CAPÍTULO 20

Las audiencias

Esa mañana el Monitor se despertó con una sensación desagradable. Lo primero que vio fue a su Ayuda de Cámara, el teniente w-u 30 Iseka. El asistente lo observó respetuoso. Pese a comprender que algo no andaba bien, nada dijo por razones de disciplina.

Monitor observó descender la nieve a través de la ventana. Nunca había caído tanta en Monitoria. La nieve le gustaba como objeto. No obstante hubiese preferido que fuese, menos parecida al hielo. De ser posible, tal como uno la imagina antes de haberla visto por primera vez: con otra textura, como en los dibujos animados. Pensó en un país todo de nieve, sus habitantes incluidos. En vez de fundiciones y altos hornos, enormes heladeras y cámaras refrigeradoras donde se construyesen tanques con hielo en barras.

Dijo el Jefe de Estado:

—Cuántos dedos debe tener.

Como sólo estaban ellos dos en la habitación, w-u 30 Iseka entendió que a él se dirigían. Preguntó extrañado:

—¿Quien, Excelentísimo Señor?

—El cielo. Son como impresiones digitales. ¿Sabías que cada cristal de un copo de nieve es absolutamente distinto a cualquier otro?

—No, Excelentísimo Señor.

Se produjo un largo silencio.

Monitor, quien habitualmente se levantaba de un salto, esa mañana haraganeó. Con su mano alisó hasta dejar bien puestitas las extremidades de las sábanas —con tecnócratas bordadas a fin de que lo protegiesen en su sueño—, para prender acto seguido un cigarrillo. Estaba por expulsar un anillo con el humo, pero se arrepintió a mitad de camino y largó una especie de cono, el cual se fue diluyendo a medida que se alejaba de su boca; un geómetra habría observado un sólido de base progresivamente invisible. Se quedó como mirándolo, pero en realidad veía otra cosa.

—Anoche, mientras dormía, me ocurrió algo espantoso. Una pesadilla temible. Soñé que no tenía ejércitos. Afortunadamente desperté y vi la falsedad de tal cosa, pero esto no fue instantáneo. En mi delirio me pregunté si no estaría viviendo un golpe de Estado o algo así. Y yo dormido, sin enterarme.

De no ser por su respeto, el teniente se hubiese encogido de hombros:

—¿Y para qué estamos tus soldados, Señor?

—Sí. Pero… indefenso en el sueño, ¿te das cuenta? Yo, yo me decía en la pesadilla: «Pero cómo, cómo es posible que no tenga ejércitos. Que mis soldados se hayan disuelto en la nada. ¿O será que jamás los he tenido?». Yo, yo que nunca lloro y tampoco en el sueño lo hacía, en medio de mi desesperación y total desvalimiento luchaba contra las lágrimas. Porque cuando César no tiene ejércitos debe por lo menos probar, a la absurda Historia, que es injusta. Pienso esto, no obstante: así como yo soñé mi carencia de tropas pero como consuelo veo al despertar que sí las tengo, pienso, digo, en todos aquellos que al reaccionar de una atroz pesadilla, comprueban que la realidad es tan horrorosa como durante el dormir. O peor, pues son todavía más viejos que al acostarse.

Monitor tintineó como un mandarín sinfónico. Declamó un poema chino —como sin duda habrá hecho Ch’in Shih Hwang Ti, aquel otro hombre infinitamente terrible, al ordenar la construcción de la Muralla Espectral—, breve y austero:

Tragedia espantable aquélla

que priva,

al hombre trascendente,

de la posibilidad de llevar a cabo sus tareas celestiales.

—No olvidéis que hoy os toca audiencia pública, Excelentísimo Señor.

—¿Qué? —preguntó el Monitor sin entender cosa alguna, bruscamente arrancado de su estadio poético por la firme máquina militar que tenía delante—. ¿Cómo? Ah, la audiencia. Las armas representan la parte mejor del pueblo, porque son las últimas en corromperse. ¿Pero serán fuertes?

¿Serán, con todo el sentido del verbo ser?

El asistente, genuinamente militar, sin obsecuencia:

—Con tu duda nos insultas, Excelentísimo Señor.

—No mis soldados, tonto. Sé que se harán matar. Pero los tecnócratas, habitantes de la Tecnocracia, ¿estarán a la altura de lo que viene? Se aproximan tiempos muy duros.

—Si tú dudas ellos se darán cuenta y perderán fuerzas.

Monitor miró al asistente como si lo viese por primera vez. Se quedó mudo durante un minuto, contemplándolo. Luego dijo con un nuevo respeto:

—Verdaderamente tienes toda la razón. Por lo demás cada uno forja su destino. ¿A qué preocuparse, entonces? Sea y será como fuera o fuese. Los pueblos tienen las guerras y las paces que se merecen, y esto va también para los tecnócratas. Mientras mi gente vive dudosa y como pensando, sorias, chanchinitas y rusos se reproducen por millones. Felizmente me tienen a mí como agente moderador. Caso contrario se terminarían por comer los unos a los otros: la Gran Muralla Demográfica. Luego, por último, dos o tres pares de teologías maléficas los borrarían de golpe en la Guerra Final de las Armas del Tiempo. Para gran alegría del Antiser, por supuesto. Veremos de evitarlo.

Luego, como el Jefe del Estado era muy veleidoso y mutable e incapaz de conservar por largo tiempo una cualquiera de las muchas facetas de su carácter, preguntó en inesperada variación imprimida por giróscopos ocultos:

—¿Estuvo bien mi retórica?

El asistente, culturalizado a través de años de oírlo, había adquirido un cierto potencial de respuesta:

—Magnífica. Tú solo, un coro griego. Magnífica. Pero, Señor, la audiencia.

—¿Y si en vez de ir a la audiencia me fuese a los abismos del mar a pescar la Serpiente Marina? O a hacerles mimitos a las murenas, en el peor de los casos.

—Señor, la audiencia.

—Pero escucha, déjame terminar. ¿Y si en vez de ir a la audiencia me fuese al Océano índico a domesticar al Monstruo Pinchudo, que dormita entre algas y corales? Sus escamas acorazadas como tanques. Sus dientes y pinchos semejantes a proyectiles balísticos que aguardasen letales en sus subterráneos el momento de partir y aniquilarlo todo. Sus ojos: televisores de guerra tapados por cortinas de acero.

—Señor, la audiencia.

—¿No podría entonces, aunque más no fuera, subir hasta donde el aire enrarecido casi se transforma en estratósfera, y capturar a la fabulosa ave rock, seduciéndola, usando como sebo un plato lleno de elefantes? Su pico de acorazado gigante. Sus plumas, una sola de las cuales si cayese a tierra aplastaría mis jardines colgantes. Sus huevos semejantes a asteroides. ¿Sabes que cuando ese pájaro se duerme allí arriba, luego de haber entrado en órbita, sin notarlo va poniendo huevos que automáticamente se transforman en lunas? ¿Tu archivo memorístico te ha dicho que cada tanto sube y los empolla y, una vez que los pichones crecen y pueden volar, bajan como flechas para alimentarse de la carne de los pobres negros, que se dice que viven en aldeas remotas, en el otro confín de la Tierra?

