Las I doble E
Las I doble E (IEE «Instrumentos Especiales del Estado») era la Policía Secreta del Estado tecnócrata. La muy temida y secreta. Se aseguraba que nada escapaba al control de sus máquinas y enormes archivos electrónicos. Cada habitante de la Tecnocracia o visitante de paso por ella, así como también gobernantes y principales funcionarios políticos, sindicales, policiales y altos miembros de los Estados Mayores de los países extranjeros, tenía una ficha con toda su vida consignada en detalles minuciosos. Algunas de estas «tarjetas» eran de un preciosismo tal que, si el interesado hubiese tenido acceso a su lectura, se habría espantado. Porque no sólo figuraban sus secretos —que suponía inaccesibles— sino aun lo que él había olvidado años atrás. Incluso, el hipotético mirón, hubiese hallado develados los sucesos para él inexplicables de su existencia.
Es que las I doble E, cuando realmente deseaban saber algo de alguien, lo averiguaban. Poseían un equipo de magos encargado de consultar los registros acásicos: esos archivos astrales del cosmos donde está todo el pasado de cada hombre, la tierra y el Universo íntegro.
Las I doble E no tenían solamente una función policial sino también el enorme, indispensable trabajo, de escribir la historia verdadera de la humanidad desde la Edad de Piedra. La tal historia no se daba al conocimiento público, como es natural: los hombres no soportan que les saquen sus juguetes y creencias de buenas a primeras. Todo ello debía ser paulatino. Llevaría generaciones revelar la verdad. A este tipo de información secreta sólo tenían acceso el Monitor y unas pocas personas más.
En ese archivo casi mágico figuraba, por ejemplo, cuántas guerras tuvo la humanidad, por qué motivos, con qué exacto número de muertos. La historia completa de las civilizaciones anteriores a Súmer o Egipto, su grado de desarrollo tecnológico y la causa de sus desapariciones. Era una reconstrucción apasionada y objetiva a un tiempo. Nada podía compararse al monstruoso trabajo de rastreo que fue necesario para lograrlo. Sobre todo porque a medida que los registros astrales eran más antiguos —progresivamente miles y miles de años atrás—, la energía gastada por los diversos equipos de magos se hacía mayor.
Los datos de esta Verdadera Historia, así como también las fichas de todos los particulares tenidos en cuenta, iban a parar a un gigantesco cerebro electrónico colocado en la profundidad de los subterráneos de Monitoria, Tecnocracia Central, en el nivel más profundo de Grandes Máquinas. Sólo el Jefe de la Tecnocracia y otros funcionarios autorizados podían bajar a ese sector. Hasta el mismísimo Monitor tenía una ficha, bloqueada para evitar filtraciones confidenciales, donde figuraba toda su vida hasta en los mínimos detalles. El cerebro, de miles de toneladas, poseía un mecanismo de autodestrucción, para el caso de que la Tecnocracia sufriese una invasión y Monitoria no pudiera ser defendida por los ejércitos tecnócratas. Monitor, quien sólo dormía dos o tres horas diarias, pasaba a veces mucho tiempo en una habitación sellada, de acero y forrada con plomo, estudiando los registros en la profundidad de Grandes Máquinas. La zona de Monitoria así denominada, era un sistema de túneles inmensos llenos de máquinas que daban vida y energía no únicamente a la capital, sino a buena parte de los servicios del resto del país. Por debajo de Monitoria, colocados cada vez más adentro de las profundidades del planeta, se encontraban varios de estos sistemas de túneles —algunos de cientos de metros de diámetro—; Grandes Máquinas era el más importante y el situado por debajo de todos, y las I doble E se comunicaban con él a través de sus terminales. En aquel lugar casi no había seres humanos, salvo unos poquísimos operarios todos científicos de alto grado. Detectores electrónicos y desintegradores vigilaban día y noche, listos para destruir a espías y saboteadores. Allí trabajaban en silencio las poderosas máquinas de la energía, atendidas por servomecanismos: robots de apariencia humana que se trasladaban por los aires sobre cables de acero. Sólo muy de tarde en tarde un sabio —inscripto en las I doble E— realizaba algún ajuste.
Personaje Iseka sabía, como todos sus compañeros que también tomaban servicio en la oficina de la avenida de Todos los Tecnócratas al 1500, que Zapatón Iseka 40 no era un telefónico más. Trabajaba en las temibles y todopoderosas I doble E. En realidad, Zapatón no lo ocultaba; si bien no andaba diciéndolo a los gritos, tampoco se había preocupado para conseguir que lo ignorasen. Ésta, pensaba Personaje, era justamente su manera de mimetizarse. Porque un hombre que trabaja en la Secreta y deja que los demás lo sepan tiene que ser pelotudo, piensa la gente. Pero se trataba de algo por completo distinto y Personaje Iseka era el único que se había dado cuenta. Realmente el otro tenía el aspecto de ser un tipo muy inteligente. Vaya uno a saber qué puesto ocuparía dentro de la organización. A Personaje no le habría extrañado que fuese un alto capo.
