CAPÍTULO 13

Los artistas en soria

Los sorias tenían en su país varios popes; entre otros el de los actores. En la Asociación de Actores de Soria, sita en la capital de ese Estado, había un retrato de dimensiones impresionantes (12 x 12 metros) de Enrique Soria, ya fallecido. Pululaban, incluso, una cantidad incalculable de cuadritos, cada uno conteniendo una frase de este prohombre, protegida por un vidrio blindado. El referido, desde su gigantesca pintura, miraba a los actores con aire bonachón. Era peladito, de bigote mínimo (tipo anchoa) y ojos de polluelo.

Soria dijo: «Mi moño es el género chico».

Soria declaró: «Todos tenemos que poner el hombro».

Soria sostuvo: «Yo soy el profeta de la muleta dogmática. Todos tenemos que poner el hombro».

Soria afirmó: «Los indicios de la sexualidad, más que un bien son un mal. Hay que reprimirlos en origen para no perder energías. Yo actualmente soy en el arte como una niña presumida y caprichosa —risita—. En mi juventud ya fui una metáfora, hasta que creciendo descubrí que todos teníamos que poner el hombro».

Soria manifestó: «Yo fui el primero y el último en escribir poesía en nuestro país. Bien recuerdan todos que, en efecto, mi poema Las horas dormidas no sólo hizo época sino que sirvió de tipo y matriz para todos los poetas del Estado».

Las horas dormidas

Mi lánguida musaraña de pálidos destellos en ardiente embeleso del destello pálido por la noche ¡sombras!; locura con abrazo, estaba en la vida de hora dormida silenciosa y triste inclinada dulce y buena frente a la amarga realidad, que era tan sólo únicamente el silencio del día cruel y lánguido. ¡Despiadada! Cuando soñé el silencio pero la calma en sombras hacia el alma de la hora por ardiente delirio sin fuego, mi embeleso, estabas tú dormida.

Poesía altísimamente soria, ésta, que le valió varios galardones y la imitación de miles de poetas que nadaban por las procelosas aguas del arte de a cardúmenes.

Soria proclamó: «Las sanas costumbres ante todo. El cuerpo debe ser el frente armado que defienda tu alma. El alma debe ser el frente armado que defienda tu cuerpo. Estos dos sólo se apuntalan mutuamente a partir de una sana y racional alimentación. Poco o ningún vino. Algunos dátiles. Frutas, hortalizas, leche, pan, yogur, carne dos veces al mes y arroz integral. De postre: té. Sigue este sano principio y vivirás ciento cincuenta y ocho años». Vivirás ciento cincuenta y ocho años como un soria hijo de puta, escribe el Conde de la Laguna, autor de esta novela y comentarista de la saga.

Enrique Soria murió a los treinta y tres años de soriasis[9]. Se le fueron formando manchas rojizas en toda la piel (de la cara principalmente) y una suerte de granitos. Después todo el pedazo de carne marcado se iba levantando, como un cáncer. Cuando todo su cuerpo, hasta la última viscera, se transformó en un soria Único —¡pero ya lo era!—, murió. La naturaleza fue incapaz de soportar la doble contradicción con la existencia de un alma y un cuerpo sorias, todo en un mismo punto.

A los treinta y dos años logró su doctorado en filosofía (soria, naturalmente) honoris causa.

Cuando algún estudiante, mirándolo con ojos embobados, le preguntaba si en su opinión los versos que componía eran buenos y, de serlo, si era compatible su afición con la carrera del Derecho, le respondía con la cara llena de granos, manchas rosadas y pústulas:

«Adelante, adelante muchacho con las dos cosas. Yo también componía versos a tu edad».

Luego de toda su primera época como poeta se dedicó al teatro. Fue magistral actor. El sir Lawrence Olivier de Soria. Su primer papelillo fue en la inmortal obra de Isidoro de las Casas Enormes Soria, intitulado: Los celajes de Bululú pasados por agua. Obra de ambiente. Tuvo un éxito tremebundo, homérico, dieciochesco.

Tentó también el género musical con su impresionante Zarzuela funebre para coro y orquesta, percusión y redoble de timbal, que dio qué pensar a más de un músico soria.

Enrique Soria, por su manera y forma, no puede ser considerado por el crítico ortodoxo como un apolíneo, pero sí como un dionisíaco.

En el ambiente actoril fue creando poco a poco una reputación y así terminó obteniendo la más elevada jerarquía a que un actor puede aspirar: Secretario General Obligatorio del Sindicato Único de Actores de Soria.

