El Jardín de los Monstruos
Monitor y su amigo el Barbudo se colocaron sobre cierto rectángulo que hallábase en un rincón de la habitación monitorial. Monitor se agachó y apretó el resorte secreto; así, ambos se hundieron cien metros hasta llegar a la boca del túnel que conducía, entre otros muchos lados, al «jardín de los Monstruos». Se detuvo sobre enormes dispositivos elásticos. Luego de un momento de inmovilidad absoluta, lentamente, pero cada vez a mayor velocidad, el rectángulo comenzó a marchar por una bifurcación del túnel maestro. Después de un viaje de siete kilómetros, entró en movimiento uniformemente retardado hasta detenerse por completo. Por fin, hacia arriba. Segundos después, Monitor y Barbudo salieron del rectángulo, que ahora: constituía una enorme losa más en el pavimento ajedrezado de su casa de descanso, en el «Jardín de los Monstruos», situado en las afueras de Monitoria, Tecnocracia Central.
Recorrieron largos pasillos con techos de cristal, a través de los cuales se distinguían acuarios iluminados llenos de pulpos. Los pasadizos desembocaban a veces en solarios con plantas tropicales; contenían, entre otras cosas, todas las variedades de plantas carnívoras; muchos de estos ejemplares, obtenidos por mutación. Por todas partes surgían soldados. Al pasar el Monitor, saludaban rápida y rígidamente.
Jefe de Estado y Barbudo salieron. Mucho sol y plantas. Por entre la floresta se abrían varios caminos que, como en un laberinto de pasadizos, iban todos a parar al mismo sitio. Cada tanto, la espesura se despejaba en claros con terrazas de piedra, estatuas, surtidores, altares a Dioses desconocidos y esfinges. Monitor condujo al amigo por una avenida de colosos sentados, que desembocaba en una suerte de anfiteatro natural. El Monstruo enseñó al otro cuatro cosas que a la distancia parecían estatuas con guitarritas. Estaban clavadas en una especie de tarima de escenario de treinta centímetros de alto, tres metros de largo y cuatro de ancho. Al acercarse más, Barbudo comprobó con asombro que se trataba de tipos embalsamados, que portaban guitarras eléctricas chiquititas, baterías diminutas, etc. Como si fuese un conjunto beat. La mano pesada del rock. Toda la cúbica, loco. Habían clavado sus pies a la madera para que no se cayeran. Tenían las bocas abiertas en crispaciones que mostraban dientes amarillentos bajo sus ojos de vidrio.
El Barbudo, riendo:
—Qué siniestro. Una maldad tan grande sólo al Monitor podría habérsele ocurrido.
Monitor replicó:
—Estás equivocado. Al Soria Soriator también. —Luego prosiguió, poniendo cara ingenua—: ¿Por qué decís eso… así, como si yo fuese cruel? ¿No ves que incluso a ése le puse una tricotita para que no tenga frío?
Ambos fruncieron el ceño y, abriendo sus bocas, rieron con crueldad refinada.
Barbudo opinó:
—Esto es algo más que rock cuadrado: el rock cúbico.
—Sí, toda la cúbica. A mi lado los punk son pálidos muchachos burgueses.
Pero de pronto, como una cosa injertada, postiza, en la mente del Barbudo cristalizó la siguiente frase: «Claro. Pero lo que ahora les hizo a ellos, después me lo puede hacer a mí. Los tipos demasiado poderosos se pasan de revoluciones. Un momento de cansancio o tedio y el Monitor, por más confidente mío que pueda ser ahora, me hará liquidar para unirme a su colección». El Barbudo, totalmente sorprendido por estos pensamientos, que tocaban el borde de la traición, miró rápido a su amigo temiendo haber sido escuchado. ¿Cómo era posible que tan luego él tuviese ideas desleales? Pero pronto, con un poderoso esfuerzo, dejó de pensar en tales idioteces y se fijó en algo que hasta el momento no había notado:
—Esperáte: a éste me parece que lo conozco… ¡Pero si es Yogur! Claro, ahora caigo. Con esa cara como de marfil envejecido que tiene, en un primer momento no lo reconocí. El compañero Yogur, que traicionó su cosmovisión (entre muchas otras cosas). Y me parece que a los otros también los conozco. Todos iban al «Bar Gueño».
