CAPÍTULO 53

EL Sótano de los Corruptos
y otros festines dignos de Atila

En una monstruosa orgía con mujeres pechugonas y desnudas, donde estaban a la orden del día la impudicia, lascivia, lubricidad, incontinencia, concupiscencia, indecencia, relajación de las buenas maneras y costumbres, prostitución, inmoralidad, liviandad, corrupción, fornicaciones varias, ninfomanía, adulterios y tarquinadas, y en la cual el vino corría a raudales, dijo el levemente ebrio Monitor señalando al derviche —quien había hecho acto de contrición, en el capítulo anterior, ante el Religador o Súper de la secta—, el cual en ese instante tenía su blanca túnica levantada:

—Actualmente nuestro asceta se ha relajado en forma total. Figúrese usted, mi querido señor, que llegó al extremo de permitirse beber un vasito de vino al año.

El Barbudo, que lo estaba escuchando, sonrió y no dijo nada.

Monitor cazó del seno izquierdo a una joven que por allí pasaba a los saltitos, y la arrastró a un discreto rincón.

Allí estaban también el derviche Sultánico Lujanero, expulsado del exateísmo mediante especial rayo emitido por el Diván, reunido en pleno, pues el muy bárbaro había tenido el atrevimiento de subir a uno de los minaretes de Exatlaltelico (nada menos), y allí masturbarse a los fines de, según decía, sacralizar dicho minarete. Nadie pudo justificar cómo fue que Exatlaltelico no bajó en persona a destruirlo. Quizá la explicación consistiera en que el Dios, pese a estar acostumbrado a todas las barbaridades posibles, a ésta, por ser tan grande, ni él la había imaginado.

Teníamos allá a la orejaria Coca (desorejada, la pobre, por herencia inevitable de su antiguo culto), que en épocas de ayunos rigurosos, y para castigarse por el inocente pecadillo de haber sucumbido a la tentación de comerse una masita, supo usar durante más de veinte días corpiños y bombachas hechos con alambre de púa. Debo aclarar que, a dichos adminículos, ella misma los fabricaba y, de intención, varios números más chicos de su medida. Después, notando que caía en el nihilismo y la confusión, pues ya nada la satisfacía, para desprenderse de todo ello decidió cambiar de vida en forma más bien radical: ahora se alimentaba exclusivamente con el licor seminal de cincuenta y ocho amantes, a quienes se los extraía, cuando estaban dormidos o distraídos, mediante unas raras maquinitas denominadas «sorbedores». Se inquirirá, sin duda, el por qué de un recurso tan insólito habiendo medios más sencillos y gratos. Me siento por completo incapaz de brindar una respuesta. Sobre todo porque ella no tenía reparo alguno en incurrir, con sus hombres, en las prácticas más aberrantes. Se me ocurre una sola explicación: había decidido mantener en su psiquis un rinconcito cariñoso lleno con los trastos de sus antiguas ideas y formas de sentir. Era muy caprichosa en sus prejuicios. Los elegía. La fellatio no entraba en sus cálculos, por ser un método amatorio reñido con lo que ella era, por propia decisión, en ese mencionado cubículo de buenas costumbres.

Entre los secuaces del Sumo Sacerdote tecnócrata se erguía, sacando pecho, un ex Poli Potro de los naricerarios, llamado Pedro Lagón.

Ya se dijo que la secta de los naricerarios adoraba a una nariz. Ahora bien, este apéndice nasal, de piedra, tenía un volumen de tres mil trescientos treinta y tres metros cúbicos. En cierta fecha del año, un solo Poli Mahatma debía lavar íntegra la estatua con agua, jabón y cepillo. El problema consistía en que, por razones de ritual demasiado largas de considerar, únicamente podía utilizar un cepillo de dientes. Tardaba muchísimo. En todo ese tiempo, los fieles estaban obligados a no comer otra cosa que mijo pasado por agua y ya era mucho, pues lo tenían prohibido todo, hasta el yogur —punto éste de contacto, religiones comparadas, con el exateísmo—; ni que hablar de las relaciones sexuales.

El arriba mencionado chichi Pedro Lagón, tenía la hereje costumbre de practicar el ascetismo más riguroso durante todo el año, salvo en esos días, que aprovechaba para dejar embarazadas a sus catorce sirvientas. Decía que así era más erótico.

