CAPÍTULO 22

Los jolgorios

Iban a pescar toda clase de anímales marinos. Monitor, que por razones de seguridad no podía moverse libremente —salvo máquina de la ilusión mediante—, se había hecho construir un gigantesco acuario de un kilómetro y medio de largo, por un kilómetro y medio de ancho, por trescientos metros de alto. Lleno pesaba 675 000 000 de toneladas. Construcción ciclópea ésta, de gruesos vidrios y levantada en medio del desierto. Hasta la parte superior se accedía por medio de ascensores hidráulicos. Allí, desde un pequeño barco, Monitor y sus allegados pescaban tiburones y otros peces.

Existían en ese lugar incluso varios ejemplares artificialmente obtenidos, en los laboratorios tecnócratas, mediante mecánica genética. Por ejemplo: una mezcla de pleciosaurio y cetáceo, con dentadura-guillotina:

Cuando alguna víctima caía al alcance de su boca, la hoja de arriba —de hueso afiladísimo— caía con fuerza cortando de un solo golpe. El pez adulto podía llegar a pesar tres o cuatro toneladas.

Pese a que el acuario estaba continuamente custodiado por tropas se produjeron dos atentados contra la vida del Monitor. El primero fue mediante una bomba de tiempo, enterrada en la arena cerca de un ángulo de la estructura vítrea. Los terroristas no contaban con destruir inmediatamente la gruesa pared tenía casi cinco metros de espesor; se conformaban con resquebrajarla. La presión de trescientas toneladas por centímetro cuadrado haría el resto. Luego el agua, virtiéndose de golpe sobre el desierto, arrastraría a gran velocidad el barco del Monitor, el cual se haría pedazos con su dueño.

Al efecto viéronse obligados a practicar un túnel de un kilómetro de largo —una verdadera galería minera— antes de colocar la bomba. La excavación les hizo remover tres mil metros cúbicos de material que, por fuerza, debieron desparramar en una extensa área para no llamar la atención.

Fue descubierta por casualidad, cuando uno de los guardias encontró un extremo del túnel. Los soldados tecnócratas dejaron un pelotón en la entrada, armado con fusiles eléctricos para evitar sorpresas, y el resto penetró. Los sorprendieron justo cuando colocaban el explosivo. Luego del combate subterráneo quedaron abajo veinte cadáveres. Conservaron la vida de un solo enemigo, con intención de interrogarlo. Luego las I doble E liquidaron a cincuenta personas más: toda la célula.

Otro atentado fue con una gigantesca bazooka instalada en una loma. Para atravesar las líneas procedieron a llevarla desmontada, avanzando sólo de noche y escondiéndose bajo la arena al llegar el día. Durante el anochecer salían de sus escondrijos y avanzaban un poco más. Los diversos destacamentos que habían partido de distintos lugares, convergieron ordenadamente sobre la loma elegida. En un periquete armaron y cargaron el arma. Como poseía una mira infrarroja esperaban dispararla esa misma noche.

Hacía dos días que Monitor se dedicaba a la pesca y dormía en el mismo barco. Los enemigos ignoraban que el Jefe del Estado, para prevenir nuevos atentados, había ordenado blindar toda la estructura con un derivado transparente del material con que eran construidas las naves aéreas.

La bazooka lanzó un proyectil que, al estallar en una de las paredes, produjo un temblor en la superficie del agua. El barco onduló suavemente. Durante un momento el cubo líquido quedó iluminado y pudieron verse los peces, las plantas y piedras que contenía. Al instante, los servicios de seguridad apoyados por espacionaves de combate, iniciaron un formidable operativo militar, acordonando un círculo de dos kilómetros de radio, tomando el acuario como centro. Simultáneamente las tropas comenzaron a peinar metro por metro, revisando cada yuyo en la esperanza de dar con los terroristas. Éstos, luego de comprender que habían fallado, se dispusieron a huir abandonando la súper bazooka, camuflándose por el momento en la arena, muy próximos al hecho, a fin de replegarse durante la noche.

