Himno a las estatuas electrónicas
Antes del advenimiento del Estado tecnócrata, en ese país los teatros líricos estaban muy descuidados. No había dinero ni para remozar decorados o vestuario; mucho menos entonces para las exuberantes puestas en escena que algunas óperas requieren. Como es natural, ante tal escasez, ni se soñaba con invitar a artistas extranjeros famosos. Así pues, por ésta y otras causas, la nación se encontraba pésimamente situada en el ambiente lírico mundial.
Cuando Monitor Iseka asumió el poder, todo eso cambió. Se fundaron nuevos y ultramodernos teatros y se dotó a los ya existentes de cuanta cosa necesaria. Ni el mismo Fantasma de la ópera habría tenido algo que objetar en lo que se refiere a cantantes y a mecánica de representación lujosa y acertada.
El compositor Ricardo Wagner Iseka, quien iba de capital en capital sin que en ningún país le prestasen la menor atención, encontró por fin en la Tecnocracia la ayuda indispensable. Es que las puestas wagnerianas eran tan complicadas, debían ser tan absolutamente costosas y perfectas, que pocos países podían permitírselas. Monitor hizo fundar un teatro especial en Bayreuth —uno de los barrios residenciales de Monitoria, Tecnocracia Central—, dedicado exclusivamente a este artista. Fue levantado según diseño del propio Wagner, ya que sólo él podía conocer la totalidad de sus necesidades dramáticas. Por lo demás, a fin de que pudiese crear con toda comodidad, obsequió al músico con la posesión Wahnfried, a orillas de un lago cercano a la capital.
En Bayreuth fue representado por primera vez El Anillo de los Nibelungos Sorias, cuyo poema está basado en las sagas escandinavas, en las eddas islandesas, en las walkirias —doncellas guerreras, hijas de Odín—, en los mitos de Germania, y en las enormes divinidades de las regiones hiperbóreas.
Durante toda la época anterior a la guerra, el florecimiento de la música fue realmente grande en el país de los tecnócratas y con proyección internacional.
Incontables compositores recibieron ayuda y protección cuando la necesitaron. Los magos del equipo esotérico de Decamerón de Gaula, por ejemplo, impidieron la destrucción de Mozart Iseka y de Roberto Schumann Iseka, a quienes sociedades ocultistas sorias estaban manijeando. Esto, al menos, decían los magos tecnócratas; cosa imposible de probar. Según De Gaula hacía tiempo que venían realizando sobre Mozart una contaminación astral, cada vez más profunda. Comenzaban a surgir síntomas que podían confundirse con una enfermedad nerviosa. Solía decir que sus amigos lo estaban envenenando —esto en un sentido era cierto, sólo que no se trataba de un tósigo material—; que un desconocido le exigía la terminación del Réquiem en su momento encargado: el individuo misterioso era un mensajero de la Muerte, y cosas por el estilo. «El Réquiem es en verdad para mis propios funerales», comentábale a su desesperada esposa Constanza. Luego agregaba, ya en cama, mientras no tenían ni un fuego para calentarse a causa de su pobreza: «Hubiera sido tan hermosa la vida. Justo ahora que podía gozar los frutos de mi talento, debo morir. Pero es la voluntad del destino. Debemos resignarnos». Encargó a uno de sus discípulos —Süssmayer Iseka— la terminación del Réquiem. Previendo un brusco desenlace anotaba, en billetitos, temas y frases musicales de diversas partes de la obra, para que el otro los pudiera desarrollar de manera conveniente.
Roberto Schumann Iseka por su lado —y siempre según la versión tecnócrata—, a causa del trabajo mágico de sus enemigos escuchaba un «la» bemol obsesivo: una nota implacable que no lo dejaba reposar. Tal energía maléfica estaba destinada a enloquecerlo. Las composiciones de este artista, por otra parte, perfectamente equilibradas, viriles y magníficas, encargábanse de probar que el disturbio provenía de una potencia externa a él.
Cuando el Monitor asumió plenos poderes en el país, su equipo de magos —que cada tanto efectuaba patrullajes astrales en toda la nación en busca de adversarios, y de posibles amigos que se sumaran a la causa— localizó a los compositores mencionados. Así, Mozart Iseka, quien estaba destinado a morir a los treinta y cinco años sin haber gozado de los frutos de su genio, salvó la vida justo a tiempo. Lo primero que hicieron las I doble E con respecto a este asunto fue alojar confortablemente, en un campo de concentración, a un anti-Mozart llamado Conde Walsegg Soria. Según parece, este buen señor tenía la pretensión —conociendo las dificultades económicas del artista— de atribuirse la autoría del Réquiem luego de la muerte del compositor. El «visitante misterioso», que exigía la conclusión de la obra en plazo perentorio, no era sino un empleado de Walsegg, ya que éste último no deseaba dar la cara.