—Señor, la audiencia.

—Pero entonces, ya que nada me permites, otorga al menos que me hunda en un volcán en erupción, protegido por mis máquinas si eso es lo que te preocupa, para ir al centro del magma y extraer lava de colores y, una vez en Monitoria, mantener las rocas fundidas continuamente al rojo para que no pierdan su belleza. Si accedes, te prometo esto a cambio: colocar ese metro cúbico ardiente en el centro de un mecanismo encargado de mantener el calor, y que funcionará miles de años, enterrado debajo de una montaña para que pueda seguir andando aun si la Tecnocracia, con todos nuestros sueños, hubiera desaparecido.

Implacable:

—Señor, la audiencia.

El Monitor lanzó un horrendo suspiro y comentó:

—He cobijado una serpiente filistea en mi seno. Pero no importa, igual, todo está bien. Vamos.

Nuestro poeta T’ang y culto dictador, siempre acompañado por su figura de campo, el teniente w-u 30 Iseka, atravesó la Cámara Monitorial, de paredes cubiertas por cortinados rojos, internándose luego en un largo pasillo repleto de armaduras japonesas[16] y águilas de bronce sobre estandartes con banderas. Tras meterse dentro del tubo de transportación apareció abruptamente en la gruta rocosa, hecha con piedras de metal y soldadura, que podríamos llamar de los desechos (y deshechos) karmáticos. Ante la estupefacción de todos, porque, pese a que lo esperaban, nunca dejaron de llevarse gélidos chascos. Así, Monitor propagó muertes chinas con sólo mover sus labios amarillos.

—Muy bien. Ya estoy aquí —la habitación pareció poblarse con cilindros helados que subían hasta el techo—. Me pareció escuchar un ruido sollozante. Pensé guardar el paquete de pesadillas sólo para los sueños; claro que…

En este punto el Jefe del Estado, con un sadismo muy suyo, canturreó un poema de su propia cosecha:

El Magistrado mueve apenas su birrete y un reflejo metálico

se propaga por las Sala de las Audiencias.

Los cortesanos —lívidos espectros— se transformaron en ideogramas. Aterrados y temblorosos como un pavimento lleno de hojas secas. Las sonrisas convencionales parecían flotar sobre trapos arratonados. Se notaban partículas amarillas en suspensión. Muy pronto el ambiente fue tomando el color de lo que venía. El cromatismo de una sala tiene su horóscopo, para quien sabe mirar. Los distintos planos vibratorios de la luz están repletos de registros y comprimen bancos de datos, como las computadoras. Así, pues, de pronto, las sonrisas rígidas y espantadas de quienes temían la muerte, fueron plata vieja celeste sobre pasto negro con luz rojiza; un negro con mucha fuerza. Intensifico el negro hasta el negro galáctico. Intensifico hasta negro de Agujero Negro. Las sonrisas (algo quiere tragárselas) son de un rojo egipcio floresta (pequeñas junglas que serán cosechadas). Mantengo el rojo anterior pero lo hago vibrar un rato con amarillo cálido. Es un amarillo extranjero, de invasión; proviene del Monitor, que va a matarlos. Mantengo el rojo anterior y el amarillo cálido, pero agrego un anaranjado claro más intenso. Sostengo los tres colores pero los hago resonar con anaranjado nítido. Se apagan los cuatro tonos y un pegaso monitorial, crin blanca esplendente, trota por toda la sala en cámara lenta, avasallando diminutas islas de sanguíneo fuerte con negro topo. El martinete de los cascos produce sobre el plano astral instantáneos y brillantes rojos convulsivos. De éstos despréndese un gris nube, amarillo-aceitunado. El corcel crin plata queda salpicado con encarnaduras violetas, siendo ello inevitable pues el color de las víctimas se traduce al llegar al victimario. Sepia rojo de fotografías antiguas; amarillo verde pasto; siena tostada lava roja coral volcánica, entre los cascos; esmeralda tiza de ásperos bronces, con verde botella y hoja militar. Oh paradoja: rara vez asume la tierra estos cromatismos, salvo en la imaginación: fucsia marrón terroso; violeta rosáceo de gama baja, penetrante; agresivo magenta fosforescente. Anaranjados cobres se amarronan; un azul indefinible entremezclado con violeta refulgente con destellos metálicos. Naranjas pálidos, negros nacientes. Todos los rojos cerezas se adelgazan hasta transformarse en líneas y desde allí continúan vibrando. Estas líneas no tienen relación con los grandes planos del color general, que son ocupados por dorados negruzcos y pequeños escapes de gas azul nitrógeno muy frío; líneas y planos trabajan con independencia. Las tragedias mencionadas se transmiten y contagian pero a la vez son compartimientos estancos. Esto hace que la tragedia en su conjunto sea indestructible (sólo ella lo es), pero, al mismo tiempo brinda esperanzas de salvación, pues ésta, de existir, también se propagaría en idéntica forma. Largo trabajo el que se tomó el Antiser para podrir el cosmos. Avanza con lentitud e infecta de a una viscera. Después irá más rápido. Le resulta difícil a causa de la muy estable estructura del universo, apuntalada mediante el sexo y la estética. Por ello, antes que nada (antes de la nada), debe convencer a los seres humanos para que renuncien a estos dos soportes mágicos. Sólo así comenzarán a trabajar para Anti-él.

La energía atrincherada en la materia. La energía formando auroras boreales desde los núcleos; nubes noctiluscentes y pequeñas bombas de hidrógeno bajo control. Meteoros lentos, nubes nacaradas, estrellas fugaces y rayos cósmicos. Corona, envoltura y atmósfera electrónica. Protones, neutrones y electrones variables. Mediante bombardeo alguien destruye la masa. El cuadrado de la luz permanece constante, pero la energía se incrementa monstruosamente hasta alcanzar cantidades fantásticas. Fotones, positrones, mesones y mesotrones hacen su aparición debido a las convulsiones internas. Corpúsculos y ondas construyen la imaginería. Los decorados varían rápidamente luego del bombardeo terrorista sobre las ciudades atómicas: terrorbomber, terrorbomber advierten todas las emisoras, desesperadas, tratando de no producir histeria. Se aceleran, se frenan partículas; son desviadas, arrancadas de sus órbitas terrorbomber. El protón se transforma en neutrón y éste, en el acto, otra vez en protón, el cual pasa a neutrón, así un número indefinido de veces. Terrorbomber. Electrones se mutan en positrones. Gran liberación de neutrinos. Con sustancia material son pintados los cuadros cubistas, abstractos, de las ondas. El atonalismo vibratorio, la disonancia, se vuelve tonal poco a poco; y allá lejos, desdibujado e increíble hasta el punto de que lo atribuimos a la imaginación y no a la realidad, escuchamos a un Sigfrido espectral entonando triunfante el tema de La Espada.