Mientras los telefónicos esperaban que los encargados les entregasen las órdenes de servicio para salir a trabajar a la calle, en un aparte Personaje Iseka se acercó a Zapatón:
—Quisiera entrar en las I doble E. ¿Cómo puedo hacer?
El otro sonrió y no dijo nada. Ni siquiera lo miró. Siguió esperando las órdenes de servicio como todos los demás, sin prestarle atención. Cuando le entregaron los papeles, se marchó bajando por la escalera.
Personaje, al ver cómo había rebotado, no pensaba insistir. Pero tres días más tarde, Zapatón se le acercó:
—Vení. Quiero hablar un momento con vos.
Iseka Personaje lo siguió por la escalera. Cerca de la puerta, en un vestíbulo solitario, el otro se detuvo y preguntó:
—¿Seguís con la idea de entrar en la Secreta?
Personaje no se lo esperaba. Sorprendido contestó:
—Sí, claro.
—Mirá que la cosa es brava y nada fácil.
—No importa. Mejor. Ya estoy harto de que no pase nada.
En tono de joda, pero al mismo tiempo como un suave toque de atención:
—¿Cómo «no pasa nada»? ¿En la Tecnocracia, che? Eh, la puta.
Luego de su parlamento quedó sonriendo y mirándolo desde los zapatos hasta la coronilla, midiendo cada músculo del otro, contando sus dedos de frente, valorando lo que Personaje Iseka podía o no dar. En fin: registrando cada información como un psiquiatra en su ficha clínica. Después del exhaustivo examen, dijo:
—Bueno. ¿Podes estar hoy en la calle Patria Nueva 701? Es una esquina, como estarás adivinando por el número. Ahí hay un boliche. Te sentás y tomás un café. Me esperás hasta que llegue. A las cinco y media de la tarde. ¿Podés?
—Sí, sí.
—¿Haces extras vos?
—No.
—Perfecto. ¿Te espero entonces?
—Sí.
—Chau.
Esa tarde a las cinco y cinco, Personaje Iseka entró en el café de la calle Patria Nueva. La distribución de los parroquianos era bastante extraña. Había pocos y aglomerados en dos grandes grupos: uno a la derecha y otro sobre la izquierda del local. Por el contrario, todas las mesas del entorno del pasillo central se encontraban desocupadas.
Personaje Iseka vestía una campera de cuero negra, blue jean, zapatos marrones y camisa a rayas. Todos los tipos que estaban sentados con mujeres hallábanse de espaldas a la puerta. Cuando Iseka entró, ellas le echaron un distraído vistazo. Tal parecía que en el bar se hubiera introducido —en vez de un ser humanó— un fragmento de mueble, sumado con rapidez subconsciente a otras cosas.
Las chicas charlaban animadamente, como cotorras, con sus hombres.
Chica I:
—Como te imaginarás, yo no podía permitir que ella me tratase así delante de todo el mundo. —Por lo bajo—: «Ahí entró un tipo».
El hombre que estaba sentado con ella contestó:
—«Ya lo sé. Describímelo». ¿Y vos qué le dijiste a la mina?
—¿Que qué le dije? La frené en seco. «Muy alto, de bigotes. Campera negra, jean, camisa a rayas». Le dije: Escucháme, nenita, ¿quién sos vos para tratarme así? ¿O querés que te agarre a bifes?
—«¿Tiene una cicatriz?». ¿Y la otra? ¿Te aceptó el desafío?
—«No». ¿Aceptarme? ¡Ja! ¡Eso sí que habría estado bueno! Se quedó bien, bien chiquitita.
En otra mesa, Mujer II:
—«… camisa a rayas, zapatos marrones». Para este invierno, como te imaginarás necesito un tapado. No pensarás que voy a usar las mismas cosas que hace dos años.
Hombre a Mujer II:
—«¿Tiene una cicatriz?». ¡Vaya con la picarona! ¿Te creés que a mí la plata me la regalan? ¿O vos te olvidaste del toco de la cuota de la casa? Es un pedazo, ¿sabías, no?
—«No. No tiene». Ah, queridito, lo hubieses pensado antes de reventar la guita que tenías encanutada. ¿Hasta cuándo me vas a empaquetar?
