CAPÍTULO 60

Los que dormían en el cementerio

Pese a los brillantes adelantos de la Tecnocracia, tanto en materia edilicia como en lo referido a bienestar social, había muchos que insistían en seguir viviendo en el cementerio. Y resultaba lógico: ningún lugar era más barato y tranquilo. Bien podía decirse que las necrópolis eran los Bajos Fondos de la capital tecnócrata. Más aún: Bajos de Bajos, porque allí iban a transcurrir su existencia los que no deseaban hacerlo en los arrabales de Monitoria y ni siquiera en los refugios para mendigos.

El derecho de cada uno a irse a vivir al cementerio era uno de los que, por aquel entonces, se respetaban, de manera escrupulosa en la Tecnocracia. Estricta justicia puesto que esa gente no se metía con nadie.

Como Personaje Iseka deseaba saber ciertas cosas, con respecto a las cuales ni las I doble E podían informarle, dejó Teléfonos Tecnócratas y pidió una plaza como cuidador del cementerio de la Carabela situado al oeste de la ciudad. Le fue otorgada de inmediato. El anterior guardián había solicitado acogerse a los beneficios del Servicio de Hibernación; deseaba que las máquinas lo despertasen automáticamente en el año 2140, cuando la Tierra sólo estuviera habitada por los insectos. «Alguien tendrá que ocuparse de esa tarea. No se le puede dejar todo el trabajo a las hormigas», comentó hermético, sin dar más explicaciones; y agregó: «Así pues quiero que dentro de mi cápsula para vida suspendida, coloquen un pico y una pala cubiertos por una capa de acrílico para evitar que se oxiden».

Su baja le fue aceptada. Al mismo tiempo, a Personaje Iseka se le notificó que podía hacerse cargo de sus importantes tareas como encargado de la necrópolis. Así, pues, presentó su dimisión en Teléfonos Tecnócratas y se encaminó al nuevo lugar de trabajo.

Al llegar no sufrió un estremecimiento. Empujó la verja de hierro, la cual cedió sin dejar oír un prolongado chirrido a goznes enmohecidos. En absoluto. Cerrando tras de sí, atravesó un sistema de planchas de tierra con trincheras de cipreses a ambos lados. Era casi de noche. Las águilas funerarias de los monumentos, de alas plegadas, marcaban largas sombras. Parecían Dioses cansados que luego de arduo trabajo sólo se permitieran disciplinadamente esos bloqueos de luz como única manifestación física de agotamiento.

Dentro de un macizo de árboles —entre tumbas colosales y estatuas monstruosas— que se encontraba situado a la derecha del camino, borboteaban reflejos sangrientos. Eran los destellos de una enorme fogata que alguien había encendido. Se escuchaban, desde ese lugar, ruidos y gritos horrísonos. El titánico grupo de vegetales, con hoguera como centro y corazón, recordaba a una especie de hiperbórea verde y escarlata.

Trinando gozoso, descuidado como un gaznápiro, Personaje Iseka se encaminó a las zancadas hacia el lugar mencionado. Pero al llegar al claro de la espesura funeraria y divisar las cosas que se movían alrededor de las llamas de tres metros de altura, comprobó horrorizado que no eran muertos resucitados, como imaginaba, sino hombres y mujeres que bailaban, cantaban canciones rusas, tomaban vodka y se refocilaban carnalmente. El espanto del recién llegado, provenía del pensamiento de que si los reunidos lo descubrían, seguramente habrían de invitarlo a participar en la orgía y, una demora en la toma de servicio en su primer día de trabajo, podría dejarlo sin él. En efecto, sus temores se confirmaron funestamente: varias mujeres al divisarlo, enloquecidas de lujuria le mostraron el contenido de sus blusas. Ya comenzaban a perseguirlo. Personaje Iseka puso pies en polvorosa, alcanzando justo a meterse en la casa del guardián del cementerio cuando estaban por darle alcance. Hay tiempo para todo, qué embromar.

El cuidador dijo al recién llegado, mientras le servía sonriendo un gran vaso “humeante” de ponche Bombardeo de Varsovia:

—¿Qué susto, eh? Todo el mundo cree que un camposanto es un lugar lleno de gritos y susurros, Bergman. Y no es así. Tan sólo el alarido de gozo de las orgiastas y los ladridos de los poetas. Los mejores bardos tecnócratas han abrevado aquí.

El encargado calló y un pesado silencio descendió sobre ambos; vibración silente que no fue quebrada por el aullido de un perro en la lejanía.

—Bueno, amigo, lo dejo. Cuide a mis nenes. Proceda como un ingeniero: haga de cuenta que son maquinitas.

Y finalizada esta última gran frase, el Guardián de la Cripta, Kafka, se dispuso a salir.

—Espere —dijo Personaje interfiriendo con su marcha.

Volviéndose un tanto y quedando como iluminado por llamas reflejadas sobre espejos:

—¿Sí?

—¿A qué nenes debo cuidar? ¿A los de arriba o a los de abajo?