Temperaturas elevadísimas en el centro de una galaxia en explosión. Residuos de novas y supernovas. Nebulosas irregulares, brillantes por el oxígeno ionizado, el helio y el hidrógeno. Altas temperaturas superficiales en Orion. Gases y polvo reflejan la luz de una estrella sumergida en su masa. Las Pléyades contrastando con la oscuridad monstruosa e infinita de agujero negro del Saco de Carbón, perteneciente a la Cruz del Sur, o a la Cabeza de Caballo asociada a Orion. Rayas estacionarias vistas en los espectros, alta luminosidad lejana. Arañas de calcio tejen dentro y alrededor de las nubes de helio y sodio; tan lejos todo ello que no bastan dos millones de años luz para situarlo. Materia interestelar. Galaxias vistas de frente, de tres cuartos y de perfil. Galaxias espirales, barradas, elípticas e irregulares. Los Lebreles, Las Nubes de Magallanes, Andrómeda y la Cabellera de Berenice. El nido de galaxias de la Virgen, situado a cuarenta millones de años luz y compuesto por dos mil quinientas galaxias. Más que el misterio del cráneo de Neanderthal aterroriza la nebulosa Lyra, con su esfera de polvo cósmico que la rodea; como si en su momento hubiera estallado y ahora estuviese en proceso de contracción. Reajuste cataclísmico y terrorbomber. Efecto colapsar de estrellas que caen hacia adentro y terrorbomber sobre la última trinchera con su bunker. La ecuación final: el alma es igual al cuerpo multiplicado por la velocidad de la luz al cuadrado. Incrementando el cuerpo se aumenta el alma. A cuerpo cero, alma cero. A través del bombardeo terrorista psicofisimetafísico sobre el cuerpo, el alma entra en el infierno de la destrucción eterna. Ésta es la ecuación correctamente interpretada. Ya sé que luego vendrán los sofismas.

Las cefeidas, pertenecientes a la constelación de Cefeo (cerca de la Osa Menor, entre Casiopea y el Dragón); estrellas estables, por ahora. Energías de vibraciones caleidoscópicas expresando la entrada en nova no ya de una estrella sino de toda una galaxia o súper terrorbomber. Como la remotísima galaxia M 82, con forma de disco achatado, que media veinte mil años luz de diámetro y cuya explosión fue vista y fotografiada en mil novecientos sesenta y tres con el telescopio de Monte Palomar. Como la inconcebiblemente lejana galaxia M 82 que dos años después todavía continuaba su reacción en cadena (que hacía deflagrar una estrella tras otra) originada en su núcleo, compuesto a su vez por millones de soles.

—Noche y padecimiento invernal —gorjeó el Monitor, terrible y con música de Weber—. Mí pequeño poema sobre el «reflejo metálico» da la impronta. Supongo que saben a qué me refiero. Maldito el pueblo que abandona a su jefe. Hay cosas que los seres humanos no deberían conocer, por su propia seguridad espiritual. Cosas, digo, de las cuales tan sólo un profundo pensador marcial… puede hacerse cargo.

El Monitor, para sí mismo: «Estaba por decir: “un pensador como yo”. ¿Qué me hizo dudar? A ver si al fin resulta que estos tipos tienen razón. Pero no. Me acabo de levantar y estoy con la guardia baja: es eso».

Prosiguió:

—Me siento como Shih Wang Ti, ese emperador chino que fabricó la Gran Muralla y la montó sobre ruedas y orugas para que fuera desplazable, y así arrollar al enemigo y expandir el imperio. Doscientas divisiones blindadas que se construyen como un tanque único. El error de Ch’in Shih Wang fue no comprender que un blindado de esta guisa por fuerza resulta muy vulnerable. Un solo disparo de bazooka inglesa sobre cualquier punto de la circunferencia rectificada y se corta toda la transmisión. A los chinos les enseñó metafísica a trompadas, pues quería un pueblo fuerte. Quién pudiera tener un Cambises, rey de Persia, por Consejero íntimo. Pero un Cambises no sería Consejero sino gobernante. Terrorilágoro. Afortunadamente cuento con otras potestades de fuerza; porque si me dejo, guiar por el impulso de ustedes vamos todos a la destrucción.

Pese a su despreciativo fraseo sus pensamientos secretos lo desmentían: «Procuro convertirme en el sacerdote de mi pueblo; lo consigo sólo a medias y me pongo histérico. Pero no quiero ser como mi viejo que preguntaba “¿Cuál es la Verdad?”. como un maricón y un sofista. Tan bajo no caí todavía. A tal extremo no llega mi decadencia».

Pero los cortesanos, potenciados tal vez por el cagazo, de alguna manera leyeron los criptogramas de su discurrir oculto, pues por primera vez sintieron (durante pocos segundos y por ráfagas erráticas, claro está) la solitaria tragedia del Monitor. Pudieron ver que un ángulo de la gran Sala de Audiencias se transformaba en un castillo habitado por galateas. Observaron torres de acecho con artillería de gnatofausias; almenas repletas de parténopes, y atalayas encristaladas desde todos los ángulos con acantofiras y cangrejos de río. Langostas de mar que clavan sus patas en las troneras; raninas en modillones y torres flanqueantes. Ibacos desentierran viejos pertrechos y, ya en barbacanas, se los ve dispuestos a luchar hasta el fin (el mal está en que no sabemos cuánto tiempo les durará el entusiasmo). El cangrejo ermitaño conferencia, delibera gravemente con el cangrejo de mar en el patio de honor y en la torre del homenaje. Cilindros defensivos flanqueantes, hechos con ladrillos rojizos, y escaleras cubiertas de pinzas incendiarias arrojadizas y escudos quitinosos, dispuestos por lambros y gonodáctilos. Patio de aprovisionamiento, poterna, aposentos privados, caballerizas, galerías, caminos de ronda y estancias reservadas a los visitantes, repletos ahora de susurros acorazados, tensiones belicosas y metálicas; colmados por los ojos y estilizadas rayas del crustáceo esquila. Y sin embargo esto, lo que les espera, no es lo peor. Aún más fatídico es el destino del señor del castillo; un gigantesco cangrejo de los cocoteros (a quien todos guardan), el cual, aislado en la torre de las mazmorras, dirige las operaciones militares —¡oh, cuán prisionero!—, esperando el ataque, hilando en una rueca. Las paredes húmedas y agrietadas del sólido de Arquímedes que contiene a las mazmorras, poseen el color exacto del fuego de un soplete de acetileno encendido a baja potencia: azul de dibujo animado, copete blanco o caperuza, intermedios rojizos. Pero predomina una base azul espléndido: frío por momentos, cálido en otros. Un plano cianhídrico ocre-amarillento polvoroso divide el cuello del cangrejo de los cocoteros, dándonos dos secciones: la inferior involucra a la mayor parte de su cuerpo, envuelto en brumas turquesas; la zona superior (cabeza y mitad del cuello) es de un rojo incandescente, como de hierro en fragua, pero con algo de amarronado; gama baja, aquél, si lo comparamos con sus ojos, los cuales, semejantes a flujos de potentes linternas, lanzan rayos cereza naciente. La rueca está pintada de amarillo y el hilo es de oro puro.

