Magos y algunas magias de las que no se habla
A partir del grado 33, la totalidad de los magos de todas las Sociedades Esotéricas (tanto de Rusia, como de Soria o Tecnocracia) tenían un «doble», hecho con diversos materiales y de tamaño natural. Previo sacar un molde del alto iniciado, con plástico fabricaban un gran modelo, hueco, externamente igual al original hasta en sus menores detalles. El muñeco tenía pelos de la cabeza y de la barba del interesado —que éste cedía voluntariamente para que le fuesen pegados—, así como también secreción nasal, cera de los oídos, lagañas, semen, transpiración y hasta orina y sangre, que eran inyectadas en el interior del artilugio; el vacío y cierre hermético impedía la descomposición de los fluidos.
Gracias al muñeco de defixión, los otros magos de la Asociación Secreta podían convertir al ocultista —cuyo doble era el muñeco— casi en un Dios cuando necesitaran potenciarlo para realizar un trabajo esotérico cualquiera[44]. Pero también podían utilizarlo en el caso de que el esoterísta se volviese traidor a la Sociedad. En tal caso, mediante el mismo muñeco se lo destruía o bien le eran quitados sus poderes mágicos. El grado de tortura para con el miembro desleal podía variar. A veces comenzaban a sugerirle pensamientos homosexuales. Así, el traidor, quien jamás en la vida había tenido tales inclinaciones —o sí, pero reprimidas—, de pronto y ante su gran sorpresa se encontraba pensando: «Ojalá me encularan». No es un chiste. Podían asimismo volverlo loco, matarlo, castrarlo, etc. Incluso, en oportunidades se conformaban con darle una lección: «¿Ha comprendido finalmente que el Poder no es suyo en exclusividad sino, antes que nada, del Grupo al cual pertenecemos? Que esto le sirva de lección». Por cierto, el otro más que loco tenía que estar para no asimilar la enseñanza de semejante «magisterio». Agradecidísimo de que lo perdonasen.
Los magos egipcios, quienes creían que el alma necesitaba una envoltura carnal para después de la muerte, a veces sometían al cadáver del Faraón a un proceso de embalsamamiento desconocido, mediante el cual se le dejaban todas las visceras. Iniciaban el proceso cuando el fallecido, si bien muerto clínicamente, aún estaba próximo al borde vital. Pretendían lograr, con esta precaución, que una momia de miles de años, disecada además por la deshidratación brutal del desierto, eventualmente pudiese volver a la vida mediante una combinación de medicina y magia.
Antes de proseguir debe aclararse bien el punto. Los muertos, muertos están y no vuelven a la vida; digan lo que digan los espiritistas. Cuando un médium llama a un muerto, en realidad está consultando a la memoria astral del fallecido —absolutamente igual a él— pero no al extinto mismo. Oímos su verdadera voz, vemos su mismo aspecto si se materializa, con todos los conocimientos y afectos que tenía en vida. Pero no es él. Se trata sólo de su memoria astral, que no se borra ni borrará por los siglos de los siglos mientras exista el Universo. Siempre de acuerdo a la teoría, magos poderosos podrían corporizar a V. I. Lenin —sea un ejemplo—, tan físico, tan sólido, tan completamente igual a como fue en vida. Con toda su memoria. Pero el muerto «revivido» no poseerá conocimientos que no tuviese cuando existió. Si queremos hablarle deberemos hacerlo en ruso, con la ayuda de un traductor (a menos que Lenin conociera nuestro idioma). No será en realidad el fundador de la Unión Soviética. Pero sí algo por completo igual célula por célula. Podremos hacerle preguntas, pero no contestará sobre algo que el original haya muerto ignorando. Repito: los muertos son gente que se fue sin retorno.
Pero existe la hibernación. Si un hombre está a punto de morir de cáncer u otra enfermedad y, luego de su extinción clínica —pero no mucho después— o un poco antes, es hibernado, el proceso de la muerte se suspende. Queda todo detenido —incluso su enfermedad— junto con él. Si en el futuro se descubre un remedio contra su dolencia y la forma de deshibernar sin destruir las células, un hombre podrá revivir. No será «algo» igual a él, sino él mismo.
Los magos piensan que lo mismo ocurre con ciertas momias, debido a la manera tan especial según la cual fueron embalsamadas. Así, con el auxilio de la magia y de la medicina secreta que los ocultistas conocen, los cadáveres de ciertos Faraones podrían volver a la vida: no sus dobles, sino los mismísimos gobernantes teológicos de Egipto. Tan vivos como cualquier ser humano.
Los esoteristas tecnócratas, previendo la posibilidad de perder la guerra que se avecinaba, dejaron en una inmensa caverna a dos mil de sus mejores hombres y mujeres en estado de hibernación, con máquinas que los harían volver a la vida setenta años después con armas colosales —robots, tanques ultramodernos— para, saliendo por sorpresa en la retaguardia de un enemigo decadente, descuidado por un triunfo que cree total, destruirlo y propagar nuevamente la Idea Tecnócrata. Las armas, máquinas, equipos ocultados en la caverna, no serían utilizados por mucho que los pudieran necesitar en un momento dado. Eran El Futuro.
