El origen secreto del Soriatór
Los señores Moyaresmio Iseka (ex soria, fugado del Soria) y Crk Iseka, —los dos semicrotos de los cuales se habló—, ya francamente crotos a esta altura debido al progresivo deterioro de sus mugres, estaban descansando.
Debajo de un árbol intentaban reponerse de sus numerosas tareas mentales al servicio del Estado. Por suerte tenían vinito, pan, picadillo y se estaba asando un pedazote de carne pinchado en una rama, como un infiel enemigo de la Fe ensartado en un alfanje.
El señor Crk Iseka, luego de un eructo:
—Usted que viene de Soria, don Moyaresmio, Ilustre del Soria Soriator ¿es tan malvado como dicen?
Moyaresmio Iseka encendió un cigarrillo y luego de tres bocanadas, calmosamente y con tiempo, dijo:
—Mi estimado colega y amigo: soy inocente, como el architraidor Tofi. No sabría decirle, porqué el Soria Soriator es el hombre más extraño de Soria. A nosotros no nos quiere, ya se lo dije. No obstante, desearía ser justo. Sólo yo conozco sus orígenes, porque tuve un sueño donde lo vi y sé que la visión era verdadera. Una iluminación, si usted quiere. Nadie sabe cómo el Soria Soriator llegó al poder. Observado desde afuera es como si, de la mañana a la noche, un hombre oscuro hubiese brotado del caos logrando apoderarse del país. Todos, dentro y fuera de Soria, lo creen así porque nada saben. Pero yo sí sé. —Moyeresmio Iseka pegó otras dos pitadas dramáticas y, cuando observó por el rabillo del ojo que Crk Iseka estaba asado a punto de curiosidad, empezó a comérselo—: El Soria Soriator era un hombre muy pobre. Nunca fue un croto, pero sí un obrero sin trabajo. El soria, quien no tenía más de veinte pesetas y ni la menor idea de cómo haría para vivir los próximos seis meses, estaba sentado en un restaurante de quinta categoría. Mientras saboreaba su cerveza vio pasar a un vendedor de escobas. Éste voceaba: «¡Escobas! ¡Escobas! ¿Quién necesita escobas?». Con angustia, la última palabra. Ahora bien. El tipo iba rotoso, envejecido y sucio; pero, sus escobas estaban nuevecitas. Entonces Soria pensó: si estando hecho un linyera tiene esos trebejos flamantes, es evidente que —lo sepa o no— él posee todo un resto de mundo, invisible, a la altura de su mercadería y que continuamente lo acompaña. Un cosmos análogo lleno de detalles y en estado potencial. Las escobas son baratas, pero porque no necesitan ser más caras y lujosas: las que son usadas en la residencia de un potentado son iguales a las de la choza de un pescador. Entonces, es como si él —sin saberlo, sentirlo ni aprovecharlo, como el burrito de San Vicente—, aparte de esos artículos de limpieza, poseyera una cantidad de objetos desprovistos de peso y en flotación: tres o cuatro mansiones de quinientos mil dólares cada una, joyas, pieles y cinco o seis automóviles. Como todo ello de nada le sirve, bien podría vocear con idéntica pobreza. «¡Automóviles! ¡Automóviles! ¿Quién necesita automóviles?». Con angustia, esta última palabra.
»Así meditaba el soria. Entonces, iluminadamente, descubrió la manera de hacerse rico y poderoso sin perjudicar al hombre de las escobas. ¡Total!, el otro no sabía que tenía todo ese Universo invisible, ni le servía de nada. Le dejó las escobas, pero empezó a sacarle —a medida que pasaba por delante de la puerta—: dólares, diamantes, edificios de departamentos, automóviles, yates para cruceros en alta mar, hermosísimas mujeres mantenidas, secretarios, guardaespaldas, escrituras de posesión de tierras y la dictadura.