—«¿Seguro? Mirá que puede estar supermaquillado» Mirá Teresa: aquí el hombre soy yo, no vos. No me jodas porque te voy a cagar a palos a la vieja escuela. Yo no dejo que falte nada en la casa y hago lo que puedo, así que…
—«No, creo que no». —Conciliadora—: Bueno, no te enojés. Ya sé que trabajás como un loco. Lo que pasa es que…
—«Necesito estar seguro. Seguílo relojeando».
En otra mesa, Mujer III:
—«Zapatos marrones, ojos del mismo color; campera negra, de cuero». Para las vacaciones de este año quisiera ir a la montaña. Ya estoy harta de la playa.
Hombre de Mujer III:
—«¿Renguea de la pierna izquierda?». Me parece una buena idea, para variar.
—«No. No renguea». —Alegremente—: ¡Ah, qué suerte! Pensé que te ibas a oponer. A mí me…
—«¿Seguro? Fijáte, fijáte bien antes de que se siente».
—… gusta mucho la montaña. «No. Seguro». A veces me parece que en otra encarnación yo fui una cabra montañesa.
—«¿De qué lado carga la máquina? ¿De la derecha o de la izquierda?».
—«No se ve bien por culpa de la campera, pero por la forma como camina me parece que de ninguno. Para mí, está limpio».
Personaje Iseka se sentó.
—Un café.
Cuando fueron las cinco y media, apareció Zapatón Iseka 40. Rápidamente localizó a Personaje y, luego de saludarlo con mano y mueca, se sentó.
Zapatón:
—¿Hace mucho que esperás?
—Desde las cinco y cinco.
—¿No habíamos dicho a las cinco y media?
—Sí. Pero por si venías antes.
—No. Yo soy un tipo puntual. —Al mozo—: Café. —Luego de encender un cigarrillo, fue directamente a la cosa—: ¿Tu interés se mantiene?
—Claro.
—Hay mucho riesgo, no es verdurita. Pero la paga es buena.
—¿Largo teléfonos?
—No es necesario. Mirá: te vas a ir a Patria Nueva 942, 4o piso «A», mañana a las cuatro de la tarde. No hagás preguntas, contestá la verdad a todo aquello sobre lo cual te interroguen. Al llamar no se te ocurra preguntarle al de la puerta si esas son la I doble E, porque ahí cagaste. Te van a decir que no, y allí no entrás más. Les decís que venís de parte mía. Que yo te había dicho que ahí necesitan una persona que limpie alfombras. Ellos te van a dar instrucciones. Una vez que te hagan pasar, todavía te pueden echar a la mierda. Si te preguntan, un suponer, «¿Pero usted sabe qué lugar es éste?». Vos no digás: «Las I doble E». Vos contestá: «Se supone que si me manda Zapatón Iseka 40, tengo que saber». Pero con tono amable, decílo.
—Muy bien. De acuerdo.
Cuando al otro día llamó al departamento «A» del 4o piso de la calle Patria Nueva 942, fue atendido por un ojo. Éste, tenía una casita tan chiquitita que cabía él y nadie más.
«¿Qué desea?».
Personaje Iseka intentó recitar su pequeño versito:
—Me manda Zapatón Iseka 40, quien me dijo que…
«¿Quién?».
—¿Cómo?
«Quién dijo que lo manda, pregunto».
—Zapatón Iseka 40.
«¿Usted qué desea?».
—Bueno, él me dijo que ustedes necesitaban alguien que sepa limpiar alfombras.
El ojo se retiró de su casita y un momento más tarde la puerta se entreabría, aunque protegida por una cadena. Un viejito con cara de dormido y pelotudo, que no estaba en camiseta pero daba la impresión de estarlo, lo miró a través del tajo entre puerta y jamba.
—¿Cómo se llama usted?
—Personaje Iseka.
—¿Número?
—Sin número. Personaje Iseka a secas.
—¿Quién dijo que lo mandó?
—Zapatón Iseka 40.
—¿Para qué venía usted?
Personaje, sin dar muestras de enojo o fastidio, contestó como si fuese la primera vez:
—Para limpiar alfombras.
—¿Y quién lo mandó a usted?
Firmemente:
—Zapatón Iseka 40.
—A ver, pase.
Personaje Iseka entró a un cuartito de dos por dos, sin sillas ni nada. Por el aspecto del lugar se tenía la impresión de haber llegado al fin. El ambiente parecía no dar a ningún lado.
El viejito pelotudo cerró la puerta; luego se aproximó a un lugar de la pared derecha, y apretó lo que debía ser un resorte oculto. Allí donde todo asemejaba cemento sin solución de continuidad, se corrió un panel de acero. En el mismo instante en que éste comenzó su deslizamiento, un ruido inesperado a máquinas de escribir vino del otro lado como un estallido horrísono. El viejito pelotudo lo hizo pasar. Se les acercó un tipo que miró al viejo, interrogante.