Pero los tecnócratas tenían biodetectores en sus astronaves de combate, y los capturaron una vez localizadas las fuentes calóricas de sus cuerpos.

Monitor participó personalmente en las prolongadas ejecuciones, ya que estaba enojadísimo porque no lo habían dejado pescar en paz. Para colmo, en el frente chanchinita sureño, uno de sus mejores mariscales de campo había quedado volatilizado al caerle a un metro veinte centímetros un cohete tierra-tierra, disparado por el enemigo. Y aunque los sorias que intentaron matarlo nada tenían que ver con la muerte del mariscal, Monitor igual les echaba la culpa. Se decía: «No habrán sido ellos, pero bien que se alegraron. No puedo meterlos presos a los chanchinitas que dispararon el cohete, pero con éstos sí que Voy a saciarme».

En la Cámara de Torturas N.o 408, del Centro de Computación, Monitor miró a una de la sorias capturadas —había tres mujeres entre los presos que aguardaban el turno de catar las euforias de sus chinos—; luego tornóse al Maestro:

—¿Qué te parece este espécimen, así de un modo general?

El Maestro, inclinándose levemente:

—Crleo que Su Excelencia quedarlá satisfecho. En el estudio biológico prlevio del materlial humano que voy a trlatarl artísticamente, he llegado a la conclusión de que este espécimen femenino es el de mejorles mamas; como supuse desearlía agrlegarlo a su fina y culta colección, he tenido en cuenta este detalle a fin de no rlealizarl ninguna laborl en ese sectorl.

El chino había dicho lo anterior delante de la otra, desnuda y atada a una mesa. Ésta tenía canales para que por ellos pudiera correr la sangre que luego habría de vertirse junto a riachos provenientes de otras mesas en un resumidero general.

Monitor, ávido de glándulas mamíferas, se las miró avaro con ganas de cortárselas ya mismo sin falta, y engrandecer con ellas su colección. Pero se sobrepuso y dijo:

—Bueno. Me las llevaré cuando hayas terminado.

—Oh, qué grlave errlorl serlía esperlarl a último momento. Sin duda no habrlá escapado a su fina perlcepción de arltista y a sus conocimientos científicos que al darl suplicio se prloducen desplazamientos y tumorles de sangrle diminutos, que disminuyen la calidad de la pieza anatómica a separlarl. Si las desea debe corltárlselas ahorla, viva y cuando aún no se le ha dado torlmento. Siemprle habrlá tiempo de cauterizarle las herlidas y continuarl con el suplicio verldaderlo.

Monitor no dudó un instante. Estuvo a punto de dar la orden de que le separasen ese precioso par de tetas, pero finalmente recordó algo. Cambió de ruta y dijo a la mujer:

—Habéis intentado asesinarme. Pero os perdono. No soy vengativo. A ti, sea un breve y sencillo ejemplo, me limitaré a hacerte arrojar a los cocodrilos. —Y cuando los esbirros que la desataron procedían a llevársela agregó—: Échenla así: desnuda. Y fílmenlo todo. Fuertes luces para que no haya subexposición. Construiremos poco a poco nuestra Obra Maestra.

En realidad no pensaban «arrojar» a la soria, sino exponerla a las lujurias cocodrilescas. Ya veremos cómo. El lugar a donde llevaban a la soria era producto del ingenio del Monitor. Había inventado un aparato especial para darle de comer a esos animalitos. El estanque de sus regalones tenía una plancha de acero que servía de techo; en ella había varios agujeros redondos distribuidos de a pares. Arriba, acostada boca abajo sobre la plancha, colocaban a las mujeres castigadas cuidando que sus senos pasasen por los agujeros y quedaran colgando por debajo. Si el sexo femenino tuviese tres tetas en lugar de dos, los agujeros —en vez de dos— habrían sido tres. No lo dudamos.

Las supliciadas eran mantenidas atadas a cuatro agarraderas formando «equis» con sus extremidades.