—Sí —comentó el Monitor—. Yogur ahora está realizando su último lisérgico. Un ácido eterno. Pero esperáte. Aún no lo has visto todo.
Y el Monitor movió una palanca disimulada a un costado de la tarima. Comenzó a oírse Twist y gritos, cantado por los Beatles. Los cadáveres —como bajo el hechizo de un fabricante de zombies y, con toda evidencia, articulados mediante un mecanismo especial— comenzaron a contonearse rígidamente; de tal modo, parecían tocar la batería y las guitarritas. Yogur destacábase en especial: acercaba su boca rodeada de barbas a un micrófono desconectado que había en la tarima: la abría y cerraba en forma espasmódica, imitando el acto de cantar. La técnica tecnócrata había logrado para el caso una estereofonía perfecta: los sonidos de batería parecían partir realmente del «baterista», etc.
Así, pues, Yogur era el centro de aquella panoplia de espadas rosadas. Dos de los chichis, atrás, le hacían eco débil.
El Barbudo contemplaba todo fascinado. Dijo el Monitor, observando sus reacciones:
—Quería darme este gusto estilo hitita. Cada vez que pulso la palanca —y siempre lo hago cuando visito este sector de «Jardín de los Monstruos»—, ellos tocan lo mismo. Una y otra vez.
El Barbudo se limitó a sonreír, moviendo aprobadoramente la cabeza.
Monitor prosiguió:
—Sí. Los hombres tienen los Dioses que se merecen. Y ellos lo tienen ahora al príncipe Yen.
Al Barbudo —justo mientras el tecnócrata pronunciaba la frase anterior—, sorprendentemente, volvió a pasarle lo mismo que un rato antes. Pensó: «Ya me veo ahí en la tarima: embalsamado, en pelotas y con una tricotita. Así el cuarteto se va a transformar en quinteto». Y de inmediato, antes de que tuviera tiempo de reprimir: «Yogur también era su amigo y ya ves cómo terminó». Tanta furia le dio estar alimentando esos pensamientos, traidores y estúpidos, que no pudo entender por completo la última frase del Monitor. Preguntó atolondrado:
—¿Quién es el príncipe Yen?
Monitor se sorprendió:
—El que preside el infierno de los chinos. Nos lo leyó el robot bibliotecario, ése que tuvimos que destruir. ¿Ya no te acordás? ¿Qué te pasa, estás distraído?
—No estoy distraído.
—¿Pero qué te pasa?
Pasándose una mano por la frente:
—Nada, nada.
—¿Te sentís mal? Das la impresión de estar manijeado.
Barbudo meditó un poco. En realidad, ¿qué le pasaba? ¿Qué eran todos esos pensamientos parásitos? «No son parásitos. Son premoniciones. Algo me advierte dentro mío que el Monitor es un jodido. Tengo que desconfiar de él», se escuchó pensar. Luego dijo en voz alta:
—Desconfiar un carajo.
El otro lo miró sorprendido:
—¿Desconfiar de quién?
Barbudo, al comprobar que había hablado en voz alta, se puso colorado. Era como ser pescado en falta. La vocecita, machacona y manijeante, dijo: «Sí sí. Vos porque sos un pelotudo confiado. Esto, de cualquier manera es cierto: el Monitor es un megalómano y un loco».
—De nadie. No me hagás caso.
—A vos te anda pasando algo.