Viejito pelotudo:
—No sé… acá está un señor… no sé qué busca…
El anciano se fue mientras el tipo nuevo, también con mucha cara de pelotudo pero con una sonrisa festiva de camello, le preguntó:
—¿Sí? ¿En qué le podemos ser útiles?
—Me manda Zapatón Iseka 40.
Con sonrisa imperturbable, como si al camello le hubiese nacido un hijito:
—¿Quién es?
—Yo soy Personaje Ise…
—No, no… ¿Quién es ese señor que nombró?
—Suponía que ustedes lo conocerían.
El hombre, con la sonrisa cada vez más luminosa, como si al hijo del camello le hubiese nacido a su vez un hijo, chocho como un abuelito: —¿Por qué suponía eso?
—Al menos, él me mandó acá.
—¿Cómo dice que se llama ese señor?
—Zapatón Iseka 40.
—Zapatón, Zapatón… la verdad, de momento se me va de la memoria. Zapatón… No. No lo recuerdo.
Y permaneció mirando y sonriendo, mientras a Iseka Personaje no se le movía un músculo de la cara.
El hombre, al ver que no le decían nada, preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Personaje Iseka.
—¿Iseka? Iseka, Iseka… me parece recordar a alguien llamado así —nueva pausa. Al ver que el otro no se enojaba ni fastidiaba, preguntó—: ¿Y qué desea?
—Me dijo que precisaban…
—¿Quién le dijo?
—Zapatón Iseka 40.
—¿Cómo estaba diciendo usted?
—Me dijo que precisaban personal para limpiar alfombras.
—¿Para limpiar qué cosas?
—Alfombras.
Asombrado, como si a Rockefeller le hubiesen preguntado si es comunista:
—¿Quien le dijo eso?
—Zapatón Iseka 40.
—¿Y usted qué desea?
Personaje se arriesgó algo. Dijo con intención, amortiguadamente, casi sin alterar el tono inofensivo de voz:
—Trabajar con ustedes.
Al otro le cambiaron los ojos durante un segundo. Pero luego, con la misma onda anterior y con sonrisa:
—¿En qué?
—En la limpieza de alfombras.
El tipo pelotudo hizo desaparecer su sonrisa y austerizó los ojos. Ya no parecía un pelotudo. Habíase modificado en un segundo. Preguntó con tono helado, sumario:
—¿Seguro?
—Seguro.
—Venga por aquí.
Y lo llevó a un despacho vacío —salvo por una silla—, donde lo único que se escuchaba era el zumbido de un extractor de aire.
—Espéreme un momentito.
Y se fue.
Personaje tuvo que esperar. Pero no un momentito sino tres horas y media. Sabía que lo estaban observando y trató de no dar la menor muestra de nerviosismo. Luego del lapso señalado, un tipo al que no había visto antes y que apareció de improviso por una puerta simulada —Personaje Iseka se asustó pero supo controlarse a tiempo—, le ofreció una serie de trabajos.
Debía especializarse en fotografía y seguimiento.
La propuesta fue tan insólita, que poco faltó para que Personaje olvidara su papel. Esperaba algo completamente distinto. ¿No se habría metido por equivocación en una agencia de detectives? «Pero yo debo estar soñando», se dijo.
Logró contenerse. Sin mostrar desilusión y aburrimiento anticipado, puso cara de robot y dijo que sí.
Durante dos meses aprendió el uso de sofisticadas máquinas fotográficas y aprendió a perseguir escurridizos bultos, sin ser a la vez descubierto. Ignoraba que las personas por él seguidas —hombres y mujeres— eran miembros de las I doble E.
Le hacían entregar paquetes raros, cuya forma resultaba tan extraña que, el abrirlas, constituía una tentación casi irresistible. No para robar su contenido, claro está. Nadie habría sido tan idiota como para substraer algo de las I doble E, así supiera que se trataba de la fortuna imposible de un millón de monitores, o sóriatores, o pesetas de Baskonia.
Y la cosa en apariencia venía fácil: el envoltorio, realizado con papel madera, estaba sujeto con gomitas. Incluso le habían hecho escuchar una falsa conversación para picar su curiosidad: «¿Eso? ¿Darle eso a él?». «¿Por qué no? ¿El qué sabe?». «Oíme: es un pibe nuevo, no se le puede tener confianza». «No, no pasa nada. Es de los buenos. Yo confío en él». «Bueno, hacé lo que quieras. Es tu responsabilidad».
Adentro, por supuesto, había cualquier basura, Pero, además, una maquinita que se pondría en marcha emitiendo señales a central. Así sabrían que Personaje los había defraudado.
