CAPÍTULO 39

El juglar

Cierto día, el Soria Soriator de Soria, quien no tenía cosas que hacer —o muchas, pero no le daba la gana— y encontrábase aburridísimo, recibió a un juglar. Por otra parte no podía dejar de hacerlo. Recibir a su pueblo, quiero decir; aunque más no fuese a las perdidas. Así, aunque amaba la soledad de manera patológica y todas sus gratificaciones eran secretas, no compartidas, siguiendo una súbita inspiración permitió el acceso del mencionado poeta y músico. Sabía que éste gozaba de respeto y admiración. Con un poco de suerte podría serle muy útil.

Luego de algunos pasillos, esperas y peripecias —desgastes normales para cualquiera que deseara llegar ante una presencia tan impresionante como la del S. S. de S—. el juglar fue introducido al despacho legendario. Manijeado, el Soriator se había olvidado de correr la puerta posterior que daba a su cámara privada de vida y sueño. Cuando el poeta fue capaz de apartar su vista del amo de Soria —arrancar su atención del formidable campo gravitatorio que representaba, aunque más no fuese por un minuto—, a través de la referida puerta entreabierta observó, en el fondo de la otra habitación, un objeto grande y oblongo cubierto por un paño negro. Era el cubo de plástico que aprisionaba a Luz Ferreira. Felizmente y pese a su olvido, el Soriator había tenido la precaución de taparla con esa tela mortuoria, caso contrario el otro se habría dado cuenta.

Hermético, acostumbrado tan sólo a dar órdenes, enemigo del diálogo, al dictador le era muy difícil mantener una conversación o intercambiar la menor cosa con un posible interlocutor; ni siquiera cuando, como en el caso referido, deseaba caerle simpático.

El juglar amaba al Soriator —vaya uno a saber qué vería en él ese delirante—; de todas maneras, pese a estar obnubilado su criterio a causa del respeto y la admiración, sentíase cada vez más desconcertado y estupefacto. No quería reconocer que estaba ante un hombre rígido y bloqueado, capaz tan sólo de expresarse mediante monosílabos y emisiones discontinuas de energía. El Soriator, por su lado, ante su impotencia para comunicarse, estaba cada vez más furioso consigo mismo. Ello obligábalo a efectuar un nuevo control, pues no deseaba que el recién llegado lo notase, actitud que no hacía sino aumentar la rigidez del conjunto.

A los fines de conjurar uno de los tantos silencios infernales que se daban entre ambos, el juglar decidió contarle una historia que había imaginado. No era una forma ideal de romper el hielo incomunicante, pero siempre sería mejor que los espacios helados, siderales, de aquella habitación.

—Mi Soriator: días pasados imaginé un tema para desarrollar en un cuento. Es muy breve. Desearía contárselo para…

—Adelante —interrumpió el Súper.

—Sí, gracias… —vaciló el juglar—. Pero como le decía: deseo contárselo pues adivino que tiene mucho que ver con su persona, mi Soriator. Es muy breve, le repito. Una persona —no interesa el medio— logra volver atrás y empezar de nuevo, pero con todos sus pensamientos, experiencias y conocimientos intactos. Ahora su cuerpo tiene la forma de un bollito y pesa unos pocos kilos. Padece la impotencia absoluta de ser un bebé y haber nacido en el seno de su misma familia anti-Mozart. —El Soriator de Soria, gruñó y no dijo nada. Sin duda debía haberse encrespado un poco al oírle al otro una terminología tecnócrata; pero así eran muchos poetas de Soria, quienes no tenían empacho en utilizar sistemas estéticos y hasta filosóficos del adversario si les parecían válidos—. Inerme observa el rostro de su papá chichi; exactamente como lo veía, ya jubilado, una semana atrás, pero ahora joven y robusto: sin decadencia y por lo tanto más virulento. Se dijo: «Éste es el precio que deberé pagar para reiniciar mi vida». Sus problemas son muchos. Antes que nada y para no crearse dificultades, hasta una edad conveniente deberá simular que ignora el idioma. Porque si lo toman por niño prodigio, pobre de él. Sus torturas aumentarán geométricamente si comete la estupidez de centrar la atención de los anti-Mozart sobre su persona —el Soriator de Soria, gruñó y no dijo nada—. Ya más grande tendrá que fingir que aprende poco a poco a leer, como todos los chicos; menuda tarea lo espera. Por lo demás, sabe que el trabajo le estará prohibido hasta determinada edad y, consecuentemente, la independencia. La sociedad no va a permitírselo aunque se escape de la casa.

