CAPÍTULO 49

El poema de Soria

Luego de que el juglar salió del despacho del Soria Soriator, empezó a marchar hacia la salida atravesando pasillos y pasillos llenos de guardias armados con láser y pistolas congeladoras (el ejército de Soria comenzaba a modernizarse). No fue fácil acceder al exterior del Palacio Soriatorial. Antes debió mostrar incontables veces su invitación, su pase y sus documentos, aparte de enfrentar el dispositivo de seguridad de cuarenta puertas blindadas, con cámaras fijas y móviles de televisión en circuito cerrado; éstas parecían piezas de artillería o torretas de tanques. Pasó bajo alvéolos que podían disparar gases por medio de una orden eléctrica; cubiles cuyos techos bajaban hasta tocar el piso gracias a un disparador, un soldado apostado en una tronera tenía el dedo puesto en el gatillo de su falso fusil, cuyo caño estaba empotrado en la pared; no tenía más que apretar para que el techo se precipitase como una palmeta para matar moscas; había bóvedas que podían transformarse en un segundo en cofres herméticos, para caer acto seguido desde una altura de diez metros —con sus ocupantes molestos envasados— hasta un lago artificial subterráneo. Y mucho más.

La entrada del Palacio —última barrera que debió trasponer—, estaba formada por siete planchas de acero, paralelas, situadas a un metro unas de otras. Afuera estaban los jardines. En realidad no eran tales: había casamatas, trincheras, trampas electrónicas y terrenos minados.

Un auto del gobierno lo condujo con gentileza hasta su casa. Cuando los vecinos lo vieron aparecer en la amigable compañía de esos tipos aterradores e inaccesibles, se quedaron con la boca abierta. Su prestigio en el barrio subió al instante y para siempre. Lo consideraban poco menos que un súper, cosa que estaba muy lejos de la verdad. Cuando entraba a un almacén a realizar sus compras, todos guardaban respetuoso silencio. Ni que fuera de la Secreta. Era incómodo, tanto para él como para los otros, pero nada podía hacer para evitarlo. A veces, casi siempre de noche y de manera furtiva, uno se le acercaba para pedirle un favor: que intercediese para conseguir tal o cual cosa. Inútil era que intentara explicarles que no poseía influencias ni poder alguno. Suponían que no deseaba prestarles ayuda.

Ese mismo atardecer, luego de su entrevista con el Soriator, el juglar se puso a trabajar:

«Dedico este libro al Exarca Megalysis, quien declaró que, si pudiera, llevaría a toda la raza humana a los minaretes sacrificiales de Exatlaltelico.

Canciones de la gesta de Soria

Canto I

Tú amaneces, Soria,

con la violenta furia de la belleza.

Tu hijo va a cantar la marcha del pueblo,

la marcha de la sangre.

¡Ay de aquél que invada la tierra de Soria!:

en nuestra patria encontrará la muerte

y su nombre será por siempre borrado

y de sus ejércitos no quedará ni el recuerdo.

Escucha, extranjero:

tus tanques arderán como un bosque.

Soria Soriator: eres una avenida de esfinges,

un coloso de bronce con espada de acero,

una espiral de fuego.

Eres el camino y nuestra fe.

Por ti se alzan todas las banderas empapadas de sangre;

por ti no habrá piedad

y con los cráneos de tus enemigos

el pueblo te construirá un templo.

Tú dices: “Éste es el bien. Éste es el mal”

y nosotros asentimos porque tú

eres la única conciencia que reconocemos.

Soria Soriator: titán inmenso,

grande en la fuerza de tu pueblo que te admira.

Contra tu pecho se estrellan impotentes los perros de Monitoria.

Y temen.

Tú hablas, espada de hierro.

Tú hablas y los tractores aran los campos porque todo cobra un sentido.

Tú hablas y la noche se vuelve un cristal, limpio,

en nuestros corazones.

Canto II

El estandarte de la rata

devorará las falsas águilas de Monitoria.

Patas plegadas, funerarias,

les harán beber el vino de la muerte.

La alegoría sube y saluda al Jefe.

