Hommo Soviéticus
(Según reconstrucción antropológica realizada a partir de los fragmentos de una quijada fósil, hallada por el famoso sabio tecnócrata Tycho Brahe Iseka.)
Cuando esa mañana el físico teórico Viktor Kaminsky fue a su trabajo, lo hizo lleno de exaltada euforia. No le faltaban razones, pues había realizado un gran descubrimiento. Gracias a él la Unión Soviética tendría dentro de poco un arma con la cual defenderse de las naves aéreas de la Tecnocracia.
Por la tarde Viktor Hipolitovich se encontraba en el laboratorio. Su ayudante le dijo como al pasar, con algo de malicia aunque aparentemente sin malevolencia:
—Kaminsky, «el autócrata del espacio».
Viktor Hipolitovich, algo distraído aunque con cierta prevención propia del que sabe está soñando:
—¿Mmmh?
—Digo, camarada Kaminsky —prosiguió el ayudante— que a los fines de la propaganda externa y a raíz de tu gran descubrimiento, podríamos difundir este lema: «Kaminsky, el autócrata del espacio».
—Pues me parece muy mala idea, Vasilii Vasilievich —respondió Kaminsky ya totalmente alerta—. Muy mala idea. Hasta me atrevería a decirte que malísima. Eso de «autócrata» es poco simpático y de mal agüero. Preferiría: «Kaminsky, el stajanovista del espacio»[30]. Así nadie tendrá motivos para hablar.
—Pero camarada: tú eres prestigioso.
—Y quiero seguir siéndolo. Por eso «Kaminsky, el stajanovista del espacio» me gusta más. Te pido que me ayudes en esta cuestión —completó deseoso de no ganarse un adversario activo, pues quería conservar la enemistad del otro en estado potencial.
Sin embargo el ayudante insistió:
—Bien, bien. Sin embargo no comprendo una cosa: tú en realidad no eres de origen proletario. Claro que lo has superado con creces, pero…
Vasilii Vasilievich tenía en ese momento los ojos rosados de un conejo blanco: así de desprovistos de malas intenciones.
Kaminsky entendió por fin que había que apretar la tuerca. Inevitable, como quien dice. Replicó suavemente:
—Sí, es cierto. Sin embargo son pocos los que lo saben. Y tengo poder suficiente pese a todo y sobre todo pese a mi triunfo, como para mandar a cualquiera a Siberia.
Vasilii se atragantó:
—«Kaminsky, el stajanovista del átomo». Saldrá en grandes titulares. Ahora comprendo que es lo mejor.
Con falsa modestia, simulando ser él quien tenía miedo, pero con el suficiente retintín como para que el otro captase que era sólo una simulación, Viktor Hipolitovich dijo:
—Sí, gracias. Te lo agradezco. Es lo mejor.
Viktor había tenido buen cuidado de dedicar fuera de su laboratorio largas y tediosas horas a la Asociación de Físicos de la Unión Soviética. Estaba afiliado —como todos los hombres de ciencia de la especialidad, por supuesto: eso no era punto a discutir—, sólo que él había hecho algo más que conformarse con una simple afiliación: era un activista. Escribía y hablaba social, sindicalmente. Sabía lo que ignoraban incontables físicos aún más geniales que él: sin poder sindical acumulado en las manos, resultaba imposible subir peldaños o tan siquiera conservar segura la propia posición. El poder sindical era como una tarjeta de racionamiento del espíritu. Pase y policía secreta invisibles. Kaminsky, con toda razón, siempre se había reído de la GPU, de la NKVD, de la KGB —y de cuantas pudiesen venir— y de su mando visible, continuo, superior. Hasta se reía del Partido, si bien tenía la precaución de estar afiliado. Sólo contaba de veras el discontinuo, fragmentario, subyacente poderío de los sindicalistas. La clase sindical (y no la clase obrera) había llegado a convertirse en el centro de todas las fuerzas soviéticas, en el campo gravitatorio más trascendente. De aquí todas las deformaciones sociales.
Viktor Hipolitovich trabajó hasta tarde en el laboratorio. Su mente era muy disciplinada, de modo que no toleraba interferencias; no obstante, ese día y durante un par de veces, se permitió una sonrisa al recordar la paliza que se había llevado el buenazo de Vasilii Vasilievich: «Ruso pelotudo», pensó Kaminsky.
Salió del enorme edificio luego de atravesar todos los circuitos de seguridad, bien envuelto en su sobretodo, confortable y echando humo. Estaba nevando y era la medianoche en Leningrado. Subió a su auto para dirigirse a lo de su amiga Katia. Luego de encender y mientras esperaba que las leyes termodinámicas, poniéndose poco a poco de su lado, permitieran al vehículo calentar su motor, prendió un cigarrillo soria. Éstos eran bastante buenos y mejores que los rusos. El Estado se había propuesto que la gente fumara menos, de modo que, de intención, los fabricaba casi puro filtro. Viktor pensó mientras expulsaba una bocanada que se difuminó sobre el parabrisas, como si buscara contacto con aquella superficie: «A todos estos pelotuditos que llegaron hoy, lo que les falta es una clara cosmovisión del sindicalismo. Para esos cretinos la infraestructura social tiene que ser siempre incomprensible, y se mantendrán perpetuamente en los grandes números de las cosas y de los fenómenos».
