CAPÍTULO 63

Una obra insolente

Por fin, luego de muchas vacilaciones, Personaje Iseka se decidió a publicar una pequeña novela. Muchos hallaron inexplicable la circunstancia de que no lo encerraran sin más en un campo de concentración, previo secuestro de todos los ejemplares. Alguien que la hubiese considerado desde afuera, sin leerla, habría pensado —erróneamente— que esta obra era tan amena como Sinuhe, el egipcio de Mika Waltari, tan profunda como el Zarathustra de Nietzsche y tan bien escrita como Las Tentaciones de San Antonio de Flaubert. Al menos a juzgar por el revuelo extraordinario que causó en el mundo de los tecnócratas. Lo que más confundió a los críticos fue el hecho de no poder aislar su tesis: no sabían si estaba a favor o en contra del Gobierno; a punto tal que entre quienes le brindaron su apoyo se contaban, por igual, partidarios y detractores de la Tecnocracia (y lo mismo podía decirse de quienes la detestaban).

La novela se titulaba El Supremo Graznador. Referíase a los estropicios llevados a cabo por un déspota en cierto país imaginario llamado Pantolia.

He aquí un fragmento:

«Es mi propósito estudiar en estas pocas páginas, los antecedentes y hechos más descollantes de ese negro y tétrico período de la historia pantolia, conocido como vigésimo tercera tiranía o Pantolia bajo la dictadura de Patibulón, el Supremo Graznador.

Analizaremos ante todo los rasgos personales del déspota y los de sus principales cómplices, compinches y compañeros de fechorías. Es indudable que, ante el más leve análisis, saltan a la vista los elementos probatorios de estigmas degenerativos en Patíbulón —ya desde el nombre—, y características psicológicas propias de una personalidad moralmente desquiciada. Ante todo su monomanía contra el Club de Comedores de Alfalfa, que contaba por aquella época con docenas de miles de afiliados. Éstos usaban la alfalfa hasta para la fabricación de perfumes y helados. Si tostada, solían utilizarla como condimento en postres y comidas. No iban al cine a menos que contasen con una buena provisión de alfalfa, para masticar durante la función. En sus clubs poseían grandes fardos de esta hierba en una suerte de comederos caballunos, donde metían la cabeza y comían así, a mordisco limpio, sin tocarla con los dedos.

Los devoradores de alfalfa tenían sus propias idiosincrasias. Como llegaron a ser bastante influyentes, sólo otorgaban prerrogativas, ayuda o trabajo a los inscriptos en su club. De manera que si a una persona no le gustaba la alfalfa, argumentando que él no era conejo ni caballo, no conseguía empleo, o si lo tenía terminaba perdiéndolo. Con el tiempo, la mayoría de la gente declaraba que la alfalfa era su bocado predilecto, aunque no pudiera ni olería.

Es el caso que Patibulón, Supremo Graznador, sentía ojeriza por los comedores de alfalfa y los persiguió en forma encarnizada. Lo menciono a fin de hacer notar su tendencia intervencionista.

Durante el dilatado período de veinte años, un hombre solo consiguió hacer retroceder a todo un pueblo, a toda una sociedad moderna, a las épocas de Assurbanipal el asirio, Héctor el troyano o Ramsés II el egipcio. Ello resulta más increíble al tener en cuenta el momento histórico en que se instaló su régimen. Verdaderamente estuvo a punto de trastocar el orden de las cosas mediante la intensidad de sus acciones y la multiplicación de sus efectos.