La mencionada plancha quedaba encima de una rivera, cercada por un tejido de alambre, fuerte y resistente. Este recinto cúbico se encontraba comunicado, mediante puerta izable, a otro mucho más grande pero de idéntica guisa, donde se mantenían encerrados diez enormes cocodrilos. El mayor de los espacios cercados tenía como techo un tejido de alambre, del mismo tipo del que constituía sus paredes, a fin de permitir el paso del sol. El piso estaba formado por tierra, llena de pasto y cañaverales; no faltaba un lago de medianas dimensiones. A la hora de cenar, los cocodrilos se agrupaban al lado de la puerta levadiza que separaba los dos ambientes. Entonces la puerta era levantada con sogas, desde afuera, y los bellos animalitos pasaban. Como su alimento siempre colgaba de los agujeros, pegado a la chapa, estaban acostumbrados a levantar sus cabezas y morder. Si había por ejemplo cinco supliciadas, introducían a un solo cocodrilo hambriento. El muy pillastre les iba devorando los senos por turno. Al poco tiempo caían chorros de sangre de diversos calibres, dependiendo el tamaño del flujo sólo del momento de corte.

A los hombres, en cambio, se les obligaba a estar sentados por medio de fuertes ligaduras; cada uno con falo y testículos pendiendo en un único manojo. Pendiendo de un hilo, como quien dice.

La soria que Monitor acababa de condenar fue atada sobre la plancha y, mientras un cocodrilo negro se acercaba relamiéndose al par de pechotes que colgaban como un manjar tentador y delicioso —atraían todavía más por los gritos de terror de la mujer—, un esbirro le dijo a otro mientras pitaba un cigarrillo: «¡Ah, qué hermoso día para hacer maldades! ¿A ver? ¿Qué achurías vamos a realizar hoy?». Y el otro contestó mirando olímpico el pantano: «No. Yo sólo hago achurías buenas».

El cocodrilo levantó la cabeza y pareció olfatear la teta izquierda. Se tomaba su tiempo, ante la firme certeza interior de que el manjar que tenía adelante no contaba con la menor posibilidad de oponerse a ser almorzado. Otras veces, como ahora, el animal había sentido el rechazo telepático de la criatura cuya carne allí pendulaba. Al principio, año y medio atrás, se apresuraba a devorar no bien percibía en su cerebro el violento y aterrado «NO». Con el tiempo llegó a comprender, sin embargo, que aquella raza de animal que se negaba a ser comido y le era ofrecida, no podía —vaya uno a saber por qué— moverse o ejercer oposición física alguna. A partir del instante en que entendió esto, ya no tuvo ningún apuró; incluso le agradaba oír el «NO» y, haciéndose el tonto, recorrer sin tocar una y otra de esas deliciosas esferas, mientras seguía con la mente abierta: «NO NO NO NO NO»; sentir que su avidez por morder y gustar crecía al tiempo que un cosquilleo familiar de su sistema sexual le hacía pensar en cócodrilas y en la necesidad de comer esto e ir a buscarlas. Pero —y el animal no lo sabía del todo— su idea de morder cuanto antes para ir en busca de hembras, en parte no pasaba de ser una ficción que su mente elaboraba, a fin de aumentar la voluptuosidad del bocado principesco. Finalmente se decidió: levantó su cabeza negra y rodeó el seno izquierdo de la soria, sin morder todavía durante un segundo. Luego hundió los dientes muchas veces, pero no en toda su profundidad sino de a poco, metiéndolos cada vez más adentro del pecho, mientras la sangre le llenaba la boca. Finalmente, casi con ternura, terminó apretando y tirando hacia atrás, para cortar y arrancar al mismo tiempo. Toda su cabeza quedó en el acto bañada de sangre. Abierto el apetito con este primer bocado que tragó en un instante, ya no estaba para contemplaciones «NO NO NO NO no no no…», de modo que se dirigió al otro seno, pivoteando sobre su vientre con presteza. Como con furia, mordió y arrancó el globo gemelo, que en un instante estuvo también en su estómago.