Esa mañana el metalúrgico soviético Sergei Marchenko trató de superarse. Estaba trabajando en la fábrica Kirov, de Leningrado. Sergei Fedorovich estaba lleno de preocupación. El día anterior lo habían mencionado entre los que se encontraban rezagados en la producción. ¿Y si hoy le ocurría lo mismo? ¡Rezagado! ¿Pero cómo podía ser? Si él se esforzaba como el que más. La historia era que los otros también se esforzaban; además siempre aparecía algún salame lameculos stajanovista, hijo de puta, que batía todos los records y entonces los demás debían seguirlo para ocupar los peldaños inferiores, ya que con este corrimiento cada uno encontraba sobre sí un lugar de producción vacante. Por eso, lo que hacía tres meses era un buen rendimiento hoy podía no serlo.
Como todos los días a esa misma hora las máquinas pararon. Una voz femenina dijo a través de los altoparlantes:
«Camaradas: en el día de ayer algunas deficiencias, que aún se notaban la semana anterior, fueron finalmente superadas. Queda, no obstante, mucho por mejorar si queremos sobrepasar los índices fijados por el plan del Estado. Se desperdician todavía muchos materiales. La materia prima es cara. Hay que ser más cuidadosos.
Debemos felicitar a los veteranos obreros Piotr Miusoff, Efim Vorokha e Iván Pavlov, ajustador electricista, por ir a la cabeza de la producción, así como también al obrero laminador Chapaiev y al ingeniero Vasilii Muratov. Lamentablemente no podemos decir lo mismo de Vladimir Titovich y de Alexei Timoshenko, quienes se encuentran retrasados. Por su parte Sergei Fedorovich Marchenko ha mejorado algo. Eso es meritorio. No obstante aún debe esforzarse más, camarada.
Camaradas: continuad vuestro trabajo. Que tengáis una buena jornada laboral».
Los altoparlantes enmudecieron. Como si el silencio hubiera sido una mano, las máquinas arrancaron otra vez.
Cuando lo mencionaron Marchenko tembló. Al ver que la cosa no pintaba tan mal se tranquilizó un poco. Le habían dicho que su esfuerzo era meritorio. Bueno, pues eso era algo. No obstante, ¿cómo superar, cómo mejorar más? Su aumento de producción lo había conseguido sudando la gota gorda. ¿Podría elevar más su nivel? Pensó en Vava Petrovna, su mujer, y tembló otra vez. No le contó que el día anterior lo habían mencionado entre los rezagados. Ella tenía sólo dos actitudes: o la preocupación obsesiva, en cuyo caso se transformaba en un lastre y no servía para nada, o bien enojada lo cubría de reproches, sin soltarlo un momento. Ésta era la compañera que le había tocado. ¡Vaya una compinche, esta Vava!
La trepidación de las máquinas hacía temblar imperceptiblemente los carteles desparramados por toda la fábrica. La leyenda, repetida hasta la monotonía y como con un abecedario propio —estaba escrita en ruso, pero parecía un idioma nuevo—, aseguraba:
ECONOMIZAR ES TODO
Sacarle el máximo jugo posible a cada unidad instalada, a cada rublo invertido.
Y así, el metalúrgico soviético Marchenko, un hombre absolutamente común, no podía evitar sentir a veces que estaba metido en una carrera sin esperanzas, en un terrorismo de producción en el cual siempre hay alguien que produce más que vos, lo cual no necesariamente significa que en todo caso hay otro peor, porque a veces el peor es uno.
Los delegados y los activistas con carácter voluntario no retribuidos vigilaban sin tregua, controlando los cupos de producción. Pero además se mostraban sobremanera interesados en cómo y dónde estudiaba el compañero de trabajo, si iba al circo, al cine o al teatro, cómo educaba a sus hijos, si militaba en el Sindicato después del trabajo, si se divertía en compañía o prefería la soledad, etc. El camarada Fulano ¿dónde pasa las vacaciones? ¿Utiliza los lugares de recreo y esparcimiento sindicales?
Es que, como bien lo dijo Vasilii Projorov, Secretario del Consejo Central de los Sindicatos Soviéticos: «Se puede decir con toda seguridad que no hay un aspecto de la vida donde no se vea la participación de los sindicatos, su preocupación por eso que llamamos pequeñeces del vivir…»[31]
Era preciso agradar a los sindicalistas y el metalúrgico Marchenko lo sabía muy bien. De acuerdo a las leyes laborales soviéticas, un obrero podía ser despedido por el director de un establecimiento cualquiera sólo con la anuencia del comité sindical. El despido —sombra terrorífica— era aplicado antes que nada a los que menospreciaban la opinión de la comunidad, intentando resistir de cualquier manera la presión social. Así, pues, era preciso no dejar librado a la espontaneidad ni siquiera el descanso, ya que este último también se encontraba organizado en Rusia. Para ello los sindicalistas contaban con una red de 21 129 palacios de cultura y clubes, 240 000 rincones rojos para esparcimiento y 30 000 bibliotecas[32]. Sin contar las instituciones del Estado.