Mas Monitor volvió a hablar y toda la imaginería se disolvió en un gas confuso, rápidamente absorbido por las paredes. Mientras los cortesanos perdían lucidez, él dijo:

—No hay nada comparable a un derramamiento didáctico de sangre. Si me tomo tantas molestias, es porque sé que algún día encontraré entre ustedes al Magister que me obligue a subordinarme. Pero, hasta tanto ello ocurra… —De mal humor, al asistente—: ¿Qué tenemos para hoy?

—Varias audiencias, Sire.

—Ya sé, ya sé. Rápido, que quiero desocuparme. —Y agregó sonriendo con tono siniestro—: «La Carlota canta esta noche como para hacer caer la lucerna». El Fantasma de la Ópera, Leroux. Mi lucerna tiene un peso de ciento setenta divisiones.

El embajador ruso, que estaba cerca, ya no pudo aguantar más pese a que su gobierno le había dado órdenes expresas de tener paciencia con el Loco, al menos por el momento:

—Usted no puede pronunciar una palabra sin amenazar a alguien.

Entonces el Monitor le replicó con una frase que dejó a todos en paños menores, pero que el ruso entendió perfectamente:

—Le diré: ya me tiene harto la Perspectiva Newsky. —A los demás, con un gesto elegante de la mano izquierda—: Empecemos, por amor a los Dioses.

El primero en acercarse fue un Iseka gordito, sospechosamente parecido a un soria, con ojos redondos y bigotito:

—Sublime Déspota, Prepotente Señor: soy un político creador de la doctrina del Mínimo Ensartable. —Monitor reprimió a duras penas un bostezo con la mano que tenía más próxima a la boca—. La maravillosa solución que os aporto es la siguiente…

Monitor:

—¿Solución para qué?

—¡Para todo! Para nuestro litigio con los sorias, con los rusos, etc… —y hacía grandes aspavientos con las manos, como si «etcétera» fuese también un motor de conflictos internacionales.

El Jefe de Estado, mirando de reojo al embajador soviético, dijo políticamente:

—Con los rusos no tenemos ningún litigio.

El otro, sin escuchar, prosiguió desbordado:

—La doctrina del Mínimo Ensartable consiste en tomar las pocas de cada y unirlas hasta formar una entelequia; después al viboroide ontológico-político se lo enchufa al tomacorrientes y se le da vida artificial. Y esto forzosamente debe hacerse así para terminar con esa funesta dicotomía que agobia a la humanidad. Basta de contradicciones entre el ser, la nada y el antiser. Se los mete a los tres juntos en una batidora gigante, se los centrifuga y los servimos con crema y fresas. Así, incorporando al antiser de prepo a nuestras personas, sobrevendrá la síntesis beneficiosa. ¡Y que gane el más mejor!, ¿eh?

—Tu estupidez me mueve a la clemencia —dijo el Monitor—. No debería ser así, pues como dijo Buda: «Hay más pecado en pecar por estupidez que a sabiendas». Sí. Pero es demasiado temprano aún como para… Aunque no: debo ser implacable para que el Orden Universal no se altere. —A su verdugo chino número 700—: Córtale los dos mustios e ínfimos.

Chu Lin Chin, el verdugo aludido[17], se inclinó profundamente —sonriendo apenas con la comisura derecha— y mediante una toma de judo inmovilizó al infeliz. Le arrancó las ropas de un manotazo y, con ayuda de un puñal grabado, pictórico de ondulaciones, como un kriss, le sacó los huevitos allí mismo delante de todos. Se quedó mirando al Monitor aguardando huevas órdenes, mientras la víctima se retorcía en el suelo largando sangre para todos lados, salpicando incluso al ruso horrorizado, y aullando como el condenado que era.

Monitor:

—La justicia tecnócrata es rápida. La ley es dura pero es la ley. —A la víctima—: Voy, no obstante, a darte una segunda oportunidad para que te rehabilites. —A Chu Lin Chin—: Ponlo en un rincón, de cara a la pared, con un bonete con orejas de burro en la cabeza. Veinte minutos. Si razona, medita y cambia, volveré a escucharlo con gusto. —A los demás—: El próximo.

El embajador ruso, temblando de indignación, lo enfrentó. Tartamudeaba:

—¡Hijo… hijo de mil putas! ¡Degenerado asesino fascista! Tengo orden de mi gobierno soviético de tratarlo con mano de seda a usted, puto de mierda. ¡Que se vaya a la reputísima madre que lo parió el gobierno soviético también! ¡Y usted! ¡Y yo! No me importa nada de nada. Renuncio como embajador. Esto se lo digo a título personal: usted es un loco degenerado. ¡Siempre lo ha sido…! —y se quedó con las piernas que le temblaban y de milagro lo sostenían, blanco como un papel.

Monitor, a quien se le acababa de ocurrir una frase magnífica, se dirigió nuevamente a la víctima sin prestar atención al ruso, al menos de momento:

—Pero te queda un consuelo, «Tití». No llores porque te hayamos macado. En tu próxima vida reencarnarás en una rata, por tus buenas acciones.

Ya tranquilo por haber expresado su pensamiento, volvióse al ruso:

—Cuida tus palabras, hijo mío, o un muy mal suceso te ha de ocurrir.

El ex embajador, a los gritos:

—¿¡Y vos te creés que te tengo miedo, hijo de puta!? ¡A mí que me importa!

Monitor, calmosamente:

—Cara de torta. Eres lo bastante valiente como para decirme esa estupidez, pero estoy seguro de que no lo eres como para tocar este papelito que pongo ahora sobre la mesa.

Y sacó de su faltriquera un papel con dibujos. Fue tan solemne al hacerlo, que todos se quedaron en silencio mirando al ruso. Éste se vio obligado a la acción imposible de plegarse, en un momento así, a esta nueva locura. El ruso, entonces, se acercó a la mesa llevando dentro suyo la siguiente frase, lista para ser pronunciada: «Ya lo toqué. ¿Y ahora qué?». Rozó, en efecto, el papel con dibujitos y en el acto —vaya uno a saber por qué— su ira desapareció. Se puso lívido. Retrocedió un paso mientras su frente comenzaba a sudar.