Esto en cuanto a los atormentadores «naturales», digamos. De los verdugos mágicos se encargó Decamerón de Gaula en persona, mediante un exorcismo.
En cuanto a Roberto Schumann Iseka, por un lado se le brindó protección y asistencia que lo fue descontaminando con lentitud. Por otro se procedió a investigar el origen del ataque y a identificar a los responsables. Según De Gaula, detrás estaba la envidia personal. El talento del compositor y el hecho de estar casado con Clara Wieck era más de lo que algunos podían soportar. Detrás había cierta agrupación esotérica, cuyos miembros fueron llevados a culatazos teológicos (dulcemente, persuadiéndolos todo el tiempo sobre lo indigno de sus procederes y con ardiente preocupación) hasta el Centro en espiral que ya conocemos, donde fueron puestos en las manos compresivas de Eduardito, Eiko Akutagawa, Renzo Japontoli, Chu Lin Chin, Zapallo, Pucio, Peña, Don Martínez y la Negra Chocha. En el transcurso de los interrogatorios incurrieron en frecuentes y burdas contradicciones, las cuales, al serles enrostradas, terminaron por hacerles desembocar en confesiones plenarias.
Muchos artistas plásticos, escritores o simplemente buenos tipos eran castigados por la virtud de negarse a pertenecer a una Sociedad Esotérica determinada o por renunciar a la que pertenecían con lo cual, de manera automática, empezaban a ser perseguidos por sus antiguos «amigos». El Estado brindó a aquéllos la necesaria protección.
Maurice Cari Orffvel Iseka, músico ruso de la República Soviética Francogermana, emigrado con residencia en la Tecnocracia, compuso en honor de esta última una obra que tituló Himno a las estatuas electrónicas y a los obeliscos de acero del templo de Luxor. Así lo hizo, pese a no estar de acuerdo con la totalidad de la cosmovisión tecnócrata.
Monitor asistió al estreno. Quiso un palco para él únicamente. Como si ya imaginara lo que iba a presenciar, e intuyese que le sería muy necesaria la soledad durante toda la representación.
El telón se levantó en medio de un silencio impresionante.
En el escenario —muy amplio— se encontraba multitud de cantantes. Los decorados resultaban extraños: había allí máquinas con engranajes, tableros, circuitos desnudos como visceras y grandes planchas. Águilas de alas extendidas, sobre obeliscos; otras funerarias, de alas plegadas.
El cantante principal estaba en el centro de la escena. Era un robot. Pero uno auténtico y no un hombre disfrazado de tal. Ahora bien, la Tecnocracia, a esa altura sabía fabricar robots maravillosos, que podían confundirse con seres humanos. Éste, de intención, distaba de ser perfecto. Tenía aspecto humanoide y medía tres metros de altura. Había sido construido con un plástico que, en su parte externa, al menos, parecía de acero. Su boca era una pequeña parrilla, y tenía dos ojos de vidrio, luminosos, que cambiaban de color de acuerdo a los sentimientos expresados. El mecanismo, aun sin ser ridículo, recordaba —de manera lejana y bastante estilizada— a los robots imaginados por la gente, antes de que aquéllos llegasen realmente a existir.
Comienza la orquesta con una especie de rumor sordo, recurrente, parecido al monocorde retumbar de pasos de soldados. In crescendo. Es como una marea inmensa: una playa de la cual el agua se ha retirado instantáneamente a causa de un maremoto, dejando peces vivos saltando en el limo, corales y arcones antiguos, y que es ocupada otra vez, con exceso, por el brutal embate invencible. Otra vez el agua se aleja, vuelve y se va. En progresión los sonidos se van imponiendo hasta que, incluso los más débiles, obligan a reconocer su presencia; semejan la desamortiguación de una sinusoide que se va abriendo poco a poco. Acordes imponentes detrás, como de muchos edificios que se desploman.
Coros:
«Tecno cracia Tecno cracia
Moni tor
triun ¡fo! ¡fo! triun ¡fo! ¡fo!
Tecno cracia Tecno cracia
Moni tor
triun ¡fo! ¡fo! triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
«Triun ¡fo! ¡fo! triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
«Triun ¡fo! ¡fo! triun ¡fo! ¡fo!».