Decamerón de Gaula Iseka, jefe del equipo de magos, astrólogos y médicos brujos que rodeaban al Monstruoso Señor de la Tecnocracia, había inventado una hechicería especial para los esoteristas sorias que capturaban. Siendo imposible disuadirlos de su chichismo, que al menos murieran con elegancia. «Así contribuirán a la estética», decía Decamerón. Eran arrojados desde terrazas al patio, estando éste situado a treinta metros por debajo de aquéllas. Durante quince días (el tiempo podía variar) los ejecutados caían imperceptiblemente, como danzando, cual plumas que violasen risueñas todas las leyes de la física. Los veintinueve y medio primeros metros caían así. Pero a los últimos cincuenta centímetros los recorrían a la velocidad máxima. Brum. Como un cañonazo. A partir de la «boca» del último medio metro, el proyectil salía con una velocidad de 5.5 km por segundo y tenían que encontrar —dispersos en hectáreas— a los fragmentos de las esquirlas de carne. Era bellísimo en cuanto a la forma. Algunos al caer —demoraban unas horas en atravesar los primeros 29,50 metros—, giraban alrédedor de sus centros de gravedad insinuando pasos de baile, valses rituales y otras. Cuanto mayor era la altura a que se habían largado —presionados por el entredicho—, tanto mayor era la velocidad del último medio metro. Hubo uno que, para batir records, se hizo lanzar con nave aérea desde la estratosfera; con máscara de oxígeno para no asfixiarse. Así: desde millones de milímetros. Traía, incluso, provisiones para el largo viaje. Tardó cincuenta días en caer. Cuando finalmente llegó abajo, hubo un pequeño temblor de tierra. Ni el obús Gran Berta contra París, ni el Dora contra Sebastopol y ni siquiera el casi inconcebible aerolito que dejó el cráter de Arizona, pudieron haber ofrecido un espectáculo la mitad de interesante, que el otorgado por ese tipo al desplomar su masa. Qué energía cinética, por todos los diablos.
Puedo decir que el comportamiento del suicida forzado, en los últimos metros antes de los cincuenta centímetros finales, fue dignísimo. Atravesó la corteza de la Tierra sin demasiado escándalo, como si se tratara de una hoja de papel perforada por una bala y que, debido a la inercia, ni siquiera tiembla. Su cadáver recién a los veinte metros de profundidad comenzó a transformarse en dum dum. Esta notablemente baja dispersión fue atribuida a la gran velocidad inicial. Sus últimas disgregaciones, por otra parte, alcanzaron a sobrepasar los doscientos metros.
Uno de los chichis a quienes De Gaula obligó al suicidio se llamaba Sebastián Soriateca. Este nombre debe ser olvidado por el lector sin pérdida de tiempo ahora mismo y ya, pues no volverá a ser mencionado en toda la novela. Este anti-Mozart, estudiante de hechicerías para más datos, a fin de vender su casa a mayor precio fabricó una máquina mágica de la ilusión. Así y gracias a ella, el posible comprador vería unos cuartos espaciosos y magníficos, baño lujoso, cocina tipo Hollywood, cálido el cuarto de los niños, sólidas las paredes y materiales de primera calidad.
El estudiante, para construir su máquina, utilizó hierro, oro, platino, diez litros de mercurio y otras cosas. Todo carísimo. Una vez que hubo concretado la transacción, mediante un nuevo hechizo cegó temporalmente a los nuevos habitantes del lugar y entró a sacar su mecanismo. El operativo le costó mucho más que lo obtenido por la venta; pero no le importaba pues él era muy rico: lo hizo simplemente para practicar y probarse que podía llevarlo a cabo.
Al poco tiempo de haberse instalado los otros creyeron haberse vuelto locos: su vivienda, su «máquina para vivir» como llamaba Frank Lloyd Right a las casas, era una ruina: ventanas desvencijadas, revoque caído, agujeros con materiales pulverizados en las paredes, puertas fuera de los goznes o peor: en falsa escuadra, en asimetría. Muy propio del Antiser, gustoso de cosas rotas, viejas, sucias y asimétricas; bien sabe él, en su infinita sabiduría, que así puede penetrar mejor. Los compradores se quedaron con la boca abierta ante tanta maravilla. Y esto, con ser mucho, no era lo más grave. Lo peor fue que ya habían vivido diez días allí, recibiendo las cargas del lugar, con sus sexos afectados quizás irreversiblemente y los cerebros dentro de una progresión de destrucción.
El pobre dueño y jefe de familia, quien jamás en su vida había perjudicado a otro ser humano, ni dedicado al esoterismo, ni nada, vio con claridad una especie de pompón verde, con pelo, altamente maléfico, de un tamaño algo mayor que una pelota de tenis, saltar rebotando por toda la habitación y meterse dentro de su mujer. Ella, joven de veinticinco años, que nunca había tenido enfermedades raras, cayó a tierra víctima del primer ataque epiléptico de su vida.
Con referencia a este y otros asuntos semejantes, Decamerón de Gaula le dijo en cierta ocasión a Coco Iseka (uno de sus discípulos):
—Escuchá, Coco. Te voy a leer un pedacito de El espía que me amó, de Ian Fleming: «La verdadera vida del hampa raras veces es vista por el hombre de la calle. Pero existe. Uno juega a carta errada, y está perdido. Perdido en un mundo que no conocía, y del cual no sabe cómo defenderse». ¿Qué tal si a ese fragmento yo le agregase unas pocas palabras? ¿Eh, Coco? Vas a ver cuánto más profundo suena: «La verdadera vida del hampa mágico, del hampa sobrenatural, raras veces es vista por el hombre de la calle. Pero existe. Uno juega a carta errada, y está perdido… Perdido en un mundo que no conocía, y del cual no sabe cómo defenderse».
Cuánto más siniestro resulta así, ¿no? ¿Qué sabe la gente común del poder de las Sociedades Esotéricas que patrullan las ciudades? ¿Qué saben los ciudadanos normales de la realidad de cientos y miles de tipos que caminan por las calles más transitadas, haciendo mudras y lanzando sobre sus víctimas indefensas energías que pueden enfermar, castrar, matar?
Coquito respondió:
—Tendríamos que escribir algo así como una novela, Maestro. Para prevenir a la gente.
—Tendríamos. Pero nadie creería una palabra. Lo tomarían como un delirio literario.