Los crotos de Soria
Casi no había crotos en Soria y los pocos en existencia debían moverse en la clandestinidad. El Soriator no los quería y ordenó que los cazasen como a perros. Uno de estos hombres, llamado Moyaresmio Soria, a duras penas pudo fugar a la Tecnocracia cuando ya lo atrapaban las fuerzas de seguridad. Luego, en su nueva Patria, el ex Soria se hizo amigo de un linyera local. Cierta tarde ambos estaban tirados sobre el pasto de un campo, felices y contentos después de haber comido pan, mortadela, queso y tomado un litro de vino tinto. A los postres —unas frutas que les regaló el dueño de una plantación—, el roto nativo se mostró interesado en la difícil situación de los crotos en Soria.
—Le diré —empezó Moyaresmio—. Es muy difícil explicárselo a quien no sea sorianense. En Soria se da una situación muy extraña y paradojal. El Soriator no ignora la importancia de los linyeras para la existencia de una Nación. Lo sabe tan bien como el Monitor. No obstante nos persigue y nos mata. Su odio supera cualquier necesidad que pueda tener de nosotros. No sé si envidia nuestra libertad (o nuestra aparente libertad: sólo un linyera está capacitado para comprender lo poco libres que somos y apreciar lo mucho que trabajamos), o si nos detesta porque adivina que jamás estaremos bajo su control. Yo tengo un amigo, en Soria, un ex linyera que fue quien me ayudó a escapar. De no ser por su auxilio yo estaría muerto. Es un hombre cultísimo. Lo conocí ya rico, en una plaza. Yo deambulaba desesperado, sin saber qué hacer. Se me acercó y dijo: «¿Qué le pasa, ñor? ¿Se le terminó la vida?». Me quedé con la boca abierta, porque como usted bien sabe sólo un croto puede hablar así. Después de que charlamos un rato decidió tomarme bajo su protección. A partir de ese momento no me faltó nada en Soria y cada vez que la Secreta del Soriator estaba a punto de echarme la zarpa, él de alguna manera los paraba. Un día me dijo: «Mira, Moyaresmio: cada día me es más difícil apañarte, porque ya son muchos los que saben o sospechan. Si llega a oídos del Soriator nos matan a los dos. ¿Por qué no te vas a la Tecnocracia? Ahí los tratan bien a los crotos». Él hizo todo lo que hacía falta para que yo pudiera cruzar la frontera. No se imagina, Ilustre, lo que fue el paso de esa frontera maldita. Algún día se lo cuento.
Pero como le decía, cuando conocí a mi amigo supe lo que era el asombro. La suya también fue una epopeya, digna de figurar en un libro. Quisiera que usted la conociese, porque su historia lo ayudará a comprender la vida de las personas en Soria. Según me contó, en cierta ocasión llevaba tres días sin comer. De pronto y en el lapso de un segundo —no importa por qué motivo— fue dueño de cuatrocientos cincuenta millones de soriatores. Para que usted se haga una idea, le diré que en Soria, con esa suma, se puede comprar cuatrocientos departamentos. Algo casi imposible de concebir. Esto le ocurrió a las tres de la tarde de un día que aparentaba ser como cualquier otro. Contentísimo, con los cuatrocientos millones en el bolsillo, entró a un restaurante. Inhibido para la lucidez a causa del hambre. Lo echaron a patadas, como ya se estará imaginando, sin dejarlo siquiera sentar. «La casa se reserva el derecho de admisión». Ni tuvo tiempo de explicar que tenía montones de dinero, cosa que fue una suerte pues ahí nomás hubieran llamado a la Secreta. Un ángel protector le advirtió luego que no debía exhibir su fortuna o lo llevarían preso para averiguar cómo, un vagabundo, tenía tanta plata en el bolsillo. Se dijo: «Todo cambiará si me compro primero un regio traje». Como ahora viviría en una nueva frontera económica se propuso conseguir casimir protelio, etc. Entró a una sastrería. Ya, tímidamente. Su salida fue mucho más veloz que su entrada. Los empleados lo ayudaron a retirarse, pero con cierta violencia. Debo decirle que en realidad, mi amigo era un verdadero croto. Así se describió al menos: algunas arpilleras lustrosas por lo grasientas, costras de roña sobre todo el cuerpo, pelo largo c inmundo, barba como cueva de comadreja picaza con hijos, zapatos reventados, pantalones ajados, olor a podrido por la falta de baño y el calor, etc. Comenzó a preocuparse y, en su delirio, por un segundo se le ocurrió que, pese a su dinero, jamás iba a salir del pozo. Si solamente pudiera atravesar esta primera barrera, estaría salvado. ¿Pero cómo lograrlo? De pronto un chispazo: compró en un quiosco hojas de afeitar, brocha, maquinita, espejo y jabón. En una ropavejería —a la cual entró con un billete de cincuenta mil en la mano— adquirió alpargatas y ropa de trabajo, que le vendieron de pésima gana. Fue a pie —porque ningún ómnibus lo quería levantar— hasta una playa, llegando casi de noche. De cierta manera la falta de luz lo beneficiaba para hacer lo que se proponía.