Eres el trueno sobre el agua

y una gran masa de aire pesando sobre la tierra.

Esperas en el cénit.

Desde las profundas cavernas,

desde el nadir de la tierra,

pájaros sagrados se alzan a tu encuentro.

La montaña se sacude

cuando la comprimes con tu anillo

y saluda tu mirada cuando ésta entra en terremoto.

A quienes no te sigan

los subordinarás por el fuego.

Serán barridos hasta el último el día santo de tu ira final.

Si en estas canciones de gesta

deseaba cantar la gloria de Soria

¿por qué, entonces, te canto a ti, oh Jefe?

Pero cómo no habría de cantarte

si eres el centro planetario de nuestra patria,

si hasta el viento pronuncia tu nombre

al sacudir sus arenas y armas amarillas.

Soria Soriator de Soria,

mariscal de campo, rey y Dios.

Eres la rama del bosque,

el campo recién arado,

la ilusión del combate,

la poesía de hierro

y el fuego del carbón.

Eres el color azul y la casa del invierno,

el amarillo y la expectación del otoño,

la piel de los animales en primavera

y el sacrificio de los frutos del verano.

Ingeniero de almas[51] que nos enseñas cada día a ser más fuertes».

El artista siguió escribiendo hasta el amanecer.

En veinte días finalizó los cien Cantos de sus Canciones de la gesta de Soria. Tuvo un éxito inmenso. El Soria Soriator lo llenó de honores; según su costumbre, colgó del pecho del juglar la famosa medalla de oro puro que pesaba medio kilo y reservaba para sus dilectos. Las mujeres, por su parte, que siempre lo habían amado, lo amaron aún más. Los hombres de Soria —sorias, tal como correspondía y era de esperarse— lo envidiaron. Solamente él estaba disconforme. Sentía dentro suyo que algo no estaba en orden. Por ejemplo, ¿por qué Soria tenía una rata en sus estandartes? ¿Qué clase de animal heráldico era ése? ¿Acaso no podían haber elegido otro blasón? Eran ellos, los hombres de Soria y no los tecnócratas —seres malditos—, quienes debían llevar águilas. Se obligó a sí mismo en el Segundo Canto a hablar de los estandartes. No quería hacerlo, pero precisamente por eso fue que habló y cantó. Luego de terrible violencia mental encontró las palabras capaces de hacer pasar a una rata por un animal hermoso y un bello símbolo.

El Soriator no le había impresionado según esperaba. No parecía ser como creyó. Pero, sin duda estaba equivocado. Era un traidor por pensar así. «Todos te creen un escritor del pueblo, juglar; un poeta. Pero en la intimidad de tu corazón sabes que te suplida el demonio del pensamiento pequeño». Así, en esta forma, intentaba convencerse. «Todo cambiará más adelante. Una caterva de burócratas piojosos rodea al Soriator. Esos chichis son los que le hacen la vida imposible y pudren sus directrices. Ellos y sólo ellos son los culpables de todo. Son la desgracia de la Revolución. Pero, en fin. Todavía no está todo perdido. Una vez que derrotemos a los tecnócratas el mundo entero respirará. Aunque más no sea por eso, cuando ello ocurra las cosas marcharán mejor».

Pero era demasiado. Las películas y la televisión soria, el poder los Sindicatos, la vulgaridad didáctica elevada al rango de matriz ontológica. Con la única excepción de los cien cantos de su libro Canciones de la gesta de Soria —aun teniendo en cuenta sus panfletarias carencias— en todo el país no se había editado una sola obra como la gente. Muchas veces tenía ganas de mandarle una carta al Soriator diciéndole: «¿Qué pasa, mi Soriator, que el Gobierno está todo lleno de sorias?». Hasta que comprendía el disparate que estaba por escribir y decidía permanecer en silencio.