Intentaré probar que mis comparaciones no son arbitrarias. En cierta ocasión, Alejandro el macedónico se acercó hasta donde vivía Diógenes, el austero filósofo, el habitante de un barril. Había oído hablar mucho de él y deseó conocer los pormenores de una vida tan diferente a la suya. Acercóse pues, el bárbaro, vestido con sus arreos de combate, perturbando así la meditación antiterrenal del asceta; fastidiando, con su falta de oportunidad, los trabajos del santo varón encargado de preparar los caminos del Exatlaltelico que vendría. La espada de Alejandro, con toda la gravitación de lo concreto, arrojaba una ancha sombra que tapaba las herramientas abstractas: entre otras, el tonel de Diógenes. Magno deseo de preservar al mundo mediante la renovación y la lucha, en oposición al gesto diabólico de la falsa paz con su violencia descarnante. Alejandro se conmovió. Cómo no conmoverse nada menos que en presencia del autogestor de la miasma sacra. Cómo no quedar deslumbrado ante la belleza ética de sus pústulas. Y pensó el hombre del barril, sin decirlo pues no era tan estúpido de ponerse en descubierto: “¿Qué vienes a proponerme, discípulo de quien fuera? —por las dudas no mencionó el nombre del Maestro, precaución que tenía su razón de ser (o de Antiser)—. ¿Acaso pretendes que me sume a tus conquistas aprobándolas? No cuentes conmigo. Tú deseas renovar el mundo, yo destruirlo”. “Ya sé —contestó el otro, también en silencio y sin saber que contestaba—. Sólo vine para echarte un vistazo y tomar el peso a tu abstracción”. Duelo silente, llevado a cabo por la simple presencia física. Pensó Diógenes: “La balanza se subordina, por ahora, ante el magisterio de tu espada. Día llegará en que el mundo se hunda de mi lado. Aunque me lleve siglos. Soy el mensajero de un Dios que no conoces”. “Aparte de aniquilar el mundo, ¿deseas alguna otra cosa, algo que yo pueda otorgar?”. “Sí: que te hagas a un lado pues me tapas el Sol”, contestó Diógenes, contradiciéndose. “Perdona: creía estar haciéndote un favor. Supuse que lo odiarías. —El Conquistador tuvo una rara sonrisa y luego prosiguió—: Ah, ya comprendo. Lo que tú quieres decir es que no te tape el Sol de Aristóteles”.

Ya se alejaban del barrilforme cuando un general se acercó al rey. “Haz matar a ese insolente, Señor”. “No. Sería darle un arma frente a la historia. Creo que el mejor castigo, en este caso, fue dejarlo con vida. Debe haberse frustrado muchísimo”.

Podemos ver que si se privó de matarlo no fue por magnánimo, sino por pura especulación. El Supremo Graznador, nuestro dictador de marras, procedía muchas veces de la misma forma. Tratábase de un monstruo malvado y disoluto que, por el contrario, se hacía llamar “Padre del Pueblo”, “Protector de la Clase Trabajadora”, “Benefactor”, “Amigo del Mudo y del Indefenso”, “Luz de Pantolia”, etc. Tenía por costumbre ordenar a sus esbirros que salaran el tocino de sus enemigos, para luego depositarlos como adorno floral sobre el piano de su residencia en los bosques de Arcadia, donde su degenerada esposa Lulú entonaba tiernos lieders —Los dos granaderos de Roberto Schumann Iseka era el preferido del déspota— que ella le cantaba con voz de contralto. Diremos, por otra parte, que Lulú tenía un collar que sólo usaba en las grandes solemnidades, el cual estaba formado por ojos humanos disecados.

Para comprender el ambiente que reinaba durante la tiranía de Patibulón, no tenemos más que leer un editorial de Jack el Destripador, órgano oficial de la dictadura:

“Es con indecible júbilo que la población de Pomia[78] ha visto clavadas en picas y alrededor de la pirámide de Kheops, en Plaza de Todos los Rotosos, a las cabezas de los abominables comedores de alfalfa del disuelto Club de Comedores de Alfalfa. La muerte de estos malvados y Traidores a la Patria engrandece aún más, si cabe, la gloria del Supremo, Graznante Destripador de alfalfaristas y clubalistas, Domingo Justo Émeterio Patibulón”.