Cortándose todo —se iluminaba con fósforos— se afeitó, y con otra hoja rebajó su pelo. Luego de quitarse todos los andrajos se lavó los pies, la cara, la cabeza y el cuello en el río; vistióse con las nuevas ropas y calzó las alpargatas. Por la falta de costumbre había olvidado comprar medias.
Fue hasta la pensión más humilde que pudo encontrar. El dueño, al verlo sin medias y en alpargatas y sentirle bastante mal olor, dudaba sobre si dejarlo o no pasar. Cuando vio que el otro le alquilaba una pieza por un mes entero, con soriatores legítimos, se ablandó.
Tuvo suerte de que el dueño de la pensión estuviera acostumbrado a albergar gente del hampa, de lo contrario esa noche habría venido la policía a buscarlo (en los documentos figuraba como vago). De cualquier manera el dueño de la pensión se le acercó, al cabo de un rato, interrogándolo extrañado por encontrar tal cantidad de dinero en un hombre pobre —y eso que ignoraba el verdadero monto de la fortuna de mi amigo—. En realidad quería algo por no denunciarlo y el otro, dándose cuenta, se lo dio. El dueño se fue satisfecho y convencido como nunca de que mi amigo era un ladrón. El ex croto, pese a que el hambre lo hacía trinar como a un pájaro en jaula sin comida, se bañó en la ducha común de la pensión, que olía fuertemente a pis. Era tardísimo. Preguntó al dueño si conocía algún lugar para comer. Según le dijo a esa hora todo estaba cerrado. Sólo atendían sitios de alta y mediana jerarquía. Cada vez más hambriento intentó entrar en uno de éstos, pero en alpargatas y, para colmo, sin medias, se repitió la ceremonia de expulsión. No tuvo más remedio que acostarse sin haber comido. Por cierto no pudo descansar a causa del hambre.
Usted se preguntará sin duda por qué mi amigo fue tan tonto de ir a esa pensión. A meterse en la boca del lobo, con todos los peligros y molestias consiguientes. Uno cualquiera de nosotros, en su caso, resignado y sabio se habría quedado en la misma playa donde se afeitó, esperando que se hiciese de día. Uno ya sabe que las cosas no se modifican así nomás, ni siquiera milagro mediante. Es que mi amigo, por motivos que no vienen al caso, hacía tiempo que había dejado de ser croto dentro suyo.
Sigo contándole. A la mañana temprano se levantó y tuvo la suerte de encontrar un bolichito donde, pese a mirarlo mal, le sirvieron dos cafés con leche y diez medialunas. Se hubiera comido veinte, o treinta, pero no quiso llamar la atención. Compró al salir un par de medías. Con ellas puestas esperó a que abriesen una zapatería de tercera categoría y compró un par de zapatos. Volvió a la pensión y se los puso, tirando las alpargatas nuevas a la basura.
Eran las diez de la mañana. Sumamente debilitado por los días sin comer, tentado estuvo de abreviar el trámite y entrar a una sastrería cara. En realidad ya podía hacerlo. Pero le había quedado un reflejo condicionado en forma de echada, que le causaba gran temor. Prefirió ir a un comercio de segunda categoría y comprarse ropas bastante buenas. En la pensión se cambió. Ya era el medio día y fue a comer a un restaurante céntrico. Por primera vez en diez años pudo atracarse con los mejores alimentos y tomar vinos finos.
Luego se acostó a dormir una siesta, con la intención de entrar, por la tarde, cuando volviesen a abrir los comercios, en la sastrería más cara. Pero debido al agotamiento se despertó a las tres de la mañana. Había dormido doce horas seguidas. Salió a la calle pero no encontró nada abierto aún. Había bares que recién estaban cerrando.
Volvió a la pensión y trató de dormir otro poco. Fue imposible. Por primera vez, desde que paraba en ese lugar, notó lo que, a causa del agotamiento, los nervios y el hambre, antes no pudo: había chinches. Se vistió y le dijo al dueño —para impedir que tuviese alguna rara inspiración— que se iba afuera por unos días, pero, que volvería sin dudar. Hasta le adelantó otro mes, como si deseara asegurarse el sitio. Era mentira, por supuesto: no pensaba volver ni soñando. Fue hasta un buen hotel y alquiló, por un mes, una excelente habitación con baño privado. Dejó dicho que lo despertaran a las diez de la mañana y se acostó. Luego de haberse levantado fue hasta la mejor sastrería y compró ropa por valor de varios miles de soriatores. Ese medio día almorzó en el restaurante más caro de la ciudad. Por la tarde trató con una inmobiliaria y, dos semanas después, había comprado al contado una mansión con enormes jardines, fuentes y estatuas.
Luego de dos años, como la empobrecida aristocracia se negó terminantemente a admitirlo como a un igual, se casó con una señorita de la alta burguesía industrial de Soria. Tuvo con ella cuatro hijos. Hacia la fecha de su casamiento su fortuna personal ascendía a mil cuatrocientos millones de soriatores.