El robot, que hasta el momento se ha mantenido inmóvil —color acero y ojos amarillos—, repentinamente, en pocos segundos, toma en todo su cuerpo la tonalidad del cobre muy rojo, propio de ese mineral cuando es extraído de las excavaciones profundas. Esto sorprende a los espectadores quienes, no advertidos, suponían que sólo podía variar el cromatismo de sus ojos. Los mencionados, por su parte, se han vuelto negros como la tinta china.
Dice el robot —que por ahora se mueve apenas— con voz arrancada del fondo remoto de un desfiladero; voz que no es la pronunciada originalmente, sino el eco de la misma:
«¿Qué es Tecnocracia? Tecnocracia es tener el coraje de afirmar que lo más grande es la hermosa forma terrenal. ¡Tecnes!».
Coros:
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
El gigante metálico ahora se torna rojo de alquimista, tal una enorme piedra filosofal golpeada suavemente por una varilla de oro. Ojos celeste oscuro, de lago Baikal. Él dice:
«¿Qué es Tecnocracia? Tecnocracia es que tu escudo nunca sirva para proteger tu espalda. ¡Tecnes!».
Coros:
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
Una nube corrosiva parece haber atacado al robot, el cual se cubre de óxido. No obstante, dice con voz terrible:
«¿Qué es Tecnocracia? Tecnocracia es que yo pueda convocar a la lucha a mis dos pueblos: al de las máquinas y al de los hombres. Los Dioses están con nosotros. Monotonolico sigue con su charla pornográfica y monótona. Déjenlo chillar. No tenemos miedo ni nos cansa la lucha. ¡Tecnes!».
Coros:
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
«Triun ¡fo! ¡fo! Triun ¡fo! ¡fo!».
(acorde) (acorde)
El robot parece haber superado el ataque. En este momento semeja una fotografía antigua, marrón rojiza, entre verdes florestas. Como un Dios mecánico, sagrado y antiquísimo. Sus ojos aún están oxidados —pero activos—, combatiendo contra profundas masas grises y negras, sumergidas en ellos, que tratan de lograr la capitulación de un rojo mate central.
Su pecho de acero se torna azul noche.
La parrilla de su boca se vuelve naranja, como el reflejo de una plantación de maíz. Con voz titánica, graduada en creciente, mediante palabras logradas con sintetización electrónica, va diciendo, poderoso, carismático, hasta terminar en un rugido:
«¿Qué es Tecnocracia? Tecnocracia es comprender el sagrado vocablo, la palabra materia; es comprender que hasta la carne de metal siente, tiene sexo y es parte de los Dioses. Tecnocracia es comprender que jamás caerán las cadenas mientras no lo humanicemos todo, hasta las máquinas. Decid, decid, pueblo, ¿qué es Tecnocracia?».
Coros:
«Tie rrá, tie rrá, tie rrá rrá rrá
a guá, a guá, a guá guá guá
ai ré, ai ré, ai ré ré ré
fue gó, fue gó, fue gó gó gó
san gré, san gré, san gré gré gré
tec nó, cra ciá, cra ciá ciá ciá
Mo ni, tor tór, moni tór tór tór
triun fó, triun fó, triun fó fó fó»
El óxido ha desaparecido de los ojos del robot. Ahora parece infinitamente joven. Sus órganos visuales proyectan luces deslumbradoras, de fuego rojo cereza naciente. Todo su cuerpo —salvo los descriptos ojos— adquiere incandescencia, como planchas bajo sopletes. Llega a ser totalmente blanco: un blanco de lingote, a punto de fundirse.
La impresionante figura de tres metros comienza a rodearse de gas color cobre vivo. El robot dice:
«La máquina es espejo de la carne terrenal. Sólo un tecnócrata podría comprenderlo. Decid, decid, pueblo, ¿qué es Tecnocracia?».
Coros:
«¡TecneOdín! ¡tecneOdín!
¡tecneOdín! ¡tecneOdín!
¡¡tecne!!».
Ahora la máquina mágica adquiere un blanco de estatua, con ojos ciegos; tal si fuera el colosal Ramsés II, que se hubiese levantado de su trono de piedra abandonando una inmovilidad de siglos. Es sólo un instante; enseguida sus órganos visuales toman la semitransparencia del amarillo esplendente.