Enrique Soria siempre fue un sentimental. Tenía una novia que lo había dejado pa’siempre en un tren que partía para Rusia. En efecto: ella, que también era soria, pese a ello tomó el transiberiano para irse lo más lejos que pudiera de Enrique Soria. Cómo sería. Se fue a Yakutsk, exactamente. Él, entonces, no podía ver partir un tren cualquiera —aunque no llevase a alguien conocido por él—, sin sacar su pañuelito y agitarlo, mientras los espejos de los ojos se le empapaban llenos de dulces lágrimas.

Este prócer de las letras había dedicado una de sus mejores poesías al Dr. Menchaca Soria —muerto también prematuramente de soriasis—; la música de letras, ardientes, decía así:

Las nubes, gasas son

(Dedico este humilde poema a mi

amigo el Dr. Menchaca Soria,

fraternalmente)

Las nubes gasas son, son, son;

todo lo que…

Por desgracia el resto del poema se ha perdido. Un tornado arrebató enfurecido la casita donde vivía el soria y no dejó ni una brizna. No debemos olvidar que los tornados tienen sus propios criterios estéticos. Cómo no habría de ser así (los antiguos los consideraban Dioses).

El fragmento que antecede es lo único que pudo recordar otro soria, de una lectura o tertulia literaria de tipos con granitos y manchitas sospechosas en la cara, o crecimientos color salmón de soriasis incipientes pero ya francamente declaradas. Enrique asistió a la lectura recitando en ella varias poesías. Todos coincidieron en que el poema perdido era, de lejos, el mejor. No sólo propio sino ajeno.

En la revista Soria sindical apareció un artículo sobre la actividad desplegada en toda la Nación por sorias de ambos sexos. «Es un deber amar a Soria», «Cada día que pasa me siento más sorianense», «Es preciso tener más entusiasmo cuando se habla de Soria», «Cuando tengo un pensamiento soria trabajo mejor», «Los sorias somos buenos», etc., fueron las declaraciones.

No faltó poesía de los más destacados vates del Estado, entre los cuales figuraba, por supuesto, el renombrado poeta y músico y actor Enrique Soria. Sin embargo su poema no fue el premiado en el concurso sindical, sino el de una oscura pero genial escritora: Luz Soledad Ferreira Perfecta Soria, por la poesía Cuando escucho la voz del Soriatorl0:

Cuando escucho la voz del Soriator siento una cosa entre las piernas.

Es como una avenida de soretáceos que montasen guardia como esfinges.

¡Oh Soriator!: cuando te miro me parece que por el culitólido me entrase una gran caquélida, que me penetrara toda, y llego al orgón mustio.

Otras, por mi vulvúcea penetras y mi árida matriz matrizdrida se llena de tu mierdísida metafísica.

He tenido asi, gracias a ti,

hasta ocho fetáceos de bastante bosta.

¡Ven! ¡Ven pronto Señor Soriator y escatológame encima con tu gicoca, escatógame con tu logicaco y metolocaga con tu escocagi!

Ser o estar. Ésta es la cuestión.

La poetisa Luz Soledad Ferreira Perfecta Soria se suicidó a los treinta y cinco años ingiriendo una sobredosís de yogur, absolutamente enamorada del Soriator, quien llegó demasiado tarde a enterarse del amor que se le dispensaba. Dejó una carta escrita con frases muy dolientes explicando los motivos de su suicidio, alegando no poder soportar más tiempo ese amor imposible. ¡Si esta tontuela hubiese sabido que el Soriator toda la vida había buscado una mujer que se dejase hacer caca encima sin protestar! Qué ganga se perdió el Soriator: alguien que no sólo le toleraría el vicio sino además con gusto, orgasmo y todo.

El Soria Soriator dedujo que algún mago tecnócrata, altamente maléfico, la debía haber manijeado para que ella se suicidase, haciéndole creer que el suyo era un amor imposible. Lleno de odio prometió vengarse y anotó esta frustración en la larga cuenta pendiente que tenía para cobrarle a su enemigo el Monitor. Con el pelo bien cortito y ojos redondos se sentaba en el piso de su cámara secreta, para dedicarse todos los días a odiarlo diez minutos. «Moríte, moríte, hijo de puta. Moríte». Ni siquiera se tomó la molestia de averiguar en el astral —mediante sus magos— si el Monitor tenía o no que ver con la muerte de la chica. Lo odiaba y listo.