Por lo que sé, su suegro es en este momento uno de los Kratos del equipo gobernante, de modo que está en muy buena posición.
El croto encendió un puchito. Luego de una pausa intercalada por bocanadas, prosiguió:
—En realidad toda la historia anterior está justo en el límite de lo milagroso. Un poco más y mi amigo cagaba fuego. Habría bastado, por ejemplo, con darle los cuatrocientos cincuenta millones en billetes de cien mil. Todo el dinero en esos billetes inmanejables. Si quiere cambiar la plata en un banco o en un comercio, le piden que espere un momento: «Voy atrás a ver si tengo». A los diez minutos vuelven pero con la policía. Lo arrestan, lo verduguean para que cante y a los diez días lo largan con una patada en el culo, sin la plata. O lo más probable es que lo manden al manicomio para tapar todo. Ya bastante suerte tuvo en la primera sastrería, cuando le cobraron de un papel de cincuenta mil sin demasiadas protestas.
La única posible solución sería esconder en algún lugar —rogando para que nadie lo viera, todo el dinero, salvo cien mil soriatores, y buscarse uno de esos tipos que andan con su carrito comprando botellas, plomo, diarios viejos y hierros oxidados. Un ciruja, en otras palabras. Decirle: «Mirá hermano: mí tía me dejó en herencia este billete, pero nadie me lo quiere cambiar porque soy un croto y creen que lo robé. Si vos me lo cambiás te doy cinco mil. ¡Tengo cien mil soriatores en la mano y hace dos días que no como!». El otro sospechará que son falsos, pero es posible que haga el intento y se los cambie. Apiadado. Entonces, a partir de allí, roto el primer círculo de desgaste, puede que el tipo se salve.
Moyaresmio Iseka, ex Moyaresmio Soria —al adquirir ciudadanía tecnócrata, que pocas veces se otorgaba, había cambiado su apellido[43]—, luego de finalizada su narración permaneció en silencio.
Pero, al parecer, el otro necesitaba que a ciertas cosas se las explicaran dos veces, pues preguntó:
—¿Cómo no se quedó en Soria, Ilustre, teniendo un amigo tan bien colocado?
—Mi amigo no puede cambiar las leyes de Soria contra los linyeras. A lo sumo sacarme de la cárcel cada vez que me arrestaban. Pero eso no es vida. Además, como ya le dije, contra el Soriator no hay buenas posiciones que valgan. Con él ni los Kratos están seguros.
Luego de un rato, en el cual ambos permanecieron sumergidos en sus pensamientos, el señor Moyaresmio dijo mirando los restos del pan, picadillo, mortadela, queso y vino:
—Qué festín nos mandamos.
El croto nativo respondió:
—Así es, señor. Hemos tirado la casa por la ventana con el único objeto de agasajarlo.
Moyaresmio Iseka, luego de una larga pausa, dijo mirando las ropas agujereadas del otro:
—Magnífico sobretodo tiene usted, señor Crk Iseka.
El otro se emplumó orgulloso:
—Sí. Originalmente era amarillo. Después se fue desviando en forma paulatina hacia distintos cromatismos.
Luego de descansar del descanso, los dos linyeras se pusieron en marcha en dirección a la ciudad. Penetraron en una oficina donde había una chica sola:
—¿En qué puedo serles útil?
—Buscamos alguien que sepa algo —dijo el señor Moyaresmio.
La chica sonrió, pues la respuesta le había hecho gracia:
—¿Que sepa algo respecto a qué?
Antes de que su amigo contestase, el Sr. Crk Iseka se apresuró a decir con clara y firme voz:
—Necesitamos a un experto en física teórica. Hemos observado una desviación en el curso de los proyectiles balísticos intercontinentales que el Gobierno lanza desde la base de Megacicla sobre el polígono de tiro de Potentalia y estamos convencidos de que dicha desviación es debida a una perturbación soviética. Es a raíz de todo ello que deseamos consultar nuestra sospecha con un experto en física teórica o, mejor aún, teórico-práctica.
A la chica le hizo tanta gracia el contraste entre la voz culta y las ropas rotosas que, en vez de echarlos a patadas, les dijo:
—Me temo que todos nuestros físicos teórico-prácticos estén ocupadísimos en este momento, buscando la manera de volver magnético el plomo.
—¿Ah, sí? —preguntó Moyaresmio, más por ser gentil que por otra cosa.
—Sí. Tratan, mediante un bombardeo sobre las partículas subatómicas, de conseguir que cualquier chico de la calle equipado con un imán común, pueda pegar cualquier trozo de dicho plomo.
Moyaresmio, siempre con gentileza:
—¿Y el objeto?
—El objeto de esta investigación será objeto de una segunda investigación. —Compadeciéndose de ellos—: ¿Buscan trabajo?
Las caras de ambos menesterosos se demudaron:
—Somos alérgicos al trabajo.
Huyeron.