CAPÍTULO 25

El robot de la biblioteca

—¡Sorpresa! —Sacó un volumen y preguntó—: ¿Ves este libro? Pues perteneció a Dantón. —Observando que el Barbudo se disponía a investigar, con lo cual se hubiera descubierto su mentira, ladró—: ¡Te prohíbo que mires la fecha de su publicación! ¿O es que acaso dudás de mi palabra?

Barbudo, con toda sinceridad:

—No, de ninguna manera. ¿Cómo voy a dudar?

—Así me gusta: que creas todas mis falsedades. Fue publicado en mil setecientos ochenta y nueve. Siete días después de la toma de la Bastilla. El editor no dio pelota y, con plena confianza en el futuro, igual lo publicó.

Y Monitor se rió solo de su chiste nivoso, pluvioso y ventoso. Al rato prosiguió: —¿Te das cuenta qué maravilla?: liquidar miles y miles de plagiarios de patentes y contrabandistas de fósforos a pilas. Y ese imbécil de Dantón se oponía diciendo que no era necesario. ¿Cómo no va a ser necesario si es hermoso?

Pero, en otro cambio imprimido por sus giróscopos, largó el libro con violencia y tomó un grabador. Apretó una tecla y se oyó su propia vociferante voz, no sin antes comentar «Este material es de mi película»:

«¡Chichis! ¡Miles de chichis y sorias mentales, hay! —Se lo escuchaba caminar a las zancadas por una habitación—. Contrario a los fines buscados. ¿Quién los quiso sorias ónticos?

Nadie. Contrario a los fines buscados. —Luego de una pausa la voz prosiguió repitiendo a los gritos, maniáticamente, con acompañamiento de pasos—: ¡Sorias! Todos metafísicamente sorias. ¿Quién les pidió que lo fueran? Y porque fue contrario a los fines buscados irán a las tinieblas eternas del no ser. Contrario a los fines buscados. Contrario a los fines buscados. Pues entonces que el “vurro” magister Indi, a empujones les meta la Lógica de Hegel en el pimpollo[26]. Terminarán sus prevaricaciones y su andar delicuencial mágico. Y para nosotros, los dionisíacos, el eterno retorno. ¡Nietzsche! A ellos, a ellos les haremos tocar ahora el piano con los codos. Sí. Te eme te».

Inmediatamente luego de la voz, aun antes de haberse apagado el eco del «Te eme te» (Tecnocracia Monitor Triunfo, abreviado) se escuchó el clamor de una multitud sacada de un efecto especial, que el Monitor había injertado en su solitaria arenga. Tenía decenas de falsos discursos por el estilo, que grababa en salas secretas a prueba de ruidos, y a los que intercalaba, mediante trucaje, sonidos de multitudes extraídos de sus discursos verdaderos. Se los hacía oír sólo a los más íntimos de su círculo de confianza, mientras todos se revolcaban de risa.

Apagó el aparato apretando una tecla y comentó sonriendo luminoso:

—Ésta, mi demencia.

En el acto, perdiendo la sonrisa, se abalanzó sobre un robot parlante que había a un costado de la biblioteca, lleno de polvo. El robot no tenía piernas y estaba fijo a una plancha móvil, de acero, que lo subía hasta el estante adecuado para sacar el libro que le ordenasen. Era una especie de montacargas chiquitito. Tocó un botón del servomecanismo y éste zumbó parpadeando luces.

Monitor, a la máquina:

—Léenos un par de viñetas lúbricas y tráenos luego, una poca de mujeres delirantes y enloquecidas de lujuria.

El robot, con voz cavernosa:

—No estoy diseñado para lo segundo, Sólo puedo leer.

Monitor rió suavemente. Luego dijo:

—Bueno. Lee cualquier cosa. O inventa.

—No sé inventar. Unicamente mezclar textos y hacerlo pasar por un libro nuevo.

Monitor se volvió a reír:

—¡Magnífico! En ese sentido no haces sino seguir los pasos de muchos famosos escritores. Tengo que pedirte después que hagas eso. Ahora, ¿qué vas a leernos?

—Si el Excelentísimo Señor lo desea puedo comenzar con la inmortal obra de Zapirón Iseka El príncipe Yen.