En la época que describimos —conocida también como la de la vigésimo tercera tiranía— era frecuente ver rodar en las calles de Pomia enormes carromatos, llenos a rebalsar con manos cortadas, conducidos por feroces asesinos con sonrisas de hiena que, con gritos destemplados, voceaban: “¡Flores! ¡Flores! ¿Quién quiere comprar flores?, con el fin de aterrorizar a los opositores. Ni siquiera sus compinches y sacrilegos amigos podían salvarse de las iras y arrebatos vesánicos del déspota. Julio Esteban Demetrio Calzón Montegrave, íntimo y dilecto, fue nombrado Dictador de Ocios. Este hombre gordo, lujurioso como un babuino, célebre pues con él ninguna mujer de la aristocracia o del humilde pueblo estaba segura, que vestía uniformes militares, de fagina, íntegramente blancos —hasta las botas y la gorra, salvo las condecoraciones negras que, como todo lo demás, él mismo fabricaba—, quien llegó a tener un increíble poder, de la noche a la mañana cayó en desgracia —ignorándose los motivos— y fue ahorcado de un farol en Plaza de Todos los Rotosos, por orden del Supremo. El pueblo, admirado y deleitado, no podía creer en la dicha de haberse librado de uno de los monstruos más temidos y odiados (luego del propio Supremo, se entiende).

El día de la ejecución de Calzón Montegrave, las masas populares entradas en fiesta desbordaron el dispositivo de seguridad. Se cantaba, bailaba, reía y bebía en Plaza de Todos los Rotosos, reinando en esta última la mayor confusión.

Enterado el Graznador de la alegría de la gente, por intermedio de uno de sus esbirros, el cual le preguntaba qué debían hacer, si disolver las concentraciones a balloneta calada o sumarse al júbilo general, el dictador expresó: “El pueblo tiene derecho a participar de la alegría infinita que me produce la muerte de ese inmundo traidor. Hoy es una fiesta patria”.

Todo era al revés en el gobierno de este hombre. Como alguien que hubiese comenzado siendo Dios y por lo tanto con poder mínimo, casi nulo; que luego se hubiera transformado en Emperador, esto es, una figura decorativa; de aquí y en forma sucesiva Rey —limitado rígidamente por una constitución casi republicana—, Presidente —ya con poder bastante real y efectivo—, Primer Ministro, Secretario de Estado, Encargado de Protocolo y, por penúltimo, ordenanza, con lo cual lograse la suma teológica del poder público. No conforme con ello, de aquí podría pasar a un cargo todavía más bajo: peón de limpieza; con esto su dictadura se transformaría en absoluta y completa: cósmica. Así de disparatadas eran las cosas en el país bajo el gobierno trasnochado y paroxismático de Domingo Justo Emeterio Patibulón.

Su cinismo era proverbial. Dijo en cierta ocasión ante un grupo de personas detenidas y atadas como ricas morcillas baskas:

“Hijos míos: ya sabéis que vuestro padre que os quiere, no permitirá que nada os falte. Yo, Nerón IV el Horrible, soy ciertamente horrible, pero no con vosotros que sois mis predilectos. Debéis perdonar estas lágrimas que abrasan mis mejillas, pero es lo que me ocurre cada vez que se habla de mi progenitor, santo varón, que falleció cuando yo era niño aún[79]. Vuestro Jefe de Estado tenía cincuenta y un años por esa fecha. Ahora tengo cincuenta y dos, de modo que como ha pasado tanto tiempo los detalles están algo esfumados en mi memoria. Un padre equivale a tener un enemigo en el árbol genealógico, no sé si lo sabéis; cuando el adversario se muere pa’siempre la humanidad de uno se hace más joven; esto in passant. Bien, prosigo. Ahora os bendeciré, pues el gobernante debe ser el sacerdote de las masas populares: in nómine César, etcétera. —Volviéndose a sus sicarios—: Échenlos al fuego. A todos”.

