CAPÍTULO 44

Toque de queda

Gordo Soriano Iseka fue detenido en medio de la calle. Iba distraidísimo pensando en el porvenir de la literatura en la república de Chanchelia y si su reciente unión con Protonia Oriental —para formar la República Federativa de Protonchelia— sería para bien o mal de las letras, cuando lo detuvo una patrulla de isekas, quienes lo consideraron sospechoso. Tal desconfianza tenía como origen el hecho de verlo —¿cómo podríamos decir?— «triste, solitario y final».

—Buenas noches, camarada.

Sorprendido, pero nada asustado, Soriano contestó con el tono más natural del mundo:

—Ah…, buenas.

Uno de los isekas:

—¿Cómo «buenas»? ¿Usted no sabe que hora es?

Sonano miró su reloj:

—Las tres y cuarto.

—¿¡Y lo dice tan tranquilo!? ¿No sabe que hay toque de queda?[49]

Empezando a conmoverse:

—¡Uuuh!… Ni me di cuenta.

Los otros lo miraron con curiosidad y furia creciente.

Uno del grupo:

—¿Cómo se llama usted?

—Soriano.

—¡Un soria! —exclamaron horrorizados.

—No… yo no me llamo Soria —replicó algo confundido—. Soy Soriano.

—«Soriano» significa: «habitante de Soria».

—Soy inocente —dijo Soriano.

Iseka I, sarcástico:

—Sí. Inocente como el architraidor Tofi.

Iseka III, señalando a su izquierda:

—¡Al azufre de la ardiente fosa!

Iseka II, señalando a su derecha:

—¡A los procesos para fabricar salchichas!

Iseka IV, señalando arriba:

—¡Al quinto minarete de Pentacoltuco!

Iseka I, indicando a sus pies:

—¡El enterramiento prematuro!

Iseka V, haciendo curvitas con el dedo índice a la altura de la garganta:

—¡La fosa y el péndulo!

Soriano, ahora sí consciente de su situación y asustado:

—Pero escuchen… ¡Se los juro!… Yo no tengo nada que ver con Soria. Yo no soy un Soria. ¡Oigan! ¡Es verdad!

—Qué verdad ni ocho cuartos —gruñó Iseka II—. Los documentos.

Iseka V, algo innecesariamente:

—En nombre de la Tecnocracia, del Monitor y del Triunfo.

Gordo Soriano Iseka sacó su documento y lo entregó. Iseka II, luego de tomarlo, comenzó a darle infinitas vueltas, apuntando todas hacia resoluciones Carlanco é morto.

—Poco convincente —refunfuñó Iseka II, para luego concluir—: Es tan fácil para los chichis hoy en día falsificar un documento.

Soriano:

—Es el que me dieron ustedes.

—Nosotros no le dimos nada —replicó Iseka II con helada indiferencia—. Quiero decir: su gente, el Estado.

Iseka II, severamente:

—Mire, querido: si esto es todo lo que puede decir, le irá horrible. Peor de lo que se imagina. Lo meteremos en la fosa del espanto penúltimo. Pirañegarogó.

Los otros isekas comenzaron a chillar furiosos:

Iseka V:

—¡Basta de consideraciones, Iseka II! ¡Deportémoslo a las Provincias Escuálidas! Allí donde está todo lleno de bichos bolita y vaquitas de San Antonio.

Iseka III:

—¡Que lo manden a las Salinas Chicas, como hacía el padrecito Stalin! ¡Que también los mandaba a la Siberia a cosechar líquenes con hoz y martillo!

Iseka V:

—¡Que vaya ahora mismo, sin falta, a olerle la cola al chancho!

Iseka II levantó una mano e impuso silencio:

—Basta. —Los otros isekas callaron temerosos, ante la orden del de mayor jerarquía. Éste, se volvió a Soriano—: ¿Tiene algo que alegar en su defensa, camarada, antes de que lo hagamos picadillo o lo transformemos en asfalto o betún?

—¡Pero no me pueden execrar así!… ¡Escuchen!: tengo un amigo iseka —y levantó un dedito para marcar su «un».

Iseka II lanzó cierta exclamación sarcástica, con rechinar de máquina en cortejo fúnebre:

—¡Ja! Eso lo dicen todos.

Isekas I, III, IV y V:

—¡Je!

Soriano:

—Pero… es verdad que tengo un amigo iseka.

—No lo dudo —confirmó Iseka II con tono de mal agüero—. Eso es lo malo de nosotros los tecnócratas: somos excesivamente tolerantes y buenos. Nos ordenan castrar a alguien, sea un ejemplo, y nos limitamos a sacarle un solo hueviño a fin de darle una segunda oportunidad. Se aprovechan de nosotros. Así que ahora, ¡nada! ¡Todos a la Mano que Aprieta las Bolas!

Y los cinco isekas, miraron a Soriano con el ceño fruncido, sonriendo, y con dientes más afilados que los del conde Stoker.

Soriano, con el susto, no se había acordado hasta el momento de su Pasaporte Interior, firmado por el Kratos de las Lenguas en persona, que era amigo suyo. Con este documento estaba autorizado a circular por toda la Tecnocracia. Sonrió aliviado, entrando en primavera:

—¡Esperen! Tengo un Pasaporte Interior —y metió la mano en su faltriquera de calcetín.

Iseka II, extendiendo la mano derecha con el pulgar doblado y haciendo oscilar muchas veces los cuatro deditos restantes, como para invocar al Padre Escarcha:

—A ver a ver.

Soriano sacó el Pasaporte y procedió a extenderlo. Luego de apoderarse del papel, Iseka II empezó a darle infinitas vueltas con sus manos al tiempo que lo miraba pensativamente. No Carlanca é morto, pero tampoco lo otro. Dudaba.

Iseka IV, con respeto, asomándose por detrás de uno de los hombros del oficial:

—Puede ser falso.

Iseka II asintió nueve veces y luego dijo:

—Sí. A ver, veamos la lista de Pasaporteados Interiores. —Sacó una libretita mínima, toda roñosa y ajada. Consultó la lista. Los nombres no debían pasar de quince—. ¡Jm! ¡Jm! ¡Jm!…

Soriano, entre preocupado y furioso:

—¡Le aseguro que estoy!

Iseka II, calmosamente:

—Vamos a ver vamos a ver. —Revisó muchísimo, como si los nombres fuesen incontables. De pronto, demudado—: Gordo Soriano. —Miró a los otros—: Es amigo del Kratos de las Lenguas. —Todos se cuadraron—. Discúlpenos, camarada. No podíamos saber. Andan tantos sorias. No obstante le ruego que siga este consejo: no vuelva a caminar por la ciudad después del toque de queda.

Soriano:

—Le doy mi palabra de que jamás en la vida lo vuelvo a hacer —y no mentía.

Ellos ignoraban que Soriano, en épocas pretecnócratas, había ayudado a un oscuro escritor a publicar cierta novela ¿policial? Tal persona, luego, se transformó en el todopoderoso y temible Kratos de las Lenguas.

Los de la patrulla, luego de taconear, se fueron marcando el paso; con ruido a resortes, por la calle desierta:

«Jincle, clinche, chinde; júnele, clunche, glunque…»