—Adelante.

El robot, con un chasquido en la plataforma, se elevó hasta el octavo estante contando desde abajo; luego se detuvo para iniciar un movimiento hacia la izquierda. En el lugar adecuado volvió a parar. Robot sacó el libro y la plataforma volvió al lugar de partida por el muy simple medio de recorrer a la inversa el camino andado. En realidad no necesitaba el libro, puesto que su memoria electrónica contenía toda la biblioteca, pero sabía que el Monitor era tradicionalista.

La máquina comenzó su lectura:

«El príncipe Yen, Señor del infierno chino, guía a sus perros amarillos a través de los Torrentes del mismo color, para devorar a los malvados una y otra vez. Así por toda la eternidad.

En el infierno chino el paraíso y las zonas destinadas al castigo están casi en el mismo lugar. Vale decir: son contiguas.

Las regiones de los dolores horripilantes, por ejemplo, seguidas de las de bienaventuranzas y éstas de las de verdugueadas leves; alrededor de unas y otras, más suplicios y placeres en todos los grados amortiguados o amplificados. Están, sean estos algunos casos, las torturas uniformemente monótonas, los destripamientos amortiguados, los orgasmos interminables y las cremaciones sistematizadas y progresivas. Estas últimas, antes de alcanzar el supremo punto de esplendidez, el total abanico del sufrimiento, tardan siete mil años. Luego se retorna poco a poco al principio, hasta que todo empieza nuevamente. Cada ciclo es, pues, de catorce mil años. De cualquier manera estas progresiones no son las únicas, pues hay otras que abarcan tiempos distintos.

Algunas de las torturas inventadas especialmente por el príncipe Yen, luego de profunda meditación a orillas de los Torrentes Amarillos.

El condenado es obligado a estar novecientos años parado sobre su pie izquierdo. Pasado el lapso y luego de un descanso de dos minutos, sostenido por ambos pies —o uno solo, como el condenado desee: puede tocar a piacere con ambas extremidades, que serían las fusas de la partitura—, otros novecientos años pero sobre la gamba derecha. El condenado, a partir de los primeros trescientos segundos de suplicio, pasa lo que resta de los novecientos años deseando que llegue el momento de descansar los dos minutos. Y cuando finalmente llegan siempre le parecen poco.

A los que han tenido la cobardía de no matar a su pobre y desvalido padre —en el sentido psicológico del verbo, donde no se trata de muerte física sino de liberación psíquica— se lo suspende de los párpados, los cuales deben soportar de ahí en adelante todo el peso del cuerpo. A través de los cientos de años de suspensión, los párpados se van estirando hasta tomar una longitud de siete mil metros. Precisamente al llegar aquí lo espera, justo debajo, un afilado estilete o pincho que se le clava justo en el culo; ello aporta un considerable alivio a los párpados, que ya no tienen que aguantar todo el peso del cuerpo. Se atempera el dolor en las membranas movibles encargadas de resguardar los ojos en hombres, mamíferos y demás animales vertebrados, pero a costa de un incremento de aflicción en el orto. Cada mil años hay un descanso de cinco minutos. Si lo desea puede tomar un té. El condenado sigue suspendido y clavado, pero el príncipe Yen, en su infinita clemencia, hace que durante ese lapso no sienta dolor.

En uno de estos intervalos, cierto condenado le dijo a otro que se encontraba agotadísimo al lado suyo. “¿Sabés? Ni te imaginás que importante hubiera sido para mí una cosa, que recién ahora reconozco que siempre deseé. Que mi familia en vez de ser china fuese judía y hubiésemos vivido en la Alemania de Hitler. Porque por ciertas razones de purificación racial, algunas familias tendrían que ser exterminadas. Y te prevengo que en ese caso sería judío con mucha alegría, aunque el premio consistiera en mi propia muerte. Y hubiera dado gracias a mi benefactor, siendo yo muy nazi en ese momento, y moriría con el gas y el ‘heil Hitler’ en la boca”. El otro condenado al principio se quejó: “Aaarggg…”. Pero luego se decidió a hablar: “Imbécil. Precisamente por no haber superado el odio a tu familia estás aquí. Como yo, que soy otro tarado. Es preciso amarlos, sin perdón ni olvido. Todo a un tiempo. Resulta difícil, ya sé, pero es el secreto de la vida”.