Para el deporte los sindicatos tenían 2400 estadios, 6950 gimnasios, 1400 embarcaderos para los deportes acuáticos, 800 piscinas de natación, 3700 bases de esquí y 226 000 pistas deportivas. Para el turismo poseían 533 bases, 8237 campamentos, 3200 albergues para pescadores y cazadores, 2525 clubes turísticos, 11 620 establecimientos para el alquiler de equipos turísticos, etc. Con esto dirigían las excursiones y viajes de 60 000 000 de personas al año.
En cuanto a la prensa los sindicatos controlaban 10 periódicos, 19 revistas sociopolíticas y 53 científico-técnicas. El diario Trud (Trabajo) tenía en esa época una tirada de 3 200 000 ejemplares.
Tampoco se descuidaba el talento de los aficionados al arte. Existían 393 000 círculos con 9 000 000 de aficionados.
Así, pues, el metalúrgico Sergei Fedorovich Marchenko debía ocuparse, aparte de sus tareas específicas, de muchísimas otras cosas tales como las asambleas de producción (que se formaban en las empresas y en obras a medio construir, etc.[33]), llevar a cabo actividades de salubridad para los niños o en el mantenimiento de establecimientos infantiles de descanso[34], integrar el equipo de trabajo en una asociación deportiva voluntaria (22 000 000 de miembros) o bien colaborar como activista en el Sindicato.[35]
Irina Morozow era una alta dirigente sindical. Con premura cruzó la plaza pues debía hablar en una conferencia. El tema iba a ser «Hacia una mayor cohesión en la clase obrera».
Irina, en un permanente Auto de Fe, quemaba en su mente todo pensamiento no relacionado con el Sindicato. Así, pues, ni siquiera advirtió que estaba terminando el largo invierno ruso y que la nevada de días pasados bien podía ser la última antes del deshielo. Un cambio de signo abría todas las cosas: el agua, el aire, la tierra. O sea: que esa parte del planeta estaba mutando del hielo al fuego. Pero Irina, preocupada por la conferencia, nada notaba. Vino a su mente una frase de Lenin: «La fuerza de la clase obrera está en la organización. Sin ella el proletariado es nada. Organizado lo es todo». Pisando obcecada como el Padre Escarcha, ella entró en la sala de conferencias. Era una nueva versión de Papá Noel pero a la inversa.
Irina habló, litúrgica y protocolaria, propagando sus amputaciones de fuego:
«El ingreso en el Sindicato es asunto exclusivamente voluntario. El método de la persuasión, que es el fundamento de los Sindicatos, se aplica también para atraer militantes[36]. Lenin dijo: “El objetivo del Sindicato sería inabordable de no ser ésta una organización amplia, una organización voluntaria de masas”. Si hay una empresa debe haber un solo Sindicato. Esto es fundamental para la unificación. Así, el electricista que trabaja en una fábrica metalúrgica, no pertenece al Sindicato de Electricistas sino al de los metalúrgicos. Para decirlo con otras palabras…». Etc. «Por lo tanto, en una empresa sólo puede haber una organización sindical. Tal tipo de organización contribuye a…». Etc.
Irina no lo sabía, pero afuera estaban los girasoles. No importaba que el invierno recién estuviese terminando en Leningrado. Rusia es grande como un planeta: en algún lado hay girasoles. En algún sitio hace mucho que el hielo fundió su último cristal. Los bosques de Siberia, los ríos caudalosos, la estepa virgen y desiertos llenos de montañas. El clima subtropical y los megalitos helados de los glaciares del Ártico. Rusos, ucranianos, bielorrusos, uzbecos, georgianos, kazacos, azerbaijanianos, turcmenios, yacutos, buriatos, tajiks, judíos, polacos, nentsis, osetianos, lezghins, griegos, tártaros, kalmucos, chukchis, yucaghires, aleutes y muchísimas otras nacionalidades que habitan ese país. La Tierra se curva en todos los puntos de la Unión Soviética; arranca en Ucrania y de allí se arquea más y más: Minsk, Smolensko, Moscú, Gorki, Kazán, Sverdlovsk, Omsk, Norilsk, Novosibirsk, Irkutsk, Tiksi, Yakutsk, la península de Kamchatka y el Mar de Okhotsk. El Mar de Bering y el Mar de Siberia Oriental. Entonces termina de dar la vuelta, la curvatura de esa tierra se completa y cierra: Vladivostok queda ahora a sólo quinientos kilómetros de Kiev o a cincuenta o a un kilómetro. El planeta se desprende del planeta. Atacar a Rusia es lo mismo que declararle la guerra a Urano. Con los telescopios se observan la depresión del Caspio y las alturas del Volga.