Viendo que la comida se había terminado y que ya no le darían más, rotó nuevamente y se zambulló ondulando las aguas. Lo último que vieron los soldados, bastante aburridos, fue la cola del cocodrilo negro —a quien llamaban Miguelito—, la cual, por quedar afuera —sólo ella, durante un momento—, brindaba la ilusión de pertenecer a una especie de dragón de los pantanos, con alas membranosas y capaz de echar fuego por la boca.

Monitor no había tenido tiempo de observar la ejecución de la agente secreta soria. Ya habría luego ocasión de verlo todo filmado en colores, en la visionadora de su cámara monitorial. Por el momento, haciéndose el ignorante, preguntó con referencia a otro de los detenidos:

—¿Qué hizo esta sucia rata?

El esbirro, siguiéndole el juego:

—Atentó contra tus días, Excelentísimo Señor.

—Quemadlo vivo. Esperad: no. Sería inhumano. Emparedadlo con un jarro de agua y un mendrugo que le tendrán que durar toda la vida. —Luminoso y eléctrico—: Aguardad: aún no. Estas vulgaridades son indignas de mí. Es preciso algo que abra nuevos rumbos en la historia afrodisíaca de los suplicios. Descender hasta donde dormitan las cápsulas del tiempo, encargadas de llevar al futuro las banderas rojas con escudos blancos en el centro. Mirad: en ese líquido amniótico nada un escorpión negro. Mis galeones hundidos en el Mar de los Zargazos, mis arcones sellados repletos de trofeos de guerra. Cortar una vena tras otra, entonces, lentamente, como quien abre una tumba faraónica de miles de años en el Valle de los Reyes. La Barca Solar; los tesoros; el Señor sobre su vehículo de combate, arrojando flechas sobre leones en cañaverales; el hipopótamo junto a las flores del papiro. Un poderoso monarca en su carro como una figura del tarot, aplastando enemigos hieráticos. Los altos y bajos relieves. El recinto del Trono y la sala hipóstila. Las pirámides vacías y sus sarcófagos de piedra con momias de arena. —Torvo—: Sí. Me temo que emparedar vivo a un hombre que ha arruinado mis vacaciones y matado a mi mariscal de campo sea demasiado poco. Poquísimo.

Así, pues, susurró nuevas instrucciones al verdugo, cosa de que no lo oyese la víctima, quien quizá sufriría por ello, quedando así como un ser inhumano ante los ojos de la historia y, sobre todo, porque si el futuro supliciado lo escuchaba podía morirse antes de tiempo. El chino al oírlo sonrió levemente y se inclinó. Luego de atarlo bien, desnudo, le echaron plomo fundido en los testículos. Así aprendería la próxima vez. Monitor puso en marcha el grabador un momento antes. Después del plomo en los genitales, y como aún no había fallecido, le vertieron oro licuado sobre el pupo (que otros llaman ombligo): el sello espléndido de la muerte. Es extraño, pero cuando le hicieron esto no gritó. Entró en convulsión y, después de varios espasmos en forma de patadas —primero la pierna derecha, después la izquierda, otra vez la derecha, etc., así unas cuantas veces—, se murió pa’ siempre.

De esta manera prosiguió todo durante un tiempo.

Cuando sólo quedaban tres agentes secretos, el Monitor de pronto tuvo una penosa impresión: «¿No habré sido cruel e injusto con una gente cuyo único crimen, tal vez, ha sido pensar diferente a mí? Claro, porque el intento de asesinato y arruinar mis vacaciones es un acaso, una poca». Así, entristecido y acosado por los remordimientos —si bien unos minutos antes había pensado una monstruosidad más al pasear la imaginación en torno a unos campos que tenía en Megateknes, Tecnocracia Meridional: «Qué hermoso lugar para erigir allí mis fábricas de embalsamamiento automático»[25], cambió de dirección rotando sobre sí mismo y, en expiación de sus numerosos pecados, el Terrible dio orden de levantar una catedral en estilo gótico, drásticamente medieval. Con los cráneos de sus enemigos, naturalmente.