El príncipe Yen, que los escuchaba, sacó del suplicio al que habló en último termino, dejando al otro solo con su locura.

Hay otra tortura, muy ingeniosa, que consiste en un juego de dos poleas: una colocada a gran altura y otra por debajo. El testículo derecho del paciente se ata al extremo de una soga que pasa por la primera polea, y en la punta libre se liga firmemente una piedra de gran tamaño. Es una soga corta. La otra, mucho más larga, pasando por la segunda polea conecta el testículo izquierdo con la antedicha piedra. En los primeros quinientos cincuenta y dos años, el peso total del peñasco es sostenido por el testículo derecho, el cual se va estirando progresivamente hasta, compensando el tamaño de la soga corta, alcanzar a la larga. Es en ese preciso momento, luego de quinientos cincuenta y dos años de iniciado el suplicio, cuando la segunda soga comienza a tironear la testiculota izquierda, lo cual hace que las fuerzas elásticas del esferoidal derecho ahora trabajen menos, disminuyendo la fatiga del material. Estática gráfica y resistencia de materiales».

Monitor interrumpió:

—Suficiente. Viñetas. Sólo viñetas. No intentes endilgarme un mamotreto horrísono.

Robot:

—Prosigue con la minuciosa descripción de doscientas setenta torturas y ciento cincuenta placeres. Mi memoria supuso que sería de vuestro interés.

—No digo que tu memoria haya supuesto mal, pero… saltéate toda esa parte. Alguna viñeta corta de más adelante.

Robot, luego de un veloz cambio de ruta, tomó otro fragmento de las Obras Completas de Zapirón Iseka:

El rey Luis Mil Catorce

Terminado ya el desove regio, la caquita se trasladaba con gran ceremonia a la Cámara de los Desoves Sellados; porque los excrementos reales no podían ser depositados en un lugar común. Los papeles con que los cortesanos limpiaban su (digámoslo) magnífico trasero eran incinerados en retortas especiales, a calcinación, entre el humo del incienso; luego las cenizas eran trasladadas todas las semanas por barco y tren a Polonia donde eran echadas al Vístula, para lo cual existía un convenio con este último país. Al respecto le dijo el rey a uno de sus ministros: «Ya lo sabe usted, mi querido amigo: somos esclavos de la etiqueta». Lo cual no resultaba del todo cierto, pues si bien era verdad que estaba esclavizado, a la etiqueta la había instituido él mismo.

Se calcula que al final del largo reinado de este monarca —comenzó a ser rey ya desde niño—, de la Cámara de los Desoves Sellados se recolectaron con gran pompa fúnebre 13 440 kilos de caca y 26 950 litros de meada, conservada esta última en tinajas de plomo, selladas, para evitar la evaporación. El asunto fue qué hacer con todo ello, porque Polonia se negó terminantemente a recibir estos presentes y muchísimo menos a echarlos al Vístula. Finalmente fueron enterrados líquidos y sólidos —la tecnología para recolectar gases no estaba dominada, lamentablemente, de modo que esta magnificencia etérea perdióse— bajo el recinto de una capillita levantada al efecto.

El coito real se efectuaba de la siguiente manera. La reina se acostaba en la cama completamente vestida, con cofia y ropas especiales de coitus ruptus (no inte). Sólo quedaba al aire libre la vulva, a través de un pequeño tabernáculo bordado y con maderitas, edificado alrededor de un agujero del vestido, que se comunicaba con la diminuta caverna regia. Dicho tabernáculo estaba tapado por el velo del templo de Venus, que era corrido en el momento adecuado. En cierto instante el Chambelán de Coitus anunciaba: «El miembro real está óptimo y transformado en sustancia ponderable». Entonces se corría el velo y cuatro lacayos tomaban al rey por sus extremidades mientras otros dos lo aferraban del abdomen, uno a cada lado, y manteniéndolo en el aire boca abajo y en posición horizontal, lo colocaban exactamente arriba de la reina. Luego con gran cuidado lo bajaban. Un séptimo lacayo cuidaba que lo debido entrase en el lugar adecuado. Se bajaba un poco más hasta llegar al fondo, suavemente; después con el mismo cuidado y lentitud lo elevaban un poco, lo volvían a bajar, etc.

