CAPÍTULO 59

La música en la Tecnocracia
Y la melomanía del Déspota Ilustradísimo

La afición del Benefactor de la Patria por la música podía llegar a extremos increíbles. Algún tiempo antes de su viaje por el Centro de Computación y sin reparar en gastos, había ordenado a sus ingenieros de sonido que fabricasen un órgano gigante de ciento cincuenta metros de alto. Sabía que el Maestro Juan Sebastián Bach era no sólo uno de los compositores más notables de todos los tiempos, sino también un experto en toda clase de instrumentos musicales —a punto tal que los fabricantes de órganos de Turingia no sacaban uno al mercado si él no daba previamente su aprobación—; así, pues, mandó invitarlo a la Tecnocracia a fin de que echase un vistazo al suyo.

«Claro… —vaciló el Maestro al ver el coloso—. Un órgano de proporciones tan monstruosas es difícil… Voy a tener que escucharlo desde distintos lados y distancias para formarme una idea cabal. Entre otras cosas, para establecer cuál es el lugar ideal para el taburete. Ustedes lo han puesto aquí, ¿cierto? Pero yo no estoy seguro de que sea el mejor sitio. Si fueron capaces de hacer este aparato, con unas dimensiones tan colosales no dudo de que podrán estirar mediante algún artificio los pedales y llaves. ¿Sí? Bien».

Luego de incontables pruebas —con todos los ingenieros atrás temblando; y de esto el compositor no tenía la menor idea: ni en sueños podía llegar a imaginar lo que se estaba jugando para algunos tipos, ni cuánto dependían éstos de sus palabras— llegó a una conclusión: el órgano no era del todo satisfactorio. Los ingenieros casi se desmayaron: rígidos e inmóviles por ese miedo ático que cubre con membranas. Poseía una cierta vibración parásita, probablemente debida a los materiales con que fueron construidos los tubos y por un defecto en el temple de los mismos. Según señaló el Maestro el error consistió, con toda seguridad, en haber fabricado los mencionados tubos con el mismo procedimiento que para un órgano común. Pero en un aparato tan monstruoso, al aumentar varias veces las dimensiones, los defectos resultaban magnificados; se propagan errores que, en un instrumento menor, resultarían despreciables.

Monitor, luego de oír lo anterior, frunció el ceño y volvió lentamente la cabeza hacia donde estaba el jefe de los ingenieros de sonido como significándole: «Ya vamos a ajustar cuentas, puto». El déspota —sin dar la menor muestra de hallarse irritado— agradeció vivamente al famoso artista por su opinión. Y así Bach se volvió a su tierra, sin tener la más leve idea del desastre que había causado entre un grupo de personas.

Pero no es posible continuar la narración de la historia de la música en la Tecnocracia, sin hablar aunque más no sea unas pocas palabras sobre la construcción del Octógono o Templón tecnócrata de ocho caras, que el Benefactor Ilustrado ordenó levantar en Monitoria, Tecnocracia Central, hacia el ocho por dos igual a decimosexto año de su reinado.

Arquitectónicamente hablando podían efectuársele serios reparos. Es preciso admitirlo. Estaba viciado por innúmeras torres, torreones, minaretes y subterráneos, influencias todas provenientes de pagodas, taj mahales y cavernas de cultos ajenos. Digamos que, en sus comienzos al menos, la Congregación tecnócrata hallábase motorizada, en más de un sentido, por los malos ejemplos que se intentaban superar.

En el patio central del Octógono, bajo su tremenda enjoyada concavidad, habría entrado cómodamente la más grande de las pagodas exateístas, incluyendo los minaretes.

Invitado el maestro Bach a opinar sobre el Octógono —aprovechando su visita, pues el órgano que debió supervisar estaba destinado a aquél—, no hizo otra cosa que mirar durante un segundo la impresionante cúpula y, ya únicamente con eso, pudo establecer el lugar donde había un efecto de eco. Se verificó y así era.

