempo no me es posible, en esta conferencia, referirme in externo a los antecedentes históricos del sindicalismo, aunque mucho me gustaría. Sería muy interesante demostrar, por ejemplo, que ya en el Imperio Romano existían asociaciones gremiales muy fuertes, las cuales hacían valer, de manera subterránea, su poder político. El gremio de los trabajadores de las catacumbas, sea un simple caso, protegió a los cristianos de la persecución de los Emperadores. En Rusia, durante el gobierno de Iván el Terrible ocurrió un hecho muy significativo. El zar, a fin de anular la influencia de los boyardos (nobleza terrateniente), decidió apoyarse en los medios y pequeños propietarios, y en los gremios artesanales. Iván introdujo la imprenta en su país, ya que mientras en todas partes se utilizaba este adelanto, sólo en Rusia los libros seguían copiándose a mano. Ahora bien, los escribas rusos, pensando que la imprenta les quitaría su trabajo, organizaron una manifestación frente al palacio del zar. No pasarían de doscientas personas. Y qué hizo el terrible Iván el Terrible, se preguntarán ustedes. Sin duda supondrán que llamó a su guardia para exterminarlos, teniendo en cuenta que pasó a cuchillo a la ciudad de Nijni-Novgorod cuando tuvo la arrogancia de rebelarse. Pues nada de eso: cerró la imprenta a fin de no ganarse la animadversión de los gremios, en los cuales encontraba apoyo para su gobierno. Doscientos años pasaron antes de que Catalina volviera a traer a Rusia ese adelanto.

Ya podemos ver que la humanidad tiene varias historias secretas.

En la Rusia moderna, por otro lado, nada podría ser más falso que la mentira acerca del poder monolítico del Estado soviético. Mucho más poder efectivo tiene el Soriator sobre el pueblo de Soria, que los gobernantes comunistas sobre el pueblo ruso. Esto quizá parezca una exageración, pero no es así. Hoy día tenemos quien pone en duda la existencia de Stalin como figura histórica y lo considera un gobernante mítico de las épocas legendarias de la Revolución. Supongamos que haya existido. Fue pues, el estadista que más poder real detentó en la Unión Soviética; con todo, él era de extracción sindical. Después de él, nunca tantos controles quedaron en manos de una sola persona. Podemos ver que la superioridad se diluye, la base se afirma.

Para triunfar completamente, nosotros los sindicalistas debemos mantenernos impermeables a la vida y a sus tentaciones. Esto es: resulta indispensable que renunciemos a la mecánica clásica del mando, y nos dediquemos a controlar los resortes discontinuos, secretos y de base, de la sociedad.

La mecánica sindicalista resulta paradojal. Los países que tienen dos o más Centrales Obreras reconocidas no agregan un ápice más de libertad, a cada obrero, que un Sindicato Único. Es una utopía pensar que en tales países será respetada una decisión individual: inevitablemente la presión social aplastará al disidente o, peor aún, al que no quiera afiliarse. Así, en los hechos, los Sindicatos Descentralizados, obran como Sindicato Único. Éste, por su parte, en aquellos países donde está establecido por ley, llega poco a poco pero de manera ineluctable, al control descentralizado, total, sobre la persona.

El sindicalismo es monolítico y estable porque no descuida la importancia ni de lo descentralizado para ciertos fines, ni de lo centralizado para otros. Se maneja con los dos.

Por lo antedicho, si no se desea llegar a un hormiguero sindical, donde el individuo quede privado de la posibilidad de acceder a la trascendencia, las naciones deberán encontrar otra manera de solucionar, sus problemas, evitando recurrir al sindicalismo para apuntalarse. Cualquier variante las conducirá al Gobierno Sindical Mundial. Me refiero al control de abajo hacia arriba y no al de arriba hacia abajo, insisto una vez más.