Y más lejos aún: a tantos años luz que sólo pueden detectarse con radiotelescopios, las remotas pulsaciones de esa energía inmensa. La curva del Dnieper, la curva del Don. El canal Volga-Moscú. La cadena de lagos artificiales unidos unos con otros por canales y compuertas. Las escaleras acuáticas que crearon los ingenieros soviéticos para dar solución al problema de la unión de los dos ríos. Las once compuertas de concreto, reforzadas, de doscientos noventa metros de largo y treinta metros de ancho; setecientas setenta mil toneladas de concreto, siete millones de metros cúbicos de piedra y pedregullo, ciento diez millones de ladrillos. Las excavaciones realizadas por ciento setenta palas a vapor. Arena, barro y aguas claras. La última de ésas gigantescas terrazas, en escalón unas con otras, levantadas por los rusos para edificar su canal, contienen el lago más elevado entre represas de tierra; y allí las torres blancas de la compuerta N.o 6. Austeras y valiosas, como las joyas del magnate más poderoso de la Tierra; así de simplificadas e imponentes al mismo tiempo, como la tumba de Catalina. La estatua ciclópea de Lenin, en granito gris, como un Tuthankamón soviético. Los hornos de fundición de Magnitogorsk, la planta de hierro y acero de Kuznetsk, la montaña Magnitnaya con los depósitos minerales más ricos del mundo. Lingotes de hierro, aceros en hornos de hornalla abierta y talleres de laminación. Dolomitas, quarzitas y arcillas refractarias. Los espectaculares fuegos encendidos por las hullas de Kuznetsk, de bajo contenido de azufre. Cuatrocientos nueve millones de toneladas de mineral de magnetita en una sola montaña. Los altos hornos, los hornos eléctricos, las secciones de lingoteras con fraguas continuas, laminadoras para buques y lingoteras de rieles y vigas. Un solo Combinado de hierro y acero, el de Magnitogorsk, produciendo cuatro millones de toneladas de lingotes de hierro al año; cuatro millones quinientas mil toneladas de acero; tres millones de toneladas de acero laminado. La estatua de Pedro el Grande; la colosal campana de bronce que mandó construir Catalina y que pesa varias toneladas. El cañón Gran Zar, dentro de cuya boca cabe un hombre en actitud fetal.
Hay más petróleo en la Unión Soviética que en todos los demás países del mundo juntos. Un jarro del gran duque Juan III, la iglesia de San Basilio en Moscú, un zapato del siglo XIX y la ciudad de Nijni Novgorod. Los ríos Volga, Don, Dniéster, Dniéper, Niemen, Ural; el Yenisei, el Lena y el Amur. Los lagos Ladoga, Onega, Peipus y Baikal. Submarinos, bombas orbitales, millones de soldados y la flota del Báltico. La flota del Mar Negro y los proyectiles balísticos intercontinentales. Doscientos treinta mil kilómetros de ríos, canales y lagos navegables. Los billones de rublos. El Kremlin —cuyo nombre deriva de una palabra tártara que significa «empalizada»— y el zar Iván IV (hijo de Vasilii III, nieto de Iván III), llamado El Terrible.
Pero Irina no veía ni sentía todo esto. Para ella la grandeza de Rusia era otra cosa. Y si alguien le hubiera relatado punto por punto el contenido inagotable de belleza, poder, energía y poesía de ese país, de seguro lo hubiese traducido hasta llevarlo al lenguaje cifrado de su chatura. Así, pues, ella proseguía implacable con su conferencia:
«En una resolución del I Congreso de los Sindicatos de toda Rusia (enero de 1928) se decía que el movimiento sindical ruso no podría cumplir sus grandiosas tareas sin entablar las más estrechas relaciones con el movimiento sindical internacional». Etc. «Se extienden y se fortalecen de año en año las relaciones internacionales de los Sindicatos soviéticos. Así, en el período de 1960 a 1968 en la Unión Soviética estuvieron de visitas más de tres mil quinientas delegaciones sindicales y obreras de ciento doce países y, por su parte, viajaron al extranjero…». Etc. «Se fortalece el movimiento sindical mundial. Si antes de Octubre —prosiguió Irina cada vez más entusiasmada— de 1917 había tan sólo diez millones de sindicados, actualmente son más de doscientos treinta millones[37]». Etc. «Las fuerzas reaccionarias y revanchistas de la Tecnocracia, que al sufrir derrota tras derrota se vuelven más furiosas y agresivas, atacando el pacífico pueblo de Chanchín del Norte, y que apañan a regímenes feudales como el del Califato de Córdoba, no hacen sino darle al movimiento obrero internacional la ocasión —mediante un cerrado y decidido Frente Único— de imponerles una derrota aún más aplastante que las que ya han sufrido, y que puede llegar a ser definitiva. Nuestro aliado, el glorioso pueblo de Soria, con su jefe preclaro el Soria Soriator…»
Irina, a punto de conseguir un orgasmo, se agitó convulsivamente. Ella, como todo dirigente sindical, era consciente sólo a medias de lo que estaba expresando entre líneas. A lo largo de toda la conferencia, apenas si mencionó al Partido de pasada, como para simular. En cambio exaltó permanentemente al Sindicato. Era evidente que para ella importaba más éste que aquél. Ella no era entonces una comunista: era una sindicalista.
Porque para Irina Morozow —como para todo dirigente sindical, lo sepa o no, consciente o subconscientemente—, el Sindicato estaba antes que el Partido y que el Estado. Es más: el Sindicato era el Estado para ella. Como si los Sindicatos no fuesen un ala base del Partido —como sus afiliados creen— sino que, por el contrario, éste fuera un apéndice, un testaferro de aquél.