Monitor sufrió un ataque de histeria: no sólo no servía el órgano sino qué tampoco su templo. Era preciso demoler la cúpula. Trabajo tuvo el Barbudo para lograr calmarlo: «Tratá de castrar una cantidad menor de personas al mes. Por ejemplo: éste que transcurre te privás de cortarles las bolas a diez; el que viene, a veinte. Etc. Y así, al cabo de un año te habrás sacado totalmente el vicio». El otro no quería saber nada. Enfurruñado como un chico a quien el padre no lo deja jugar con barro. Monitorcito, absolutamente furioso, aulló y pateó: «¡Me niego! ¡Me niego! ¡Esos cerdos han arruinado no sólo mi órgano sino también mi Octógono! Y ahora yo tengo que perdonarlos. ¿Por qué? ¿Eh? Quise construir un templo mayúsculo encargado de convertirse en sede de la Congregación. Iba a estar dedicado a Bonifacio VIII y a Felipe el Hermoso —a los dos, pues simpatizo con ambos—. ¿Te das cuenta qué desastre? Y ahora me venís con que no puedo desahogarme haciendo castrar a todos esos malos ingenieros». «Hacé que construyan todo otra vez, simplemente. Los errores les servirán de experiencia». Monitor, todavía gruñendo, por fin accedió.

Su amigo, tanto para consolarlo como para corregir sus obsesiones, procuraba desviar estas peligrosas manías hacia cosas más inofensivas. Poco a poco lo iba logrando pese a que, como pudo observar durante el recorrido de la espiral que constituía el Centro de Computación, educar al soberano lleva tiempo.

Su maniobra más reciente había sido presentar al Monitor a un músico negado e incomprendido. Y si lo trajo hasta la presencia regia no fue tanto porque el otro le encantase sino debido a que, en cuanto a megalomanía, no le iba en zaga al Jefe del Estado. Ciertamente se salió con la suya puesto que el Benefactor Terrible, entusiasmadísimo, brindó a Paralelepipedinsky —que así se llamaba el compositor— todo su apoyo. El antiguo desconocido, a partir del espaldarazo monitorial saltó al estrellato, originando toda una nueva corriente musical. Por supuesto jamás llegó a gozar de una influencia equivalente a la de Wagner, el Mozart de los músicos; pero al menos fue una especie de Infravicesubwagner. Ya era algo.

Las ideas de este artista sólo podían llevarse a la práctica con una abigarrada reunión de instrumentos; mediante una orquestación gigantesca. Ello, muy lejos de ser un punto en su contra, fue precisamente lo que le ganó la confianza del déspota.

La «Sinfonietta», de Paralelepipedinsky Iseka, compuesta para mil guitarras eléctricas, doscientas maderas, treinta triángulos, veintidós plásticos y ochocientos timbales, aún dos años después de estrenada, continuaba inspirando terror a los directores de las salas de concierto. Paralelepipedinsky solía introducir además, en sus conjuntos, un instrumento de su invención: un súper contrabajo de cuarenta metros de alto, tocado mecánicamente por un solo músico mediante el accionar sobre un teclado, al cual llamó «cigarrón». El terrible y destemplado chillido de este aparato —que fue descripto por algunos como «una tiza monstruosa chirriando sobre un pizarrón gigantesco, y que produce dolor de dientes en el Coloso de Rodas»—, fue considerado insoportable. Hasta que él entraba en acción, la fantasmagórica y titánica música de Paralelepipedinsky era tolerada; pero cuando el chichi dejaba oír su primera nota, la sala se vaciaba. Incluso llegó a sostenerse que los mismos músicos se tapaban con cera los oídos, antes de comenzar la ejecución. Claro está, hay mucho de exageración en todo ello.

Los artistas de la nueva tendencia acostumbraban a exponer en sus obras temas agudamente contrastantes. Era preciso tener tolerancia y comprender que los excesos, muy naturales, se debían más que nada a un desajuste emocional, lógico entre quienes trabajan con entusiasmo en algo revolucionario.

La música de cámara tuvo en Paralelepipedinsky a un cultor ferviente. Sintió que cuartetos, quintetos e incluso septetos y octetos no servían para materializar su inspiración. Así creó el mileto de cámara —mil músicos— y con este nuevo y más cómodo instrumental en sus manos, compuso La ballena, El hipopótamo y El dinosaurio.

Son de su época hiperimpresionista los majestuosos miletos Recorriendo en sueños la Muralla China y Los encajes de fuego de la bestia del volcán.

