La delirancia al poder
Como la Tecnocracia era bastante descentralizada, pese a su apariencia monolítica, cada uno podía llevar a cabo sus delirios. Hasta un punto, claro. Había en esa forma múltiples carreras, todas simultáneas e independientes, como vectores de un sistema con resultante monitorial central. Y así como hay flechas largas o cortas, de la misma manera, ellos seguían creciendo en sus delirios privados hasta que se encontraban frontalmente con otros, más fuertes y mejor situados que los de ellos, y no podían continuar. La delirancia al poder.
El Religador de los tecnócratas resultó ser una persona extrañísima. Cuando tomó Poder y Magisterio, pareció al principio que sería superado por la tarea; casi como si —al igual que una pila atómica que entra en divergencia y estalla— el desequilibrio se hubiera adueñado de él. Nada más alejado de la verdad. Siempre fue de tal forma, sólo que recién ahora podía demostrarlo. Sus fallas eran numerosas y ya nos referiremos a ellas. Por lo demás, sus virtudes consistían en creer con toda sinceridad en la nueva religión y en su ministerio y en haber alcanzado, en poco tiempo, un nivel místico altamente trascendente.
Tenía un guardarropas eclesiástico bien provisto. Teníamos allí, por ejemplo, la túnica roja. Ésta era utilizada en las invocaciones al Padre de las Fuerzas, dentro de un recinto inmaculado, desprovisto de la más leve partícula de polvo, con las paredes cubiertas por cortinados escarlatas, ante una mesa sobre la cual había tendido un mantel púrpura y encendido velas color bermellón, mientras él operaba con un resplandeciente emblema tecnócrata en el pecho.
Disponía de otra habitación destinada con exclusividad a los maleficios de muerte. Cuando deseaba destruir a un enemigo, entraba a ella cubierto por una túnica negra. Allí, rodeado de paredes cegadas con negros tapices, invocaba al Príncipe de la Muerte; ante una mesa tapada por mantel oscuro y sobre la cual chisporroteaban velas del mismo color, realizaba sus terribles trabajos.
En otro sector encontrábase un cuarto signado por el color verde. Y otro por el azul. Más allá el amarillo era el amo, así como en diverso regía el blanco. Existía, por fin, un ambiente hermético (montado como los decorados variables mediante espejos corredizos o las tramoyas de los teatros wagnerianos) dedicado a establecer contacto con distintas divinidades.
Como en un sentido era un mago heterodoxo tenía, además de estos recintos dedicados a las viejas deidades paganas de Escandinavia y Babilonia, otros reservados a los Dioses del vudú. Así, por ejemplo, Barón Samedi —El que preside los Cementerios, el Señor de la Muerte— tenía un ambiente exclusivamente reservado para él. En ese lugar predominaba el color negro. En el centro y rodeado por su «vévé» (figura invocatoria) y las ofrendas, se encontraba el Dios: una gran cruz negra de palos iguales[53], entre cuyos brazos había puesto un saco andrajoso a la manera de los espantajos de los campos; estaba coronada con un sombrero de copa, usado y roto. Barón Samedi tenía a su lado una espada cubierta de óxido, apoyada la empuñadura contra la cruz y la punta hincando el pavimento.
Había otros lugares consagrados y dedicados a distintos loas (Dioses del vuduismo). En el recinto de Damballa, el Dios Serpiente, predominaba el agua e incluso había un pequeño estanque, pues esta potestad ama el mencionado líquido.
Nadie conocía la historia del Religador o Sumó Sacerdote. Era un mago bastante menos poderoso que De Gaula, por establecer una comparación, pero lo mismo tenía poderes mágicos.
Este pontífice, consagrado a exaltar las glorias del sexo y de la vida, distaba, paradojalmente y en muchos aspectos, de cumplir con sus funciones. Al lado del placer muchas veces venía el espectro amarillento del sadomasoquismo, con lo cual todo se veía empañado. En aquello estrictamente íntimo, cabría decir con la vieja sentencia hermética: «Su metal es el plomo. Saturno, mal aspectado, no obstante puede ser corregido». Cuando invocaba a los Dioses, aunque éstos daban pruebas inequívocas de haber estado escuchándolo, a veces no le hacían caso alguno; seguramente desagradados de su crueldad innecesaria, que nadie le había pedido, y que sólo llevaba a cabo para satisfacer su sadismo. Era difícil encontrar los límites, pues a su vez nadie le prohibió ser firme e implacable cuando hacía falta.