Y así, poco a poco, cada vez más desilusionado y amargado a través de los meses, comprobó que si bien los tecnócratas seguían sin gustarle, tenía más cosas en común con los isekas que con los sorias. Era así, por triste que fuera. Y sin quererlo, sin saberlo y sin presentirlo incluso, cada día que pasaba se iba volviendo más iseka. Empezó a escribir diferente. Como todos sabían que el juglar veneraba al Soriator, al principio los sorias no se daban cuenta. Creían que sus anatemas eran una crítica social dirigida contra los tecnócratas y le permitían seguir publicando. Sólo estaban un poco sorprendidos de que el juglar ya no llamase como antes al pan pan y al vino vino: «Contra tu pecho se estrellan impotentes los perros de Monitoria / Y temen». Etc.

Las nuevas obras del juglar, en prosa, fueron así:

«Eran monstruosas y muy horribles las persecuciones que la secta de los chiribitas sufría bajo el gobierno de los metalizados. El Plus Mahatma, creador de la doctrina de la no violencia violentísima —también llamado el patriarca antipotro—, ser muy virtuoso que, a fin de probarse a sí mismo su capacidad para resistir los impulsos sexuales, dormía todas las noches con muchachas de quince y dieciséis años sin tocarlas (y no las tocaba de verdad), que vivía a unos diez mil kilómetros del lugar de estos sucesos, ordenó a sus fanáticos chiribitas que se suicidasen en masa bajo los trenes para mover a la opinión mundial en contra de los metalizados. Pretendía lograr, además, que éstos se sintiesen culpables. Los chiribitas obedecieron la exhortación del prohombre y, un buen día, a la misma hora, mes y año, se inmolaron todos juntos. Ahora bien, la opinión mundial no se sintió conmovida en lo más mínimo. En cuanto a los metalizados, estaban muy lejos de sentirse culpables y sí muy alegres. Lo cual no impidió, sin embargo, que se preocuparan por el enorme problema que significaba enterrar a todos los chiribitas. Porque eran muchísimos los chiribitas.

Prolochia, a la expectativa como siempre, aprovechó la coyuntura de la confusión logística de los metalizados para invadirlos. Éstos, sorprendidos por la guerra en pleno entierro, no pudieron continuar la tarea y debieron dedicarse a pelear Los muertos sin sepultura hedían en las calles y casas y pronto una epidemia de pestes varias, maléficas y resonantes entre sí, se enseñoreó entre los metalizados.

Pero lo notable de esta historia fue que a los prolochios no les fue mejor, porque al internarse en un país asolado por las enfermedades, les ocurrió lo que a los cruzados que iban a liberar el Santo Sepulcro.

Resumiendo: murieron los chiribitas, los metalizados y los prolochios. Todos.

El único que se salvó fue el patriarca anti-potro, en seguridad a diez mil kilómetros de distancia, que luego de estos sucesos permaneció imperturbable, acostándose con muchachas de dieciséis años, sin tocarlas, para probarse a sí mismo su virtud».

Como nadie entendió cosa alguna, se escucharon algunos elogios con sordina; más por inercia que por otra cosa. Su narración La historia de los desgastes, en cambio, gustó bastante menos y tuvo la propiedad alquímica de que las autoridades comenzaran a mirarlo con sospechas:

«Un mundo maldito en el cual para subir a un ómnibus —y es sólo un ejemplo— tardabas un año, aproximadamente. Y la razón era muy sencilla: no se podía ir a una parada y tomarlo así como así. Primero uno debía informar que lo necesitaba; entonces, desde la central de ómnibus, esperaban a que hubiese el suficiente número de pasajeros que quisiesen (como vos) viajar de Liverpool a Virreyes —treinta cuadras— y, entonces, cuando tenían la certeza de que veinticinco personas estaban interesadas en hacer el mismo recorrido, mandaban un representante a las minas de hierro a que extrajesen varias toneladas de material ferroso. Luego de que el óxido estaba amontonado, lo fundían obteniendo algunas toneladas de hierro en lingotes. Con ello y pedidos auxiliares a las minas de cobre, a las fundiciones de vidrio, etc., juntaban todo lo necesario y fabricaban el ómnibus. Contrataban un chofer sin experiencia alguna; durante dos meses le enseñaban a manejar y después lo mandaban a la parada, donde vos y otros veinticuatro tipos esperaban desde hacía más de un año, de pie, sin dormir pues si por desgracia pasaba cuando el grupo se encontraba descansando, el automotor seguía de largo y después tenían que pedir otro; con la angustia adicional de no saber si pasó o no, esperar cinco, seis o siete meses después del año reglamentario, hasta convencerse de que lo había hecho mientras dormían. No resultaba factible reposar por turnos, pues, como nadie era solidario, los “guardianes” tomarían el vehículo ellos solos sin avisar a nadie.