—Me conformo con que me cuide a los pobres chichitos de abajo. Procure que quienes duermen y orgiastan en el cementerio y/o pasean literarios, no destrocen las lápidas sepulcrales, no volteen a gomerazos las águilas de alas plegadas, no pinten bigotes en las estatuas yacentes, ni se roben las espadas de piedra, ni talen mis hermosos cipreses, ni incendien Partenón y Panteón. Y sobre todo, no permita que se roben los huesos de Tofi. Pueden desenterrar al architraidor cuantas veces se les ocurra, para eso estamos en la Tecnocracia pero tienen que dejar todo en su sitio. Vigílelos. Mi olfato me dice que pronto puede tener problemas.

Y se fue.

Dicho y hecho. Esa misma noche irrumpió una horrenda cuadrilla compuesta por catorce mujeres afiliadas al Sindicato Único de la Reina Safo. Personaje Iseka, ya en funciones, las observaba con ceño adusto pues vio que se encaminaban prestas a la tumba del architraidor. «Éstas son muy capaces de usar los huesos para su sopa de brujas», se dijo, absolutamente dispuesto a impedirlo. Escondióse tras un obelisco que tenía inscripciones tecnócratas en bajorrelieves, así como también escenas de la vida del difunto jefe del grupo divisionario sur —transformado en mantequilla untable por un disparo de bazooka que le pegaron los chanchinitas en el dedo menique de la mano izquierda—, y esperó.

Las lesbianas, ni cortas ni perezosas, en un periquete cavaron un pozo hasta Tofi. Abrieron el féretro y, desabrochándose las blusas, cada una agarró con una mano la suave pirámide izquierda de la compañera que estaba a su derecha, y con la otra la blanca pechuga tetal derecha de su compañera situada a la izquierda, de modo tal que entre todas vinieron a formar un semicírculo que bordeaba la tumba abierta. Una sola —que parecía la jefa— permaneció en el fondo, con sus pies semienterrados en la tierra removida. De un tirón arrancó la calavera de Tofi. Sosteniéndola en su palma siniestra dijo:

—Ser o Antiser. Ésta es la cuestión. ¿Qué es preferible? ¿Resistir estoica los ataques de los esoterismos de los machos, y contraatacándolos hacer que por cada año de mi vida perdido ellos sufran miles de bajas? ¿O, por el contrario, es mejor entregarse a la decadencia, placentera al Dios enano y maricón que ellos adoran y tienen entre las piernas? ¿Es legítimo someterse al arbitrio de las razas inferiores de los cerdos chauvinistas masculinos?

El coro de lesbianas:

—¡Cocodrílagonó!

La jefa:

—¿O más bien debemos resistir hasta las últimas consecuencias, atrincheradas en nuestros orgasmos?

Las Juramentadas en Safo:

—¡Orgasmílagosi!

La de la fosa:

—¿Es necesario el falotróparosi?

La Tierra que se sacia a sí misma con sus profundas aguas subterráneas: —¡No! ¡No! ¡Tetatílagori!

Desde el fondo de la necroteca destapada y con los sellos rotos, la Lesbianführerin (Jefa de Lesbianas), canturreando como el negro de una piragua que llevase la voz cantante de los remeros:

—¿Es bueno el tetatílagori?

Las remeras, empuñando tetas y hundiéndolas suavemente en los pechos a que pertenecían, como si deseasen conducir sus barcos por sobre mares blancos:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Tetatílagori!

Luego de proferir esto último, ya totalmente insubordinadas, se abalanzaron sobre su indefensa comandante. La más diabla de todas era una pelirroja que, con el frutillar endurecido, fue la primera en acercársele.

La Lesbianführerin con algo de curiosidad, le preguntó:

Was ist das? («¿Qué es eso?»)

La rojiza loba en llamas, nada contestó. Se limitó a preparar los músculos para el salto.

Con arrogancia, para ver si recuperaba su tambaleante jerarquía, insistió simulando frialdad:

Was wünschen Sié? («¿Qué desea?»)

La colorada, con un gruñido:

Das lasse ich mir nitcht gefallen («¡Voy a enseñarte quién soy yo!») Aflojándole las piernas:

Mach zu! («¡Date prisa!»)

No tuvo tiempo de decirlo dos veces. A viva fuerza la sacaron de la fosa y, en un santiamén, la desnudaron y echaron a tierra donde cada una comenzó a hacerle… En este pasaje me vi obligado a efectuar un aterrizaje forzoso, derribado por los misiles soviéticos de la censura.

