CAPÍTULO 43

Nuevas aventuras telefónicas

Personaje Iseka, que ese día había salido con otro oficial, estaba probando en la caja de una azotea de Monitoria, Tecnocracia Central.

Como era clásico encontró, sobre la tapa que cubría los circuitos y en el entorno de la pared, innumerables inscripciones de sucesivos telefónicos, que las inclemencias del tiempo no habían podido borrar:

«¡Ferrini se nos va! ¡Oh, qué dolor! No te preocupés, Ferrini: para cuando estés postrado en cama pudriéndote vivo con la gangrena gaseosa, tenemos varias botellitas preparadas para festejar a tu salud. / Yo me opongo. No quiero que se lo odie más a Ferrini ni se siga escribiendo en contra suya. Porque como está maldecido hasta por Minoloco, y el Antiser no lo quiere en el infierno por inservible, es capaz de fortalecerse con el odio y a lo mejor no se muere nada. / ¿Tenés hambre Ferrini desde que el médico te puso a dieta? Comé mierda / No lo jodan que parece que se enfermó de veras. Está, postrado en cama / Dicen que tiene mucho olor, pero yo no creo que sea diferente al que siempre tuvo: rosas y jazmín. Sí: Ferrini siempre olió como una tonelada de rosas y jazmines pudriéndose en un sótano / ¿Por qué no le dicen al médico que le haga un enema de gofio? / ¿Nadie lo quiere visitar? Parece que se queja mucho; desde que se enfermó, nadie de la oficina lo fue a ver / Sí: yo lo voy a ir a ver al Velarium. Me pienso gastar medio sueldo en una corona y cinco botellas de Monitor triunfante, de la alegría. Y por una vez en la vida no me va a importar si mi mujer me putea por derrochón / Parece que está peor / ¿Cómo? ¿Todavía no se murió? Ahora, como ya no nos puede joder a nosotros, las verduguea a las pobres enfermeras / Tanto que le deseaban la gaseosa, y se la agarró nomás ¿eh? Rarísimo en una época de antibióticos. Parece que no le hacen ningún efecto / Pero que se muera, que es la única falta que hace / Hay seres humanos —por así llamarlos—, que sólo justifican su existencia por la forma redonda de morirse que tienen. Ejemplo: Ferrini / Al fin te moriste, gangoso hortiva piojoso. Voy a ir al Velarium a ponerte una zanahoria en el cajón. ¡Cuánto daño has hecho, Ferrini! Si por lo menos te hubieses muerto un año antes / ¡Qué contentos estamos, Ferrini, de ya no tener que aguantar tus alcahueterías y ruindades! Ahora te fuiste a escorcharlo al Antiser. ¡Qué se joda él ahora que tiene que aguantarte! / Respeto por los muertos, che / ¡Pero ojalá se muriera todos los años ese viejo puto!».

Personaje Iseka, luego de leer todo lo anterior sonrió y no dijo nada. Pero de todas maneras dijo otra cosa:

—Bastante más jodida que ésta, fue aquella directa que me tocó el mes antepasado con mi compañero.

4 A-12 Iseka, cantando la segunda parte del tango pornográfico Qué concavidad imposible tenía la vieja:

—«Viejo puto / todas las hechicerías que quedaron sin venganza / viejo puto / las viejitas yegüazas con sus yegüarizadas / viejo puto / cómo pululan los sorias en su progresión». —Interrumpió el canto y preguntó—: ¿Por?

Personaje Iseka explicó:

—Y… La vacante estaba sin circuito, según Mesa de Pruebas. Ahí nomás pedí una clavija con Puente. El cruzador me tardó cuatro horas en salir. Cuando apareció, el tipo se puso a llamar a Puente. «Viejo, Puente no me contesta», dijo él. «Me voy. Si llega a salir, decíle que me espere. Chau». Y, en efecto. Se fue y al minuto saltó Puente. Cuando supo que el cruzador se había ido, se enojó y se fue él también. Y yo con el micro en la orejita, ¿viste? Hacía ya cinco horas que estaba en la azotea cagándome de frío. Volvió el cruzador y cuando le dije que Puente se había enojado, él se enojó también y empezó a llamarlo. Finalmente me probaron, qué conchaza tenía la…; quiero decir: qué concavidad imposible. Y dijo Puente: ¿qué querés probar? «Quiero probar el cable 14, par 872», le contesté. «¿872?». «Sí». «Bueno. Esperáte un cachito». Al rato me dijo: «Hacéme corto». Lo hice. «Sacálo». Esperó tres segundos y me dijo: «Esa vacante está bien, viejo. ¿Quién fue el pelotudo que te probó?». «Ferrini». «¿¡Ferrini!? ¿Pero no lo jubilaron todavía a ese hortiva, comilón, hijo de puta, mal amigo y peor compañero?». «Y… no». «¡Guacho reventado hijo de…!». Después pareció que pensaba un poco: «¿Pero cómo? ¿El cerdo no era instalador de Suburbio Sur?». «Sí». «¿Y? No me digas que ahora lo pasaron a Grupo T, para que cague gente en Mesa de Pruebas, y a nosotros los pobrecitos de Puente que vamos a tener que tratar con él». «Y…». «Pero ¿y qué mal le hicimos nosotros, los de Puente, a Teléfonos Tecnócratas o al Monitor, para tener que aguantar a Ferrini y sus ruindades, su zalamería babosa, etc.?». «Bueno, el Monitor no debe saberlo. Seguro que ni oyó hablar de Ferrini». «¿¡Y a mí qué me importa si no oyó hablar!? Tiene que firmar un decreto por el cual se lo entierra vivo sin falta. Sí, sí, sí, sí. Nada de echarlo de la Empresa y que se muera de hambre, porque eso es demasiado poco. Poquísimo. Casi hacerle un favor. No. El emparedamiento prematuro. El amontillado para él. La fosa y el péndulo para Ferrini. Los telefónicos tenemos que hacer una huelga de setenta y dos horas, y si no nos dan bola por tiempo indefinido; hasta que el Monitor afloje y firme un decreto por el cual se ordena que a Ferrini se lo entierre vivo de inmediato, sin pérdida de tiempo. Ya. O si no, si no lo podemos conseguir, que por lo menos lo deporten a Soria donde estará con otros hijos de puta como él, y donde sufrirá como un asqueroso por no tener ya a ningún telefónico honesto, buen tipo, a quien amargarle la existencia con sus ruindades. Mezquino. Vil». Era la segunda vez en la vida que yo oía hablar de Ferrini. Como el otro le tiraba peste, yo empecé a hacer lo mismo: «Es un paralítico mental inútil». «¿¡Inútil!? ¡Inútilísimo! Ferrini vino al mundo con una caca bajo el brazo. Destapa botellitas llenas de pedos y las huele como si fuera esencia. Mugriento inmundo. Es tan sucio que viene a ser la mancha del tizne, de tan roñoso. Infame lleno de vicios, el muy indeseable piojoso». «Así es, así es. Mal amigo y peor compañero», dije yo que lo había leído en una caja. «¡Aaah! ¡Eso! Eso es. Ahí dijiste una gran verdad». «Es un soria». «¡Y claro que es un soria! Insulta el honesto apellido Iseka. En vez de llamarse Carlitos Ferrini Iseka, se tendría que llamar Carlitos Chichito Soria. O Soria, directamente. O no, mejor no: Ferrini está bien. Yo me alegro de que se llame Ferrini para poder odiarlo mejor». El de Puente roncaba de odio. Después me siguió diciendo: «¿Para qué me habías llamado vos? ¡Ah, sí! Bueno: el par está bien, ¿eh? Andá y decíle a ese guacho que te pruebe mejor». «Gracias, chau». «Chau», me contestó Puente. Entonces lo llamé otra vez a Ferrini a la Mesa de Pruebas: «Ferrini: Puente me dijo que el par estaba