Le enseñaron a abrir cajas fuertes, violar cerraduras con un pequeño láser y a fotografiar documentos con un aparato grande como una caja de fósforos. Personaje se reía porque era igual que en las viejas cintas de espionaje.
Ignoraba en cambio que todo era un chasco: falsos tanto los documentos, como el lugar donde se suponía entraba ilegalmente. La casa era propiedad de las I doble E. Le habían sacado miles de fotos, cada movimiento suyo fue filmado, grabada su respiración —para detectar si obraba con calma o si se agitaba más de lo normal—, etc.
Lo más pesado ocurrió cierto día, cuando él y otros fueron a arrestar a un espía soria. Un falso espía, naturalmente, pues era otro agente secreto. Deseaban probarlo en la acción. Todos usaban balas de fogueo, cosa que Personaje fue el único en ignorar. De cualquier manera le llamó la atención que en una época de láser y fusiles eléctricos, las I doble E —tan luego— empleasen anticuados revólveres y pistolas. Cuando preguntó al respecto a uno de sus compañeros, éste le dijo: «Son unos pelotudos. Hace como cinco años que les pedimos láser y eléctricas. Se las dan a otras secciones. Nosotros siempre quedamos para el último. Chillamos pero es al pedo el pataleo. A veces me dan ganas de mandar todo a la mierda y que se las arreglen». Como vio que Personaje quedaba conforme a medias con la explicación, el otro agregó: «Yo qué sé, usando balas comunes, si hay algún cadáver van a pensar que fue una pelea entre matones. Pero si aparece un muerto de shock o uno cortado por la mitad, se van a avivar de que fuimos nosotros». «¿Quién se va a avivar?». «Y, la gente».
En el falso operativo que mencionamos hubo un «terrible» tiroteo cuando el «soria» fue acorralado. Deseaban ver si Personaje tenía sangre fría e iba adelante. En un momento dado, el «soria» quedó sin balas, a merced de Personaje. Uno de los agentes simuló estar descontrolado y gritó: «¡Ahí lo tenés! ¡Ahí lo tenés! ¡reventálo a ese soria hijo de puta!».
Pero Personaje no tiró. Dijo: «¿Por qué le voy a tirar si ya se rindió?». Si hubiese disparado lo habrían echado a patadas en el culo. Loquitos y gatillos fáciles, ahí no querían.
Así pues, luego de un año y de distintas pruebas, con un novato podían ocurrir dos cosas: o que lo expulsaran para siempre, o que fuera incorporado como Un agente en serio.
Esto último, precisamente, ocurrió con Personaje Iseka.
En el departamento «A» del piso 4o de la calle Patria Nueva, había dos ficheros donde los empleados depositaban sus tarjetas al entrar, luego de marcarlas en una máquina que consignaba indeleblemente la hora exacta en que el cartoncito era introducido. El «A» y el «B». A Personaje, desde el primer día que entró, le dijeron que siempre tenía que poner la suya en el fichero «A». Y así lo hizo. El mencionado, contaba a su vez con subdivisiones: el sector rojo, el blanco, verde, negro, etc. Cuando colocó su tarjeta por primera vez, lo hizo en la parte blanca según le habían indicado. Al mes en el amarillo; tres meses después en el naranja, etc. Incluso, en una ocasión, que curiosamente había coincidido con un error que había cometido en cierto trabajo, le hicieron poner su tarjeta otra vez en un sector que hacía mucho que no usaba. En los últimos tiempos su cartón estaba en el negro, con muy pocos más.
Cuando esa tarde entró al departamento «A» del piso 4o de la calle Patria Nueva, por entre las máquinas de escribir, el viejito pelotudo que lo había recibido el primer día, le guiñó un ojo sonriéndole. Pero ya no parecía un viejito pelotudo.
Se disponía a perforar su tarjeta para luego meterla en el área negra del casillero «A», cuando desde un costado apareció el tipo «caracterizado por la falta congénita y completa de las facultades intelectuales» («idiotez», según el diccionario Sopena), aquél de la sonrisa de la festividad del natalicio del camello, que lo detuvo con un gesto. Ahora también sonreía. Pero no como un cretino.
—Esperáte, Iseka —le dijo con un tono de camaradería auténtica, que hasta el momento nadie había tenido con él en ese lugar— Desde hoy vas a colocar tu control aquí.
Y sacándole el cartón de la mano, él mismo lo metió en la máquina para marcarlo. Estaba prohibido introducir tarjetas ajenas. Ni siquiera los jefes podían hacerlo. El hecho de que lo hubiera realizado y delante de todo el mundo, indicaba que algo muy importante ocurría. Luego la sacó del aparato y la incluyó en la demarcación «B». El falso pelotudo volvió a sonreírle; con verdadera, genuina cordialidad. Dijo:
—Veni, Iseka.