Monitor se dirigió a él con gentileza:

—¿Has visto? Guárdate de atentar contra la letra y mucho menos contra la palabra, o un mal suceso te ha de ocurrir. Un suceso metafísico. Lo mismo le pasó a Tofi, el architraidor. —Como una broma—: Guárdáte de los vacíos ónticos. —Volviendo a la concurrencia agregó—: Hijos míos, escuchadme: yo soy un hombre que se niega a matar sin alegría —y todos vieron crecer, en sus mentes, la cara del Monitor; era imposible que les pasase inadvertido el menor resplandor de su rostro. Luego continuó—: Toda afrenta será lavada con sangre. ¿Y a que no saben por qué? Pues porque dentro de vosotros se extienden mis señoríos feudales. A no olvidarlo «o me enojo de nuevo como el día de la lucerna», dijo el Fantasma de la ópera.

En la Tecnocracia, y sobre todo en la corte zarista del Monitor, existían muchos artistas que habían centrando en la obsecuencia todas sus lujurias; la inclinación de cerviz, una prímula. Uno de éstos —músico era— se acercó el día de la audiencia y al serle concedida la palabra, antes que nada en breves frases expresó su estado de encantamiento ante el triste fin del ruso, y de la rápida y eficiente ejecución que acababa de tener lugar:

Peluchón 4 Iseka, músico:

—Como compositor y artista de talento, me siento enormemente defraudado e irritado o/y desconsolado y/o enojado, ante la escasez de títulos que para homenajearos se os otorgan, Iseka Monitor. No basta decir que sois Grande; es menester además descubrir nuevas maneras de expresarlo. Mi modesta contribución, en este sentido, es denominaros Padrecito zar, Stalin III, el Terrible —Monitor sonrió disimuladamente por debajo de su gran bigote y nada dijo. El otro supo que el silencio, en este caso, era aquiescencia y prosiguió—: Además he compuesto en vuestro honor mi séptima sinfonía. Llamada La Terrible, como ya comprenderéis. Primera parte: La Bestia Castaña, Segunda: Furor Despóticus. Tercera: Violonchelando a sorias y rusos con el cañón de mi tanque. Cuarta: Tiembla, chichi. Tiembla. ¿Qué os parece?

Monitor contestó irónico:

—En principio, bien. Habría que oír la sinfonía, no obstante.

El otro, que no comprendía nada de nada, sincero pese a su obsecuencia, graznó deleitado:

—Sí sí sí. Me pregunto por qué no se escribe en las paredes que si todos vuestros blindados fueran puestos en fila, la distancia del primero al último sería como de aquí a la Luna. ¿Por qué? ¿Eh? ¿Eh?

El Terrible contestó distraído, pues tenía otro pensamiento en la cabeza:

—No lo sé. Un momentito, por favor. —A su asistente—: Trae mis tricoteuses que esta audiencia me está aburriendo soberanamente. ¿Qué mal habré hecho yo, oh Dioses, para merecer gobernar una generación de imbéciles? ¿Dónde están mis tricoteuses calceteras? Si tengo que seguir enviando enemigos al cadalso, al menos quiero conducirlos así: rodeados de ellas. Los tic, tic, de las agujas: excelente música funeral.

El Lugarteniente y Ayuda de Cámara abrió una puerta secreta y, por ella, se precipitaron al interior de la sala varias horripilantes viejas desarrapadísimas, de esas que abundan en los ómnibus, quienes de inmediato comenzaron a tejer calceta luego de sentarse.

Las tricoteuses:

«Tic, tic, tic. Vendimiario Brumario Frimario: que les arranquen los bolines.

Tic, tic, tic. Nivoso Pluvioso Ventoso: que les corten las tetinas.

Tic, tic, tic. Germinal Floreal Pradial: rebanadas desalchicheta, y con orejas salsa de orejón; la serpiente a la culeta y la mano al calderón.

Tic, tic, tic. Mesidor Termidor Fructidor:

la cabeza a la gaveta

hasta que pierdan la chaveta.

Tic, tic, tic».

Pero ni con esto se le pasó el aburrimiento a Stalin III el Terrible y despidió al músico. El próximo en verlo fue un pariente de alguien quien, como tal, se creía con derecho a robarle su tiempo y a decir boludeces.

Pariente de Alguien Iseka:

—¿Cuál es tu actor preferido, Padrecito?

Stalin Monitor no sabía si matarlo o qué. En el último instante decidió darle otra oportunidad:

—Jack Palance Iseka. Me identifico. Yo también soy Jack el Destripador.

Pariente de Alguien Iseka:

—Ah, pero qué bien, qué bien. Padrecito: hoy me ocurrió un hecho notable. Venía hacia aquí cuando vi a una mujer.

—¿Le diste cita?

—Ni se me ocurrió. Estaba tan…

—Imbécil.

—¡Pero mi Señor! ¡Si no sabéis de qué mujer se trataba!

—Pero he visto cómo te brillaban los ojos de codicia por las ganas de apretarle ambos senos. Prosigue.

—Creo que tenéis razón. Sea como fuese. Venía, digo, y ella estaba de espaldas. Recién venía del Mar Negro, supongo por su piel. Una sección de su espalda, sin embargo, una delgada franja horizontal, estaba menos tostada. En el momento en que la vi usaba un vestido que le dejaba casi, todo lo de atrás al aire. Pero la franja horizontal sin (o a medio) tostar a que me referí, probaba que estuvo usando, un corpiño para tomar sol en la playa.

Stalin, impacientándose peligrosamente aunque sin demostrarlo, en vez de ordenar su muerte allí mismo, dijo:

—Sí. ¿Y?

Pariente de Alguien Iseka, desesperado:

—¿¡Pero no comprendéis, Excelentísimo Señor!? Eso prueba que antes tenía otra ropa.

—Indudablemente. ¿Y?

—Y que para ponerse la que llevaba en la ocasión en que la vi, debió sacarse la anterior.

Stalin, enojadísimo, interrogó cortés, dulce y suave:

—¿Y?

—Y si se sacó la anterior para ponerse la nueva (y en ese momento tomé conciencia lúcida del hecho como si lo hubiese presenciado) necesáriamente debió quedar con los senos desnudos durante algunos segundos. Me impresionó ese hecho.

Monitor Terrible dando rienda suelta a su ira:

—¿Y para contarme esta tragedia infecta tuya, you small and minim, me venís a robar el tiempo? ¿Qué me interesa a mí si no aprendiste a vivir, pedazo de cretino? —Aulló—: ¡Córtenle los marchitos lacios! ¡Los dos corchitos!

El verdugo chino se apresuró a cumplir la orden. Lo castró con rapidez, tirando luego los testículos a un rincón.