La Morozow rara vez hablaba para no descubrirse y, primero que nada, callaba ante sí misma. No tenía claros los conceptos de la cosmovisión sindical, y tal ignorancia se convertía en su principal poder; su fuerza y protección frente a los que, si comprendiesen, le disputarían su dominio. Sólo si yo mismo ignoro o tengo oscuros mis objetivos, es que no podrán comprenderlos mis rivales y así permaneceré impenetrable, protegido por las fuerzas del inconsciente colectivo. Ésta era la fuerza de la Morozow: no la toma de conciencia —pues sería descubrir sus intenciones en forma automática—, sino la toma de subconsciencia sindical. El físico teórico Kaminsky, por el contrario, sí que había comprendido. Más que los otros, en todo eso.
Irina finalizó así su conferencia:
«Y ya no son doscientos, sino que ahora son mil doscientos millones de seres los que marchan por el camino del socialismo. Gloria eterna al pueblo soviético, creador de la Patria de Lenin y de los sputniks.»[38]
Era cierto. Era verdad. Se había logrado. Pan gris para todos.
El Dr. Pavel Yegulev entró al hospital de neuropsiquiatría.
—Buenos días, camarada doctor.
El médico atravesó los circuitos de vigilancia —con rejas para impedir que los pacientes peligrosos pudieran escaparse— y, haciéndose abrir por el guardia uniformado la última puerta, entró a la Sala IV. Había un pasillo desierto y antiséptico, de unos dos metros y medio de ancho, a la derecha y junto a la pared. A la izquierda del pasillo una especie de cuartos sin techos, con entradas pero sin puertas que los cerrasen, cuyas paredes eran de un metro diez de altura, en cuyo interior había camas ocupadas por pacientes profundamente dormidos. El observador poco informado se habría sorprendido de que a los internos se les permitiese dormir a esa hora del día, puesto que se trataba de las nueve de la mañana. Pero es que resultaba parte del tratamiento: estaban todos sumergidos en sueño eléctrico. Se hacía pasar por el cráneo del paciente, a través de unos circuitos colocados en la cabeza, una descarga eléctrica de baja potencia. Ciertos centros nerviosos eran pulsados de tal manera, que el afectado caía en la inconsciencia y ya no despertaba a menos que fuera interrumpida la emisión de energía. Era mantenido así, en sueño artificial, durante semanas y se lo alimentaba con sonda. Se practicaba el sistema con ciertas enfermedades mentales, que caían bajo el ambiguo calificativo de «esquizofrenia-paranoia». Cuando un médico se encontraba ante un problema nuevo —y cada enfermedad, cada paciente, es un mundo—, o ante una sorpresa clínica, diagnosticaba: «Esquizofrenia-paranoia. Incurable». Salvo… drásticos tratamientos.
El procedimiento de la electroterapia clásica —electroshock— había sido abandonado en las clínicas más avanzadas del mundo, por entenderse que el daño causado superaba los beneficios. En efecto: el electroshock produce una más o menos rápida disminución de la potencia sexual del tratado. Los que tienen suerte sufren esto temporalmente; en los otros resulta definitivo. Solamente en un país moralmente atrasado y bárbaro como Soria se utilizaba todavía (e incluso allí a escondidas y, sobre todo, con los «locos» políticos). En Rusia, en cambio, en la Unión Soviética, no sólo se empleaba este método sino que además el equipo de Pavel había descubierto algo denominado el sueño eléctrico[39], procedimiento éste que sometía al paciente a un verdadero lavado de cerebro, también con pérdida de potencial sexual y con destrucción de la memoria y alteración irreversible de sentimientos, voluntad y conducta. Análogo a una cinta magnética que fuera borrada para grabar encima. Se introducía en el oído del paciente un auricular conectado a grabador con el cual se lo programaba para su futura vida civil. «Los anhelos y los sueños más audaces de los psiquiatras avanzados de los tiempos prerrevolucionarios se vieron convertidos en realidad bajo el régimen soviético. Se elaboró un nuevo sistema de organización de la asistencia psiquiátrica basado en los principios del humanismo socialista.»[40]
Pavel Dimitrievich —ya nadie lo llamaba así, sino Dr. Yegulev— era poderoso. Pertenecía a la clase de los médicos psiquiatras soviéticos. Círculo hermético, verdadera Fraternidad sin magias ni teologías que, por otros medios, arribaba a los mismos fines de cualquier sociedad esotérica soria, digamos.
Pavel Dimitrievich era un cazador furtivo de psicopatías. Der Freiscbütz, pero sin la estética de Weber. Un nuevo Cazador Negro, con balas mágicas y eléctricas de plata. Trémolos en las cuerdas, clarinetes y cornos espectrales anuncian la aparición de la Garganta de los Lobos y la entrada a la clínica. El doctor avanza, precedido por el terrible leit motiv.