El otro sintió como que pensaba: «¡Pasando algo! Como para no pasarme, estando al lado de un tipo altamente cruel y siniestro que se deleita en la matanza. Y ojo: que a estos chichis no los liquidó por hijos de puta. El que hayan sido malos es la excusa. Lo que pasa es que hace rato que el Monitor quería tener unos tipos embalsamados en el jardín. Cuando se canse del cuarteto y quiera pasar al quinteto…». «¡Basta!», gritó como un cañonazo la verdadera voz mental del Barbudo. Y los pensamientos parásitos desaparecieron por un rato. Pero después volverían. Y otra vez, y otra y otra.
Cuatro días más tarde, el Barbudo se dirigió a la Monitoria de las Lenguas a realizar una tarea que el Monitor le había confiado. Entre los funcionarios notó a una chica muy linda que copiaba algo a máquina. Sintió una emoción tal como hacía tiempo no le producía una mujer. Necesitó hablarle, pero no sabía qué. Era todo tan descabellado. Desde muchos días atrás le pasaban cosas raras y ajenas a su naturaleza. Se quedó allí, de pie, mirándola como un estúpido. Esto ya era demasiado. Se fijó bien en ella, tratando de adivinar por qué le gustaba tanto. Se había acostado por lo menos con ciento cincuenta mujeres iguales. Era atractiva pero no tanto. Tenía lindas redondeces, eso sí. Su rostro denotaba inteligencia y concentración. De pronto levantó el rostro y lo miró a los ojos, como si hubiese sabido que el otro la observaba. Ella sonrió con una intención muy difícil de clasificar. Era una mezcla de ironía con algo indescifrable, misterioso. Barbudo pensó: «¿Pero qué carajo pasa aquí?». Y luego, este pensamiento que parecía suyo: «Ahora es el momento más importante de mi vida. Creo que es la mujer que busqué siempre». Rechazó débilmente la idea, con toda evidencia disparatada, digna tan sólo de un soñador que jamás tuvo mujer. «¿Y si fuera cierto?».
La chica sacó la hoja de la máquina, procediendo luego a depositarla sobre la mesa. Después, despacio, se levantó y avanzó hacia él. A un metro de éste, se paró aprestándose a decir con calidez: «Te esperaba. Siempre supe que ibas a venir». Entreabrió los labios, a punto de pronunciar la frase.
Monitor ordenó a sus magos que averiguasen las razones por las cuales el robot de la biblioteca se había rebelado. Luego de una concienzuda investigación descubrieron que se trataba de los restos de un manijazo para matar al Jefe de Estado. Esa energía maléfica, comportándose en algún sentido como un ser vivo, llena de odio por su fracaso, únicamente tuvo fuerza suficiente para lograr el control del robot.
Pero De Gaula no se conformó con esa respuesta. Quiso además identificar al grupo esotérico responsable. No sólo consiguió detectarlo sino que, revisando los registros acásicos de días anteriores, vio en el astral a los magos sorias rompiendo el bloqueo, espiando al Monitor y al Barbudo y, finalmente, hablando entre sí:
«
.................
.................
… Creo que en este sentido, al Barbudo, más que matarlo —cosa siempre riesgosa—, lo que debemos hacer es largarle un manijazo a partir de grado 4, y de allí ir subiendo hasta 18 o más, hasta poseerlo. Hay que contaminarle el astral poco a poco, para que el Monitor no se avive y lo pueda ayudar. Vamos a meterle un poquito de egoísmo por día; a disminuir casi imperceptiblemente su generosidad. Darle celos de la grandeza del otro: “¡Si yo fuese Monitor lo haría mucho mejor!”, etc. Y él va a creer que todos son pensamientos suyos; aunque al principio, avergonzado, deseará reprimirlos. Pero si lo bombardeamos día y noche con estas cosas: celos, sospechas, al final aflojará.
Los otros, convencidos, aprobaron: “Bien, bien”.