bien». «Sí. Disculpáme. Estaba mal puesta la clavija. Te voy a probar de nuevo». Me probó y estaba bien. «Ferrini». «¿Qué, nene?». «¿Te paso el trabajo?». «Bueno». «Cable 14, par 872, que va cruzado con cable 18, par 20… ¿Anotaste, Ferrini?». «Sí». «Bueno, eso es todo, viejo. Chau». Ferrini: «Esperáte. Dame los otros cruces». Yo me extrañé porque es uno el que tiene que llamar a las otras oficinas, como bien sabés. Pero Ferrini insistía. Estaba sospechosamente amable: «Dame los otros cruces, que los paso yo. ¿Somos cabecera o punta?». «Cabecera». «Y bueno. Dámelos que los paso yo. No te preocupes». «Y bueno, si vos querés… Anotá: de ahí salta a cable 100 de oficina Tarkino, par 708, con cable 3 de oficina, par 25-» «Par… 25- Seguí». «De ahí salta a Petrushka, que es punta. Cable 52, par 232, con cable 30, par 119 de abonado». «Bueno. Fenómeno. Ya mismo me encargo de todo, Chau, viejo». «Chau, Ferrini». Pero ahí no terminó la cosa, porque un instalador que estaba ligado conmigo y había oído todo, me dijo cuando Ferrini colgó: «Mucho ojo con ese culo roto, que ahora se hace el bueno porque todos lo odiamos. Quiere congraciarse con los instaladores y va y nos mama los calcetines. Pero de nada va a servirle». «No, seguro seguro». «No tanto seguro seguro, que vos bien contento estabas cuando te recibió los cruces así no tenías que llamar a las Mesas. Vos le estás haciendo el juego. Es un deber odiar a Ferrini. El que no está con nosotros está contra nosotros, dijo el Monitor». «Yo también lo odio. ¡Me hizo cada una!». «¿Sí? Pues no parecía. A ése uno de estos días lo vamos a tirar por un vano a la calle: cincuenta metros en caída libre. Ferrini va a caer como los gatos, con las patas bien abiertas. Va a caer parado, como acostumbra; sólo que esta vez de nada le va a servir. Y a cualquiera que lo defienda le va a pasar lo mismo. Vos andás en malas compañías; desde ya te informo que por ese camino vas mal. Vos ya sos grandecito, me supongo, y sabés lo que hacés». Entonces yo le dije desesperado: «¡Pero escuchá! Estás equivocado. Yo no lo quiero para nada a ese tipo. Ni verlo. Me da alergia su sólo nombre». «¿Sí? Pues no parecía según lo que escuché por el micro, ¿eh? Más bien vos y él eran como culo y camisa. Como hermanos, casi. Como chanchos, yo diría». «Pero no, no. Escucháme, ¿quién sos?». «Un telefónico igual que vos, con la sola y única diferencia de que no me dejo empaquetar por Ferrini». «¡Yo tampoco! ¡No le creo una palabra!». «Eso espero». «Mira: ¿qué lo voy a querer con lo que me hizo? Me robó la mujer». Como te dije vez pasada, yo nunca estuve casado. El tipo se avivó en el acto: «Ah, ahora me doy cuenta de que me estás mintiendo. Ferrini no te puede haber robado la mujer a vos porque es puto. Además no sirve para cría ni engendra». «Pero a las mujeres les gustan los putos». «Ah, por ahí puede ser. Ferrini con tal de hacer una maldad es hasta capaz de efectuar toda clase de alegres fornicaciones. La mujer que él tiene…». «¿Cómo? ¿No decías que está del otro lado? ¿Y cómo tiene mujer?». «Tiene que ser lesbiana. Se han de cubrir mutuamente». «¿Y cómo justificás los hijos que tiene Ferrini?». Yo qué sabía si el otro tenía hijos. Más que nada era para ver qué me decía. Insistí: «¿Y sus dos hijos?». «¿Por qué dos hijos? Si tiene tres. Pero no son de él los tres hijos de Ferrini. Mientras él hace jugosas extras, a su mujer se la machetean sin esperanzas todos los vecinos varones y pertenecientes al reino animal. Se dan todos los gustos con la mujer de Fcrrini». «¿Cómo? ¿No decías que es lesbiana?». «Y, será las dos cosas». «Bueno, vi ojito. Te dejo». «Chau, nene. Y hacéme caso: no te pongás cerca suyo porque a vos también te puede tocar el rayo que a él lo va a alcanzar».