»Cuando finalmente se transformó en Soriator, hizo que su gente buscase al viejito de las escobas —no fuera que al morir éste se le disolviese todo como si jamás hubiera existido— y le dio una casa, puso para él plata en el banco, gente que lo cuidase y otras. El viejo quedó sorprendido y encantado. Es en la actualidad uno de los pocos hombres que, en Soria, aman sin reservas mentales al Soriator. Los otros, en su mayoría, únicamente le temen. Sólo él lo defiende cuando alguien se atreve a criticarlo con un cuchicheo.
Moyaresmio Iseka finalizó su narración y el cigarrillo. Miró al señor Crk Iseka de reojo y, luego de encender otro cigarrillo, se quedó aguardando en silencio.
Después de dos minutos en que nadie dijo una palabra, Crk Iseka preguntó:
—Dígame, ¿es andaluz usted?
—¿Por?
—No no. Por nada.
—¿Es que acaso no me cree?
—Oh, por qué no. Si este mundo es tan extraño que da para todo. Aunque realmente y pensándolo bien, si ésa no es la verdadera historia del Soria Soriator merecería serla.
Crk Iseka se incorporó. Volvióse una vez más a su entrañable amigo y le dijo:
—Venga, Ilustre, Tengo que hablar por teléfono. Nos van a dar un trabajo.
El otro, horrorizado:
—¡Trabajar! ¿Qué es esa horrenda blasfemia? Jamás esperé que de sus labios, en los cuales se vislumbran las divinas impresiones nerviosas de Pericles, pudiera salir tal exabrupto.
Crk Iseka procuró tranquilizarlo:
—No se atemorice antes de tiempo. Nos van a dar un trabajo muy bien remunerado en la Monitoria de las Lenguas. Y como nosotros para charlar nos pintamos solos, no dudo de que nos labraremos un brillante porvenir.
El señor Moyaresmio Iseka suspiró incorporándose:
—En fin, si no hay más remedio.
Crk Iseka buscó entre sus ropas y sacó una moneda trucada, que le permitía hablar gratis por teléfono cuantas veces quisiera, ya que un dispositivo de la misma diminuta pieza introducida, luego de establecer la comunicación, obligaba al aparato a devolverla. El señor Crk explicó:
—Es la última que me queda. Hace ya cuatro meses que la uso sin descanso para enloquecer a las Monitorias con mis planes de producción y falsos informes. Perdí las otras. Se las compré a una vieja sacadora de fotos del dedo gordo del pie derecho. Dedicaba sus días exclusivamente a estas dos tareas: vender monedas chichis y trompetear alada como un colibrí elefante, munida de su máquina fotográfica, sobre los dedos gordos piederechistas ajenos. Y aunque usted le ofreciese la plata que le ofreciera, se negaba a cualquier otro tipo de lujuria de la manera más firme y terminante, por considerar que, fuera de las fotos, todos eran actos superfluos. La sublimación misma era la anciana. Para mí que era la vieja del tango. Ése que dice: «Qué concavidad imposible»
—¡Basta! —interrumpió Moyaresmio—. Conozco perfectamente de qué tango se trata. Ya me tienen podrido. ¿Por qué todo el mundo canta eso?
—Y, qué sé yo. Pero como le decía, Ilustre, la vieja que me vendió las monedas trucadas —cuyo único ejemplar tengo en este momento en mi mano— me explicó. Según ella, había superado hacía rato la etapa previa de los juegos sexuales en que todos incurrimos. Ya estaba de vuelta. Había descubierto que sacarle fotos al dedo gordo del pie derecho, era el erotismo quintaesenciado. Cómo sería, figúrese usted, que tenía una ampliación —la cual ocupaba toda una pared de su casa— del dedo gordo del Kratos de Gimnasia y Trabajo. Foto que le tomó un día con teleobjetivo, mientras él enseñaba gimnasia colectiva en chancletas.
Moyaresmio Iseka, presuroso:
—Sí sí. No me diga más. ¿Qué le parece si vamos a hablar por teléfono?