En momento que el rey decía: «Tengo ganas de fumar», los cortesanos entendían que el coito había llegado a un muy buen y feliz término y el soberano era llevado con gran aparato a su salón de narguile.

Robot interrumpió su lectura y comentó dirigiéndose al Monitor: —Carezco de datos respectó a si queréis que siga, Excelentísimo Señor.

Con lecturas del mismo jaez podríamos seguir así ad nauseam.

—No. Está bien. Ya me harté. Vuelve al sueño de los circuitos.

Robot, entonces, dijo algo que los preocupó:

—Los Santos Dioses Monocateca, Bitecapoca, Tritaltetoco, Tetramqueltuc, Pentacoltuco y Exatlaltelico lanzan contra la malvada Tecnocracia sus monociclos, bidciarias, triternarias, tetragonias, pentaclorias y exateridades.

Absolutamente agotado por haber lanzado una frase sencillamente larguísima, en exateísta, cayó en pesado, abrupto silencio, luego de una sumatoria de chasquidos entre circuitos.

Monitor, más intrigado que enojado, comentó:

—¡Jaj! Mirálo vos a este robot subversivo. ¿Quién lo condicionó para mencionar al Antiser? ¿Estaré ante el comienzo de una rebelión de robots? No me digas ahora que hay robots sorias, también. Horrorilagoró.

Barbudo por su parte y confirmando lo justo de su comentario:

—Terrorilagorí.

Monitor, mirándolo un momento y luego retornando su vista hacia el desconectado e insurgente robot:

—Eso. —Un minuto o dos después, que en una habitación con personas es muchísimo tiempo, agregó como explicando—: Horrísono.

Barbudo confirmó:

—Horrísono.

Monitor, dando por terminado el exhaustivo comentario:

—Horrísono —luego de un breve desconcierto, en el cual vaciló entre si mostrar o no a su amigo unos carretes de su futura Película Maestra, todo volvió a lo normal dentro suyo porque las indecisiones quedaron borradas ante un creciente ataque de furia, espada ésta con que cortaba los nudos. Graznó dentro de una histeria amortiguada—: Yo a las cosas las arreglo así en la Tecnocracia: a patada limpia. O con un silbido: ¡Mefistófeles! Arrigo Boito. Sí. Eso.

Sacó de entre sus ropas —«la faltriquera de la americana del mancebo», como dice el Sr. Benito Pérez Galdós— tina pila atómica semejante a las de Misterix, y luego de apuntar al robot le lanzó un rayo.

Sucedió algo extraordinario. El robot, más fuerte de lo que Su Excelencia creía, no murió inmediatamente: se despertó para lanzar un rugido de ira. Luego, silencio. Los dos se quedaron mirando el artefacto horrorizados. Pero el espanto penúltimo no había llegado aún. Ya el Barbudo estaba por comentar algo con el Jefe de Estado, cuando se oyó perfectamente clara la voz del robot, que dijo: «“Volveré y seré millones”. Espartaco. Howard Fast».

Monitor, muy enojado, dijo al tiempo que apretaba nuevamente el gatillo:

—Hijo de puta. Yo te voy a dar rebeliones. Por tus crímenes te condeno a las fundiciones eternas. Tomá un poco de óxido.

Segundo rayo y nuevo grito de la máquina, la cual antes de morir dijo débilmente: «Daipichilysis, Sublime Puerta exarcal, dijo: “Es necesario llegar a” glop, glup, puff…». Y el chichi[27], con fuertes cimbronazos, entró en hecatombe. Luego, el silencio.

Monitor:

—¿Qué te parece esto?

—Una hechicería de los sorias —respondió el Barbudo encogiéndose de hombros.

—Puedo imaginármelo. Pero ¿cómo lograron violar el dispositivo de seguridad?

—Y yo qué sé. Eso te lo van a decir tus magos.

Monitor resopló fastidiado:

—Ffgg. Bueno. Ya se verá. —Dispersando fantasmas con un poderoso esfuerzo de voluntad—: Cambiemos de tema. ¿Te he dicho mis ideas sobre cine?