A estas horrendas bacanales subterráneas que tenían lugar en Monitoria, Tecnocracia Central, el Divino Monitor —deiforme Menelao— hacía traer a la Santa Guacha de la reducidísima secta de los emparédanos, quienes, al llegar a determinada edad, se hacían emparedar en un nicho para morir de hambre y sed. Esta mujer sí que era una verdadera Guachófola Schneider, totalmente alejada del vicio de la carne y otras lujurias. Como primera medida el Jefe de Estado la hacía colgar de las tetas, del techo. Y quedaba así hasta el fin de las fiestas, que a veces duraban horas. A tal desconsiderado tratamiento, aquella mala pécora se las ingeniaba para tornarlo a su favor. En efecto: la colgadura total ya era la única cosa que a esa altura podía excitarla. Ni siquiera obtenía placer cuando sus discípulos la quemaban viva por partes. Pero cuando la tenían colgada de las tetas, del techo, llegaba al último orgón o sacudimiento integral: «¡Abusa de mí, hermoso Soriator de Soria! ¡Abusa de mí!», vociferaba espasmódica. Al oírla, pensaba el Monitor: «Otra ganga que se perdió el Soriator. Una pichincha de mujer».

Pero volvamos a nuestro Santo en decadencia, aquél de quien en un principio se habló, y cuya tentación demoníaca fue ceder ante el deseo de tomar un vasito de vino al año. Por algo se empieza. El mencionadísimo, con su blanca, túnica ya no tan alba a causa de recientes vinosas manchas, reconvenía duramente a una sacerdotisa, al tiempo que le acariciaba su Ciudad Prohibida: «¡Mentecata! ¿Qué has hecho? ¿Cómo es posible que dilapides tus bienes corporales en francachelas? Impúdica como una redonda, lasciva como una blanca, lúbrica como una negra, impura como una corchea, concupiscente cual semicorchea, relajada como una fusa y peor que las semifusas, que son putísimas». Así hablaba, el perdulario.

La sacerdotisa cuya Ciudad Prohibida acariciaba el falso Santo —ciudad abierta a cañonazos por los picaros ingleses luego de la rebelión de los Boxer, como se recordará por la historia—, tenía un monte de Venusberg y Bacanal tan grande que, más bien, parecía un manojo de pudendicias masculinas, Las siete llaves de Basilio Valentín. Si bien ambidextra, contaba con fuertes tendencias hacia su mismo signo zodiacosexual. Le bastaba, en efecto, ver los desnudos pechos de una desvergonzada chanchita, así fuese laica, para que su clítoris alcanzase el tamaño de la sombra del Scartaris cuando antes de las calendas de Julio toca el cráter Yóculo del volcán Sneffels, como decía Julio Verne. Era muy buscada entre las astrólogas. Los homosexuales masculinos que deseaban corregirse de su vicio, trataban de empezar con ella usándola como trampolín. Se decían, aquellos tontos: «Iniciémonos con este tipo de mujer; así, poco a poco…». Más les hubiera valido quedarse en casa. Ella, eufemismo de por medio, les destrozaba el corazón. Como diría Enrique Soria: «¡Despiadada!».

Se cuenta que cuando nació esta sacerdotisa, verdadera antípoda de Pentacoltuco y Exatlaltelíco juntos, llovió sangre; una plaga de langostas gigantes comió las cosechas y los seis santones de la pagoda más cercana fueron devorados por las víboras. La llamaban «El Dragón», «La que levanta las faldas», «La que te violonchela si te echa una zarpa», «La que se hace dejar embarazada por simple lujuria», etc., aparte de algunos apelativos menores tales como «ogresa», «puta», «tetona», «lesbiana» y «culona».

Se sostiene que, en el breve lapso de un año, no menos de quinientos hombres perdieron su batalla sexual de tanques frente a ella. Quedaron exhaustos sobre los blancos desiertos de sus sábanas, y sin combustible junto a sus oasis que eran muchísimos. Palmeras datileras, agua para beber, fresco manantial. Pudo más su analista. Otra manera de ver el triángulo francés. Era una camella joven, una yegua árabe, una danzarina de Damasco entre púrpura y bermellón. Pero se analizaba. En aquel horrible pozo sin fondo, torca, grieta y horrible fosa, se cuenta, precipitáronse sin remedio divisiones enteras. Con el advenimiento de la Tecnocracia cambió de ruta (¡era hora! ¡que los Dioses la bendigan!). Siguió dando jaque mate a quinientos hombres por vez pero ahora, al menos, valía la pena: la zorra del desierto les arrancaba la letra semántica, para bebérsela, dejándolos cual pálidos espectros, pero la vista panorámica era ya toda verde. Sus comilonas tenían lugar en medio de jugosas praderas, donde resultaba un gusto ser comido con tanque y todo.