Empezó con los tres pertenecientes a los agentes secretos que restaban, a quienes les hizo extraer in situ el extremo pensante. Antes les dijo, ya totalmente poseído por la clemencia y casi sollozante de arrepentimiento: «No los hago ejecutar porque hayan atentado contra mi vida, ni porque hayan arruinado mi pesca o matado a mi mariscal de campo, ya que todo esto son contingencias de menor importancia, corregibles mediante indulgencia y penitencia. Que conste en autos. No. Los hago ejecutar por dedicarse al contrabando de fósforos a pilas y al plagio de patentes: único crimen, absoluto, que merece algún castigo. Por dedicarse al contrabando de fósforos, sobre todo, ya que éste es el estado de crimen perpetuo. Sáquenles los cuerpos».

Como el Monitor no había dicho «córtenles» sino «sáquenles», los verdugos chinos se apresuraron a comenzar a sacarles toda la carne a las cabezas que tenían cuerpos pegados a ellas, sin hacer el menor caso del clamor o bullicio de protestas que trompeteaban continuamente los condenados, según una tonalidad trágica que recordaba las obras más logradas de Mozart. La bemol, me parece.

Así, con los cuchillos, procedían como quien pela naranjas o saca astillas de una madera para adelgazarla. Con rápidos despuntes rebanaron narices, orejas, labios, carne de cachetes, vaciaron ojos; pescaban lenguas en el interior de las bocas —con pinzas— y las sacaban bien largas; luego procedían a cortar con navajas lo más adentro que podían; arrancaban con rastrillitos el velo del paladar hasta dejar limpio el hueso del maxilar superior y la base de la bóveda del cráneo, en tanto que el maxilar inferior quedaba tan limpio que el verdugo llegaba a poder meter su dedo índice por debajo de la barbilla del paciente, empujar hasta adentro los dientes de la víctima, abrirse paso y cerrar con su pulgar el circulito. Por fin, en las fosas nasales introducían garfios para ir sacando el cerebro lentamente y con paciencia a través del pequeño agujero. Cuando tenía lugar esta última perforación, el supliciado generalmente moría, o más bien optaba por caer en coma profundo para no despertar jamás. Es por ello que los verdugos realizaban el barrenaje al final, una vez que el anterior proceso de descascaramiento y desmontaje de la cara había tenido lugar.

La catedral de cráneos —que Monitor, una vez estuviese finalizada, pensaba que constituiría una de las sietes maravillas del mundo tecnócrata, por lo que para no dejarla huérfana pensaba luego crear las otras seis Grandezas—, dio ocasión a un nuevo delirio monitorial. Así como antes estaba obsesionado con los senos, después lo estuvo con los cráneos. No diré que los pechitos dejaron de interesarle absolutamente, pero sí que su pasión disminuyó hasta ser sólo una sombra de lo que era; en contadas ocasiones ya enriquecía su colección con un nuevo par. Sus preocupaciones comenzaron cuando los arquitectos tecnócratas lo convencieron de que el problema de ingeniería pura a resolver era tremendo, dada la condición limitatoría de usar cráneos como exclusivo, material. Solicitaron se les concediera la posibilidad de utilizar otros huesos humanos en ciertos sectores, y de sostener con vigas de hierro la enorme estructura —la catedral iba a tener ochenta metros de alto, por veinticinco de ancho, por cincuenta de largo—. Monitor rechazó de plano tan blasfema insinuación y dijo que o toda de cráneos o nada. Y como los arquitectos detectaron que les estaba mirando de manera torva los bultitos de los pantalones, cagándose de miedo prometieron solucionar los problemas técnicos en cuatro meses. La mayoría de estos hombres —inscriptos en la Monitoria de Gimnasia y Trabajo— había accedido a puestos públicos, no tanto por su reconocida eficiencia como por su notorio acomodo. Menudo chasco; en vez de una bucólica canonjía llena de prebendas se habían encontrado con un horrible Monitor de ira siempre despierta y fulgores fantásticos. Ya era tarde para arrepentirse. «En cuatro… meses, ¿eh? —dijo la Bestia de Pelo Castaño o Bestiaza, quien los conocía perfectamente y, para sus adentros, había decidido limpiar la Monitoria de torpes, lerdos e ineficientes, mediante rasqueta y baldazos de sangre—. Está bien, acepto. —Y luego agregó estas raras palabras—: Pero recuerden: mi benevolencia se inclina por Aquiles, el de los pies ligeros, y no por las tortugas sofistas». Así, pues, cada tanto hacía castrar a uno para estimular a los restantes. En el plazo convenido los arquitectos sobrevivientes presentaron sus dibujos impecables y el costo mayor: conseguir 693 750 calaveras para que las paredes fuesen triplemente reforzados y el edificio no se cayera. Cuando le mostraron temblando el papelito con la pavorosa cifra, el Monitor estuvo a un tris de ordenar una ablación colectiva de huevitos. Luego revisó los cálculos y comprendió que los otros tenían razón. ¡No le alcanzarían todos los presos de la Tecnocracia para conseguir esa cantidad! Mas luego recordó la existencia de Chanchín del Norte y sus ojitos brillaron. Albricias. Transmitió de inmediato la orden a todos los frentes de lucha: a partir de ese momento los soldados enemigos muertos debían ser decapitados y sus cabezas enviadas a puntos de concentración, desde donde serían trasladadas a Monitoria, Tecnocracia Central. Los oficiales tecnócratas, comidos por los mosquitos, con un trabajo inmenso y chanchinitas que los mataban como a moscas, se vieron de pronto ante una nueva tarea. Putearon contra el Monitor, contra los chanchinitas, contras las putas cabezas y contra sí mismos. Pero, como después de todo órdenes son órdenes, se dispusieron a obedecer.