De cualquier manera tengo el triste deber de confesar que la Lesbianführerin no se mostró en lo más mínimo desagradada por este desmoronamiento del verticalismo; antes bien al contrario. En seguida empezó a gemir y retorcerse en forma tal, que Personaje Iseka pensó si no le habría dado algún brusco dolor de estómago, o si sería Superman, disfrazado de Lesbianführerin, que había pisado un charco de kriptonita. ¡Eran como demonios, aquellos súcubos! Viendo algunas cosas, Personaje se dijo sorprendidísimo: «No, no es metafisicamente posible». Parecían aviones Mig 17 rusos bombardeando Arriba y Bajo el Monte a indefensas tropas norteamericanas. En efecto, aquello era una nueva guerra de Corea. El mismo Beardsley huiría aterrorizado. Hasta los marineros del acorazado Potemkin. Hasta los chinos y la Mujer Maravilla. La pelirroja, con música de Mussorgsky y aceradas alas, cayó cual mochuelo sobre la montaña de Walpurgis. Parecía un vampiro en su aquelarre, esa tropa escarlata. O una flecha: poderosa como el obelisco del templo de Luxor que, lanzado por una ballesta de tamaño heroico, al caer retumbase orgasmos como terremotos.

Personaje Iseka ni soñaba con intervenir. En lo único que él estaba interesado era en cuidar que no robasen el cráneo del architraidor Tofi, o tomasen los huesos mondos y lirondos para echarlos en un caldero de brujas. Aunque en verdad, si pensaban hacer esto último, él no veía cómo puesto que no habían traído recipiente alguno.

Sus temores eran infundados pues ellas tenían absolutamente otra intención. Luego de su ritual triunfante las sáficas se fueron, previo haber sepultado a Tofi, no sin antes meter con todo cariño sus restos en el ataúd. Ordenaron los alrededores en forma tal que ni en una desaforada aura epiléptica alguien hubiera podido imaginar el acto de un rato antes, y se alejaron entonando cánticos de su propia cosecha.

El cadáver del architraidor era patrimonio de todos; la oportunidad permitida por el Estado al infinito delirio de sus ciudadanos. Por ejemplo: si un grupo de amigos integrado por hombres y mujeres, hartos y aburridos de las mismas cosas querían efectuar una orgía diferente, proponían: «¿Y si fuésemos al cementerio de la Carabela para desenterrar a Tofi?». Casi siempre, una sugerencia de este tipo era aceptada en el acto con ruidosas muestras de alegría. Encendían cirios negros, y con picos y palas exhumaban el ataúd. Éste aparecía cubierto de abolladuras y raspones causados por los instrumentos utilizados en anteriores rituales. Una vez afuera —tarea en la cual las mujeres colaboraban metafisicamente mostrando tobillitos (lujurias del año 1900)— el sarcófago era abierto. El putrefacto Tofi, ya casi huesos, era extraído y posteriormente rociado y lavado con aguardiente de altísima graduación. Frotamiento sistemático mediante trapito, hueso por hueso, para que en la ceremonia no fastidiaran olores pestíferos.

«Tomá un desodorante, Tofi», decía alguna mujer biónica, echándole una barrita que pasaba por entre las costillas. «Ponete contento, Tofi», proponía uno de los varones apretando en sí mismo botones de comando para despejar el subterráneo y que de él comenzase a salir su misil con megatón, presto a proyectarse sobre favoritos polígonos de tiro para armas intercontinentales. De lo más encariñado con el polígono que tenía adelante, debemos aclarar. Las otras, ferozmente excitadas al ver la triste suerte de su compañera, se desnudaban en —por cierto— muchísimo menos tiempo que el demorado por Leonardo para pintar vestida a su Gioconda, lanzando chillidos alborozados, y todo degeneraba en una monstruosa orgía.

Personaje Iseka era buscado y encontrado por estas insaciables bacantes, y sometido a todo tipo de vejámenes. Tenemos el dolor de confesar que Personaje Iseka no realizaba ni la más mínima oposición al respecto. Es más: hasta colaboraba en la preparación de muchas festicholas llamando a gente por teléfono y sugiriendo decorados alusivos.

Posteriormente al refocilatorio solían invitar a Tofi a beber, a lo cual este último generalmente se negaba. Ofendidísimos entonces, le tiraban los cirios a la cara y volvíanlo a inhumar sin más trámite. Eso sí: tenían que dejar todo limpito como al llegar. Éste era el juramento que debía efectuarse de manera insoslayable antes de que se extendiera autorización para desenterramientos de Tofi.

Pero cierta vez el architraidor no se negó a brindar; antes bien, al contrario. Cuando uno de los orgiastas le ofreció un vaso de vino, Tofi extendió los huesos de su mano derecha y tomó lo ofrecido. Luego se lo llevó a los dientes y, como no tenía ni un pedazo de carne en ese lugar, el alcohol pasó el agujero del maxilar inferior y manchó vértebras cervicales, algunas costillas y hasta las algas verdes del hueso sacro. A lo largo de todo esto, quien extendió la vasija de libaciones había quedado paralizado, en una estereotipia, de actitud, con la mano hacia delante. Luego la retiró con un aullido histérico y pegó la vuelta. Su grito se confundió con los de sus compañeros. Salieron en estampida, como un conjunto de cabras cuando olfatean al leopardo chita. Las mujeres corrieron semidesnudas, algunas sin faldas, otras con los pantalones sin abrochar el cierre, con los cetáceos al aire y dejando gran profusión de calzones de diferentes colores por todos lados: hasta —irrespetuosamente— en las águilas funerarias de los monumentos.