Vos te dirás: “¡Pero esa gente se moriría si esperaba un año entero al lado del palo! ¡Si para tomar un transporte colectivo tardaban entre once y trece meses, cómo habrá sido para una ‘semana’ entera de existencia con sus mil y un detalles!”.

Pero no era así, ya que cuando una persona se moría a los cien mil años de edad se decía que había fallecido insólitamente joven. “¡Qué joven murió! ¿Qué le pasó?”. “Cáncer”. “¿¡Cáncer!? ¡Pero si ésa es una enfermedad de viejos! ¡Es imposible que un hombre de sólo cien mil años se haya agarrado el cáncer!”. “Pues aunque no lo crea, es así. Además, ha de saber usted que puede declararse a cualquier edad. Incluso a los dos, tres o cuatro años”. “¿¡Sí!? Pues no lo sabía”.

De manera que, como vos te imaginarás, los habitantes de este mundo aborrecible vivían aburridísimos; enfrentando desgastes, sufrimientos morales y torturas grisáceas indescriptibles.

—Pero me imagino que una vez fabricado el ómnibus, ya les serviría para los nuevos pasajeros que lo pidiesen.

—Ahí está el asunto. No era así. Una vez terminado el recorrido de las treinta cuadras, el vehículo iba a Fundiciones y Chatarra. Si alguien deseaba realizar el mismo trayecto —o cualquier otro—, debía empezar todo el trámite nuevamente. Formas de ahorrar tiempo o evitarse desgastes —tal como ésa tan elemental que a vos se te ha ocurrido: usar el automotor en futuros viajes en lugar de fundirlo—, simplemente eran cosas que a ellos no les entraban en sus cabezas. “¿No fundir cómo, el ómnibus, decís vos? ¿Cómo no fundirlo? Si el recorrido terminó, se lo funde. Ya no se necesita. ¿Ahorrar tiempo cómo, decís vos? ¿Qué tiempo vas a ahorrar si el recorrido ya terminó? ¿Cómo para próximas veces? ¿Qué tienen que ver próximas veces con ésta? Si este recorrido ya se terminó. Si se terminó, hay que fundirlo”. Y si vos seguías insistiendo demasiado, te decían reaccionario y enemigo del Estado y pedían un auto de la policía secreta para liquidarte. Al año, más o menos, venían los tipos a arrestarte en una unidad recién fabricada, armados con ametralladoras flamantes que, para ahorrar tiempo —en este caso sí: vaya casualidad— fueron haciendo simultáneamente con el coche.

—Bueno, pero por lo menos, si tardaban tanto en venir a prenderte habría tiempo de escapar.

—¿A dónde te ibas a ir? Si todo era así.

En caso de que vos desearas un atado de cigarrillos, te dirigías a un quiosco y lo pedías. “¿Un atado de cigarrillos, señor? Cómo no”. Inmediatamente daban la orden de arrancarle la pulpa a un árbol y la empezaban a transformar en papel. Tiraban un puñado de semillas en un huertito y, al tiempo, salían las plantas de tabaco al cual cosechaban cuando era el momento. Trataban las hojas en bruto, las picaban, metían el resultado en el papel elaborado para la ocasión —previamente haberlo cortado en los cuadraditos indispensables— y armaban el paquete: veinte cigarrillos.

Vos, a todo esto, te habías mantenido esperando en la puerta del quiosco. Te daban el atado, pagabas y te ibas.