Resultado: en un año la Tecnocracia decapitó a treinta y cinco mil enemigos varios; el resto hasta completar el total fue cubierto por los cargamentos que continuamente venían desde los frentes de lucha.

La pirámide de cráneos, una vez que estuvieron todos juntos para poder empezar la tarea de construcción, ocupaba un volumen de 5550 m3.

Tardaron un año y medio en levantar la catedral que, contra todas las predicciones, no se vino abajo. Claro está que los arquitectos usaron un nuevo cemento plástico revolucionario para soldar las calaveras unas con otras.

La construcción tenía una enorme entrada ojival —la puerta también era toda de cráneos—, por la que se penetraba a una magnífica nave. Había allí escaleras rarísimas cuyos peldaños, pasamanos, todo, absolutamente todo, estaba compuesto por estos huesos. También el altar. Frente a él había una tecnócrata hecha con diecinueve calaveras. El piso resultaba algo irregular por haber sido realizado con idénticos materiales. No existía un solo techo sino varios a distintas alturas, progresivamente mayores, hasta llegar a la bóveda máxima que se encontraba justo por encima del altar, a ochenta metros. Sobre el lugar de los sacrificios, donde el sacerdote de turno oficiaba, caía desde una de las distintas bóvedas —dependía del paso del sol en cada época del año—, un único rayo de luz que se posaba sobre el cráneo Polikriptos (el de los Muchos Misterios), depositado todos los días en ese lugar para el momento de la ceremonia, retirado luego de ella y envuelto en lino real perfumado con esencias preciosas.

A medida que el sagrado oficio transcurría, la luz iluminaba sucesivamente: un sector del occipital, de aquí cruzaba lentamente al parietal y luego a la órbita del ojo izquierdo, llenándola; su cuenca estaba perfectamente lustrada, de modo que pudiese arrojar destellos como un espejo. Tenía mucha fuerza ese ojo. Y así, mientras él potenciaba y los dientes formaban doble hilera de sarcófagos con tapas de marfil, la ceremonia llegaba a su clímax: «Y es por esto, Segador, que hemos venido hoy a ti a saludarte. Para que trabajes por nuestro intermedio a favor de la Patria. Mata a nuestros enemigos. Bórralos del Libro de la Vida. Que sea como si jamás hubiesen existido. Que así como este rayo de sol va a extinguirse, así se apaguen las existencias de sorias, anti-Mozart, comunistas y chichis. Muerte: sobre ti, nuestra victoria».

De tal manera, abruptamente, terminaba el oficio.