El soria prosiguió:
—Incluso podemos controlar una mujer anti-Mozart, apta para el servicio, sin que ella sepa, y hacer que se enamore del Barbudo. La vamos a potenciar para que tenga comportamientos y respuestas geniales y Mozart; como a ellos les gusta. Al principio, cosa de engancharlo. Y como él es un solitario en el fondo, pese a haber tenido miles de mujeres, se mete hasta la línea de flotación. Ella entonces, en un momento dado, dormirá también con el Monitor. Aprovecharemos para largarle al Barbudo el chichi de los celos. Cuando él, furioso, le pida cuentas, la otra le echará la culpa al Monitor: que en realidad está enamorada del Barbudo pero bla bla bla. Está dispuesta a cortarla con el Súper siempre y cuando él también lo mande a la mierda. Acto seguido viene el gran peleón entre el Barbudo y el Monitor. Y nosotros cagándonos de risa. ¿Eh? ¿Qué les parece mi plan?
Soria I:
—Genial.
Soria II:
—Genial, genial».
El siguiente paso de De Gaula fue averiguar quién era la mujer. Pronto la detectó en la Monitoria de las Lenguas. La pescó justo cuando comenzaba a enganchar al Barbudo. Así, mientras ella se acercaba sonriente al amigo del Monitor, dentro del mismo astral el mago le pegó un manijazo, despotenciándola, y cortando el hilo de energía que la unía a los sorias.
Se había acostado por lo menos con ciento cincuenta mujeres iguales. Era atractiva pero no tanto. Tenía lindas redondeces, eso sí. Su rostro denotaba inteligencia y concentración. De pronto levantó el rostro y lo miró a los ojos, como si hubiese sabido que el otro la observaba. Ella sonrió con una intención muy difícil de clasificar. Era una mezcla de ironía con algo indescifrable, misterioso. Barbudo pensó: «¿Pero qué carajo pasa aquí?». Y luego, este pensamiento que parecía suyo: «Ahora es el momento más importante de mi vida. Creo que es la mujer que busqué siempre». Rechazó débilmente la idea, con toda evidencia disparatada, digna tan sólo de un soñador que jamás tuvo mujer. «¿Y si fuera cierto?».
La chica sacó la hoja de la máquina, procediendo luego a depositarla sobre la mesa. Después, despacio, se levantó y avanzó hacia él. A un metro de éste, se paró aprestándose a decir con calidez: «Te esperaba. Siempre supe que ibas a venir». Entreabrió los labios, a punto de pronunciar la frase. Pero, justo en ese instante, cuando ya la punta de su lengua se pegaba a los dientes para iniciar la articulación de la primera palabra: «Te», ocurrió algo extraño. Quedó paralizada, con los ojos muy abiertos; tal como una zombie que hubiera sido desconectada. La fascinación de su cara desapareció. Balbuceó trastabillante alguna incoherencia tal como: «Disculpe… perdón…». Con la cara toda gris, dio media vuelta y otra vez se instaló ante la máquina de escribir. Puso una hoja nueva. De golpe era una empleada como cualquier otra. El Barbudo perdió toda la conciencia de encuentro mágico que tenía hasta hacía un momento. ¿Cómo era posible que, a una tipa de cara tan pelotuda, un instante atrás hubiese estado a punto de considerarla como la mujer de su vida? ¿Qué le había pasado? ¿Se estaba enloqueciendo? ¿O qué si no?
De cualquier manera y a partir de ese momento, no volvieron a ocurrírsele pensamientos raros ni tuvo ya encuentros exóticos. No obstante, y hasta dos meses después del suceso, cada tanto se le ocurrían en presencia del Monitor cosas tales como: «¿Y si este tipo, que parece tan amigo mío…?». Pero ya sin fuerza alguna y le era facilísimo bloquear. Finalizados los dos meses, ya no volvió a sentir molestias de ninguna especie.
Otros, pobres infelices, no tenían tanta suerte. Desprovistos de ayuda y Maestro, se convertían en fácil presa de una Sociedad Esotérica cualquiera.