Luego de haberse burlado durante años del dodecafonismo —inventado por un grupo de discípulos a quienes excomulgó— terminó por incursionar en él con su Fantasía cromática sobre formas geométricas machos y hembras.

Sin duda llamará la atención que Paralelepipedinsky no cayese en desgracia, dada la forma de pensar del Jefe de Estado. Enrique Katel, Kratos de las lenguas, pese a su conocida posición en contrario, se opuso a todos estos excesos haciéndole notar al Monitor su contradicción. «Si usted ya no detesta el atonalismo, ahora tendré que odiarlo yo. Alguien debe asumir la corrección». Monitor rechazó los temores de su Kratos con displicencia: «No se preocupe». Al parecer consideró que sus palabras eran más que suficientes y no agregó cosa alguna que ampliara el concepto, con lo cual el otro quedó desconcertado e intranquilo. A esta altura su asombro no se justificaba pues debió conocer mejor las veleidades del dictador. Éste, pese a detestar la música disonante, aseguró que esa composición le gustaba pues «tenía algo, otra cosa». Así era él de incondicional con sus favoritos.

Pero el escándalo completo, alrededor de Paralelepipedinsky, llegó con el estreno de su impresionante ópera atonal Las pelotas de Masaryk en la hoguera. Qué lejos estábamos de su anterior y titangermánica ópera Más vale Nietzsche en mano que ciento volando. «¡Traición, traición!», chillaron los avestruces wagnerianas que se negaban a marchar al compás de los tiempos. Reagruparon fuerzas dentro de la dividida alma del compositor, no obstante y al parecer, pues algún tiempo más tarde hizo pública su contricción: «Se trató de un impulso juvenil, poco meditado y menos tecnócrata. Fue mi época polipútrida, pero ya la superé».

Libre ya del pantano dodecafónico, del componer sin un tema fijo y del maltratar instrumentos con estocástica y otras sevicias, montó nuevamente al tanque de trescientas toneladas dando a conocer un ciclo de lieder entre los que figuraban Los dos mil granaderos de Roberto Hiperschumann (homenaje a R. Schumann) y Fausto en la rueca, obra escabrosa esta última y muy criticada.

Durante la guerra, gracias a sus amistades militares y a la admiración de que gozaba entre las altas jerarquías, logró utilizar grandes masas corales soviéticas —dos millones y medio de prisioneros cantando el Exatlaltelico salve a Stalin, leiv motiv reiterado y obsesionante, que campea a lo largo de toda la obra hasta ser finalmente aplastado por dos súper contrabajos «cigarrón»— en su Gran Cantata Patriótica para contrapunto de cigarrones.

Llevaba ya siete años regalando al mundo con sus vómitos entrañables y cubriendo con ellos a sus discípulos quienes los recibían en pleno rostro —dado lo cual se volvían según rígidas medias vueltas y lanzaban sobre las caras del público quien, por su parte, giraba automáticamente ciento ochenta grados alrededor de su eje largando su cosa paralelepipedal, por dos veces amplificada, sobre la materia y la energía con sus fórmulas—, cuando de pronto, en forma inesperada, el Monitor decretó Jubileo de Paralelepipedinsky. Como si se tratase de la reina Victoria y hubieran transcurrido sus buenos veinte o cincuenta años de reinado musical. Era preciso pues hacer una gran fiesta que estuviese a la altura del nuevo Déspota Ilustrado de las Notas. Me limitaré a dar una breve y discontinua reseña de los festejos. Hubo desfiles y confetti. En Campo de Marte, a la vista del público, los granaderos monitoriales hicieron estallar miles de granadas de oro y plata. Todo carísimo. Se arrojaron quinientos pianos de cola desde las azoteas de distintos edificios. Los ruidos horrísonos fueron registrados con grabadores. Con este último material, el Maestro se dignó componer para la ocasión su Experiencia Concreta N.o 1, también llamada Tirando manteca al techo inverso. «¿Cómo, otra vez?», gruñó Katel. Era reincidente, el muy relapso y, según vemos, a causa de su ciclotimia. Ello lo condujo a otro período musical con posterior acto de contricción, etc.

De cualquier manera, y a eso íbamos, lo dicho basta para demostrar el profundo interés monítorial por la música.