Encaramado en un árbol, Decamerón de Gaula casi se cayó a causa de la risa. Él era partidario del jolgorio, de modo que no pretendía darles lección alguna. Simplemente a veces no resistía la tentación de hacer un chiste, aun cuando ello atentase contra su magisterio. Los Maestros suelen tener esas cosas, de otra manera no serían humanos. Sabía, por lo demás, que el incidente haría todavía más atractivos los desenterramientos de Tofi.

Muchos poetas dormían en el fondo de las criptas. Alumbrados por velas escuchaban discos con sus amigos, unos a otros se leían sus trabajos editados en samizdat[69], etc. Entre ellos estaba el escritor Federico Saguen Iseka, quien se hizo famoso por su poema reventado ¿Nena, por qué no querés venir a vivir conmigo al cementerio? Por cierto, pese a que ellas hacía rato que estaban instaladas en ese lugar, se negaban a curtir con él de la manera más firme y terminante. Hablo en general, porque como muy bien dijo Dostoiewsky: «No existe hombre alguno que sea tan malo o tan feo, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera». Así pues, no faltaba alguna que, de última, se le unía. Liebe macht blind! («¡El amor es ciego!»). En realidad, lo que le dio justa fama no fue la poesía cuya mención acabo de hacer —aunque contribuyó a propagar su nombre— sino su novela en catorce tomos, titulada: El pterodáctilo sobre los féretros, también llamada El pterodáctilo se comió la manteca.

A veces los artistas borrachos salían por entre las tumbas, en procesión de antorchas, con el propósito de rehabilitar al architraidor Tofi y análogas barbaridades. Así en general hichaban tanto las pelotas estos poetas, que era un milagro que el Monitor no llamara a sus ejércitos acantonados en Nubia para exterminarlos.

Personaje Iseka, pese a ser muy respetado en el ambiente a causa de sus escritos, se veía en figurillas para contener los violentos desmanes. Rompían los vidrios, rajaban las lápidas, dejaban los techos de los mausoleos llenos de trastos, se jugaban las mujeres a las cartas, etc. Andaban en moto sobre los canteros, caracoleaban por entre los cipreses y perdía aquél que se rompía la crisma. Después se arrepentían y ayudaban a Personaje a limpiar las inmundicias, pegar las lápidas, revocar las paredes de los panteones, y los escultores dejaban como nuevas las águilas de alas plegadas y estatuas yacentes.

Paralelepipedinsky, por esa época, estaba sufriendo la depresión posterior a la euforia de su Jubileo. Ya había compuesto su abominable y retrógrada Experiencia Concreta N.o 1 (Tirando manteca al techo inverso). Comprendía que habían recomenzado las tenebrosas glaciaciones de los experimentos sofistas de intención. Al pedo, que le dicen. «Siete años perdidos. Quiere decir que no aprendí nada pues cedo ante la tentación más insignificante. Soy como un emperador que ha caído en su propia desgracia», se dijo.

Esta peligrosa caída de potencial y autoestima bien hubiese podido llevarlo a la tumba. Pero su voluntad indoblegable unida a una decisión afortunada, lograron salvarlo.

Existía desde muchos años atrás un aparato llamado pirófono, dotado de innumerables tubos de vidrio, los cuales le daban el aspecto de un órgano. Se basaba en los efectos sonoros que provoca el fuego al pasar por cilindros de distinto largo, diámetro y espesor. Tal máquina, por razones que Paralelepipedinsky no podía comprender, jamás había salido de los gabinetes de física donde los profesores, con fines didácticos, experimentaban con ella ante sus alumnos. Él sería, pues, el primero en utilizarla en el reino de la música.

Construyó, como cabía imaginar, un órgano enorme con tubos que iban desde los dos metros de largo hasta los veinticinco.

Invitado por los bohemios decidió dar un recital de rock punk en el cementerio de la Carabela. Allí estrenaría su aparato.

La noche del concierto, Paralelepipedinsky apareció conduciendo su pirófono, al cual había dotado de motorización orugada, como la de los tanques, única forma de contrarrestar el enorme peso. Una bulliciosa multitud saludó su aparición alborozadamente con gritos escandalosos, silbidos y desnudeces. Las chicas punk tenían pelos de colores naturales pero las tetas pintadas de violeta, naranja, fucsia o amarillo glotón. Otras, recatadas, habían cubierto sus pechos con blusas de seda, con flecos, pero mostraban culos verdes a través de agujeros circulares practicados en los pantalones. Ellos, por su parte, cubrían sus cabezas con cascos de acero sobrantes de guerra, donde habían dibujado tecnócratas, símbolos fálicos e inscripciones obscenas. Ello contrastaba con el pelo corto y la indumentaria convencional (trajes de casimir donde ni siquiera faltaban la corbata y el chaleco).