A Personaje Iseka le extrañó que lo nominasen por su apellido. Como todos se llamaban igual en la Tecnocracia y únicamente se establecían diferencias con los nombres propios, resultaba un poco raro que a uno se dirigiesen en esa forma. Generalmente la gente decía cosas tales como: «Escuche, Gerónimo Cagón Cultón»; o si no: «Señor»; o, en fin: «¿Me permite, camarada Perlucio?»; «Iseka A 34-z», en todo caso. Pero nunca «Esperáte Iseka» «Vení, Iseka», como le habían dicho ese día. Era como si el otro hubiese querido expresar un símbolo.
Hacía tiempo que Personaje sospechaba que los distintos colores del sector «A» daban cuenta de ascensos y grados secretos dentro de la organización. También presentía que el área «B» era el de los tipos más capos. Tanto el viejito que lo recibió al principio, como el tipo de la sonrisa de camello, luego de marcar sus controles, los ponían en «B».
Pero la verdad era que Personaje Iseka no tenía la menor idea de lo que significó para él que su tarjeta cambiase de fichero. Él creyó que le estaban otorgando un ascenso. Ignoraba que ahora era un agente en serio.
Así, pues, y resumiendo, todos los ascensos y grados de quienes ponían su control en el tarjetero, «A» eran falsos. Podías llegar a ser una especie de Monitor, con oficina propia, mandar tipos, etc.; todo mentira.
Se preguntará el por qué de todo esto. Es que, tal caterva de idiotas resultaba utilísima a las I doble E como enmascaramiento. Al tiempo que producían una verdadera selección natural de la especie, darwiniana, en sus filas —pues todos los inservibles iban a parar ahí—, daban una imagen distorsionada al enemigo. Sorias y rusos se desconcertaban muchísimo. No podían comprender que, no obstante ganar todas sus batallas contra una maquinaria idiota, las I doble E, en el último minuto, lograban triunfar sobre ellos mediante una inesperada eficiencia. Ignoraban que golpeaban la tapa falsa de las I doble E de cartón; de modo que tales victorias, a sorias y rusos no les servían de nada. Mientras ellos perdían tiempo combatiendo a la organización chasco, las verdaderas I doble E los envolvían.
Como ya se dijo, había algunos tontos que permanecían años en el nivel postizo, se creían poderosísimos. No tenían ni la más lejana noción de que su poder era ilusorio. Pero el que tenía la suerte de gustarle a uno de los miembros de la I doble E, y su tarjeta era llevada al sector «B», había entrado verdaderamente en la organización. Era uno de ellos por primera vez y el otro no lo sabía. Personaje Iseka le había caído en gracia al de la sonrisa de camello y si bien otros proponían dejarlo para siempre en el reino de las piezas falsas, él se opuso y tenía más grado. Personaje Iseka era ahora, por primera vez, un miembro de la Secreta y allí tenía jerarquía de cabo. Una prueba más de la confianza que le tenía el de la sonrisa de camello, porque en general se entraba como raso. Había sido investigado astralmente, como todos los miembros auténticos o apócrifos de la organización, para evitar una infiltración rusa o soria.
Ese día, entonces, el de la sonrisa de camello llevó a Personaje hasta una oficina en la que nunca había estado. Era una pequeña habitación vacía, pintada de azul. No había muebles. El de la sonrisa apretó un resorte sobre la pared que daba frente a la puerta y, después de unos minutos, se abrió una entrada que daba a un pequeño cuarto con capacidad para cuatro personas pegadas, de pie. Era un ascensor.
—Pasá, Iseka.
E Iseka Personaje pasó. El de la sonrisa de camello tocó un botón y el ascensor comenzó a descender, cada vez a mayor velocidad. Tanta, que Personaje sintió una ansiedad en el sexo como si se lo estuviesen sacando, pese a no registrar ningún dolor. Los oídos se le empezaron a tapar.
—Con el tiempo te vas a acostumbrar —dijo el de la sonrisa, amistosamente.
La oficina de la cual salieron quedaba en un cuarto piso, así que el aparato había bajado el equivalente a cien pisos, y continuaba descendiendo. Por último, la velocidad del vehículo empezó a disminuir y Personaje Iseka, quien ya se había acostumbrado al descenso, empezó a sufrir la desaceleración. Un vez más varió bruscamente la presión de la sangre en su cerebro, y retornó el taponamiento de oídos.
Cuando la máquina por fin se detuvo, la puerta no se abrió ni el de la sonrisa de camello hizo el menor intento por variar tal situación.