Era todo tan descorazonador que la gente casi no tenía diversiones. Se privaban de miles de cosas, con tal de no tener que atravesar las terribles esperas y los desproporcionados rozamientos. Poco a poco los hombres adultos —y de esto la gente no se daba cuenta— caían en un estadio de cobardía mental, de forma que ni al cine iban. Porque si querían asistir a este espectáculo tenían que pedir trabajo: “¿Y para qué quiere trabajar?”. “Necesito plata para ir al cine”. Entonces le daban un trabajo que duraba lo bastante como para poder comprar la entrada y sólo ella. No podían, por ejemplo, ganar plata suficiente para ver diez películas y engullir quince almuerzos y veinte cenas. Porque a eso se le llamaba “acumulación ilegal” y estaba penado por la ley. Si vos deseabas almorzar tenías que recurrir al procedimiento conocido: “Quiero trabajo”. “¿Para qué?”. “Deseo almorzar”. Te daban la ocupación, conseguías la plata necesaria y almorzabas luego de esperar cuatro meses a que la gallina pusiera un huevito y el pollo se criase.

Si a vos se te hubiese ocurrido pedir dos atados de cigarrillos en vez de uno porque ya que tenían que sacarle la pulpa al árbol, lo mismo daba que fuese uno o cien, te miraban con mala cara y decían: “¿No sabe usted, ciudadano, que la acumulación atenta contra el Estado? ¿O acaso es usted un asqueroso reaccionario?”. Etc. Y todo por el estilo».

Se produjo un revuelo. El prestigio que le habían otorgado los cien Cantos amortiguó algo las críticas. Pero, aun así. Varios escritores y críticos famosos de Soria, que le tenían sincera admiración, intentaron la tarea imposible de defender lo indefendible, diciendo que la crítica, social era, por un lado, contra el sistema de vida tecnócrata y, por otro, una advertencia a fin de llamar la atención sobre los males a que se podía llegar en Soria si se incurría en ciertos excesos. Si se cometían alguna vez, y no que se cometiesen. De cualquier forma se le dio otra oportunidad.

Pero cuando publicó su cuento Nuevas aventura del Plus Mahatma, la cosa resultó tan obvia que la edición fue secuestrada y el director de la revista destituido.

El cuento era el siguiente:

«Como al Plus Mahatma no le gustaban las leyes de la naturaleza, inventó una religión.

Según su nueva y novedosa manera de anti-ver las cosas, las patas de los animalitos debían estar a la altura de sus frentes y éstas donde antes se encontraban las patas. La única manera de llevar tal propósito a la práctica era que las criaturas comenzasen a marchar cabeza abajo: los hombres a caminar sobre las manos —las mujeres debieron entonces empezar a usar pantalones con exclusividad, porque de utilizar polleras se les verían las piernas y Plus Mahatma selló con Gran Sello que todo eso constituía gravísimo pecado—, las aves a volar invertidas, etc. Hasta se metió con las plantas, porque según él: “Nadie, basándose en las leyes de la naturaleza, tiene derecho a contradecirla voluntad de su Creador y Profeta”. Faltaba demostrar, claro está, que él fuese realmente un iluminado.

Pero, como obviamente tenía poderes y carisma, se dio por sobreentendido que lo era. Ninguno se planteó si la suya sería una potencia celestial maligna o benéfica. Simplemente el análisis se detuvo un momento antes. Y todas sus acciones milagrosas, la totalidad de sus actos, fueran éstos diabólicos o contradictorios —porque cabía dentro de lo posible que lo fueran—, volvíanse benéficos y sintéticos en la mente de los espectadores, por el muy simple medio de verificar pero hasta un punto. Porque brujerías, claro que las hizo. Las hizo de verdad, en una alta Torre del Silencio donde tenían lugar extraños y sangrientos misterios y sucesos de origen celestial. Y sus discípulos —que por esa época eran miles y miles; hace ochenta años de esto, así que no quiero imaginar cuántos serán ahora— se encargaron de conservar sus palabras en forma oral. Él odiaba los libros, incluso los propios y había ordenado que no se escribieran. Al principio se le obedeció; luego, ante las dificultades operativas, discípulos posteriores confeccionaron ochenta y dos tomos, donde quedaron impresos los mágicos grafismos.

Por todo ello su sangre maléfica llenó todos los vasos y su carne podrida se mezcló con los alimentos de la tierra.