Pero, hablando de otras mismas cosas debe decirse que Mesalina era una parvulilla de pecho a su lado. En su boca estaban siempre las más horrendas blasfemias. Llegó incluso al pecado mortal de afirmar que si a ella la hubiesen subido como víctima sacrificial a uno de los minaretes de cualquier pagoda tetra, penta o examinaretal, habría cambiado la historia teológica. En efecto: sostenía que, cuando se produjese el descenso del Dios Exatlaltelico —o cualquier otro—, cuando el Súper bajase por ella y por lana, se iría trasquilado. «Yo soy la Schehrazada que, entretejiendo con mi boca mil historias por noche, distraeré al Horrible Sultán hasta domesticarlo. ¡Súbanme si se anima!», vociferaba aquella descreída. «Habría que subirla en serio, a ver qué pasa. Por ahí, quién te dice, tiene razón y nos libramos del chichi per sécula», meditaba el Monitor.

Y así, de blasfemia en blasfemia, de hecho horrendo en hecho horrendo, de orgía en orgía, y de preñez lujuriosa en preñez lujuriosa, transcurrió toda su vida. También a ella, no obstante, habría de llegarle su final, como a todos, exactamente el día en que…

Pero creo que el autor ha leído en su adolescencia demasiadas novelas de Tarzán, pues otra vez se está adelantando a los acontecimientos.

Se afirma que hasta el propio Religador, Sumo Sacerdote de los tecnócratas o Súper de la secta, tuvo relaciones sexuales con ella delante de una temible reliquia exateísta, que habían robado de una pagoda examinarética: una cabeza disecada, de orejas puntiagudas y largas como las de los burros y hasta tenía trompa, con ojos profundamente hundidos en las órbitas. Nadie decía qué era; no se mencionaba su espantoso origen pero, por las dudas, lo llamaban «vurro», con «ve» corta; simpático animalito con el cual ya nos hemos empezado a familiarizar.

Esa cosa no era de origen humano, por cierto.

Sin alterarse en lo mínimo, esos dos locos tuvieron relaciones delante de «aquello», como dije. No eran éstas, las subterráneas, las únicas hecatombes organizadas por el Religador tecnócrata. Realizó otras, a cielo descubierto.

En cierta ocasión articuló un Auto de Fe donde, sobre una enorme pila de leña, colocó varios objetos exateístas, antiquísimos, a fin de quemarlos. Estaban allí, aparte de la «cabeza» disecada que ya se mencionó, varios «cuerpos» completos, también disecados, y cuyas formas apenas podían adivinarse a través de las telas plásticas o de las harpilleras viejas con que los propios exateístas los habían envuelto. Los tecnócratas robaron aquello in toto, tal cual estaba. Nadie, ni siquiera el Religador o Sumo Sacercote, se animó a desenvolver los «paquetitos»; cada uno de un metro setenta de alto aproximadamente.

A la montaña de leña también fue a parar una reliquia antiquísima, de tres mil ochocientos ochenta y seis años: un ladrillo proveniente de la primera pagoda exateísta que existió en el mundo, levantada por el mismo Profeta Policulitetoca, el Patriarca fundador de la secta, con la ayuda de sus fieles. En apariencia se trataba de un ladrillo como cualquier otro y, en efecto, su material era barro, cocido según el procedimiento habitual. Sin embargo, la prueba de que aquél era un ladrillo mágico y una reliquia auténtica fue que, al ser echado sobre las llamas, ese objeto de casi cuatro mil años, que se suponía incombustible, ardió como si se tratase de material plástico o celofán. Despedía un fuego azulado y humo negro. Todos, hasta el Religador, retrocedieron espantados. Oler aquello equivalía a introducir la nariz en el escape de un ómnibus.

El Pontífice, quien había ordenado tirarlo al fuego por razones simbólicas, pero que de ninguna forma esperaba tal portento, dijo lleno de miedo:

—Vaya, de buen chichi nos libramos.

El Auto de Fe tuvo lugar delante de cinco pobres derviches, los cuales estaban encargados de cuidar en la pagoda de los objetos incinerados. Los santones de la misma habían pensado que bastaba una guardia desarmada y simbólica para cuidarlos, pues el temor no permitiría que nadie los tocase.

Contrariando sus previsiones, un comando tecnócrata penetró de noche en Soria, tomó al asalto la pagoda de cinco minaretes pentacoltúquicos, donde se encontraban, mató a sus santones y trajo todo el paquete teológico, guardianes incluidos. No los mataron como a los santones, pues así lo había ordenado el Sumo Pontífice de los tecnócratas.

Los pobres infelices clamaban entre sí, llorando desesperados, mientras veían arder aquellos bultos.