Paralelepipedinsky se proponía ensamblar composiciones típicas e inconfundiblemente punk con fragmentos de música clásica: «La música de Wagner, el rock y las marchas militares son la única verdad», decía en esta nueva etapa de su evolución. No por casualidad empezó su recital con un tema de su autoría denominado Comamos la torta de una puta vez.

Encendió la caldera del pirófono y efectuó algunas pruebas. Ya con los tubos calientes comenzó a tocar aquella música extraña, contradictoria, triste, agresiva, nihilista, feroz y, al propio tiempo, llena de esperanzas.

El fuego, al principio, formaba cilindros de diferentes alturas, color anaranjado maíz. De pronto, con una convulsión, aparecieron los rojos, brillantes y en vivas densidades. Ese cromatismo variaba desde la tonalidad del amanecer hasta la del ocaso, con penachos triunfantes pese a su derrota. Reverberaban como la nieve. Parecían sufrir viraje a través de grandes vidrios planos e invisibles. Cayeron muchas hojas de otoño. Las estatuas de los monumentos tenían sombras rojizas en las mitades de sus rostros. Se propagaron sanguíneos hirientes. Los caballos de piedra, subordinándose al punk, adoptaron tostaduras escarlatas sobre violáceos. Lagos de fuego eterno —como en las cumbres de las altas montañas— sobre losas de mármol transparente. Una espada de granito, a causa de un arpegio tocado por Paralelepipedinsky se cubrió de óxido. Fue sólo un instante, pues luego el color cayó en escamas hasta el pavimento, surgiendo debajo el rojo de Prusia, con marcha militar. Hojas de gas subieron hasta los árboles, en inversa de otoño. Más incendios, en anaranjados firmes con refulgencia. Marrón, vino por lo suyo. Todos los senderos de acceso al recital cubriéronse con fuego base y azul indefinible. Cadmio de Van Gogh en los pechos de las mujeres, y pezones en verdoso punk. Castellanos cálidos desde los cascos de acero, luchando con frías tonalidades. Pesimismo en contradicción con alegría de batalla.

Paralelepipedinsky comenzó a cantar su rock con voz horrible y hermosa:

«Creí que pisaba una naranja

y era una nube de langostas.

Creí que pisaba un verde prado

y era un charco de sucia kriptonita.

Cagaste fuego, Superhombre de Nietzsche.

Así como es arriba es abajo

el espejo de arena.

Ya me mandé a mudar y no lo sabes.

Hice la otra valija.

Loca goodbye».

Aquí el cantautor observó a una linda baska punk, con las pequeñas tetas al aire, sentada en la primera fila de pasto. Le sacó la lengua groseramente a fin de conquistarla por medio del feísmo. Se habría salido con la suya pues ella dio señales de estar muy bien impresionada, en pleno cope ante el sugestivo hechizo; pero su compañero, que estaba al lado y comprendió la maniobra, con una sonrisa y sin enojarse en lo mínimo, tomó una lata vacía de Monitor Cola y le pegó un latazo en la cabeza, como diciendo: «Te quiero pero no jodas». Todo muy punk.

Sin dar señales de dolor o fracaso, Paralelepipedinsky continuó cantando:

«Doctor Jeckyll and Miss Hyde,

la doble personalidad,

la eterna y puta división.

La Tierra es cúbica,

¡saguen![70].

Así como arriba se pudre abajo ¡yeah!

¡yeah saguen!

No me vengas con tus estreptococos analíticos.

Yo, ella y el analista

no more.

No me gusta el triángulo de las Bermudas francés.

Saguen saguen, viva saguen,

viva saguen y Odín-Rah.

Saguen saguen, viva saguen,

y las marchas militares.

Saguen saguen, viva saguen,

viva saguen y Odín-Rah.

El rock y las marchas militares

son la única verdad.

Saguen saguen, viva saguen,

viva saguen y Odín-Rah».

Tuvo un éxito infernal. Las tumbas se hundían. Hasta el archítraidor Tofi tenía ganas de salir afuera y así sumarse a la batahola. Para nuestro amigo ésa fue una noche extraordinaria, pues si bien fracasó con la punk levantó a su hermana, quien quedó seducida sola y de rebote, pese a que el gesto era para la otra (o tal vez por ello). El compositor sintió que estaba rehabilitándose y en más de un sentido.

Entre muchas y diversas cosas —diremos para resumir— tocó una extraña adaptación al rock del Funeral de Sigfrido y un vindicatorio Ocaso de los Nibelungos chichis.

Luego se dispersaron, cada uno con lo suyo. Que fue mucho.

Tales eran los espectáculos en los cuales Personaje Iseka participaba como observador o bien activamente. La nueva situación había empezado a gustarle. Orgiaba orgasmático, escribía, conversaba, trabajaba, cuidaba como necrotecario los «volúmenes» de la Necroteca Nacional, y en las I doble E iba cumpliendo. Sin preocuparse por escalar posiciones en este último sitio, pero completando sus tareas con eficiencia.

Hasta que todo cambió en una oscura noche de tormenta.