—Quedáte quieto, Iseka —le dijo. Ambos permanecieron esperando. Finalmente la puerta —no la que habían utilizado para entrar al ascensor, sino la situada enfrente de aquélla— se deslizó, franqueando el paso a un pasillo íntegramente de acero —tanto paredes como piso y techo— lleno de soldados armados con láser y fusiles eléctricos.
—Arriba las manos. Documentación. Ni un solo gesto sospechoso. Muévanse despacio —dijo uno de los guardias. El de la sonrisa de camello levantó su mano izquierda, y con la derecha extrajo su documento con lentitud. Personaje Iseka hizo lo propio.
Luego de una exhaustiva investigación los dejaron pasar.
—Adelante, camaradas.
Luego del pasillo de acero, tuvieron que atravesar aún siete planchas blindadas que hacían las veces de paredes, y que se encontraban a la distancia de un metro, cada una de la siguiente. Se abrían en forma sucesiva ante distintas señales electrónicas secretas, que el de la sonrisa de camello emitía con un pulsador que llevaba en las manos. Era preciso apurarse y sin cometer errores en el teclado de la pequeña máquina, porque si las señales electrónicas se demoraban mucho o venían equivocadas, unos tubos que lanzaban gases venenosos y estaban situados entre plancha y plancha, liquidaban en el acto a cualquiera que allí estuviese. Personaje Iseka lo ignoraba, pero no el de la sonrisa de camello quien estaba serio como en misa y, sudando, manipulaba el aparatito sin prestar atención a nada más.
Cuando finalmente la última plancha se abrió, el estallido de cientos de máquinas hizo trastabillar a Iseka Personaje, quien no esperaba un ruido así, luego de la atmósfera silente del pasillo y las planchas. En ese lugar, trabajando, se encontraban cientos y cientos de empleados, vestidos con uniformes que no había visto nunca. Allí no existían las maquinitas de escribir que por disimulo eran tipeadas en el departamento «A» del piso 4o de la calle Patria Nueva. Doscientas, quinientas, mil, miles de teletipos funcionando a lo largo de pasillos que se abrían en todas direcciones, y a los cuales no se les veía el fin. Estaban en el centro que configuraban los radios de una especie de rueda gigantesca. Personaje Iseka comprendió que por primera vez en la vida veía a las I doble E por adentro, tal cual eran.
Personaje y el de la sonrisa de camello penetraron por uno de los rayos. Todo el ancho y alto pasillo estaba interminablemente alumbrado por lámparas de iluminación indirecta. A ambos lados había rieles y carritos con motor, sobre los cuales se podía subir para recorrer las distancias muy largas.
A medida que avanzaban podían oírse, desde las distintas mesas de trabajo, voces traduciendo ruso, o protelio, o basko, catalán, protonio, etc. Del soria al tecnócrata y viceversa no era necesario traducir, obviamente.
A lo largo de los pasillos había cada tanto oficinas separadas, donde técnicos manipulaban máquinas rarísimas que sólo ellos debían saber cómo funcionaban y para qué. Pero la mayor parte de los funcionarios desarrollaban sus actividades uno al lado del otro, en grandes mesas de trabajo. Esto se había hecho así para acelerar trámites y acortar movimientos. Incluso la mayoría de los pocos que realizaban tareas aisladas, las hacían en cuartos sin puertas, para no perder el tiempo abriendo y cerrando cien veces o más al día. Nadie pasaba la jornada sentado ni mucho menos. Iban de aquí para allá, pidiendo y otorgando informes o manipulando voluminosos expedientes con ayuda de trencitos. No todo era posible aclararlo por teléfono o intercomunicador.
Esta enorme rueda; cuyo eje era él tubo del ascensor que daba al departamento «A» del piso 4o de la calle Patria Nueva, había sido diseñada para poder soportarlas tremendas presiones de las profundidades en que estaba excavada, y resistir el impacto de una bomba de hidrógeno temporal. A fin de lograr todo ello; las paredes eran de cemento armado, plástico extraduro, planchas y planchas de acero en ciertas partes y, en puntos críticos, contaba con un sistema de bóvedas de hierro como mitades de huevos con las puntas hacia arriba. Pero, aparte del acero, el plástico especial y el cemento armado, la rueda estaba forrada con plomo en cada una de sus partes para impedir así todo espionaje.