En otra oportunidad, sabedor de que Napoleón dijo: “Así como yo rompo esta copa, así aniquilaré a Wellington y a Blücher en Waterloo” y que al arrojarla contra la pared la copa rebotó sin romperse, mandó llamar a su Dictador Copero y le ordenó la creación de una copa rompible: “Y pobre de ti si resulta irrom”. “Señor —contestó el otro alarmadísimo— una cosa destructible como la que deseáis no existe, así venga previamente serruchada. Siempre hay un margen azaroso de resistencia y fortaleza, aun en el material más frágil. No habrá garantía ni siquiera si la hago de yeso”. “Pues te recomiendo que consigas una tan débil como tu industria te permita, porque tu cabezota rodará si echas a perder mi broma”. El Dictador de las Copas, absolutamente aterrorizado corrió a fabricar lo pedido.

Ya con el recipiente de libaciones en la mano, fingiéndose borracho, dijo ante todos sus cortesanos reunidos:

—Así como ahora se romperá este cristal, así destruyeron los traidores el imperio de César. Ha de seguir de la misma guisa hasta que alguien, reuniendo los pedazos, se anime a formar un nuevo recipiente. ¡Tu herencia, Julio, fénix de los idus, para quien tenga el valor de recogerla! Y siguió con su perorata largo tiempo.

Ya tenía preparado un hornillo detrás de las cortinas. Luego de recoger los pedazos de vidrio pensaba meterlos adentro y hacer, allí mismo, un nuevo y simbólico cáliz.

Pero he aquí que, al arrojar la copa contra la pared, aquélla rebotó rodando por el suelo. Intacta. El primer sorprendido fue Nerón IV. Enojadísimo volvióse al copero quien empezó a temblar, lívido y convulso.

—Cerdo: me aseguraste que era rompible. Ya te enseñaré a estropearme mis excelentes liturgias. Cuélguenlo de los dedos gordos de los pies, de aquel techo.

El pobre hombre trató de disculparse con este aparente rayo de luz:

—¡Pero Excelentísimo Señor! ¿No reparáis en que, contra todo lo previsto, acaba de seros vaticinado el triunfo sobre vuestros enemigos?

—Cállate, inmunda bestia. Lo único que me fue profetizado es la destrucción de mi buen humor por todo el resto del día. Y ahora que me doy cuenta: antes de colgarlo de los dedos gordos de los pies, de aquel techo, métanle un cascarudo en el agujerito de la micción; o sea: del pito. Pero recién dentro de quince o veinte minutos, para que además sufra viendo los horrendos preparativos.

Anécdotas como ésta, a montones. Pero qué podía esperarse de un hombre que se ponía a cantar ópera en medio de sus discursos. Tenía bastante buena voz, dicho sea de paso. Bien podría haberse dedicado al canto en lugar de ser dictador. ¡Cuánto más saludable habría resultado, tanto para él como para su patria! En cierta ocasión comenzó a interpretar Rienzis Gebaty con timbre, volumen y registro muy semejantes a los de Lauritz Melchior. Luego, tal si fuese lo más natural del mundo siguió en prosa, como quien dice, retomando el discurso incendiario de un principio.

Se hizo legendaria la vez que, con la cara encendida de carísma, se acercó al entonces embajador del Japón Toshiro Okada, y le dijo luego de inclinarse profundamente: “Felicito a su Honorable País por su gran victoria militar”. El japonés lo miró asombrado. De ninguna manera podía suponer que, casi un siglo después, alguien lo felicitase por el triunfo nipón sobre Rusia en 1905.

Bastaba para ganarse su favor o ayuda, el ofrecerle un buen cigarro de hoja. En una oportunidad se lo comentaron; entonces sonrió y dijo, luego de servirse el puro que le extendían: “En realidad es casi cierto”.

Sus ataques de histeria eran famosos: “¡Les largo mis esqueletos carnívoros, mis chanchos antropófagos!”, vociferaba absolutamente enfurecido. O si no: “Les daremos toda clase de ayuda militar a los chilatones. ¡¡Arrojaremos sobre ellos las doscientas mil toneladas de bombaaas…!! que el ejército de Chilatón necesita para defenderse. Y que no digan que no somos buenos, que no perdonamos las injurias, o que no ayudamos a nuestros enemigos”.

Y en una ocasión, porque su tatarabuelo —lúcido anciano— dijo algo que le desagradó:

—Tatarabuelito: no constituyas la involuntaria causa de tu muerte.