—¡No tenemos perdón! —exclamó el Derviche I—. ¡Ahora el Diván y el Exarca nos lanzarán un Vector por no haber sabido cuidar mejor los resabios de otrora!

Derviche II, estrujando su túnica que, a causa del sudor, ya no era blanca sino amarilla:

—¡Ojalá! ¡Ojalá nos manden un Vector, y un Vector físico! Es lo que merecemos: morir fuera del minarete, por indignos.

Derviche III:

—¡Idiotas! ¡Nadie nos va a mandar un Vector! Seguiremos viviendo para arrastrarnos sobre la tierra como gusanos. ¡Somos basura! ¡Cinco basuras!

Derviche IV:

—¡Sí! ¡Así es! ¡No somos otra cosa que basura execrable! Nos espera en la otra vida la región sombría de los grandes espejos y hielos eternos. Vagaremos, desnudos y con frío, por siempre jamás. Oh, Exatlaltelico, Dios de Dioses, potestad buena y pura: ¡compadécete de nosotros! ¡perdónanos! ¡no nos dejes caminar en la nieve que reverbera y nunca termina![54]

Derviche V, sacudiéndose espasmódico:

—¡Debimos habernos comido los resabios de otrora, antes que permitir que cayesen en manos de los infieles! ¡Siempre habría sido mejor!

En su desesperación, el desdichado no reparó en la falta de sentido de sus palabras. Aunque hubiesen comido hasta empacharse, jamás podrían manducar uno solo de esos envoltorios. Ni siquiera el ladrillo, pues los tecnócratas no les hubieran dado tiempo. Realmente, no era su culpa.

Oyéndolos, el Religador comentó imperturbable:

—Más que agradecidos tendrían que estar. La quema de esos maléficos resabios de otrora, a ustedes mismos los beneficia. Esas cosas estaban cargadísimas con energías amarillas. Ahora, los Muy Venerables del Diván, tendrán algo en qué pensar. ¡Pero dejen de llorar, idiotas! —Burlándose, imitó el tono quejumbroso de los derviches—: ¡Muy venerables, perdonadnos! —Con otro tono—: Maricones.

Derviche III, el más furioso de los cinco, quien lo había escuchado con ojos de odio, tomó una súbita decisión. Sacó de algún lugar de su túnica un pequeño cilindro de plomo, en cuyo interior se encontraba el yogur con el cual pincelaban las estatuas de los Dios exateístas y, luego de bendecirlo rápidamente, se precipitó sobre el Religador con intención de hacerle tragar la pasta por la fuerza, para así exorcizarlo. El ataque, de tan súbito, estuvo a punto de tener éxito. Mientras lo sujetaban entre ocho, gritaba lleno de orgullo y sin miedo:

—¿Creés que te tengo miedo, blasfemo? ¿Te pensás que la División Eruptiva ya no existe?[55] A mí me vas a matar, pero ya vendrán otros, y otros, para destruir tu secta inmunda, enemiga de los Seis Santos Dioses. Ojalá Exatlaltelico, como castigo, te mande la soriasis. Aunque matés miles de los nuestros, jamás podrás con todos, porque nunca se terminan los hijos del exateísmo… —Vociferando—: ¡Eterna! ¡La Congregación exateísta es eterna!…

El Religador, soberbio y sin inmutarse, preguntó a Derviche III:

—¿Quién eres tú que te acercas en forma de soria fantástico y maléfico, pero con ropajes oralmente Mozart? —A uno de los esbirros, que Monitor le había dado como custodia permanente—: ¿Qué pretendía este gozco o perro chico?

Esbirro, siguiéndole el juego pero sin salirse de su papel:

—Traía un poco de yogur venenoso para atentar contra tus días, Pontífice Máximo.

El Religador asintió:

—Mándenlos al campo de concentración de la Escuálida Provincia de Grombia. A los cinco. Y que allí los maten en forma tal que se mueran pa’siempre. —Y terminó a la manera del Estado al pie de los documentos oficiales, o como el Monitor al final de sus discursos—: Tecnocracia Monitor Triunfo.

El esbirro, taconeando:

—Escucho y obedezco, Pontífice Máximo.

Mientras se los llevaban, persuadiéndolos con dulzura mediante culatazos didácticos, el Religador meditó:

«Pensándolo un poco, yo podría estar entre ellos con un poco de mala suerte. El Antiser los enganchó. Yo mismo, muchas veces, siento que… Ya los Dioses me lo han advertido. Pobres infelices, de buena gana los salvaría si pudiera. Pero para ellos, ya es demasiado tarde. Ahora están jugadísimos».