Todo esto último es el punto de vista de nuestros enemigos los tecnócratas; no el mío, no necesito aclarar. Mucha razón tienen ellos cuando vislumbran que, por cómoda que sea una componenda con los Sindicatos, deben rechazarla como quien aparta un espejismo. Nosotros, por el contrario, haremos que la humanidad no pueda salir de este laberinto de espejos. Maldito si comprendo por qué, el hormiguero que tanto temen, ha de ser una cosa mala necesariamente. Una colectividad, con su estabilidad sin angustias, con su amor por el todo en lugar de las egoístas partes sacrificables, me parece algo muy digno de ser codiciado. Abdicar de la propia personalidad, agobiante y frenada por mil desgastes, dista de ser un castigo. Más bien yo diría que es un premio. Cualquier cosmovisión social nueva, independiente tanto del capitalismo sindical como del sindicalismo bolchevique, nos aniquilaría. No lo permitiremos.

Los tecnócratas, para nuestra desgracia, han tenido bastante éxito en su propuesta. Eliminaron los Sindicatos, disminuyeron drásticamente los impuestos a fin de aliviar la producción, y crearon gigantescas unidades productivas compuestas por ingenieros, inventores, obreros (que participan con sus ideas en la racionalización de las tareas, y reciben una buena parte de las ganancias, aparte de los incentivos directos), y por los funcionarios de la Monitorias. El Estado tecnócrata es dueño de todo medio de producción que se sienta capaz de dirigir. Donde no, patrones y obreros se hacen cargo. Ellos bien saben que el puro y simple egoísmo —tanto de los dueños del capital como de los poseedores de las fuerzas de trabajo— ha frenado el reemplazo de hombres por máquinas en muchos rubros. No se ha deseado, sinceramente y hasta ahora, eliminar el trabajo. Que los hombres alcancen un estado de cosas tecnocrático donde la gente puede vivir sin trabajar, siempre fue considerado como algo pecaminoso. El obrero teme a la máquina y la resiste, pensando que lo dejará sin empleo. El capitalista, por su parte, también desconfía de un mundo con excesiva producción y fábricas automáticas que, al aumentar la desocupación, disminuiría el número de personas capaces de comprarla.

Los monitoriales, en cambio, decididamente han tecnocratizado ramas enteras de la producción, tales como la energía, los transportes, las comunicaciones, y avanzan hacia nuevos logros. De seguir así las cosas, en algunos años, la mayoría de los habitantes de la Tecnocracia vivirá de subsidios, sin trabajar. Tal situación, que a primera vista podría parecer ideal, no lo es tanto; al menos para nosotros. A poco desembocarán en una suerte de Gobierno trascendente, teológico, faraónico, que la historia ya ha superado.

Es indispensable que el hombre trabaje. No afirmo que no pueda, digo que no debe dejar de hacerlo. Nos parece correcto disminuir el número de horas de labor, pero jamás deberán suprimirse del todo. Mientras los hombres trabajen, el sindicalismo, desde la infraestructura, servirá de contrapeso y control para los gobernantes. Por lo demás, una disminución en el número de horas dedicadas a tareas laborales puede y debe tener lugar, pero sólo a condición de que, paralelamente, crezca el tiempo que el obrero dedique a las actividades sindicales, tal como ocurre en la Unión Soviética. No deduzcan ustedes que hago aquí la apología del comunismo. No necesariamente. Ya dije que el fascismo o cualquier otra cosmovisíón es igualmente aceptable, en tanto no tienda a la eliminación completa del trabajo».

El conferenciante se sirvió media jarra de agua y prosiguió:

«Por el análisis detenido de la Edad Media —a la cual los sindicalistas de hoy día, como Myrdal, aparentan odiar; y la detestan, pero por motivos muy diferentes a los alegados— podremos hacernos una idea de lo que será el Gobierno Sindical del Mundo, en lo que se refiere a la vida personal del individuo. Fuera del hecho de que un control estricto sobre la familia, la educación, movilidad, trabajo y descanso será algo indiscutible, tendremos —como en la Edad Media— una vigilancia puritana sobre “las buenas costumbres”, etc. Tal salvaguardia de la moral no fue realizada en esa época por la Inquisición, como habitualmente se cree, ya que ésta se limitaba a dar directivas generales, pero no podía controlar a cada persona en forma total y efectiva, como tampoco hoy puede, por sí mismo, hacerlo el Partido Comunista en Rusia, el cual debe derivar esta tarea hacia los sindicatos soviéticos. Quienes efectuaban el patrullaje medieval eran los Gremios, encargados de efectuar la vigilancia de “las costumbres”, el normal desenvolvimiento del “sexo correctamente interpretado y bondadosamente dirigido”: sexo benefactor diría Myrdal, posiblemente.