Para Pavel, todo aquello que fuese raro y excepcional resultaba sospechoso. Para él el genio era una especie de enfermedad útil; a este cuadro clínico la sociedad no tenía más remedio que soportar y tolerar. Pavel era como un sindicalista, con fuero propio. Su Sindicato era el hospital neuropsiquiátrico. A él trataba de afiliar compulsivamente toda diferencia, todo talento. «Gérmenes antisociales». La Fraternidad de los psiquiatras era simplemente una dictadura más dentro de la sociedad soviética, a los fines de lograr la coerción del hombre independiente. En Rusia, más que un Estado había muchos, todos interactuantes. La intervención directa del Partido era menos frecuente de lo que podría suponerse. Más bien el Estado era una cosa remota, como el Emperador chino de Kafka, que jamás llegaba a sus ciudadanos ni para castigar ni para premiar. Si la vida de un hombre transcurre bajo la educación, el trabajo y las diversiones controlados por los Sindicatos, y su salud mental bajo égida médica, ¿qué porción de la vida del hombre común queda para ser custodiado por un Partido situado a distancia estelar o por un Estado de dudosa existencia?
Pavel estaba contento. La máquina funcionaba. Su firma sola bastaba para internar a una persona en un hospital psiquiátrico.[41]
Una enfermera se le acercó.
—Hay un nuevo paciente, camarada doctor. Ya lo hemos hecho bañar, afeitar y cortar el pelo. Lo tenemos en bata, en su consultorio. Se llama Alejo Putilowsky. Trabaja en la cinta transportadora de una fábrica de tractores.
La enfermera leyó las quejas del director, avaladas por los delegados sindicales de la fábrica:
«Irascible. Frecuentemente busca pelea. Baja adaptación a su trabajo en el cual sufre múltiples distracciones, algunas de las cuales han podido llegar a ocasionar perjuicios serios. Silencioso. Participa poco en la vida social A veces se emborracha. Su mujer lo dejó hace dos años. Tiene un hijo de cuatro».
—De acuerdo —dijo el Dr. Yegulev—. Voy a ocuparme de ello. Gracias.
Rato después el doctor tenía adelante, envuelto en una bata blanca, a un hombre fuerte de ancho tórax. Un verdadero obrero ruso. De unos cuarenta años, pelo canoso, y contemplaba al médico tan gris como éste era, sin traducción, porque así veían sus realistas ojos de ruso.
Y mientras se disponía a interrogar a su paciente, luego de haberse arrellanado en su actitud profesional («Bien. Veamos qué le pasa a este muchachito.»), como una víbora enroscada en su nido, vino a él —como frecuentemente le ocurría desde dos meses atrás en los lugares y momentos más insólitos—, por ráfagas, un paquete de pensamientos casi subliminales sobre los que el psiquiatra tenía poco dominio. Asha, la hija menor de Pavel Dimitrievich —alias Dr. Yegulev—, estaba de novia con Andrei Andreievich Michlink, estudiante de cinematografía. Este noviazgo no era del agrado del padre de Asha. Con la intuición, con el permanente estado de alerta en que vive un anti-Mozart para registrar delante de su vista el paso de un Mozart, e incluirlo como a una ficha en un inmenso archivo electrónico lleno de tarjetitas, así Pavel Dimitrievich lo había sabido distinto al primer vistazo, como si fuera un experimentado inspector racial. Lo mismo ocurrió en Andrei Andreievich cuando vio la cara del médico. «De manera que usted es Alejo Putilowsky. ¿Qué le anda pasando?». El obrero se revolvió incómodo sobre su silla y dentro de su bata blanca. Aún no le había llegado la conciencia total y por lo tanto no sentía miedo. Más bien algo de ira. «¿A mí? Nada, doctor. Nada. A mí nada, qué me va a pasar. Al director que no me quiere, le pasa. Cuando a uno lo toman entre cejas…». «¿Qué le pasa en su trabajo? Dicen que se pelea todos los días. ¿Tan mal carácter tiene usted?». El Dr. Yegulev observó las manos del paciente, que las abría y cerraba algo nervioso. El facultativo registró en su cabeza como una máquina automática: «1) Agita las manos: grave perturbación». «¿Mal carácter? Uno tiene el carácter que tiene. Si lo provocan uno tiene que responder, ¿no? No va a hacer el papel de maricón. Como para no tener mal carácter con las cosas que a uno le pasan». «¿Qué cosas le pasan? Tendría interés en saberlo». El doctor alertó sus sentidos: ya estamos cerca de tocar el resorte de la perturbación. «¿Qué me pasa? De todo me pasa. Uno se rompe el culo —perdonemé, camarada doctor—; uno se esfuerza por producir más y mejor, no tirar los materiales, no derrochar. Dale que da a la cinta transportadora. ¿Quién puede aguantar ese ritmo?». «Sus otros compañeros lo aguantan». «Hasta por ahí nomás aguantan. Hay quienes son ligerísimos en sí mismos y van a la cabeza. Fíjese, camarada doctor: por la transportadora vienen pedazos de tractor a los que uno tiene que atornillar a toda velocidad unas piezas. Hay que apurarse para que no vaya a seguir de largo alguna cosa sin agregar, porque detrás nuestro ya esperan otros tipos para ponerles otras partes. Así que en mi grupo, que somos diez, tenemos que darle más o menos según la cantidad de piezas que se nos vienen encima por la transportadora. Nunca falta un stajanovista que obliga a todo el grupo a manejarse más rápido. Los delegados miran al tipo y lo mencionan al día siguiente: “Todos tienen que hacer como el camarada Fulano”, etc. Y nosotros nos tenemos que poner a la par sudando la gota gorda». «Ése es el secreto del éxito socialista: imitar al mejor y que todos lo sigan». «Yo no digo, ¿no? Trabajar a más y mejor está bien. Pero todo tiene límites. Uno llega al final del día que no ve más que tornillos y tuercas y piezas y chapas de refuerzo por todos lados; sale a la calle y ve a un tipo caminando y le dan ganas de agarrarlo y atornillarlo a la pared, como en la cinta de Chaplin que vimos los otros días en el Sindicato. Uno se va a casa y sigue pensando en lo mismo». El doctor registró con un chasquido: «2) Pensamientos obsesivos». «Así no es vida. Y después dicen si uno toma un vasito de más. ¿Y cómo va a soportar la vida si no se toma una vodka de cuando en cuando, máxime con el frío que hizo, eh? La vodka es una compañera a veces». El médico computó monótono: «3) Inadaptación social. Tendencias dipsómanas».
