La corrida de toros
Varias veces al año, en Soria, los sorias organizaban fiestas en las cuales un iseka, por lo menos, era el invitado principal. Dentro de un inmenso anfiteatro, construido íntegramente con lava solidificada, el iseka era echado desnudo al centro mientras los sorias, desde las gradas, aplaudían su circo.
Por una puerta aparecía El Matador. Avanzaba cubierto por veladuras rojas, suaves y flotantes. A través de las transparencias podían adivinarse sus ceñidas ropas negras que tenían, cosidos cada tanto, innumerables discos de plata. Ello daba una apariencia de grandes lunares (como las galas de bulerías gitanillas), cuyas refulgencias eran opacadas al instante por las brumas de una cerrazón rojiza. Parecían los cientos de Oros del Rhin de otro planeta. Pisaba la arena majestuosamente. Habilísimo el soria, puesto que sabía karate, judo y cuanta cosa. El iseka nada podía hacer salvo huir hasta cansarse. Entonces lo agarraba el soria y le clavaba la primera banderita, con esta leyenda: «Debes morir para que la fiesta viva»[14]. Luego venían los picotazos de nuevos banderines y el iseka sangrando. Finalmente —mientras las chicas sorias se abrían las blusas para mostrar las tetas, enloquecidas de lujuria y, en correspondencia, los sorias se les abalanzaban para mearlas arriba de los pechos—, al iseka le rompían la médula espinal con una espada. Luego se lo llevaban arrastrando las cuatro tradicionales mulas con cintas violetas.
Estas fiestas populares eran organizadas por los Jurados de Cuadrilla, quienes nombraban un Mayordomo.
Rara vez el Soriator salía del claustro nibelungo que se había impuesto.
Sin embargo, este raro mandatario, que no abandonaba el Palacio Soriatorial ni para inaugurar un puente, un destructor o un nuevo complejo industrial, inconmovible ante incendios, terremotos y zonas de desastre, solía asistir en cambio a dos o tres corridas de isekas al año.
El Sindicato Único de Jurados de Cuadrilla de Soria, lo nombró Mayordomo honoris causa y Matador Perpetuo. Estos títulos agradaron muchísimo al hombre de Soria. Cerca de la arena del ruedo, en el comienzo de las gradas, tenía un trono para él solo, protegido por blindajes y campos de fuerza. Desde allí miraba los juegos sin ser observado.