En una palabra: tendremos, como en la época de la cual hablamos, una represión a ultranza; porque a todo se llega y el ejercicio del poder no viene solo.

Para producir y mantener estabilidad, ningún punto de la vida del individuo debe quedar fuera de la digitación del Estado Sindical; ya sea soviético o cualquier otro. Porque la estabilidad, que nos es tan cara, resulta una de las condiciones para que nuestro poder se mantenga inalterable. Un marxista ortodoxo, de esos que no entienden cosa alguna de la práctica social, podría decirnos: “Ustedes, aun cuando están afiliados al Partido, siguen con su corazón puesto en el Sindicato, Les importa más éste que aquél. Eso es una superestructura ideológica”. Está bien: es una superestructura ideológica. ¿Y qué? ¿Piensan adelantar algo con haberlo descubierto? ¿Acaso creen poder cambiarnos o prescindir de nosotros, estando las cosas como están? No pueden sacarnos del medio por la sencilla razón de que nadie puede moverse abajo con tanta eficiencia como nosotros, ni lavar la ropa más sucia. La inmundicia llamada sexo, por ejemplo. Nuestra eficiencia podemos verla en el puritanismo de la sociedad soviética actual. ¿Quién sino el sindicalismo podría hacer que se cumplan las directivas del Partido sobre el arte? Ni que soñar tienen los artistas e intelectuales con el delirio de que podrán hacer obra como a ellos les gusta. Estética social, de educación, es lo único que permitimos desde hace muchos años. En esto sí somos fieles: si estamos dentro del marxismo somos marxistas hasta el fin; nos transformamos en los más implacables policías artísticos del mundo, a fin de premiar la idea que ha probado ser útil y servirnos. Locos tendríamos que estar para matar a la gallina de los huevos de oro. Por otro lado ello no ha de impedirnos, si accionamos en el interior de otro régimen, servir a la idea de turno (fascismo, o lo que fuera) con idéntico furor fanático y hasta las últimas consecuencias. Lucharemos contra el marxismo si el Estado que nos protege y nos brinda poder y estabilidad nos lo exige.

La sociedad sindical soviética, como todo sindicalismo que se precie, encamina un enorme porcentaje de su energía total hacia la enseñanza. Ahora bien, ésta no puede referirse a otra cosa que al correcto comportamiento del hombre en la fábrica, en el coljós, en la Universidad, en su hogar y en su descanso. Pululan las películas, libros, obras de teatro, encuadradas dentro del realismo socialista. La insistencia de los Sóviets en la importancia de dicho realismo dista de ser un capricho. Es una necesidad irremplazable para quien se ha propuesto como meta en las relaciones humanas la estabilidad absoluta y el control. Para quien esté acostumbrado a otro tipo de vida, una sociedad avanzada, como la soviética, le parecerá llena de tristeza, seria, solemne, y encontrará que de ella está ausente todo espíritu de juego y ocio. Tales especulaciones únicamente pueden provenir de los que miran el mundo con las viejas gafas del hombre antiguo. Los soviéticos tienen humor, sólo que humor socialista. En apariencia, con las punzantes agudezas arrojadas contra el estafador de la cooperativa, el funcionario venal o el burócrata que hace esperar en la cola, ya tienen bastante. Opino que tienen razón, dicho sea de paso. El humor, el ocio y el juego, eran sustitutos a los cuales apelaba el hombre prerrevolucionario, carente de alegrías auténticas, temeroso de quedarse sin empleo, sin siquiera un techo donde cobijarse. Hay mucho humorismo implícito, por lo demás, en la sociedad soviética, gracias a la alegría que proporciona el trabajo y el servir al bienestar general. Todo ello me parece sobremanera más importante. Por así decir, el humorismo hablado y escrito ha sido reemplazado, con creces, por el buen humor de facto. Al romántico podrá parecerle innecesario y cruel, pero el hecho cierto es que, sin una metafísica predigerida y standard, el ser humano puede llegar a hacerse muchas preguntas. De aquí al cómodo error, a la duda fácil y a la desviación retrógrada hay un paso. Se controla la esencia para que la existencia no joda». (Se escucharon en la sala algunas risas aprobadoras.) «A fin de ampliar una afirmación de hace un momento, comenzaré por repetir que los encargados de vigilar las buenas costumbres en el arte ruso, no son los mecanismos de seguridad del PC., sino los Sindicatos de artistas. Así por ejemplo, el entredicho de Dimitri Schostakovich con el Sindicato de Músicos. El compositor fue duramente criticado por su primera sinfonía y, sobre todo, por su ópera Una Lady Macbeth de Mzenk, actualmente prohibida. Es un error de información creer que el ataque partió del Partido Comunista: provino del Sindicato de Músicos y Compositores de la Unión Soviética. Al tiempo —luego de haber abandonado el camino originalmente emprendido para retomar las formas potables—, el artista logró el elogio de la crítica sindical con su quinta sinfonía, llamada El desarrollo de la personalidad[84].