Personaje Iseka hizo silencio y luego prosiguió en otro tono:

—El asunto es que con esa directa dichosa, estuve todo el día. No hay peor pudrición que las directas.

—Sí —contestó 4 A-12 Iseka—. Los otros días me pasó algo parecido. Estaba todo lo más bien, probados los pares de las dos puntas y pasados los trabajos, llamé a la cabecera para que me la probasen, y no pasaba. Y no pasaba… y no pasaba… ¿Y a que no sabés qué carajo pasaba?

—¿Qué carajo pasaba?

—Que había quedado mal el par de oficina, de oficina Perogrullo. A llamar a asignaciones Pares de Oficina. Hasta que me comuniqué y se arregló, tres horas. Pero ahí no terminó la cosa. Probé de nuevo, y resultó que en el intervalo había quedado mal el par de la punta. A llamar a Asignaciones zona Guadiana. La chica de Asignaciones me dijo que lo iba a solucionar pero que me tenía que dar un desvío y dos corridas de abonado, porque la vacante quedaba en lomas de la mierda. Así me dijo: «Lomas de la Mierda».

—Qué guaranga —criticó Personaje Iseka.

—Sí. Me quedé helado. Pero no porque hubiera dicho la palabra «mierda», sino porque el desvío era arriba de un garrote y hacía frío y caía una de esas nieblas húmedas, ¿viste?, que son peores que la lluvia. Y había que hacerlo nomás porque era una o, e, a, urgente.

Personaje Iseka se mostró solidario:

—Sí. A veces es como si las directas estuviesen embrujadas.

No bien escuchó esto, el otro cambió de cara. Retiró el micro de la oreja a pesar de que estaba esperando para Puente y éste podía salir en cualquier momento. Depositó el aparato en el suelo y sonrió en forma muy extraña.

—¿Embrujada decís? ¿Vos creés en las brujerías? Te lo pregunto porque ahora que hablaste de eso, me acordé de algo que me contaron hace poco. Yo creo en esas cosas, ¿sabés? Un día un curandero me habló de algo que le había pasado a los once años. Él tenía un amigo como de su misma edad. Eduardo, creo que se llamaba. Y era muy raro, porque tanto éste como su vieja estaban llenos de cicatrices. El curandero, que por esa época no era mágico ni nada, me contó que él, pese a no tener la costumbre de meterse en lo ajeno, le preguntó a la madre de su amigo por qué tenían los dos esas cicatrices. Ya no aguantaba de la curiosidad.

—¿Y qué le dijo la vieja?

—Mi amigo la veía vieja porque era pibe. Pero era una mujer muy linda a pesar de las cicatrices, y tenía unos treinta y cinco años. Le dijo: «Te lo voy a contar, pero me tenés que prometer que no se lo vas a decir a Eduardo». «Bueno, bueno», dijo el otro. Ella le confió que había estado casada con un hombre muy bueno, pero que no sabía leer ni escribir. Ellos trabajaban en el campo. «Y un día llegó un hombre que se hizo amigo de mi marido —decía la mujer—. Este tipo le enseñó a leer y le regaló cuarenta libros de Magia Negra. Después de que él aprendió a leer, el otro desapareció y no lo vimos nunca más. Mi marido, que en su vida había tenido un libro en sus manos, empezó a leer los libros de Magia Negra. Trabajaba como un esclavo para mantenernos, y al volver a casa, en vez de acostarse conmigo, leía eso. Dormía dos o tres horas por día, él que siempre había descansado y comido bien. Y se empezó a volver loco. Yo me daba cuenta de que ya no era el mismo. “Cuando estás leyendo, tu cara cambia”, le dije, “se te vuelve mala y dura”. Mi marido se asustó: “Qué raro es que me lo digás, Teresa. Porque cuando leo me vienen a la cabeza cosas horribles. Se me ocurre, por ejemplo, que para llegar a ser un gran mágico tengo que matarte a vos y al chico”. “¡Eh, no seas loco!”, le dije yo asustada. “No, no. Vos sabés cómo lo quiero al pibe y cómo te quiero a vos. No es eso. Ya sé que no lo voy a hacer. Pero se me ocurre, nomás. Y cuando leo”. Estuvo meses leyendo. No me hacía caso. Yo le decía que los enterrase a los libros, pero como si le hablara a la pared. Y después no era nada más que cuando leía; también cuando trabajaba o estaba con nosotros, que se le ocurría la cosa. Y parece que un día al volver del trabajo, nos encontró dormidos a los dos. Tan dormidos que nos sacudía y no nos podía despertar. Era como si algo nos hubiese planchado. Y entonces nos ató. No me acuerdo qué excusa me contó que se le ocurrió para hacerlo. Después salió de casa y fue hasta un taller de trabajo que estaba detrás de unos árboles. Ahí no iba nunca, pero esta vez fue. Lo primero que vio fue un cuchillo de carnicero, que él pocas veces usaba, arriba de una mesita. Él estaba seguro de que ahí no lo había puesto. Agarró el cuchillo y empezó a afilarlo en una piedra de afilar que estaba cerca. Mientras trabajaba, se puso a cantar a grito pelado. Tanto gritaba que nos despertamos. Cuando nos vimos atados, empezamos a pedir socorro. Pero ¿quién nos iba a ayudar en medio del campo?». El curandero me dijo que las personas poseídas, cuando van a matar o a degollar a alguien, a veces se ponen a cantar en esa forma. Dijo que es porque todos tenemos una cosa: un doble, el «Ka». El «Ka» de una persona buena no está poseído aunque el tipo sí lo esté. Y como el «Ka» no puede hablar, hace que el poseído grite como un endemoniado para que la víctima se avive y se pueda salvar. «Mi marido —ahora también me acuerdo que me dijo la mujer— cantaba una cosa rarísima: “ji óólgüeis ander ubiter, jioueamanirrr ¡schkt! jamasanirmelarrr… tarararirarúuuu… talamanirasorúuu carchis. Ji ólgüeis ander ubidcr, ubidein…”. Y locuras por el estilo. Después de que afiló el cuchillo se nos vino al humo y nos empezó a tajear, a mí y al chico; no como para matarnos, al principio: más bien era para cortarnos a cachitos. Pero cuando mi marido me vio medio en bolas, toda cortada y llena de sangre y con las tetas afuera, le pasó eso que vos sabés. Tiró el cuchillo a la mierda y me montó. A pesar de que me dolían los tajos y tenía miedo, me gustó cuando se me subió encima. Parecía que no lo hubiese hecho nunca de las ganas que tenía. Y cuando terminó, fue la cosa más grande que yo hubiese visto. Calculé que sería como medio litro de guasca. Yo nunca supe ni oí hablar a otras mujeres de un hombre, que pudiera terminar así. No bien lo hizo se le pasó la locura de golpe. Con el mismo cuchillo que estaba por ahí tirado, nos cortó las sogas. Nos alzó a los dos para ponernos en el sulki y así llevarnos al hospital del pueblo. Después de que nos dejó ahí él volvió a casa, agarró un revólver y se pegó un tiro». El curandero me contó que el Ka del tipo, para salvar a las víctimas, desvió la cosa y le hizo tener un sadismo sexual. Así decía. Al montarla se liberó de la posesión. Por eso largó medio litro. Por toda la energía sexual que había tenido que usar para sacudirse. Porque un hombre normal no puede hacer eso.