A lo largo de este tipo de audiencias, la mayoría de los visitantes solía perder sus pelotines, que se iban acumulando en un ángulo, donde formaban una montañita. Al mismo lugar iban a parar los senos de las mujeres que desagradaban a Su Excelencia. Que tetáceos y bolitas estuvieran confraternizando en un mismo punto es la prueba concluyente de que en la Tecnocracia no había discriminación de sexos. Las feministas, de parabienes. Se preguntará cómo alguien asistía a las audiencias si el final del solicitante solía ser tan inhóspito. Es que constituía una obligación ir a quejarse por sorteo. Había una tómbola gigante con premios al revés, que se jugaba cada dos meses. En el día de audiencias bimestral, los sorteados con tan triste fin debían presentarse puntualmente. Si alguien se negaba era castrado al instante. Así, se podían perder las bragas (y su contenido) por no ir, por ir y no quejarse o por ir y quejarse. Las posibilidades de salvación eran francámente exiguas. Es que el Monitor de la Tecnocracia, al igual en esto que el Soria Soriator de Soria, tenía ideas algo excéntricas acerca de las cosas.

Muchas veces amanecía lacónico, aquel magistrado infinito. Un día cierta víctima aterrorizada protestó: «¡Pero Excelencia! ¿Es que realmente vais a dar orden de liquidarme?». Monitor, cruzando los dedos sobre un vientre con inexistentes rollos de grasa, pero a la manera de los gordos, contestó: Simplicissimus. Y los corchetes fueron a parar al rincón.

En otras ocasiones optaba por la cortesía. Sobre todo si el interpelante era una mujer: «Pero mi querida amiga, lo que usted afirma me parece de una ingenuidad espantosa. —Aburridamente—: Córtenle los senos».

Cuando sea el momento hablaremos de una sutil pero profunda transformación que se fue produciendo en el Déspota. Tan grande fue el cambio, en efecto, que se arrepintió de las barbaridades que había cometido. Al efecto puso a trabajar a sus biólogos para que devolviesen a los damnificados las partes arrebatadas. Así, pues, mediante clonación los científicos hicieron que volvieran a crecer todos los hueviños que faltaban, y en cuanto a los pitulines terminaron siendo todavía más gordos, largos y poderosos que antes. Las tetas también surgieron a placer, abundancia y maravilla. Es más: a las despechadas se les daba la posibilidad de elegir entre diversas medidas y estéticas. Aréolas de pezones con forma de conitos terminaron por ponerse de moda. Pero hasta que esto llegó el sufrimiento al pedo fue grande.

La audiencia ofrecida ese día por el Terrible —cuya narración fue interrumpida para mostrar con un par de pantallazos la actuación del Déspota en pasados actos tribunalicios—, prosiguió sin más cortadas de tetas y bolitas que lo habitual.

La Bestia Castaña, en cierto momento, para dar un respiro a su verdugo chino quien hasta entonces se lo había pasado castrando sin descanso, encendió un cigarrillo. Luego de unas ocho bocanadas, expulsadas en el más espantoso silencio, hizo una señal para que entrara el oficial que comandaba el 3er Regimiento de la 4a División del 3er Ejército, que combatía en Chanchín del Sur contra las tropas de Chanchín del Norte. Este regimiento, cansado por los meses de lucha sin cuartel, se negó a cumplir una misión en la que indefectiblemente hubiese tenido que combatir. El oficial, luego de saludar con tensión dinámica como Charles Atlas, intentó una defensa de sus hombres. Pero Monitor lo frenó en seco:

—Un momento, oficial. Para evitar inútiles y ociosas discusiones voy a referirte mi intención. Ello te librará de todo un discurso larguísimo, tedioso y uniformemente monótono. He decidido hacer diezmar a tu regimiento. Vale decir: fusilar a uno de cada diez. Esto servirá de ejemplo a todo el Ejército.

—¡Pero Excelentísimo Señor! —intentó protestar el oficial.

Monitor, suavemente:

—¿Sí?

—¡No es posible!

—¿Por?

—No es necesario, Excelentísimo Señor.

—¿Ah, no? Lógico que no lo creas necesario o lo llames «locura inhumana». Sí: no protestes. Ya sé que no lo dijiste, pero lo pensaste; Es lo mismo. Si no tienes una guerra a tiempo tendrás otra guerra a destiempo y una paz horrible. Son razones de supervivencia biológica. Aquí hay demasiados intelectuales que tienen trabado el sentir. Preferiría gobernar un país de gente bruta. Están más cerca de la naturaleza. Antes que gobernarlos a ustedes, manga de animales, preferiría dirigirlos a los rusos, que por lo menos nunca perdieron de vista su destino de gran nación. Ustedes son todos chichis.

Se hizo un silencio larguísimo en la sala. Luego prosiguió:

—Esto no comprendieron tus hombres, quienes prefirieron ponerse a dormir en vez de luchar contra los diablos chanchinitas del Norte. Ya que ustedes se niegan a ser un pueblo biológicamente responsable, entonces tendrán un Monitor Shih Hwang Ti, santo y chino, que construirá murallas con vuestros cadáveres. El hombre no debería acceder a otra santidad que la de la matanza, en el peor de los casos; porque cuando desaparecen las defensas naturales viene de golpe lo exagerado. Si no hay un combate lógico y normal por la vida viene la santidad de la esclavitud.

—Mis hombres estaban cansados —se defendió el oficial.

—Si nosotros descansamos ellos también descansarán.

—Estoy a cargo de buenos soldados. Combatieron demasiado tiempo, eso es todo.

—También los soldados chanchinitas combatieron durante demasiado tiempo y no se cansaron. Yo los odio, pero reconozco que son buenos soldados y que no se cansan. —Encendió un cigarrillo. Expulsó una bocanada lentamente, pero emitiendo un siseo que se percibió en toda la sala. Continuó—: Pero no toda la culpa es de tus hombres. Si ellos fallaron fue porque tú fracasaste primero.

El oficial se puso un poco más rígido:

—Estoy dispuesto a enfrentar mi responsabilidad.

—«A enfrentar mi responsabilidad»… ¡Como si yo fuese a permitirte no enfrentarla! —Y Monitor, sumamente furioso, miró el bultito que el oficial tenía entre las piernas, preguntándose si debía o no dar la orden. Y ya casi, casi, cuando al mirar de reojo el cansancio del chino cambió de ruta y, con otro tono, dijo apretándose el puente de la nariz con los dedos mayor y pulgar, y entrecerrando los ojos—: Podría darte un castigo horripilante y, en efecto, te lo mereces. Pero, entre todos los títulos que me han dispensado, prefiero uno: Bestiaza el Clemente. Bien. ¿Qué? Veamos. Te daré una satrapía en algún rincón remoto de mi imperio. ¿La satrapía desolada y pétrea de Catrala, quizá? En efecto: ésa. Parece poca cosa y, por cierto, lo es. Pero recuerda que «bueno es el tesoro hallado, pero mucho más lo será, aquel que forjarás, mediante tu trabajo honrado»[18].