Nadie me diga que en occidente las cosas siempre serán diferentes por más sindicalistas que seamos. Ahí tenemos el caso de Protonia del Oeste, se afirmará; éste es el ejemplo de un sindicalismo avanzado y sin embargo sabemos que en ningún país como en ése, salvo entre los tecnócratas, hay tanta libertad sexual. Hasta demasiada. Con respecto al caso protonio caben decir algunas cosas; entre otras, que ellos siempre fueron unos desprejuiciados sexuales, desde hace siglos, y a tal idiosincrasia no la ha podido cambiar ni el socialismo. Si continúan de la misma forma es a pesar de la progresiva masificación de sus infraestructuras. Protonia occidental tiene sólida economía pero su estabilidad es aparente. Esa nación no existe sola en el mundo y con el tiempo deberá adaptar su régimen al de Soria, Rusia y otras partes. En los estados de transición siempre quedan cabos sueltos. Si bien esto nos ayuda a no despertar sospechas, constituyen contrapesos que aún no están rotos. La libertad sexual, por ejemplo, es la próxima fortaleza que debemos destruir en Protonia para comenzar a dominarlos totalmente. Son fuertes en eso, por desgracia, pero ya caerán en la subordinación. El hombre no debe ser libre ni tener excesiva, desmesurada complacencia sexual. Un disfrute extremo roza los lindes de la pornografía. Ni mucho ni poco. Lo justo. Nuestro enemigo, el Kratos de las Lenguas tecnócratas, dijo los otros días: “La derrota definitiva del sexo producirá un daño sobrenatural en el hombre. Símbolos, palabras y acciones, si bien no son la misma cosa, están íntimamente relacionados. Como la materia y la energía. Una lesión central tiende a propagarse sobre las cosas más insospechadas”. ¿Será éste, acaso, un garrotazo sobre nuestras sindicales espaldas? No sería raro, teniendo en cuenta lo exagerados que son y que a nosotros nos echan la culpa de todo. Por lo demás, la declaración del Kratos no es nada nuevo; corresponde al universismo mágico que ya les conocíamos. Menuda estupidez. No hay sobrenaturaleza de ninguna especie, y aunque la hubiera tampoco me daría miedo porque jamás hay que hablar de daño o destrucción sino de transformación. Ojalá ocurriera un cambio lo suficientemente profundo que nos permitiera cortar por completo con lo antiguo. Partiríamos desde el kilómetro cero, con rumbo desconocido. No podría sentir otra cosa que expectación y aventura. Un escritor reaccionario afirmó cierta vez que él llevaba un clavel verde “para darle una lección a la naturaleza”. Aunque él le dio otro sentido, yo diría que, en efecto, la naturaleza necesita que le den varias lecciones. El Kratos no tiene ni siquiera un poco de razón; en la Unión Soviética la gente se sigue casando y teniendo hijos. Esto, compañeros, no tiene réplica; ni él podría encontrarla, aun siendo tan charlatán.