El anciano, aterrorizado, se puso lívido y no volvió a efectuarle la menor sugerencia por inocente que ésta fuese, en el resto de su vida.

Qué habremos de comentar —sin el riesgo de ser tachados de mentirosos— sobre su repelente esposa Lulú, que había sido prostituta en Saigón en una Bositvara japonesa denominada El Elefante de Otoño Sobre el Loto de Mil Pétalos, y que él rescató mediante la fuerte suma de mil libras saigonesas que le pagó a la madama. Se casaron un mes más tarde, pese al escándalo de su respetable familia. Hay quienes la ven como “una pobre mujercita corta de entendimiento, deslumbrada por la figura del déspota”, así —siempre según estos historiadores— todas las anécdotas de venganzas, crueldades y delirios en que habría participado junto a su esposo, no serían sino mentiras destinadas a demoler al dictador. Por el contrario, hay otros que —como yo—, mejor documentados, la consideran una degenerada vulgar y silvestre; particularmente teniendo en cuenta los informes valiosísimos de la hermana del Supremo, llamada Blanca Pálida, a quien él, lleno de rencor calificaba como “esa vagina frustrada”; y de los testimonios confidenciales de su desvalido tatarabuelo, pobre y venerable anciano, que vio amargados los últimos años de su vida por las injurias a que fue sometido por el tataranieto, en sus auras epileptoides tatarabuelicidas.

Espantosa fue en verdad la desilusión del Supremo Graznador cuando su idolatrada esposa Lulú, a quien él creía tan noble y tan pura, lo derrocó mediante un golpe de estado encerrándolo en una mazmorra y proclamándose Suprema Graznadora, creando, como primera medida de gobierno, un serrallo de hombres, los cuales debían ir velados para qué no se los mirasen. Seamos francos: al serrallo ya lo tenía de antes, sólo que en forma no oficial y sin velo ni cinturón de castidad como fue después. Cuentan que tenía por diaria costumbre pasarlos a todos por las armas de las herramientas triturantes que tenía en sus secretas —y públicas— zonas militarizadas, semejantes a trincheras con artillería o posiciones erizo. Había allí toda clase de hombres: blanquitos, japoneses, chinos, negritos, rojos, verdes. Porque era insaciable, y la tosquedad y la aspereza le interesaban tanto como lo delicado.

Tres meses duró su lujuria reinante hasta que los parciales que le quedaban a Patibulón realizaron a su vez una asonada, dejando las cosas como en un principio. Cuando el dictador fue a arrestarla al frente de sus guardias, la encontró refocilándose con diez cortesanos. “¿Serías tan amable de esperar un poquitín? He descubierto una nueva aberración sexual que quisiera llevar a la práctica antes de que me mates”. Él, a quien conmovían demasiado esas cosas como para que este último deseo le fuese indiferente, accedió, previo prometer a los aterrados jóvenes que ninguna represalia se tomaría contra ellos, ya que no bien lo vieron aparecer quedaron con menos capacidad sexual que una luciérnaga muerta. El jerarca cerró la puerta del lado de afuera y esperó tres horas. Nunca se sabrá qué ocurrió allí, puesto que los muchachos comenzaron a salir tambaleantes y como deslumbrados: todos tenían el pelo blanco; habían encanecido en un segundo y perdido el don del habla (no obstante, por rara y lenta alquimia, dos semanas después no sólo rejuvenecieron sino que, potenciados hasta lo increíble por haber tenido relaciones con aquella Diosa, se transformaron en superpotentes). El Graznador, lleno de curiosidad, entró a la habitación. Ella estaba desnuda sobre la cama, con muestras de agotamiento pero sin otra señal. Al verlo dijo con voz ronca: “Vení: por última vez. Después matáme”. Patibulón agachó su cabeza para besar la flor mayor de aquellas piernas heroicas. Inmediatamente luego de la felicidad que ambos se proporcionaron, un verdugo estuvo a punto de estrangularla con rapidez mediante una media de seda. Y digo “estuvo a punto” pues ello no pasó. Reaccionando justo a tiempo contra su puritanismo exatlaltelicático, el Graznador lo detuvo con un gesto y púsose a reflexionar: ¿Por qué matar a quien nos da placer? ¿Cómo hacerlo? ¿Realmente iba a matarla porque lo derrocó, o porque durmió con otros? Por lo demás, ¿cómo podría soportar la vida luego de perder a esa mujer irrepetible? Patibulón decidió que ella, con su sexo triunfante, hacía rato que se había ganado la inmunidad teológica. Yo te invoco, hermana gloriosa, estés donde estés, y te saludo: Media de Seda, autoritaria, jamás te volverás contra el cuello de tu dueña por el capricho de hombre alguno.