El otro, infinitamente aterrorizado, no sabía qué responder ante las palabras de Bestiaza. Optó por decir nada y lo bien que hizo.

—En dos años deberás transformarla en un vergel y pobre de ti si fracasas con esta segunda oportunidad que te doy. Puedes retirarte.

El oficial, contentísimo de haberla sacado tan barata, se retiró luego del ritual taconeo y saludo.

Monitor parecía fastidiado, como si lo torturase una duda interior. Dijo para sus adentros: «Debo estar manijeado o en la decadencia. Maté a tipos cien veces mejores. Si alguien merecía la muerte era ese oficial que se acaba de retirar. En fin, ahora ya está hecho. Necesitaría un Magister Faber que me enseñara cuándo y dónde». En voz alta:

—El que sigue.

El próximo en aparecer fue un chiflado. Vestía un raro uniforme andrajoso color caki, diseñado por él mismo. Caso raro en megalómanos, que por lo general se cubren todo el pecho, brazos y piernas, él sólo llevaba un Corazón Púrpura auténtico que seguramente adquirió en un remate. El Chambelán de Audiencias lo dejó pasar por razones de selección natural y supervivencia del más apto, pues estaba segurísimo de que el Monitor lo haría castrar no bien lo viera.

El loco:

—¡Salud, mi Kaiser!

Monitor sonrió levemente medio segundo y luego dijo al verlo renquear:

—¿Qué te ocurre? ¿Tenés una pierna lastimada?

—¿Eh? —miró abajo—. Oh, ah, fue un obús del 75, francés. Casi me lleva medio hueso. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores. Ahora uso barba y bigotes en la pierna izquierda, para disimular las cicatrices.

Los presentes se rieron a discreción, preguntándose de qué color serían las pelotitas del loco, mientras miraban atentamente los labios de Su Excelencia anhelando la orden fatídica, sexualmente excitados. Pero iban a llevarse un chasco pues el Jefe de Estado no tenía la menor intención de dar tal orden. Es más: ni siquiera se le había cruzado por la mente semejante idea. Encariñado al instante con el tipo, mediante un gesto lo animó a seguir. Así lo hizo el otro, muy entusiasmado:

—Afortunadamente fue en la izquierda, porque si me hubiera tocado la pierna derecha, «suponte tú, querido Cayo, lo que podría haber ocurrido»[19]. —Golpeó su bota izquierda con una especie de bastón de mariscal que portaba, y agregó—: Buenos soldados. Resistirán este año. Sí. La cosa se puso dura los otros días. Sí. Nos sometieron al fuego cruzado de sus cañones lanzagranadas. Pero mis muchachos respondieron enseguida al cañoneo de los franceses con nuestros pesados del 210. Ya pronto von Ludendorff terminará de liquidar a esos rusos este mismo año en batallas de Tannemberg y Lagos de Masuria y podrá venir con divisiones frescas.

La Bestiaza sonrió con simpatía:

—Nosotros ya vamos por la vigésima segunda guerra mundial carlista y usted continúa en la primera o la segunda, que por otra parte nunca existió. Algo anticuado, mein herr. Entre otras cosas.

El loco, indignadísimo:

—¿¡Cómo que no existe la Gran Guerra!?

Bestiaza optó por la conciliación:

—Bueno, bueno. No te enojes. Y dígame, mein herr, ¿usted de veras cree en la existencia de un país llamado Alemania, o de otro denominado… cómo se dice… Francia? Si Francia realmente existiese sólo sería una especie de Rusia Exterior.

El loco, desconcertado y furioso:

—¿Pero de qué me habla, mein Kaiser? ¿No cree usted en la existencia de los franceses? Vaya a las trincheras, a la línea de fuego, y ya va a ver si existen o no.

Monitor, sin sonreír, musitó:

—Me rechazará solamente la mayoría, pero no los más iluminados. Este hombre no me rechaza.

El loco deliraba:

—Sí. Nos sostendremos este año. Y el que viene. Con la ayuda de los Dioses. Y de nuestro Kaiser, —con fanatismo—: ¡Kaiser und Vaterlannd! —Pausa—. Sí. Pasamos un momento duro con mis muchachos la semana pasada, con ésos condenados obuses del ’75 Claro está que pronto igualamos las cosas con nuestros pesados del 210. Silenciamos esas cochinas baterías francesas. Sí. No hay nada que no pueda hacer el buen soldado alemán.

De pronto un cansancio de años se adueñó de Bestiaza. Susurró:

—Estoy rendido. Los párpados me pesan como plomo.

El loco —quien pese al balbuceo lo escuchó claramente— saltó:

—Como plomo pesarán los párpados de un oficial francés. Los de un alemán pesan como estaño.

Monitor, con parte de su cara tapada por una mano, lo miró con el ojo libre y dijo sarcástico:

—Entonces, yo, que soy tu Kaiser, debería sentirlos pesados como el hierro.

—¡El hierro no pesa! Yo puedo transportar kilos y kilos. Es ligero como el aire.

Viendo que no había manera de contentarlo el otro calló. No obstante poco después Monitor volvió a dirigirle la palabra:

—¿Y qué providencias has determinado para defender a tus tropas, aparte de contraatacar a la artillería enemiga con la tuya?

—Clavé en la tierra de nadie un gran poste de hierro.

—¿Y para qué diablos puede servir un poste de hierro clavado en ese lugar?

—Con tal pararrayos esperaba atraer las bombas. Efectivamente funcionó. Lástima que del primer bombazo me lo hicieron volar a la mierda y luego continuaron cayendo en otros sitios. No me lo esperaba. Pero no importa: nos sostendremos. ¡Traed la voluminosa Bertha y el pesado Gustavo![20] ¡Bombardead París!

Bestiaza, viendo que el otro estaba saliéndose de control, se apresuró a despedirlo. No sin antes ordenar que le diesen una pensión vitalicia para que pudiera seguir delirando, pero sin penurias económicas.

El loco, antes de retirarse taconeó, hizo el saludo militar y dijo:

Viktoria, mein Kaiser!

—Viktoria —contestó el Monitor respondiendo a su venia.