Estoy dispuesto a admitir que todas estas cosas producen un cambio. Nuestros padres, con su puritanismo, mutilaron el sexo de sus hijos tanto como pudieron. Los hombres, así las cosas, aunque se liberen lo harán tarde y mal, quedando indefensos en lo más importante que tiene el hombre antiguo. Todas estas historietas a nosotros ni nos afectan ni nos importan, ya que nuestra propuesta es acceder al Hombre Nuevo.

Cierta vez escuché que alguien decía: “Es preferible que toda esta transición se termine de una vez. El hormiguero, en todo caso, será una actitud más sincera. Así por lo menos se dejarán de joder con ese condenado asunto del sexo, porque con los bolcheviques no hay farra que valga”. Es muy interesante. Analicemos estas palabras: quien las dijo sabía que los sindicalistas bolches son tan puritanos como él. Tal actitud, que dista de ser una casualidad, nos beneficia. Nuestro aparato está bien montado en todo el mundo y es muy complejo. Una represión sexual prepara la que viene. En realidad, siempre y cuando nos comprometamos a poner en vereda la excesiva libertad sexual de estos días, una buena parte de la burguesía estará dispuesta a mirar con gusto nuestra gestión. La única cosa por la cual el burgués todavía nos odia es por esa dichosa “libertad” que, por otra parte, al ser cada día más ridiculizada por nuestra gente, ahora no hay quien la asuma con franqueza. Aunque parezca imposible, ya la gente no se preocupa tanto como antes por la posibilidad de que les quiten sus propiedades. Imaginan que siempre serán necesarios: “A mí sólo me interesa producir, el dinero es secundario. Si me dejan trabajar estoy dispuesto a ser gerente o director de mi fábrica, en vez de dueño como ahora”. Tal forma de pensar, inconcebible algunos años atrás, es producto del cansancio y de la lenta penetración ideológica. Les convendría estudiar un poco de historia, a todos esos optimistas. La Revolución no los necesita, como no los precisó en el pasado. Quedarán afuera en un abrir y cerrar de ojos. Todos esos intelectuales y ricos vergonzantes adolecen de “izquierdismo”, afección que ya Lenin calificó de manera muy sabia como “enfermedad infantil del comunismo”. Tales émulos de Enrique el Doliente inspiran desconfianza y con razón. Su vanidad les hace creer que el Estado del Futuro no se las podrá arreglar sin ellos. Menudo chasco se llevarán cuando vean que no los dejan subir al coche.

Volviendo a un punto anterior. Quizá se me diga: su pronóstico de que cada represión prepara la que viene, no se cumple. Tiene todo el sabor de esas extrapolaciones arbitrarias de los futurólogos a la violeta. Los jóvenes de menos de veinte años —seguiría diciendo mi posible refutador— viven su sexo libremente, sin ninguno de los traumas de nuestros padres o de nosotros mismos. Ciertísimo. Lo cual, pese a todo, no les impidió ser enganchados con una nueva manija, tan gorda como la otra: la droga. Apenas un peldaño menos peligrosa que la Súper de sesenta megatones. Ignora la gente aquello tan elemental que sabían hasta los cafres: las drogas son Dioses, o mejor dicho puertas de Dioses, y no se puede joder con ellas. Los antiguos a veces las utilizaban en sus ceremonias, pero por razones religiosas y no más de una vez al año. Lo contrario es la desacralización. Se entiende que a mí todas estas cuestiones me importan una higa. Para un sindicalista lo único sagrado es el Sindicato. Si me expresé en la forma anterior fue para desarrollar un pensamiento del enemigo. Así habría hablado un tecnócrata, posiblemente. Desde el principio de esta disertación prometí tratar el tema desde distintos ángulos, como un objeto rebatido en diferentes planos.

Claro está que contra la libertad sexual y sus libertinajes, espinoso asunto que, cuanto menos, obliga a ocuparse de él, alguien como Myrdal podría oponer entonces la libertad de estar castrado. Una cuestión dialéctica. Así, de esta manera, solucionaríamos de paso otro problema: el de la explosión demográfica. Permítaseme este pequeño chiste. Es que nuestro triunfo final está próximo. Ello me exalta sin que lo pueda remediar. Tampoco hago demasiados esfuerzos por disimular mi júbilo, debo confesarlo.