Subordinó pues, Patibulón, sus celos y arrogancia ante la esencia de lo verdaderamente santo; tomó a su metafísica presuntuosa del cogote —no fuera cosa que ocurriera lo irreparable— y la obligó a rendir pleitesía al aquí de la existencia y de la física. El autor debe confesar que no lo creía tan capo. La verdad debe ser dicha aunque no convenga a los fines de la tesis.

Antes de ser Supremo Graznador, ya se había ocupado en dar claras muestras de una personalidad desquiciada. Son famosas anécdotas tales como disfrazarse de Repelente, con chaqueta de rechazo, pantalones de aversión magnética y zapatos hechos con extrañas reliquias, a través de cuyas grietas-espejo se proyectaban sobre los circunstantes cebos, señuelos y paganas sirenas de Ulises. Así vestido entraba en cierto bar a tomar un cafecito. O si no: aparecer de manera brusca en casa de Martita Sajacinch, con el lado de su cabeza correspondiente a la oreja izquierda envuelto en vendas enrojecidas, y decirle con tono siniestro al tiempo que le entregaba un paquetito: “Toma: esto es para ti. Te amo como a mí mismo”, para inmediatamente irse sin darle tiempo a replicar. ¡Cuál no sería el horror de la susodicha, al encontrar dentro de los trapos una oreja ensangrentada! Sin pérdida de tiempo dio parte a la policía diciendo que Patibulón se había cortado una oreja como Van Gogh. Cuando los agentes del orden fueron a su casa, descubrieron muy extrañados que Patibulón conservaba todas sus partes. ¡Él sólo entregó a su amiga una pieza anatómica comprada a un estudiante de medicina!

Siendo ya dictador sacó de la cárcel a un pirómano que tenía una rara obsesión: quemaba exclusivamente Bancos Sindicales de los Clubs de Comedores de Alfalfa; “señal de tigre”, le decían al delincuente. Según dijo el déspota: “Jamás he conocido a alguien tan puro”; así pues, lo nombró comandante de sus ejércitos privados. A partir de allí comenzó la terrible represión contra los alfalfistas.

No conforme con el desafuero anteriormente relatado, el monstruo designó a otro de sus amigos disolutos —un tal Hermenegildo Kirilenko, quien ya en innumerables oportunidades había dado muestras de animosidad para con todo lo que fuese soriacismo— como “Reorganizador Dictatorial para todas las facultades de Pantolia”. Seguramente no será necesario decir, que Kirilenko aprovechó la espléndida oportunidad que se le presentaba para trastocar por completo los valores de Filosofía y Letras acabando así, por obra y gracia de su gusto, con una tradición varias veces centenaria, y retrotrayendo el pensamiento a la edad de bronce sin pulimentar nietzscheana y atilesca.

Algún día, quizá podrá la historia perdonarle a Patibulón sus asesinatos, en consideración a la enfermedad mental que indudablemente padecía. Pero lo que jamás le será contemplado con misericordia, ni en esta ni en la otra tierra, es su agresión a la cultura. Atacar al Ecce Soria —a la soriasis tal como la conocemos— es el pecado absoluto; crimen con respecto al cual, únicamente habrá rigor e inclemencia.

Deseoso de desenmascararlo, un periodista le preguntó en una conferencia de prensa: “¿Qué opina de Hitler, Supremo?”.