La gigantesca estatua se agita, apartando con su mano derecha un tumor de gas lila, con forma de cono, que procura aproximársele. Con su brazo izquierdo apoya el exorcismo invocando verdes militares, los cuales atacan al cono en falange macedónica. Los lilas retroceden en desorden.
Pero en el aire comienzan a quemarse sustancias de transparencia sucia, como plásticos arratonados, fortalecidos en todo momento por un gris oscuro.
El titán golpea la tierra con un pie, convocándola a la lucha. Ella responde con una humareda alineada en divisiones: bermeja, rojo intenso, de sangre, con acorazadas planchas negras. Desplegadas en orden oblicuo, dispersan las nubes de roedores.
Toda la escena se vuelve amarilla, con grandes lanzas de plata.
Ahora el robot es de bronce, como el coloso de Rodas. Ojos esmeralda, color piedra preciosa de dibujo animado o disco de neón. Su espalda se torna escarlata, apoyatura de furia. No podemos verlo salvo por los reflejos de ira sobre otras cosas.
Cuando el Dios vuelve a cantar, el cielo, que en tanto se ha llenado de espejos, entra en tormenta.
El coloso pisa rubíes de alquimista y vidrios filosofales.
Canta:
«Pueblos, mis dos pueblos, de máquinas y de hombres: sed un solo pueblo para siempre. Dejad que el inhumano enemigo os acuse de inhumanidad, y señale a Tecnes como palabra abominable. Ellos, quienes jamás fueron capaces de sentir. Robots, hombres, cyborgs: os quiero orgullosos de vuestra grandeza, asumidla y no volváis a pedir perdón. —Entrando en desbordado, apasionado delirio—: ¡Tecnes tecnes! ¡Odín tecnes! ¡Tecnocracia tecnes! ¡Monitor tecnes! ¡Triunfo tecnes! ¡Tecnes tecnes, tec tecnes, tecnes tecnes, tec tecnes! ¡Tecnes!».
Coros (alborozados):
«Tecne, tec tecne, tecne, tec tecne, tecne, tec tecne, tecne, tec tecne, ¡tecne!».
Gruesos bastones prismáticos, de muchas caras, surgen del piso del escenario. Semejan mástiles exagonales semafóricos. Es una progresión geométrica que comienza con tres coronas alquímicas colocadas sobre la cabeza del ratto[71] las cuales se duplican dos veces. Son muchísimos dichos prismas. Algunos verticales, la mayoría en diversos ángulos inclinados. Lo rodean, eraban sus movimientos. Con sus pesados brazos y a patadas quiebra infinidad de esos insolentes. Pero son demasiados. Surgen otros del techo, como estalactitas. Empiezan a vincularlo y restringirlo.
El robot alcanza a decir:
«Tecnocracia es resistir. Alborada de victorias. Aliento, carne y alma mía, desde mi profundo amor: ¡tecnes!».
Desde el techo baja una oscuridad de caverna que borra la, cabeza del titán; el resto de su cuerpo parece de caucho, mientras aún puede percibirse un leve fulgor rojizo —análogo a un puñado de brasas, colocadas en el remoto rincón de un cuarto para recepciones transatlánticas—, proveniente de sus ojos.
Coros, in crescendo:
«Tie rrá, tie rrá, tie rrá rrá rrá
a guá, a guá, a guá guá guá
ai ré, ai ré, ai ré ré ré
fue gó, fue gó, fue gó gó gó
san gré, san gré, san gré gré gré
tec nó, cra ciá, cra ciá ciá ciá
Mo ni, tor tór, moni tór tór tór
triun fó, triun fó, triun fó fó fó»
Los coros enmudecen. También la orquesta. Sólo se escucha el combate del robot contra los bastones prismáticos, el estallido de algún vidrio, hasta que, los ruidos de lucha, cada vez más amortiguados, se transforman en débiles golpes de hierro contra cristal.
La escena queda totalmente a oscuras y en silencio; éste dura tres segundos. Luego se escucha un terrorífico acorde fúnebre y los coros lanzan un grito de terror.
Otro gran silencio, de cuatro segundos, tras el cual la orquesta emite un segundo acorde impresionante —en él predominan timbales, golpes sobre vías de ferrocarriles y tubas y trompas wagneríanas—, como de cientos de miles de edificios desplomándose o el planeta en el trance de su partición y estallido en pedazos.
Éste es el fin. Todo el teatro aplaude con furor.
Monitor no aplaudió. Estaba demasiado conmovido. Permaneció mudo e inmóvil.
Se había dado cuenta.