Infraestructura mágica
Dentro de los bandos metidos en lucha esotérica, aparte de los grandes magos, había una cantidad inmensa de esoteristas menores, todos dedicados —fuera de las tareas que les ordenaban— a trabajos por su cuenta y riesgo. Eran incontables los que perecían por meterse en cosas demasiado grandes para ellos, creyendo que en caso de apuro los salvarían sus respectivas Asociaciones. Y éstas a veces los ayudaban y a veces no. Particularmente increíbles eran algunas aventuras e industrias de quienes comenzaban a tener poder, sin por ello ser magos del todo. No podían resistir y en general enloquecían. Luego los mataban sus propios compañeros.
Coco Iseka —el discípulo de De Gaula— apenas estaba un poco mejor que los otros, no obstante el hecho de que empezaba a tener poderes en serio. Digamos que de los mayores desastres lo salvaba su humildad… y el hecho de tener un Maestro muy especial, tolerante cual ningún otro.
Coquito era propietario de un gato íntegramente negro, de mirada misteriosa, que había encontrado en la calle. En aquella ocasión, luego de hacerle unos mimos lo recogió y fue volando a mostrárselo a De Gaula, el cual, en esos momentos, operaba con unas complicadas máquinas de su invención. Coco dijo a su protector: «¡Maestro! ¡Maestro! ¿A que no adivina qué encontré?». De Gaula estaba de espaldas y no pensaba gastar energía para averiguar lo que de todas maneras iban a decirle. «No adivino. ¿Qué?». «Un hermosísimo gato negro, tal como necesitamos para nuestras hechicerías». «¿No dice nada y sonríe? Creo que no me comprendió: es todo negro. Lo podemos utilizar para mandarlo en astral y liquidar a nuestros enemigos».
Con toda evidencia, pese a estar junto a De Gaula casi diez horas diarias, Coquito no había entendido aún, ni de lejos, quién era el otro. Sólo un tonto como él podía imaginar que ese mago de alto grado necesitaría un gato negro para realizar sus trabajos esotéricos.
Un poco desilusionado ante el poco entusiasmo despertado por su hallazgo, no obstante insistió obcecado: «Si algún soria nos molesta, le mandamos a Arcalaus y listo», instantáneamente había encontrado nombre para el animal.
Coco sacó esta palabra del Amadís de Gaula, libro de caballería que, pese a su antigüedad, se había puesto de moda en la Tecnocracia. Compró el libro porque su personaje principal tenía el mismo apellido que el Maestro, aunque la semejanza terminase allí.
Puso ese nombre a su gato en honor de Arcalaus el Encantador, enemigo acérrimo de Amadís de Gaula; no porque quisiese mal a este último, sino en razón de que Coco tenía una forma de sentir tan especial que ambos personajes le caían simpáticos. Así, pues, procuraba rescatar las dos partes. Por lo demás uno de sus muchos pájaros se llamaba Amadís y otro Oriana —como la amada del héroe de esa novela extensísima.
De tal forma, mientras sus aves y máquinas le defendían la casa —cuando Decamerón de Gaula no se ocupaba de ello—, enviaba a su gato Arcalaus a causar desastres entre los sorias de menor jerarquía. (Un ocultista de alto grado los habría fulminado al instante, tanto a él como al gato.)
Con toda esta infraestructura lograba desenvolverse bastante bien y su Maestro casi no necesitaba ayudarlo; salvo las raras ocasiones en que metía la pata interviniendo en algo demasiado grande para él. Logró, por sí solo, frustrar varios atentados contra su vida. Como vemos, Coquito era un infeliz pero no tanto.
Decamerón continuaba trabajando con sus máquinas sin prestar atención a su discípulo. Coco miró al Maestro de reojo. Luego declaró:
—Veo que no está interesado en absoluto en el maravilloso gato que acabo de encontrar. En fin, paciencia. —Luego de un largo momento de silencio, insistió—: Maestro…
—…
—Me pasó algo horrible. Horrible. Ni siquiera el hallazgo de Arcalaus me lo puede hacer olvidar.
—¿…?
—Y, era de esperarse. Sólo a mí podía ocurrirme. Resulta que descubrí, con la ayuda de un tarot, que Oriana, mi pajarita blanca, no es Oriana sino Oriano. No se imagina qué espantoso… Usted siempre se sonríe y no dice nada. Bueno. Pero como le decía: ni se puede suponer los delirios que tuve con ella. Y tenga en cuenta que todos los pájaros reciben impulsos telepáticos. Yo le decía: «chinchilla, culona, te voy a dejar embarazada con miles de huevitos». ¡Pobre bicho: quién sabe lo que habrá pensado! «El Maestro se volvió puto» o algo así. Socorro. Horrísono, horrísono.
El otro, por más zen que fuese, comenzó a descomponerse de risa y a revolcarse por el suelo, mientras se agarraba la panza.
Coquito, sumamente humillado y con vergüenza, para disimular no vio otro recurso que cambiar la conversación. Graznó discontinuamente:
—Y si Arcalaus no bastara para hacer cagar a todos esos sorias que largan manijas, ¿por qué no hacemos salir de las entrañas, de las cavernas naturales y profundas, o bien de las hoyas de las Marianas en el Océano Tracio, a la serpiente dromedaria para que los termine de reventar?
De Gaula, quien aún no había terminado de reírse, comentó:
—No se puede. Despertar a la serpiente dromedaria, y mandarla, nos costaría un huevo. Además no existe.
—¿No hay una, ni siquiera en las hoyas de las Marianas?
—Ni siquiera.
Coquito, de lo más enojado, no volvió a decir cosa alguna en las próximas horas.
Así, pues, con respecto a De Gaula —poderoso mago capaz de leer el lenguaje sobrenatural de las estrellas, que podía interrogar a los pájaros, a las hierbas, a las maderas y a los metales, que había traducido a lenguaje humano la tragedia de Dioses y hombres, negado por todos en lo fundamental, pese a su prestigio y a ser consultado permanentemente en las más diversas cuestiones— podía decirse que su único discípulo era Coquito. Todos los demás lo habían traicionado en una u otra forma. Lo extraño era que los traidores lo llamaban Maestro, se le acercaban y pedían consejos. En esta forma y pese a todo, Coco, ese infeliz lleno de carencias, había probado tener más grandeza que otros discípulos fulgurantes.
Podía hablarse de traición, en efecto. ¿Qué si no es la arrogancia, la incomprensión deliberada y viciosa? Preocupados en exceso por conseguir cada día más poderes celestiales, despreciaban lo humano, la armonización, lo terrenal.