Y el Monstruo respondió: “No tenemos los mismos enemigos. Las cosas son más complicadas de lo que él se imaginaba, mucho me temo. Tampoco comparto sus métodos, porque como diría un Oscar Wilde wagneriano: ‘Lo que jamás podré perdonarles a los nazis son sus cámaras de gas. Esas ejecuciones en masa son tan terriblemente tediosas’. Después de las gloriosas épocas de la Emperatriz Viuda china se ha perdido para siempre el gusto por lo individual y lo bello. Ya puede ver que estaba mal encaminado y en más de una cosa. Por lo demás era un moderado. De centro izquierda, si quiere saber mi opinión”.

El reportero, en su artículo —publicado en el extranjero, tal como es de imaginar—, consideró que el déspota había querido expresar su preferencia por las ejecuciones individuales llevadas a cabo con exquisito refinamiento, en lugar de tomar a los opositores y matarlos a todos juntos y en una única vez, tal como hacían los mongoles, Assurbanipal y el buen sajón.

Para dar al mundo una lección práctica y magister sobre su peculiar concepto en materia de penas capitales, ordenó construir una larga “Avenida de las Esfinges”, a cuyo final se hallaba instalada una gigantesca plancha de bronce calentada al rojo, la cual ardía en forma perpetua hubiese o no víctimas. Cuando éstas por fin llegaban, arrojábanlas desnudas junto a grandes ramos de flores. Tales sacrificios eran denominados “del churrasco florido”. Cuando se les informaba que pronto llegaría un lote de prisioneros, los verdugos encargados de atender los oficios del Dios decíanse, alegremente, intercambiando codazos y guiños cómplices: “Hoy tenemos asado de tira”.

Las esfinges de la Avenida estaban dispuestas en dos columnas paralelas, y respondían a los principios estéticos de Patibulón: “Tanto en arquitectura como en estatuaria, me desagradan esas construcciones pesadas de las cuales habla Hegel en Sistema, de las artes; sólo me atrae lo ligero, alado y sutil; en otras palabras: lo que posee la gracia del romanticismo”, sostenía. De esta manera, cada esfinge estaba formada por un condenado metido en un molde, dentro del cual, sin tener en cuenta ruegos y súplicas, echaban yeso París de fraguado rápido. Del objeto sacrificial dejaban afuera tan sólo las manos, y la cabeza para que pudiese respirar. Así instalados parecían perritos.

A su debido tiempo el contenido de los moldes era retirado de éstos y distribuido sobre los pedestales de la Avenida. Morían así: de hambre y sed, torturados además por la horrible inmovilidad. Aves de rapiña se encargaban de comerles los ojos, la piel y los músculos de caras y manos. Idea digna de Tiberio.

Era verdaderamente aterrador el espectáculo de esos masacotes de yeso, con una calavera sobresaliendo entre hombros alados y mitológicos y garras huesosas en lugar de patas. Había mil quinientas de esas “esculturas”.

Luego de ocho días de exposición hizo descolgar a Calzón Montegrave, cuyo cadáver continuaba pendulando desde la punta de un farol. Después ordenó que con grandes honores lo metiesen en un féretro de pino importado, e invitó a todos los funcionarios al tardío velatorio. “No era otra cosa que un deicida antorchable; pero en fin, qué le vamos a hacer. Total la perfección no existe”, comentó a un lacayo luego de un horrendo y angustiado suspiro. Estas extrañas palabras tienen sencilla explicación. Hacía largo tiempo que el déspota quería organizar un funeral majestuoso, deseo que veíase frustrado por la falta de muertos ilustres. No tuvo otro remedio que rehabilitar a su ex colaborador. Así, pues, declaró que éste jamás había tenido un final sin blasones sino que, por el contrario, habíase suicidado con cianuro de potasio abrumado por las tremendas responsabilidades inherentes al mando, agotado por las continuas tensiones producidas por su constante dedicación al servicio de la Patria. De la noche a la mañana los diarios del Estado, la radio y la televisión, de hablar las mayores horripilancias sobre el ex Dictador de Ocios: “traidor absolutísimo”, “deicida automático”, “analfabeto trascendente”, etc., pasaron a ensalzarlo con la más repugnante obsecuencia, pese a que todo el mundo sabía su triste final y deshonrosa muerte: ahorcado de un farol. Nadie ignoraba que los olores del cadáver eran tan fétidos, luego de ocho días de patíbulo, que los viandantes veíanse obligados a efectuar rodeos de varias cuadras y hasta una línea de subte dejó de funcionar pues el repugnante olor desprendido por aquella miasma penetraba por los respiraderos.