Esa obra inmensa, maravilla mundial y coloso de la ingeniería, costó tanto como un país. Le había salido a la Tecnocracia tan caro como la construcción de la pirámide de Kheops al pueblo de Egipto. Era tan bella como los jardines colgantes babilónicos y, por lo demás, se parecía mucho a ellos con sus filas y filas de bóvedas de acero, si las consideramos como el negativo de un volumen. Según se dijo más atrás, coincidía en su perímetro exterior —en todo un arco de su circunferencia— con las estribaciones de Máquinas Centrales. Los complejos energéticos, que constituían el ensamblaje, recordaban la perfección sintética de las estatuas monstruosas del Valle de los Reyes, los colosos de Memnón. Para un antiguo, algunos de los cerebros electrónicos —grandes como el Coloso de Rodas, pero de a diez o veinte de ellos puestos en fila— semejarían estatuas de Dioses, o la materialización de Dioses ellos mismos. El Partenón, el templo de Luxor, los obeliscos de hierro de doscientas toneladas de peso en Efeso. Pero no uno o dos, sino filas y filas de obras de arte electrónicas de un tamaño avasallante, complejos productores de energía autónomos, archivos de computación y avenidas con cientos de monumentales esfinges.
Era la Gran Muralla china. Tan costosa como ella y con idéntico fin: detener a los invasores y enemigos de la Tecnocracia más allá de las fronteras.
Personaje Iseka y el de la sonrisa de camello penetraron en una de las oficinas laterales, hecha íntegramente con cristal: hasta el piso. Allí había un hombre de unos sesenta años, vestido con el uniforme negro de las I doble E. No llevaba jinetas que mostrasen su graduación. Sólo una pequeña tecnócrata grabada en un disco de oro que le colgaba del cuello, mediante una cadenita del mismo metal. Era como si tuviese demasiado grado como para que fuese necesario llevar alguno.
El de la sonrisa de camello, dijo al que estaba sentado:
—Buenos días, Jefe. Aquí traigo a un nuevo miembro que puede llegar a ser muy valioso. Es escritor y además ya ha sido probado en la acción.
Personaje se quedó helado. ¿Cómo sabía el otro que era escritor? Si no se lo había dicho a nadie, ni publicado, ni cosa alguna. Olvidó su famosa carta al Kratos de las Lenguas. Pero aun sin ella, las I doble E igual se habrían enterado.
El hombre del asiento —vaya uno a saber qué significaba la palabra «Jefe» con que el de la sonrisa de camello lo había llamado: tal vez fuera la suya una jerarquía altísima; o una pequeña, de sector; hasta era posible que se tratase del dirigente supremo de las I doble E, hombre legendario al que todos conocían como Súper Rey— sacó su vista del camello sonriente y echó una mirada de reconocimiento sobre Personaje Iseka. Su rostro —cráneo afeitado, con apariencia de blindaje— era una de esas tiaras bizarras que configuran nariz, ojos, boca y orejas, cuando un hombre ha estado en Dien Bien Puh, o diez años en la 7a legión pacificando las Galias con Julio César, o en la línea de fuego. Nada expresaba su cara, porque él no lo permitía. Sólo sus ojos: éstos sonreían. Dos pequeñas explosiones cálidas que mantuvieron sus emisiones discontinuas de energía; con profundo afecto, aunque conservando la distancia.
Personaje Iseka no comprendía por qué lo miraban en esa forma; y con cariño, para colmo. A él, que por fuerza debía serle al otro un desconocido. Aparte, aunque lo conociera, ¿aprecio por qué? Si era uno más. Resultaba como si ese ser poderoso tuviera información y leyes propias; incomprensibles, como para el profano en matemática las fórmulas de la propagación de ondas.
Y entonces, el hombre del cráneo que parecía blindado, dijo a Personaje algo tan extraño que, si le hubiera leído su sentencia de muerte por haberse robado los testiculines del Kratos de Campo de Marte, o comunicado que el Monitor abdicaba en su favor, se habría sorprendido menos:
—¿Ya no seguís viviendo con los hermanos Soria, Iseka?
Quedó estupefacto. Pero ¿entonces sabía todo aquel hombre?
El del cráneo que parecía blindado se volvió al de la sonrisa de camello y le dijo con los ojos ya sin sonreír:
—Si es escritor, póngalo en Archivos Blindados. Es bueno que una máquina le diga lo que los hombres callan. Que aprenda poesía e historia.
Dando el asunto por terminado, se enfrascó nuevamente en el estudio de unas tarjetas perforadas que cubrían la mesa; tan ininteligibles como las tablillas cuneiformes de Sumeria.
El de la sonrisa de camello apretó suavemente con la punta de los dedos el brazo izquierdo de Personaje Iseka —quien se había quedado mirando al Jefe con la boca abierta—, como para darle a entender que tenían que retirarse.
Intuía que jamás en la vida volvería a verlo. Sin embargo y luego de esto, el nuevo miembro de las I doble E, supo que le sería fiel al tipo con el cráneo que parecía blindado, hasta la muerte.