Una vez que Mahatma fue a Caos —como los fanáticos llamaban a su muerte física, que ocurrió unos cuarenta y cinco años después del comienzo de su prédica—, la civilización, ya completamente copada y que por esta fecha poseía naves espaciales capaces de viajar hasta el borde del sistema solar (pues en menos de medio siglo habían saltado de la Edad Antigua hasta una Era Súper Tecnológica), decidió que aún faltaba mucho para vivir de acuerdo con la Doctrina del Plus. Que todavía en muchos aspectos de la vida se transcurría contradictoriamente con respecto a Su Palabra. Era preciso, pues, hacerle más caso.

Por empezar, resultaba increíble la poca importancia que los animales daban a esta novedosa cosmovisión y a sus múltiples derivados. Los pájaros —los gorriones, particularmente— se negaban de la manera más firme y terminante a volar patas arriba. Hubo un gran grimorio de Pluses a raíz de esto, en el cual se trató de explicar dicho comportamiento. La memorable discusión teológica versaba sobre el tema: “Pero entonces, los animales, ¿tienen o no alma?”. Luego de la Reunión Oscura se determinó que no la tenían, a fin de no contradecirse. Se contradecían igual, pero era menos evidente.

Pero como decía más atrás: la presión social a favor de vivir por completo de acuerdo con la mahatmalidad, iba en aumento. Entonces, como el punto central de la magnífica idea consistía en invertir las cosas, llegaron a la conclusión de que toda la experiencia humana a partir de Mahatma —y aún desde antes— servía exclusivamente para llegar a una Gran Obra alquímica final. Los teólogos, reunidos otra vez en la Árida Montaña rodeada por el desierto, luego de varias iluminaciones llegaron a algo concluyente. ¡Pero si era tan fácil!: siempre había estado allí, a la vista. Emocionadísimos lloraron de humildad ante la clarividencia del Plus Mahatma que les daba esta nueva y última lección desde el Otro Caos. Tan simple, directa y obvia, como toda su enseñanza. La Tierra debía transformarse en la Luna, y ésta ser aquélla de allí en adelante. El problema pareció, al principio, de algo dificultosa solución; pero si el esfuerzo se mancomunaba, ¿qué no podrían realizar las naciones?

La Luna era absolutamente estéril y carecía de atmósfera. Así pues debieron crear grandes ciudades con cúpulas, capaces de producir el oxígeno que faltaba. No había agua y resultaba mucho más barato y factible llevar millones de toneladas de este líquido, en naves aéreas hasta el ex satélite, que producirlo allá por síntesis.

Bajo las gigantescas cúpulas trazaron lechos de ríos, concavidades para futuros lagos y hasta pequeños mares. Cuando todo estuvo preparado en esas colosales “islas” desparramadas por toda la Luna —hasta en su lado oscuro se levantaron porque había quienes, yendo más lejos, preferían la iluminación artificial, por odio al Sol—, transportaron el agua que llenó posteriormente los lechos de los ríos, las cuencas de los lagos, y las heridas encargadas de contener los mares. Las máquinas productoras de oxígeno, nitrógeno y otros gases indispensables, comenzaron a funcionar. Trasladaron algunos animales de los cuales no se podía prescindir y unos pocos árboles encargados de ayudar con su metabolismo a regular la atmósfera y coadyuvar así con la tarea de las máquinas. Luego, todos los seres humanos, lo deseasen o no, estuvieran o no de acuerdo con las revelaciones proféticas, fueron llevados de grado o por la fuerza, como insisto, a las ciudades de la Luna. Hasta el último de ellos.

En la Tierra quedaron los pájaros, los peces y mamíferos, las plantas y otros seres contradictorios.

En la Luna también vivían de manera muy dialéctica, pero la cosa estaba más disimulada: “Procuramos acercarnos a la perfección. Somos falibles, es lo que pasa”.