Los trallazos de energía de los rayos eran como el discurso de un Monitor gigante que iluminara con esplendor terrible las águilas de alas plegadas, los obeliscos y las inscripciones funerarias. Entonces, justo en ese instante, por entre los cipreses —que en tal momento parecían helechos arborescentes de la era terciaria—, y desde las tumbas que semejaban tener miles de años, fantasmático cual aparición de las muertas Acadia o Súmer, surgió uno de Ellos chorreando agua. Personaje Iseka lo vio desde lejos y sintió que se le aflojaban las piernas. Era valiente pero, al fin horrorizado por aquello que lo superaba, con los pelos de punta, se refugió en la casa.

El Otro, luego de chapotear desordenadamente en los riachos que había formado la lluvia —cada vez más intensa— se acercó a la ventana y miró al interior. El guardián, por su parte, observó el rostro espantoso con los ojos grandes como chirolas de mil doscientos monitores. «¡Abra!», gritó una voz imposible, sin dientes, desde esa especie de espejo que era la ventana. «¡Abra!…», insistió agónico al ver que le daban el esquinazo. ¡Cómo para acceder a sus requerimientos estaba el otro! No obstante, la disciplina y el adiestramiento que el nuevo cuidador del cementerio había recibido en las I doble E se impusieron. Fue hasta la puerta y lo dejó pasar. El Otro entró chorreando sus verdes babas. Abrió la boca sin dientes y dijo:

Por la misma época en que lo nombraron guardián del cementerio, Personaje Iseka ya había empezado a dedicarse al esoterismo. Pero esta vez en serio. Pronto comprendió que los verdaderos capos de las. I doble E eran todos ocultistas. Como los jefes esperaban mucho de su persona —el de la sonrisa de camello, por ejemplo y, antes que todos, el hombre del cráneo que parecía blindado, pese a que jamás volvió a verlo—, le fueron asignando Maestros al ver su interés en la Otra Ciencia. Al principio le enseñaban muy poco; más bien medían su voluntad, paciencia, capacidad para dominar la histeria (a la cual Personaje era tan afecto), no fuese cosa que un día, enojado, invocase a la potestad subterránea y el Minotauro produjese un terremoto que borrara a Monitoria del mapa, o que para liquidar a cualquier enemigo insignificante no encontrase mejor cosa que largar manijazos que derrumbaran un edificio con noventa y seis departamentos, o que le declarase la guerra a Soria él solo y los magos rivales lo hicieran cagar en un minuto.

Y así, tanto como él progresaba, los otros le iban enseñando.

A los fines de marcar sus progresos y poder consultar dudas con los Maestros, Personaje anotaba sus sueños en un block: aquellos que le parecían elaborados por su inconsciente para obligarlo a comprender, o bien las experiencias oníricas que sospechaba eran rudimentos de viajes astrales involuntarios.

En lapso no mayor de un segundo, mientras Alguien se acercaba al cristal de la ventana, Personaje rememoró su imaginería de la noche pasada:

«Soñé una vez más con los tres tipos extraordinarios —así los llamo cuando caigo en esta suerte de vida eléctrica subconsciente— y me percaté de nuevo, siempre dormido, de que sólo así podía recordarlos de sueños anteriores: dentro de éstos, ya que no conservo memoria alguna al despertar.

Eran gigantes, muy delgados, extraordinariamente fuertes[71] y me sonreían. Pescaban desnudos, sumergidos hasta arriba de las rodillas, en un río helado. Los miré con enorme dicha: “¡Otra vez ellos, los tres tipos extraordinarios! ¡Hacía tanto que no los veía!”.

De pronto me encontré solo y remontando el curso de agua. Yo estaba desnudo, como ellos antes, insensible al frío. Encontré una barrera de pescados muertos en el medio de la corriente. No tenían poder para causarme mal, pero sí mucho asco. Los peces asomaban sus podridas colas. Atravesé por fin el obstáculo.

El paraje cambió súbitamente y me hallé en tierra firme, frente a una caverna donde otra vez estaban los tres tipos extraordinarios. Así; desnudos, daban la impresión de vivir a la temperatura del oxígeno líquido.

Nueva mutación escénica, pero ahora en colores: los tres tipos extraordinarios, con distintos cuerpos, en un mundo de cavernas ardientes. Practicaban exorcismos: uno esgrimía una barra de hierro incandescente, otro una cosa que no recuerdo, y el tercero un tridente con las puntas al rojo vivo. Según me fue explicado, los hiperbóreos —si de esos Maestros se trataba—, con sus prácticas mágicas, estaban alejando a la muerte de mí.