Ciertamente, el sindicalismo es el único que puede lograr la unificación de una cosa tan anárquica como el mundo. Esto es deseable ya que, al conseguirlo y para conseguirlo, se destruye la complejidad y la diversidad. Todos los procesos se vuelven más simples y los problemas se reducen a lo esencial».

Luego de tomarse el resto de la jarra, el orador prosiguió:

«Alguien escribió: “Con respecto a los individuos que actúan en nombre de un sindicato —en adelante llamados líderes sindicales—, Ross alega que ha de interpretárselos mejor si se piensa que buscan el bienestar de la organización sindical, más que el bienestar de sus miembros”[85]. Basado en esta última cita, uno de nuestros enemigos podría efectuar el siguiente comentario: Inútil será interrogar al sindicalista, así lo hagamos de sol a sol, acerca de los verdaderos objetivos del Sindicato. Estamos ante una hormiga mística, ante un tipo de ser absolutamente diferente, que poco a poco llevará a la humanidad a una nueva tensión cósmica. Se han precisado milenios para gestar esta transformación: la destrucción de la raza humana, con todos sus valores y formas de sentir, y el surgimiento de una raza distinta: el ser sindicalizado. A tal afirmación yo replicaría, en primer lugar, que no estoy muy seguro de sentirme hormiga —risas en la sala—; pero en lo que respecta a místico… oh sí, somos místicos: con religión, templo y militancia. Ya lo creo, y muy orgullosos de ello. Como que nos proponemos el control fragmentario del Estado, la conquista discontinua del mundo. Casi una propuesta teológica.

El procedimiento principal que debemos utilizar para el logro de nuestros fines, es el de la actuación en una pluralidad de frentes. Se trata de lo siguiente: accionar según una fragmentación de fuerzas que, en apariencia, se combatan entre sí, y que incluso muchas veces puedan llegar a odiarse con toda sinceridad y a no ser conscientes de su implícita unión.

Un ejemplo clarísimo: la Confederación General del Trabajo de Protelia sufrió un violento rechazo por parte de los rusos —inexpertos por esa época—, cuando en el año, 1920 intentó acercarse a la Internacional comunista[86]. Según se desprendía del documento soviético, éste los acusaba poco menos que de traidores. La respuesta de la Confederación vino sin tardanza: “Los camaradas rusos deben además tener en cuenta que no todos los países son Rusia y que un método único no es indicado para todos. La teoría sufre los frenos de la realidad. Los camaradas rusos pueden ser maestros insuperables en enseñarnos cómo gobernar a un pueblo que posee la historia, psicología y fuerza de sacrificio del ruso; no pueden enseñarnos cómo manejar las masas trabajadoras en países que tienen siglos de tradición en democracia política, una psicología propia, hábitos de vida completamente distintos y muy diferentes posibilidades de asistencia”[87].

Los alrededores del año 1900 configuran una verdadera masa gravitatoria dentro del tiempo de la raza humana. No solamente 1917 es el año de la revolución rusa, sino que la década de 1880, y la de 1890, marcan el auge del sindicalismo en todo el mundo. Ello hace de 1900 el año crucial de la historia del ser humano[88]. Puede afirmarse que en el breve entorno de cuarenta años (1880-1920), la historia de la especie cambió en forma definitiva.

No fue la guerra mundial la que acabó con el zarismo, dando así su oporturnidad a los bolcheviques; en todo caso permitió dar el golpe definitivo. El terreno fue abonado por el sindicalismo durante años, manteniendo la posibilidad en estado latente: enseñando, esperando, minando las bases del Imperio. Ya dijo Lenin hace mucho tiempo que “sin el auxilio de los Sindicatos no habríamos podido tomar el Poder ni conservarlo”.

Compañeros y camaradas: unas pocas palabras más que resuman lo antedicho, y daré por finalizada esta primera parte de la conferencia. Hasta ahora me limité a lo estrictamente teórico, la segunda mitad tratará de lo práctico; sobre todo en lo referido a planear una estrategia que nos permita lograr nuestro objetivo número uno: la destrucción de los tecnócratas, ya sea por intervención extranjera o por subversión interna.