Le agradaba el lenguaje alambicado. Esto notábase tanto en los oficios divinos como en las orgías que organizaba con sus sacerdotisas lujuriosas y derviches blasfemos. De paso será conveniente aclarar que, al principio por lo menos, la capa directiva de la nueva religión estaba integrada por ex miembros de las congregaciones orejária, piernaderecharia, exateísta, icosaedrista, etc.; y hasta tenían los mismos nombres, los muy plagiarios. Habían sido echados de otros lados, supuestamente por inservibles.
En cierta ocasión, cuando fue abortada una rebelión de generales que se preparaba con el apoyo de sindicalistas —estos últimos deseaban restaurar el sistema de los sindicatos en la Tecnocracia— y que costó la vida a dos mil personas, el Sumo Sacerdote hizo depositar los cadáveres en un campo, formando una pirámide, y espetó el siguiente discurso ante los muertos al tiempo que levantaba el dedo meñique de su mano derecha, pieza oratoria ésta que se encargó de divulgar entre los sobrevivientes.
—El Santo Monstruo —se refería al Monitor—, jefe espiritual de iniciados en misterios de cachiporras y Aliento Fuerte Que Te Oxida, siempre paternalmente preocupado por la turbulencia de los disidentes, constantemente mal aconsejados por el Antiser, archienemigo de la raza humana (pero a fin de cuentas todos ellos recuperables mediante indulgencia y penitencia), desea por mi intermedio haceros llegar su perpetuamente esclarecedora palabra de ácido sulfúrico en llamas. Hijos míos: si bien se reconoce vuestra preciosa contribución a la causa de la clase sindical, oscura y dialécticamente entremezclada con la clase de los obreros (esto es piadosamente exacto), no debéis olvidar (y, en caso de que lo olvidéis, perturbados por algún mal pensamiento sugerido por El Enemigo, nosotros nos encargaremos, siempre atentos a vuestro bienestar, de hacéroslo recordar a través de dulces reproches a solas, con sólo un asistente, en nuestros sótanos corregidores), no debéis olvidar, repetimos, que el Libro Verde de la Bestia Castaña ordena con indulgencia (ésta, sólo hasta un punto) obedecer al Monitor y no permitir la enfermedad llamada sindicalismo.
Para finalizar os sugiero paternalmente que, en un acto de contrición que aliviará vuestras almas llenándolas de la Gracia Castaña, recordéis las palabras de aquél que fusila por todos nosotros: «Prefiero prevenir antes que castigar. Prefiero corregir el germen antes que prevenir».
Mi bendición polimuña (palabra ésta que invento) y apostólica para todos vosotros, aun a los réprobos e impíos; pues, para la Congregación del Templón, incluso el relapso goza de cierto alivio si se arrepiente sinceramente… y a tiempo.
Luego de su discurso, plagado de adverbios y entre paréntesis, hizo que las topadoras echasen la pila de cadáveres dentro de enormes fosas, donde los exhortados difuntos ardieron durante veintiocho horas, previo empaparlos con nafta de aviación y prenderles fuego. «Purificación sindical y de ateos generales traidorzuelos rebeldes» llamó a esto, mientras miraba los incendios de las fosas comunes que esa noche iluminaron el Campo de la Sangre. Parecían pozos petrolíferos ardiendo, o las hogueras quemamuertos contra la peste.
La pieza oratoria ya consignada adquirió pronta celebridad. La brutalidad de los castigos no detuvo la subversión, como es natural, pero ésta se vio francamente disminuida por falta de miembros.
Él era didáctico. A uno de sus derviches, quien había tomado la mística para el lado de la tomatera y que mezclaba sus alimentos con caca fina para que le fuesen desagradables, dormía en el suelo, se azotaba los huevitos con cadenas trenzadas, y que no tocaba mujer, se le acercó y le dijo:
—Tú, has prevaricado. Si no haces uso de tus testículos es que hay que sacártelos. Cortados y echados a mi diestra bubónica los colgajos fruticultosos, mal llamados pendulancias polífonas. Y digo mal llamados pues en tu caso serían monótonas.
Loco estaba el derviche, mas no tanto. Ante tal amenaza contra su biología supo reaccionar y, de rodillas, prometió enmendarse con la primer mujer tetona que viera.
Pero la pièce de résistence del capo de la Nueva Congregación, eran las reuniones informales sacroprofanas.