Nueva transformación: soñé que estaba soñando y me despertaban dando golpes sobre mi puerta. Aparentemente se trataba de la voz de un amigo, pero yo sentía desconfianza. “¿Quién es?”. “Abríme”. “¿Quién es?”, insistí sospechando alguna manija. “Pero escucháme… No, no: es necesario que me abras; tenemos que hacer algo —sentí telepáticamente la sugerencia—. Hay un amigo que precisa nuestra ayuda”. “¿Y vos quién sos?”, volví a preguntar, sin darme por enterado. Entonces comenzaron a ejercer violencia sobre mi puerta tratando de abrirla. Ya estaban consiguiéndolo cuando tomé dos cuchillos con la intención de formar con ellos una cruz de brazos iguales[72], para alejar con ella a los vampiros del astral. Yo mismo abrí la puerta y, efectivamente, allí estaba mí amigo —mejor digamos su apariencia—; cuando observó que dejaba libre el paso se volvió de perfil mientras sus facciones parecían sugerir algo como: “Ya lo conseguimos. Pueden pasar”. Y me vi a mí mismo —pero chichi—, entrando con un cortejo. Antes de que esto terminara de suceder, me desperté con un grito.

Cinco minutos después volví a dormirme.

Estaba en una especie de floresta conversando con uno de mis Maestros. De pronto, a varios metros a mi izquierda y en verticalismo perfecto, cayó un haz de luz que con rapidez se fue haciendo de mayor diámetro; parecía un cilindro que creciera y creciese, de un color cada vez más intenso. Pese a que la lanza deslumbrante venía de arriba —era como si la estuviese observando a través de una gran ventana y por lo tanto el “marco” me impedía ver la fuente— y a tratarse obviamente de una manifestación sobrenatural, mi Maestro ni la miró; antes bien procedía como si no le extrañara su presencia.

Comprendí que la luz, enceguecedora y llena de odio, era el Antiser. Capté de manera telepática que a ningún precio debía mirarlo, para evitar que el monstruo me atrapase. Entonces fijé mi vista en el gurú, y con la mano me construí una visera protectora de oído y ojo izquierdos. Aguardé.

Antiser, cada vez más fulgurante, comenzó a dar bramidos horrorosos. Aquello resultaba semejante a la voz humana cuando se la escucha desde un disco pasado a mucha menor velocidad de la debida.

Poco a poco la radiación fue disminuyendo y mi acompañante realizó un exorcismo sobre los restos del monstruo».

«¡Abra!», gritó una voz imposible, sin dientes, desde esa especie de espejo que era la ventana. «¡Abra!…», insistió agónico al ver que le daban el esquinazo. ¡Como para acceder a sus requerimientos estaba el otro! No obstante, la disciplina y el adiestramiento que el nuevo cuidador del cementerio había recibido en las I doble E se impusieron. Fue hasta la puerta y lo dejó pasar. El Otro entró chorreando sus verdes babas. Abrió la boca sin dientes y dijo:

—Perdí mi dentadura en el camino. ¿Por qué no me abrías? ¿No viste que me estaba helando? ¡Estoy empapado, que los parió! Con una nochecita como ésta se les ocurre mandarme a buscarte. Viejito, tenés que ir al departamento «A» del piso 4o de la calle Patria Nueva. Parece que hay novedades.

Personaje Iseka, que de tan horrorizado —máxime al ver confirmados sus temores— ya había adquirido una suerte de calma:

—Me lo suponía. Temblé nada más que de verte aparecer. ¿Pero por qué a mí? Si ya hacía mucho que no me deban una roja.

—Y, nene… estamos para eso. Yo no tengo la culpa de que tengas que sudar la gota. —Con otro tono—: Te están dando el diamante[73]. ¿Cómo progresaste, eh? —Con envidia—: Y en qué corto tiempo. Se ve que te tienen confianza.

—¿Por qué lo decís? Una misión se la dan a cualquiera.

—No es eso. Es por otras cosas… Cosas, ¿viste? Uno olfatea.

Personaje Iseka optó por cambiar de tema:

—Y bueno. ¿Querés tomar algo?

—Sí por favor, que me estoy muriendo, de frío. No debería porque estoy de servicio, pero, como nadie me ve…

El dueño de casa le pidió que se sacara las prendas más mojadas, a fin de ponerlas junto al fuego, dándole después una manta. Luego de que el Otro se la puso quedó con la apariencia de una gallinita. Un momento más tarde se pudo reconfortar con un Monitor Histérico humeante.

Personaje Iseka, viendo como se zampaba el contenido del jarro, volvió a servirle.

—¿Y? ¿Qué tal?

El Otro respondió:

—Buenísimo. Genial. Me salvaste la vida. Trabajar de peonacho en las I doble E, cada vez se vuelve más jodido —dudando con preocupación—. ¿O será la edad? ¿Te parece, Iseka, que me estaré volviendo un trapo?

Una vez más alguien lo llamaba por su apellido. Antes lo habían hecho el hombre de la sonrisa de camello y el del cráneo que parecía blindado. Nadie salvo ellos y los hermanos Soria. Estos últimos con otro sentido, claro… Respondió:

—Pero no, no seas boludo. Es que la noche está fría.

—¿Cómo me decías vos? ¿Qué te pusiste nervioso al verme aparecer?

—Y cómo no me voy a poner nervioso. Estaba tan tranquilo… Recién empiezo a conocer el lugar, y me gusta. Para ser completamente feliz lo único que necesitaría es una mina cariñosa. Cariño, ¿viste? Uno necesita que lo cariñoseen un poco.