Resumiré pues, lo dicho hasta el momento. Los sindicalistas tenemos un importante papel en la forja del mundo del futuro próximo. Usufructuaremos el poder concreto, real, de la infraestructura. Sólo nosotros estamos capacitados para controlar la vida de los hombres y lograr que se cumplan las directivas emanadas desde “arriba”. Siempre y cuando no invadamos jurisdicciones, nos eternizaremos en el mando. Renunciando a la altura, a la cúpula del gobierno, se afirmará nuestra base. Debemos apoyar a cualquier Estado, independientemente de su orientación política, siempre y cuando nos permita participar de la ordenación nacional. Nuestras preferencias, cuando podamos elegir, estarán por lógica volcadas hacia la propuesta sindical más estable o que haya probado tener más posibilidades de éxito: el régimen soviético, por ejemplo. Somos antitecnócratas de corazón por una razón muy sencilla. No sólo porque ellos nos persiguen, sino por una cuestión de principios. Odiamos el ocio, esa especie de boyardo terrenalteniente. El ocio pertenece al orden terrenal antiguo y aleja de las obligaciones sociales. Tal tendencia retrógrada, perniciosa cuna de los males, está íntimamente ligada al egoísmo. Él está detrás de toda desviación ideológica, en hombres aparentemente motivados por el deseo de un mejoramiento de la sociedad. Siempre existirán estafadores de la cooperativa o defraudadores de coljoses a menos que, a través de un larguísimo proceso, consigamos transformar al hombre. Aspirar a un descanso luego de las tareas es legítimo; suspirar por el ocio, no. De ahí la importancia de vigilar noche y día, no solamente cómo trabajan los camaradas sino también cómo utilizan su tiempo libre. Cuidado con los que rehúyen sus obligaciones extralaborales, son enemigos potenciales y peligrosos. El hombre deberá trabajar por los siglos de los siglos. En mejores condiciones, siendo el dueño de la producción, lo que ustedes quieran, pero trabajar. No es que el trabajo no pueda suprimirse: no debe eliminarse.

El sexo no desaparecerá, por cierto, como no desapareció en Rusia. Nos limitaremos a quitarle esa partícula que lo transforma en abominable pariente rico del ocio. Lo tornaremos un poco más ascético, bajando su nivel de urgencia.

Permítaseme un último examen sobre…»

El dirigente sindical se disponía a dar remate a su resumen, cuando estalló la primera bomba de congelación. Los magos tecnócratas habían logrado localizarlos, y el Monitor envió de inmediato a Soria un batallón suicida con orden de matarlos a todos. Los chichis fueron atacados con granadas congeladoras, fusiles eléctricos y láser. No escapó ni uno. Claro está que los tecnócratas —ciento cincuenta hombres— tampoco pudieron huir. Fueron rodeados por el ejército soria, atraído con rapidez por los disparos. Desesperadamente intentaron romper el cerco, pero fue inútil. Viendo la resistencia de los invasores, los sorias trajeron aviación y tanques. Los sitiados combatieron hasta el fin, no pudiendo el enemigo tomarles un solo prisionero o herido.

Aunque los cadáveres de los ciento cincuenta kamikazés no pudieron ser recuperados, igual tuvieron un funeral grandioso en la Tecnocracia; en todas las ciudades, banderas con crespones estuvieron a media asta durante un mes.

Como ya se dijo, los sorias no tenían la más remota idea acerca de quiénes eran los mil muertos; de todos modos, trataron de capitalizarlos internacionalmente:

«Anoche, un comando suicida tecnócrata compuesto por ciento cincuenta efectivos, atacó a un grupo de pacíficos ciudadanos desarmados, asesinándolos a mansalva. Más de un millar de víctimas causaron los fanáticos antes de ser reducidos a muerte por las fuerzas del ejército. Habiéndose el enemigo atrincherado en unos vastos sótanos, fue preciso usar el Arma Aérea para ablandar la posición.

Paso a paso nuestra nación está siendo llevada —como el mundo todo—, por culpa de la histeria bélica de los tecnócratas y su política agresiva, a una peligrosa posición de la cual no habrá otra salida que la guerra total. El hombre de Monitoria juega con fuego. Los pueblos le quemarán las manos».