Personaje Iseka se puso a reír a carcajadas:

—¿Pero vos de veras creés en todas esas pavadas? —El otro lo miró de manera muy rara. Iseka, sin darse cuenta, siguió riéndose—: ¡Pero esas cosas no existen! Qué me venís a mí con hechicerías ni estupideces. No me digás que a esta altura del partido vos creés en las curas milagrosas de la Madre Celestina o pelotudeces así. ¡Ja, ja, ja, ja!…

4 A-12 Iseka, no contestó. Abrió su enorme valija donde llevaba las herramientas y empezó a sacar cosas: un serrucho pequeño para cortar maderas chicas —adminículo insólito aun para un telefónico—, una piedra de afilar, caños, tuercas y tornillos. Con una pinza empezó a armar una máquina. Tomó el serrucho y dio comienzo a su afilación en el artefacto recién preparado. No sólo afiló los dientes —hasta que éstos quedaron como navajas—, sino también el lado opuesto y la punta mocha. Trabajó hasta dejarlo semejante a una suerte de espada. Personaje Iseka miraba todo esto extrañado. Al principio —cuando armaba la máquina—, no entendía. Pero no bien empezó a afilar cantando a grito pelado: «Ji ólgüeis ander ubisa-monirrr laruimonir pasoriuk frasim jaralojolir merajonichuk ilenirrr ¡schkt! Jí ólgüeis ander ubídeir, ubidein. Lalalalarí laluilarilalúuu…», ahí entonces Iseka empezó a sintonizar la onda. Y sintonizó del todo cuando el otro se puso a tirarle puñaladas con el serrucho, o a cortar el aire como si el instrumento fuese un mandoble. Personaje Iseka disparaba por toda la azotea pensando que ése sería el último día de su vida. Encontró un techito de fibrocemento anexo y lo saltó sin tocarlo, cayendo dos metros abajo sobre otra azotea. El loco, en su desesperación por alcanzarlo, pisó el fibrocemento y se hundió atravesándolo. No obstante, pese a la caída y a tener una pierna rota, siguió tras Iseka, saltando en una sola pata y siempre con el serrucho en la mano, y lo notable fue que por ese procedimiento avanzaba más rápido que Iseka, quien no se había hecho daño. El perseguido encontró una escalera de mano y la bajó a toda prisa desembocando en un gallinero lleno de batarazas, siempre con el otro detrás. Salió del lugar pese al revuelo del gallo de riña que picó a Iseka pero no al otro, y pasó al lado de una vieja que estaba tendiendo en el patio unos calzones. El poseído, aunque aparecieran cincuenta viejas apetitosas, no por eso pensaba desviarse de Iseka, su objetivo y gran foco. Lo qué ocurrió —y esto salvó milagrosamente a Personaje—, fue que el otro chocó frontalmente con la anciana; con tal violencia que cayó desmayado. Iseka aprovechó para cruzar un pasillo larguísimo y salir a la calle. Nunca más volvió a dudar de las posesiones.