La discusión con el novio de Asha no había tardado en producirse cuando el Dr. Yegulev, siempre preocupado por los caminos de su hija, —había inquirido los conceptos artísticos de Andrei, para confirmar sus sospechas—. La cosmovisión de Andrei Andreievich dejaba mucho que desear según el concepto de Pavel. No estaba interesado en absoluto por los problemas de su tiempo, aunque él decía que sí. No compartía el concepto de sus profesores sobre la inclinación social que al arte se le debe dar. Andrei decía que sus profesores eran unos sorias. ¡Como si para un ruso fuese un deshonor ser un soria! Además, calificar a alguien de soria, indicaba a las claras una tendencia fascista. «Usted entonces estaría encantadísimo si los tecnócratas invadiesen nuestra Patria y le permitieran hacer el cine que le dé la gana», había estallado Pavel Yegulev, ya sin poder contenerse. A lo que Michlink contestó con toda sinceridad: «No es así en lo absoluto. Usted no tiene derecho a decir que yo no amo a mi Patria. La amo más que usted, seguramente. Soy un ruso. Si nos invadiesen sería el primero en tomar las armas». Pavel, impermeable a cualquier sinceridad —que le parecía de lo más sospechosa—, lo odió aún más y él, que en su vida había demostrado afecto por su hija menor, con una suerte de compensación biológica a la inversa, se propuso esta tarea para el futuro: salvar a Asha de este crimen, de este castigo. Previo hacer desaparecer la parte mejor de Dostoiewsky, por supuesto.
Lo primero que hizo fue informarse en el Instituto sobre las andanzas de Andrei Andreievich. Inmensa alegría fue la suya cuando comprobó que si los profesores lo odiaban, los delegados estudiantes no estaban precisamente enamorados de él. No les daba la debida importancia a los delegados y cuando podía rehuir el cuerpo a cualquier campaña social, lo hacía. Si se había salvado hasta el momento de la expulsión era por su indudable talento y notas en las materias.
En el boletín cinematográfico del Instituto apareció lo siguiente:
«La importancia del cine como arte vivo, en el crecimiento 1 y despertar del proletariado, es indudable. Grandes masas rusas, que en los primeros años de la Revolución aún eran analfabetas en su mayor parte, como un pesado fardo legado por el despotismo autócrata, que ni siquiera una Revolución gigantesca podía anular de inmediato, tuvieron la posibilidad —gracias a directores de la talla de Eisenstein y otros— de ver con unas pocas imágenes fulgurantes todo el sentir de la conciencia proletaria, que un largo texto —inaccesible para ellos por aquel entonces— no habría podido brindarles. Hoy, luego de años de lucha, después de los negros años de la intervención extranjera, de la destrucción de los invasores que se atrevieron a pisar el suelo de la Unión Soviética —creyéndolo cosa fácil, pero que en él encontraron sus tumbas—, de la total culturización de las masas, los problemas ya no son los mismos. Pese a ello, el deber del realizador de cine, “pensar en socialismo”, no ha pasado. Por el contrario: hoy es aún más urgente que ayer, si cabe, el accionar con plena conciencia para cambiar lo que debe ser cambiado, denunciar los problemas sociales que agobian al proletariado en muchos países extranjeros, donde todavía prima la explotación del hombre por el hombre. Y no se crea que por nuestros logros, por las victorias del proletariado soviético, tenemos el derecho de dormir en los laureles y decirnos satisfechos: “Las cosas allá y acullá están evidentemente mal. Por fortuna en casa no hay problemas”. El socialista debe estar perpetuamente alerta ante cualquier desviación o tendencia retrógrada que pueda estorbar el paso del socialismo al comunismo. Con claridád planteó este asunto un estudiante del Instituto, el camarada Leo Voronov, en su cortometraje El estafador de la cooperativa. En este talentoso trabajo, uno no puede menos qué sentirse fuertemente impresionado y hasta algo atemorizado por la siniestra figura del estafador, bien real por desgracia. Ésta, camaradas, es la forma de denunciar lo que está mal, valientemente, sin concesiones, aunque para ello deba mostrarse una realidad desagradable de nuestra propia sociedad, que algunos desearían ver tranquilizadoramente perfecta. La perfección no se logra sin denuncia valiente y sin trabajo. Será inmejorable nuestra sociedad socialista, cuando nuestro trabajo lo sea. Se suprimirán las desviaciones egoístas y retrógradas, sólo si nuestra labor es una permanente denuncia de lo que está mal y si es constante la autocrítica.
