CAPÍTULO 8

Cazando sorias con el tanque

La broma, que no lo era tanto, de cambiarles el apellido a los falsos Iseka y enviarlos a una provincia ad hoc, continuó por largo tiempo. Hasta el agotamiento. Pero así lo hacía casi todo el Monitor, aquel extremista, y en ello lo acompañaban la mayoría de los tecnócratas, incluidos sus Kratos.

Enrique Katel, Kratos de las Lenguas, estaba en la misma línea. Su carta a Personaje Iseka, tan medida y sobria, tal como la que hubiese podido enviar un antiguo mandarín chino, puede dar lugar a que alguien se forme una idea completamente errónea de su personalidad. No siempre era así. «Quien no es extremo, quien no es exagerado, no vive», sostenían ellos y este leit motiv general campeaba por toda la Tecnocracia, por todos los estamentos, y no sólo en la capa dirigente.

Por razones lúdicas Monitor cazó de un párpado a uno de los deportados administrativamente a la Provincia de Soria, un tal Francisco Iseka, diciéndole que a partir de ese instante se llamaría Don Francisco de Xavier y Soria, y lo nombró Gran Corregidor de la «Provincia» recién creada. Incluso les dio una falsa administración pública.

El flamante Gran Corregidor, absolutamente aterrorizado, sabía a la perfección que su corregidorato duraría tanto como el chiste.

En efecto. Pocos meses después al Monitor dejó de causarle gracia este asunto y transformó a la «Provincia» de Soria en un gigantesco campo de concentración donde metió a todo Iseka sospechado de soriatismo.

A veces, cuando estaba aburrido, penetraba allí con una patrulla bien armada para cazar un poco de sorias, a la manera de Ramsés II en su carro de combate. «Mis gallinetas, avutardas, pavipollos, pajaretes y chotacabras que salgo a cazar con tanque de guerra por mis bosques privados», dijo en cierta ocasión luego de una de estas excursiones.

La tarde estaba terminando. El blindado, envuelto en tonos rojizos, tenía sobre ambos costados unos diez sorias, entre hombres y mujeres, atados por los pies y cabeza abajo. Algunas sorias —las que usaban polleras, claro está—, debido a la extraña posición que veíanse obligadas a ocupar, dejaban ver las piernas y las bombachitas, salvo quienes habían perdido aquellos adminículos en el trajín. Otras, con las ropas desgarradas, tenían los senos afuera. Al marchar el tanque por los desniveles del terreno, las tetas pegaban saltitos, como sendos cuartos kilos de roast beef configurando todo ello una pulsación de energía sexual que iba renovando los aires de los lugares por los cuales el vehículo blindado se desplazaba raudo. Al llegar a destino, las mejores pechugas de las muertas eran cortadas y enviadas a integrar la colección privada del Monitor. A todo lo que sobraba se lo comían los perros de los guardias.

En la expedición de caza que se está describiendo, Monitor había dicho pensativo mirando a los cadáveres: «Qué lástima que lo hice matar demasiado rápido a Tofi. Ese traidor en grado de horrípilancia selectísima». Luego de pronunciar esta frase en voz alta pero para sí, procedió a dialogar con uno de los difuntos mientras sus guardias, mudos, simulaban mirar el vacío: «No, no; te equivocás. Ellos no tienen tanto derecho a vivir como vos. No intentes salvarlos llevado por tu bondad. A vos te perdono porque sos una persona excelente, muy allá en el fondo. Pero tus compañeros no. Son muy chichis y por eso cuelgan. Dejáme que te explique: tu error proviene del concepto democrático que te has formado de las cosas. La democracia bien entendida empieza por casa; así, en las elecciones realmente libres, el dictador se asegura de que su voto sea igual a la mitad más uno del total de los sufragios emitidos».

Las orugas del tanque habían quedado grabadas con profundidad en la estepa. El cadáver del soria, atado, de ninguna manera estaba dispuesto a responderle.