podrida mujer del Soriator
El Soria Soriator de Soria, al cumplirse el primer mes de la muerte de Luz Soledad Ferreira Perfecta, se encerró en la Cámara Soriatorial y empezó a hacer caquita dentro de una urna vacía, como las utilizadas para contener las cenizas de los muertos. Se había hecho la promesa de no salir de su encierro hasta llenarla. Su idea era hacerla enterrar con pompa en el lugar donde sus astrólogos le habían dicho que estaba exactamente ubicado el sepulcro de Almanzor. Al dictador enclaustrado, sus guardias le pasaban comida a través de una rendija. Tan celosamente ocultos permanecían esos delirios que, lugartenientes y allegados, jamás llegaron a enterarse. Era tal el miedo que le tenían los otros sorias, que a sus rarezas nadie se animaba a juzgarlas y ni siquiera a registrarlas en la memoria. Mal podían entonces sacar conclusiones. Cada excentricidad del Soria Soriator tomaba, al espectador de turno, con la mente en blanco: virgen por completo.
Por extraño que parezca, recién al mes de su muerte y cuando la otra estaba podrida in toto, se le ocurrió al Soriator hacerla desenterrar para embalsamarla. Suspendió entonces la meditación y el proceso escatológico y salió de su encierro.
Al abrir el féretro en la Cámara Soriatorial, los vahos de la putrefacción eran tan fétidos que los mismos sorias huyeron despavoridos, olvidados, por una vez en sus vidas, del miedo que le tenían al Soria Soriator. Quedó solo con su amada, toda verde. Las lavas o líquidos del cadáver, depositados en el fondo del cajón, hacía de la muerta una especie de Afrodita soria, nacida de la espuma; aunque no del mar, precisamente. «Cucaráchorosí», hubiera dicho algún telefónico y hasta el Kratos de las Lenguas tecnócrata si hubiese estado presente. Horripilante. Horrorilágoro. Se encaramó sobre el cajón pero, por más que lo intentó continuamente, no hubo caso de aflojar los esfínteres. Todo inútil: no se erotizaba. Era demasiado, aun para él. Así, pues, maldiciéndose y maldiciendo al aborrecido innombrable que estaba atrincherado en Monitoria, hizo que sus soldados metiesen el cadáver en un cubo de resina plástica transparente. Cuando el mamotreto estuvo endurecido, lo colocó en un altar de alta adoración —o capillita— en un rincón de la Cámara Soriatorial, al lado de su cama.
Ella, entonces, aparecía hermosa. Completamente desnuda se acostaba en el piso, boca abajo, dando gemidos.
Mientras el Soriator estaba en las suyas, la tensión entre sorias y tecnócratas iba en aumento. Pronto se alcanzaría la zona roja de peligro.
Los habitantes tecnócratas de la frontera con Soria iniciaron, por su cuenta, sin que el gobierno lo pidiese, una ofensiva ideológica. Del lado tecnócrata, pero mirando hacia Soria, habían pintado frases de trinchera y combate en las paredes traseras de sus casas. Con letras bien grandes, para que los enemigos pudiesen leerlas. Decían más o menos lo siguiente: «A los sorias les gusta el yogur porque son unos maricones», «Viva el vino», «El que come yogur es un hijo de puta», «Me cago en la Excelentísima Diputación Provincial de Soria», «Hay que ir y matar a todos los habitantes de Soria», «Chichis»… Etc… Todo así durante kilómetros.