Lamentablemente nunca falta alguno que —sin duda imaginándose por encima de trivialidades tales como el socialismo y el bienestar de las masas—, por estar preparándose para transformarse en artista, se considere eximido de responsabilidad social; como si no fuese precisamente al revés. Justo esto se observó en el reciente trabajo del estudiante Andrei Andreievich Michlink, con su cortometraje La camisa blanca. Obra ésta en la que ni con la mejor buena voluntad pueden dejar de encontrarse tendencias francamente reaccionarias, pletóricas de egoísmo, de las cuales ni el mismo Michlink —creemos y esperamos— es totalmente consciente. Luego de un desarrollo incoherente, excesivamente autobiográfico, llega a conclusiones altamente sociales como ésta: “Y aparte de una camisa recién lavada, a mí no me interesa nada[42], y otras afirmaciones del mismo jaez.
Lleno de merecido orgullo, según cabe imaginarse, presentó su magna obra a la crítica de otros estudiantes, esperando a no dudar las más cálidas felicitaciones. Cuál no sería su desagradable sorpresa, cuando en vez de los elogios que daba por descontados, se le acercaron los estudiantes Sonia Bitiuk, Igor Komarnitzki, Martín Marinsky, Olga Ivanova y Piotr Ilich Ermolaev, quienes le enrostraron su conducta calificándola de antisocial. No había salido aún de su admirada sorpresa, cuando con demoledores argumentos socialistas dieron por tierra con toda su falsa estética decadente y burguesa. No se fueron antes de haberle recomendado la más sincera y exhaustiva autocrítica.
Si señalamos todo lo anterior no es a los fines de cebarnos con un estudiante que ha hecho un mal trabajo. No. Se trata precisamente de todo lo contrario: aprovechar la desviación para señalarla, evitando así que otros caigan en el error. Pero además identificando el mal como un tumor y llamando incorrecto a lo incorrecto, dar al propio estudiante Michlink —meritorio por lo demás en otras cuestiones— una nueva oportunidad».
No cabiendo en sí de gozo, Pavel Dimitrievich, por intermedio de un amigo averiguó si Michlink tenía algún pariente en el Partido o en algún alto cargo sindical. Como la respuesta fue negativa se frotó las manos. La última entrevista entre ambos fue violenta. Andrei Andreievich había venido a buscar a Asha para ir al cine. Ésta fue la ocasión que el Dr. Yegulev tuvo de abordarlo. Con gran habilidad y ojos de pescado, fue sacando a Michlink de las casillas. Finalmente éste último miró con rabia al doctor durante casi un minuto, sin decir cosa alguna: radiante en su odio. Daba la impresión de estar parado al borde de un abismo. Yegulev simplemente esperaba. Michlink dijo con calma aparente: «Pavel Dimitrievich: pienso que Lenin es el Marx de los pueblos». Ante esa alteración de la famosa frase sobre la religión y el opio, el Dr. Yegulev sonrió. Esa misma noche llenó una ficha de internación que decía: «su internación a los fines de su restablecimiento completo. Fuertes sentimientos antisociales provenientes de una grave perturbación esquizofrénica, lo hacen totalmente necesario». Bajorrelieve final: Andrei Andreievich Michlink ocupaba ahora una de las camas de Sala 4, entre los pacientes sumergidos en sueño eléctrico. Antes había sido sometido a otras terapias intensivas.
El doctor preguntó: «Alejo Putilowsky, ¿no será que hay algo que no me quiere decir?». El obrero se movió apenas dentro de su bata blanca. «¿Que no quiero decir…? No sé de qué puede tratarse, camarada doctor». «Vamos, vamos, mi buen Alejo. ¿Por qué no me dijo que su mujer lo dejó hace dos años?». Putilowsky se puso rojo: «¿¡Y quién es usted para ocuparse de eso!? Son asuntos míos. ¿Qué se piensa usted, que es fácil vivir con otro? ¿Le parece bonito que cuando uno le hace el amor a su mujer todavía siga pensando si al otro día lo mencionarán por los altavoces? ¿O que a la salida del trabajo haya que ir al Sindicato o a una reunión o al club para que no lo miren mal? ¡Y a mí qué mierda me importa si los jubilados de Dnietropetrovsk no tienen banquitos donde sentarse o si mi abuela perdió la dentadura!». El doctor metió en la boca de la máquina de su mente la última tarjetita: «4) Reacciones violentas. Diagnóstico. Estamos ante un caso clarísimo de esquizofrenia-paranoia. Afortunadamente como voy a internarlo no será tan grave. Aún estoy a tiempo de curarlo»
El Dr. Yegulev, todo bueno, vestido con piel de cordero y sotana blanca, continuó el día entero dedicado a sus importantes tareas.