Es de hacer notar que el ex embajador ruso había quedado silenciosamente destruido, parado en un rincón, desde el preciso momento en que Bestiaza le mostrara el misterioso papelito. Viéndolo de tal guisa el Clemente dijole:

—¿Triste? Pitty. —Desechando con una mano—: You are incommodious. Reconfórtate, hombre. Yo no te considero malo del todo. Siempre he reconocido que el ruso, como especie subordinada, es el mejor amigo del perro. Lo que no he podido comprender, pese a todos mis esfuerzos, es por qué los perros no los dirigen mejor a ustedes. Esta madrugada, a eso de las tres, me desperté con un fuerte delirio de indulto. Duró dos horas. No podía dormir a causa del pasajero aunque molesto desequilibrio psíquico, ya te das cuenta. Si nos hubiésemos entrevistado en ese lapso te habría perdonado por completo. Pero felizmente mi salud mental se ha restablecido, gracias al ejercicio de mi poderosa voluntad. Me limitaré, en tu caso, a ponerte en manos de tu gente. Voy a devolverte a los comisarios rusos, quienes sin duda te felicitarán por haber perdido el control de tus nervios en la Tecnocracia.

El ruso despertó instantáneamente de su sopor:

—¡Oh, no! ¡Por favor…! Enciérreme en un campo de concentración pero no me mande otra vez allá.

Monitor, haciéndose el tonto:

A dasn niet? («¿Y por qué no?»)

—Usted no sabe lo que les hacen a los que fracasan.

—Tengo una bonita idea de ello. ¿Gosudárstvennoie Politicheskoe Upravlénie? ¿Narodny Kommissariat Wnutrennich Diel?[21]

—No. Ahora se llama KGB.

Monitor, con los cuatro dedos de su mano izquierda abiertos, la palma hacia arriba y el pulgar escondido, trazó en el aíre un bisel en elegante gesto:

—En fin, como sea: a Rusia. No bien termine la audiencia. Deseo observar, para reconfortarme, la progresiva alteración de tus células a causa del miedo. Como dirían von Clausewitz y el Conde Schlieffen, la guerra total hasta el completo aniquilamiento biológico del enemigo, es la continuación de las conversaciones diplomáticas, amistosas, por otros medios.

Al Chambelán:

—El próximo.

Sin vacilar se acercó a Iseka el Terrible un hombre con el rostro tostado por el sol; larguísimo el pelo, así como también la barba y el bigote. Pese a que Monitor se dejaba el pelo cortito como un cepillo, no por eso sintió rechazo. Se prometió esperar a que hablase.

El hombre sólo dijo:

—Mi, Monitor.

Y sonrió. Simplemente eso. Y quedó esperando, siempre sonriendo. Los observadores neutrales comenzaron a no dar ni tres peluconas por sus testiculines. Sin embargo, la Repugnante y Horrible Bestia, totalmente sorprendida, apenas atinó a repetir:

—Tú, Monitor… —saliendo de su pasmo—: ¿No tienes miedo?

—Qué quiere usted, padrecito. Tengo casi treinta y cinco años, la edad de Dantón cuando lo guillotinaron, pero puedo decir que a la vida la aproveché. He conocido el amor de tres mujeres y me he acostado con muchas. Viajé por países rarísimos. Fui soldado combatiente durante cinco años en Chanchín del Sur. ¿Qué le parece?

Y volvió a sonreír con esa extraña sonrisa que a Bestiaza Vomítasco tanto turbaba. Sin embargo el Terrible se hizo cargo. Él también sonrió. Bajó de su sitial y, apoyando una mano grandota sobre el hombro del visitante, lo miró un momento. Volvió luego su cabeza al Chambelán de Audiencias:

—Las audiencias se han terminado hasta dentro de dos meses. —Entre quienes aguardaban turno se propagaron enormes escalofríos de alegría suspirante—. Haz traer un postre para agasajar a mi amigo. —Tornóse después al ruso, espetándole—: ¡A ver, padrecito! Toca música, que queremos cantar y bailar. ¡Vodka! ¡Agüita! ¡Ja, ja…!

Los sirvientes se apresuraron a traer la vodka y una balalaika, poniendo esta última en manos del ruso. Sabía tocar el instrumento, por suerte para él. Empezó con Bublischki («Rosquillas»).

Monitor se puso a cantar, poderoso y bronco: tal un córvido que oficiase de bajo. Porque pese a que su voz era terrible (como él), había algo de atractivo en ella. Luego la combinó con saltos y zapatecas, lleno de vitalidad.

El desconocido, por su parte —ése que sonreía siempre y fue el último en ser atendido en la «audiencia»—, ahora también sonreía y acompañaba la música con las manos, sentado en el suelo.

En tanto transcurría todo ello, el Respostero Monitorial había sido urgentemente llamado para defender la situación con un postre —ese que el Monitor había pedido para su nuevo amigo—; como por lógica no podía hacerlo en cinco minutos, sacó de sus reservas uno ya preparado, puesto que tenía varios para cubrir los cambios de humor del Excelentísimo Señor. El mencionado postre era capaz de hacer llegar al orgasmo a una duquesa jorobada. Apareció con él como quien transporta en brazos a un niño pequeño y muy amado.

Así lo veía en su mente el Chambelán de Audiencias —aunque el otro nada tuviera que ver con tal imagen—, a medida que el Repostero penetraba por la puerta: un pobre siervo que venía sonriendo, satisfecho como un imbécil por un detalle preciosista. «Su final será tristísimo, mucho me temo», pensó el Chambelán.

El aludido, con una graciosa reverencia que mucho le debía haber costado teniendo en cuenta el peso del postre —veinticinco kilos, que sostenía sobre una bandeja apoyada sobre los cinco dedos de su mano derecha—, ofreció su gema al Monitor y a su amigo. Justo en el medio de ambos, pues sabía que el Monitor no lo había pedido para él y, por otra parte, un ofrecimiento exclusivo al visitante habría sido una descortesía para con el Jefe del Estado.

Monitor:

—Bien, magnífico. Tiene buen aspecto. —Al nuevo amigo—: Es mi Repostero Monitorial. En toda la Tecnocracia no lo hay mejor. —Al repostero—: Puedes irte.

El aludido, rojo de orgullo por una exaltación que no esperaba, comenzó a retirarse. No fue muy lejos. Lo cazó como a chicharra de un ala el Chambelán de Audiencias y le silbó al oído —pálido como la misma muerte— una cosa que al otro casi le hizo aflojar los esfínteres, mientras gotas de salivita lo bombardeaban:

—Más vale que no te cuente cuál va a ser tu fin, en caso de que tus postres no sean del agrado del amigo del Monitor. Puedes irte.

El otro se fue temblando. Monitor, por su lado, incitó al visitante a comer:

—¿Qué tal está? —preguntó el estadista.

Sinceramente:

—¡Riquísimo!

—Me alegro por alguien que yo sé. Uno que se salvó, gracias a ti.

El visitante, a través de un goloso sistema:

—Nam, ñum, ñim… ¿Qué quieres decir?

—Nada, nada. No te aflijas.

El Chambelán de Audiencias, que tenía un oído finísimo, tembló de furia al comprender que el Repostero Monitorial se había salvado.