Las ciudades vacías de la Tierra comenzaron a desmoronarse; las plantas rompieron poco a poco los pavimentos. Los animales vivían de acuerdo a sus propias leyes; al menos, por esa época. Porque como muy bien dice Anaxágoras: “La inteligencia es una especie de éter sutilísimo, que llega hasta los últimos rincones del Universo y está encargada de producir y mantener el orden del Cosmos”. En forma tal que la pasión del hombre por lo anti-natural, por torcer sus propias inclinaciones hasta que coincidan con sus teorías absurdas, llegará a modificar las leyes de lo creado y conducir el todo a la aniquilación.

El Sol, por su parte, salía desde las estribaciones más remotas de las selvas, y desde el confín de los mares, para luego ponerse sobre las ciudades rotas.

En la Luna hecha Tierra, los habitantes —ya francamente lunáticos— veían de noche salir su Luna: una Luna hermosísima de colores azules y verdosos, para quien todavía pudiese verla. Y los teólogos decían: “¿No hemos mejorado acaso? Sí. Puesto que por empezar este satélite colocado sobre nuestras cabezas es mucho más grande y lindo que el que teníamos. Además, debéis observar por doquier los dones del Antiser: si no fuese por Él, ¿podríamos tener todos estos canales llenos de agua, este oxígeno que respiramos e incluso aquellos animales y pocas plantas? Debemos estar agradecidos”.

Unos cuantos herejes eran encerrados todos los años en los manicomios. Se los sometía a terapias intensivas que variaban desde el sueño eléctrico, la gomeada en el baño y el pastillazo, hasta la castración física, el electroshock y la lobotomía».

Aquí los sorias ya no aguantaron más. La referencia al exateísmo, religión oficial en Soria, resultaba obvia. Había cambiado la palabra minarete por Torre del Silencio, pero era lo mismo. ¿A qué «suceso de origen celestial» se refería, si no a los sacrificios humanos en los altares de los seis Dioses? Lo curioso era que el juglar no se limitaba, como los tecnócratas, a decir que se trataba de patrañas sacerdotales; antes al contrario, admitía el origen celestial, sobrenatural, de las cuarenta y dos muertes anuales en los minaretes del exarcado.

El Soriator no era exateísta, aunque simulaba serlo por conveniencia —más adelante se hablará de la doctrina secreta del dictador de Soria—; simplemente aprovechó la indignación que despertó el cuento del juglar para liquidarlo, pues ya estaba harto de él. No obstante, como el otro era un héroe nacional, por razones políticas no convenía matarlo —al menos, no públicamente— o desprestigiarlo. El Soriator lo hizo arrestar y ejecutar en secreto, con un suplicio que él mismo inventó. Lo condenó a morir de hambre y sed en una unidad carcelaria sin ventanas, y cuya única puerta estaba sellada para que no pudiese oír ni ver a nadie. En la celda había luz fluorescente y aire, pero no comida o agua.

Antes de que lo encerrasen para siempre, le entregaron una nota del Soriator y un libro. El papel —y al juglar le pareció ver sonreír al Soriator mientras lo escribía— decía simplemente:

«Como pienso que podes llegar a aburrirte mucho, aquí te mando un libro esperando que sea de tu agrado. Felicidades».

El volumen contenía los cien Cantos de Canciones de la gesta de Soria.

Y en los largos días que siguieron, como una última disciplina y mientras le duraron las fuerzas, el juglar leía el libro, una y otra vez. Ritualmente. Como un hara kiri:

«El estandarte de la rata

devorará las falsas águilas de Monitoria.

Patas plegadas, funerarias,

les harán beber el vino de la muerte».

«Si en estas canciones de gesta

deseaba cantar la gloria de Soria

¿por qué, entonces, te canto a ti, oh Jefe?

Pero cómo no habría de cantarte

si eres el centro planetario de nuestra patria,

si hasta el viento pronuncia tu nombre

al sacudir sus arenas y armas amarillas.

Soria Soriator de Soria,

mariscal de campo, rey y Dios».

«Eres la rama del bosque,

el campo recién arado,

la ilusión del combate,

la poesía de hierro y el fuego del carbón».

«La montaña se sacude

cuando la comprimes con tu anillo

y saluda tu mirada cuando ésta entra en terremoto.

A quienes no te sigan

los subordinarás por el fuego.

Serán barridos hasta el último

el día santo de tu ira final».