El Soriator de Soria, gruñó y no dijo nada. El juglar, viendo que el otro sólo gruñía, se desconcertó del todo. «¿Me habré equivocado de hombre? Él tendría que haber comprendido por qué le dije que se trataba de su propia historia».

El juglar, con todo, aún insistió:

—Si conté lo anterior fue para recomendarle que no se muestre tanto ante sus enemigos y, sobre todo, ante falsos amigos y colaboradores. Mi Soriator: usted revela demasiado su grandeza. Yo siento el más profundo respeto por su persona, pues sé que es un solitario, pero no desearía que le pasara algo infortunado.

El juglar calló. Todavía lleno de esperanzas, aunque ya con una pizca de recelo.

El S. S. de S., con un metagruñido metálico, anticipo de los grandes gruñidos generales en forma de parlamentos que vendrían después, contestó:

—Bueno. Pero ¿y a qué viene todo esto?

—Nada. Sólo un toque de realidad, Excelentísimo Señor.

El S. S. de S. se puso furibundo:

—¿¡Realidad!? La única realidad que a mí me interesa es conseguir que mis ejércitos estén bien pertrechados para la guerra que le voy a hacer a ese hijo de puta.

—Tenga cuidado, mi Soriator. Usted cuenta con la ayuda rusa, pero esos tipos no son de fiar.

—A mí los rusos me chupan el pis, lo mismo que el guacho ése de Monitoria. Como me jodan les declaro la guerra a ellos también. Yo no le tengo miedo a nadie. Yo soy el Soria Soriator de Soria, mariscal de campo, rey y Dios —y aquello le gustó tanto que, ya evaporada su ira, volvió a repetir la frase con una sonrisa. De aquí en adelante comenzaría a firmar sus soretes en esa forma: «Soria Soriator de Soria, mariscal de campo, rey y Dios».

El dictador permaneció un momento en silencio, sin gruñidos ni sonrisas. Luego tornóse al juglar mirándolo algo torvamente. «Algo» pero no del todo. Como descubriendo en él, por primera vez, de qué manera aquel hombre se transformaría en un instrumento de excepcional utilidad. Le dijo:

—Mejor que cuentos, lo que Soria en peligro necesita, son canciones de gesta que galvanicen a nuestros ejércitos en una posible guerra.

A la palabra «posible» se la había sugerido la prudencia; cosa que, por otra parte, probaba que el cuento del juglar no había sido contado en vano aunque el Soriator no lo quisiera reconocer.

El otro, retomando el leit motiv interior de la admiración:

—Canciones de gesta. Sí. Así lo haré, mi. Soriator. Escribiré un volumen entero y os lo dedicaré: «Al Soria Soriator de Soria, mariscal de campo, rey y Dios», y quedó callado, con los ojos brillándole de auténtico fanatismo. S. S. de S.:

—Mi vanidad se halaga. No obstante, si de veras quieres consignar una dedicatoria a mi gusto, ponle ésta —y tomando una hoja de papel que había sobre su escritorio, puso con sus violentos trazos que hacían inconfundible la escritura del Soriator:

«Dedico este libro al Exarca Megalysis, quien declaró que, si pudiera, llevaría a toda la raza humana a los minaretes sacrificiales de Exatlaltelico».

Megalysis era un Exarca que había vivido siete siglos atrás. Famoso por su desorbitada declaración.

Luego le entregó el papel al juglar, quien dijo:

—«… sacrificiales de Exatlaltelico». Bien. Así lo haré, mi Soriator. Cuando el poeta se retiraba, en el último segundo —antes de que se terminara de cerrar del todo la puerta blindada a prueba de ruidos y atentados del despacho—, oyó que el Súper decía para sí mismo:

—Así es, así es. Ahora ya nadie se podrá oponer a mis venganzas celestiales. El Antí-ser está conmigo. Fabricar un arma sobrenatural y largarla. Vas a pagar, puto, por lo que le hiciste a la pobre Luz.