—¿Pero y acá ni una te da bola?

—¡Ah, sí! No una, cincuenta. Pero me gustaría una con la que se pudiesen compartir otras cosas de cuando en cuando.

—Aprendé a disfrutar lo que tenés. A vos por lo menos cada tanto te invitan a una fiestita. Yo con esta dentadura, ni eso. Decí que uno tiene sus embelecos y otras patrañas. Les hago creer que ahora se usa así. Como le dijo uno de sus cortesanos a Luis XIV, cuando el rey se quejó de que se estaba quedando sin dientes: «¡Pero Majestad! ¿Quién usa dientes, hoy día?».

Los dos rieron, ya amigos. El Otro, poniéndose un poco más serio pero siempre dentro de la camaradería:

—Vos hacés mal en no tomar en serio a las I doble E.

—¿Por qué pensás que no las tomo en serio?

—Y, en cierta forma es así. Hay una manera en que no les das importancia. Querés aprender cosas y usarlas para lo que escribís. Ya ves que tan boludo no soy. Las I doble E son una religión, no un oficio. Yo no sé por qué nunca ascendí más. Llegué a un punto y de ahí no pasé. O mejor dicho, sí sé por qué no seguí subiendo. No me da la sesera. No, calláte. No digás nada. Yo sé que es así, y está bien. Pero vos no. Vos podés crecer. Pero para eso tenés que convencerte de que el Cuerpo es más importante que todos los libritos que estás escribiendo. Por geniales que sean. No leí tus obras y seguro no las entendería. Pero es así. Las I doble E no están al servicio de tus escritos; antes bien, ellos sólo van a importar en la medida que sirvan al Cuerpo. Tiene que ser así. Porque si no nos iríamos todos a la mierda. Horrorilagoró.

Personaje Iseka no podía perderse la oportunidad, como buen tecnócrata, de responder:

—Terrorílagosí. No, si yo me doy cuenta. Pienso que tenés razón en parte, pero…

—En todo tengo razón yo.

Dubitativo:

—Puede ser… Sí, puede ser.

El Otro, pasional:

—No que puede ser: es. ¿Te das cuenta? Vos has adquirido un rango donde el odio lo es todo. ¿Te parece que no tenemos razones para odiar?

—Sí que las hay. Vos no podés tener idea de cuánto los aborrezco a los sorias. Desde la pensión.

—¿Qué pensión?

—Nada, nada. Te quiero decir que yo los odio bastante.

—¡Pero no lo suficiente! Hay que hacer del odio la alegría de todas las cosas. —Perdiendo la chaveta—: ¡La sal que sala la sal! —al expresar esto último con violencia, derramósele parte del Monitor Histérico que sostenía en la mano—. Ojalá me dieran el diamante. ¡Cómo me vengaría! ¡Cómo los haría sufrir! Es preciso tener una capacidad infinita de odio. Odiar día y noche. Odiar al levantarse y acostarse odiando, y matar y morir en una convulsión de odio. Como un kamikaze.

Personaje Iseka se intranquilizó al verlo tan sacado. Quién podría calcular el tiempo que ese tipo había tenido callados sus sentimientos, sin poder contárselos a nadie. Saguen. Desde luego no era posible vivir en esa forma, nada más que del furor, entre los rojos helechos de la ira. La vida, así, no podía ser agradable por tornarse demasiado solitaria.

El guardián de la necrópolis, preguntó con tono suave:

—¿A vos te parece que el odio es el único bien codiciable?

El Otro, más calmo, tomó un traguito y contestó:

—Perdonáme. Estoy un poco en pedo —nuevo trago—. No. El odio no es todo. También lealtad y vocación de servicio. En cuanto a lo personal… cada uno tiene sus rollos. De mis tragedias no tenés la culpa vos, ni nadie.

Viendo que el Otro había ido poniéndose cada vez más tétrico —ojos llenos de cipreses, crespones negros y plumas de ñandú del mismo color; en la bemol «la tonalidad trágica de Mozart», según el decir de uno de sus críticos— fúnebre, sollozante como el lago de Auber y las llamas sufúreas del Yanck / Ulalume, Poe, cachiboyagoró como la tierra embrujada del Weir, del mismo poema y autor, y otras, Personaje Iseka comenzó a preguntarse si lo que más convenía sería ponerlo totalmente en pedo y meterlo en la cama, para evitar que se fuese manijeado. Pensó que era el ideal, pero si el tipo tenía que volver al cuartel enseguida y no aparecía, le cortarían la cabeza, de manera que no sabía qué decisión tomar.

Pero el Otro solucionó el problema por sí mismo. Con una energía y sobriedad de la cual Personaje no lo había creído capaz, se levantó y dijo:

—Bueno, nene. Te dejo. Tengo un par de teresinaronós que hacer. No te olvidés: en Patria Nueva, al amanecer.

—Bueno, de acuerdo. ¿Estás bien?

—Sí. Estoy bien.

Y se fue.