Pero como decía: el Monstruo estaba dispuesto a realizar el mayor funeral de todos los tiempos. Al efecto reunió a su gente en un inmenso anfiteatro natural entre montañas…»

La novela de Personaje Iseka proseguía de la misma forma hasta el final. Por alguna razón no habló en ella de las I doble E —era lógico después de todo—, ni de su trabajo como telefónico, ni de lo que había aprendido sobre magia. Se limitaba a la descripción de personajes de la dictadura: el Monitor, el architraidor Tofi, etc. Con otros nombres, por supuesto, pero resultaba muy fácil identificarlos. Según parece, el Monitor al leerla se cagó de risa y únicamente comentó: «Esto, podría haberlo escrito yo».

La gente, por el contrario, no comprendía cómo era posible que esa novela, ferozmente satírica para con la dictadura tecnócrata y ofensiva para con el Monitor —a quien dejaba en ridículo—, no fuese secuestrada y quemada, y su autor encerrado en un campo de concentración.

El Kratos de las Lenguas veíase asediado por funcionarios furiosos, los cuales pedían a gritos la cabeza de Personaje Iseka. El otro se limitaba a contestar en forma lacónica: «Órdenes son órdenes. Por cierto motivo que no comprendo el Monitor lo protege. Así que aguántense».

En realidad, el Kratos tenía una buena idea de los motivos por los cuales la obra y su autor no habían sido incinerados. «Al Súper ese tipo le cayó en gracia, es lo que pasa. Pocas veces vi tanta suerte. El viejo rol del escritor ante el Jefe de Estado: Edipo y la esfinge, en papeles intercambiables. Cuando al autor le toca hacer de esfinge y tirarse al abismo, le conviene caer sobre sus cuatro patas. Como los gatos». En opinión de Katel la obra era despareja, contradictoria, juvenil; había iluminación, pero entorpecida a cada rato por cúmulos de futesas. Después de todo, ¿cuál era la tesis del autor? ¿Estaba a favor ó en contra de la Tecnocracia? ¿Acaso lo sabría él, por lo menos? ¿Era consciente de lo que parecía estar diciendo, o las entrelineas serían un invento del lector y a más lectores más entrelineas? Cada vez que suponía estar cerca de la respuesta, Katel rebotaba contra otro espejo o su lucidez se diluía en las galerías góticas de un nuevo laberinto. De cualquier forma el Kratos estimaba que la novela era bastante pretenciosa e insolente, y su autor un arrogante boca larga. Habría pensado que algunas cosas estaban puestas exclusivamente para confundir, si no fuese porque le constaba que el otro tenía una gran confusión. Pues, en definitiva, ¿cuál era el maravilloso secreto que al otro obligábalo a camuflarse en plena Tecnocracia?: su ignorancia. «Debió esperar algunos años. Sacó su novela demasiado pronto. Excesiva insolencia, sí. Una cosa es el humor y otra pasarse. Niñito caprichoso (“a la alemana”, como quien dice), evadido de la realidad; se cree que la Tecnocracia es suya». De buena gana le habría pegado una patada en las asentaderas, para que aprendiera a hacerse el picarón. El tal Personaje Iseka —le pareció recordar vagamente que en cierta ocasión le mandó una carta— había tenido muchísima suerte, definitivamente. Ese tonto creía saberlo todo. Monitor no lo hizo destripar porque estaba en uno de sus días buenos. Era así de simple.