A la Monitoria de las Lenguas llegan cartas
Monitoria de las Lenguas tenía, entre muchas otras misiones, la de estudiar exhaustivamente la etimología de las palabras. Vale decir: qué significan con exactitud. Reconocían de antemano lo inmenso del trabajo, el cual no habría de terminarse ni en una generación ni en dos. Consideraban que el inconsciente colectivo estaba contaminado por múltiples «manijas» aberrantes. («Manija», en el léxico tecnócrata, significaba aproximadamente: error vigoroso, alucinación, influencia fuerte y nefasta.) Según ellos el Antiser (o Dios del Mal) operaba sobre los hombres a través de las distorsiones idiomáticas.
Afirmaba la teoría: cada uno elige diariamente sus símbolos tomándolos del Cosmos. Son las palabras. Ellas se utilizan para nominar los objetos, personas, animales, plantas, o bien a fin de construir frases y hablar. Cada vocablo tiene uno o varios arquetipos trabajando en él; es importante entonces conocerlos, para saber a qué Dioses se invoca.
Enrique Katel, Kratos de las Lenguas, tenía a su cargo, además de un sector de la economía y de los estudios arriba mencionados, la responsabilidad por la literatura producida en el Estado, la pintura, la escultura, el cine y otras artes, prensa, radio, televisión y una parte de las investigaciones científicas.
Monitoria de las Lenguas dedicaba ciertos departamentos a raros estudios. La Submonitoría del Color, por ejemplo, buscaba nuevas combinaciones cromáticas a fin de reencontrar colores arcaicos, ya desaparecidos.
Submonitoría del Sonido procuraba reproducir experimentalmente las vibraciones que destruyeron las murallas de Jericó. Existían sonidos mágicos, de acuerdo a la creencia tecnócrata; así también colores, formas geométricas, perfumes, etc., con las mismas propiedades.
Sin embargo no debe pensarse que todas estas investigaciones tenían fines esotéricos; no con exclusividad, al menos. Había también poderosas razones estéticas e históricas.
En otro orden de cosas debe señalarse que, en la Monitoria de las Lenguas, no lograban ponerse de acuerdo sobre cómo debía encarar el Estado la literatura, la composición musical y las artes plásticas. Un fuerte sector opinaba que debía censurarse toda actividad no tecnócrata; incluso algunos, más radicales, estimaban la urgencia de encerrar en un campo de concentración a todo artista que no comprendiese la cosmovisión de la Tecnocracia. Otros, por el contrario, sostenían que en el Nuevo Estado debía existir una total libertad creadora.
Enrique Katel, el Kratos, con muchas dudas y vacilaciones, se inclinaba sin embargo por la última línea. Según él, la Tecnocracia, más que reprimir, debía marcar pautas. Las improntas vendrían dadas por los ejemplos. A través de su Monitoria se buscaba elaborar propuestas que diesen como resultado un arte nuevo.
Con respecto a ciertas cosas no cabían dudas: tanto el Kratos como el Monitor estaban por completo de acuerdo en que no debía existir censura sexual de ninguna especie. Ni siquiera contra la pornografía. «La pornografía es un arte en sí mismo», sostuvo Katel con el asentimiento del Monitor. En lo que este último no estaba tan de acuerdo era con respecto al arte no figurativo y a la música disonante. Tenía largas y hasta violentas discusiones con su Kratos. Monitor Iseka odiaba la música dodecafóníca, el componer sin un tema fijo, las interferencias mutuas, la estocástica y, en otro plano, la pintura y la escultura abstractas. A todo ello lo llamaba «arte sin trascendencia». Según su modesta opinión había que traer las topadoras y borrarlos del mapa.
Mucho le costó al Kratos —quien sabía que podía caer en desgracia— convencerlo de que ese no era el camino. En líneas generales Katel se salió con la suya. Sólo hubo censura ideológica contra los enemigos del Estado. Pero ni aun en esto hubo acuerdo. La «literatura soria», por ejemplo. ¿Cómo se determinaba quién era soria y quién no? Resultaba una tarea muy difícil, pues no todos los casos estaban tan claros. En ciertos momentos la Monitoria de las Lenguas debía hacer uso de una gran clarividencia para no cometer una injusticia.
Por eso existía una vasta tierra de nadie: con zonas desmilitarizadas un momento, pero con armamentos ideológicos al siguiente. No debe extrañar entonces que, los bajos estratos, reflejasen el accionar contradictorio de la capa dirigente. Indulgentes hoy, al extremo, severísimos mañana por cualquier bagatela.
Personaje Iseka, recién llegado y semisoria, aun antes de saber bien de qué se trataba, se transformó en poco tiempo en uno de los más ortodoxos, intransigentes y fanáticos. Sin pensarlo dos veces, movido por el entusiasmo, envió una larga carta al Kratos de las Lenguas. En ella hacía un minucioso recuento de todas las indignidades y vejaciones que había sufrido en la pensión a manos de los sorias, y reclamaba venganza. Según él la Tecnocracia debía encerrar de inmediato, en un campo de concentración, no sólo a los sorias de espíritu, como hasta allí, sino a todos los ciudadanos que tuviesen Soria como apellido. Aunque no hubiesen hecho nada. Porque de ahí partía todo el mal. Éstos eran los chichis. Era menester una rígida implacabilidad y una represión férrea. Que alguien se apellidara Soria, a su entender, constituía prueba más que suficiente de que se trataba de una entidad malévola y dañina.
Personaje Iseka en su escrito, por lo demás, estaba a favor de aplicar la pena de muerte para todos los tomadores de yogur. Quien tome —o quien tomó aunque ya no lo consuma desde muchos años atrás— yogur es un delincuente teológico, alguien que debe ser ejecutado sin más preguntas. Aunque lo haya comido una sola vez en la vida, para probar.
El Kratos leyó la carta tres veces y meditó: «Qué suerte que me la mandó a mí y no al Monitor, porque con la tendencia simplificadora de este último hubiera sido muy capaz de subirse al coche».
Con todo se tomó la molestia de contestarle (cosa insólita en un funcionario de tan alta jerarquía):
«Estimado señor y, por lo que leo en su carta, nuevo camarada: no es mediante el ultrismo en todos los órdenes que la Tecnocracia alcanzará su destino de grandeza. Usted acaba de llegar al país y por eso tal vez ignore que, a nosotros los tecnócratas, nadie tiene necesidad de enseñarnos a ser duros e implacables cuando hace falta. Se lo puedo asegurar. El Poder es un enigma, sobre todo para nosotros los dirigentes. Todos los días trabajamos con enmarañadas, laberínticas claves, que es preciso descifrar. Un error de proporciones sería fatal. A veces hay que ser duro y otras no. El problema es cuándo y cómo.
Ante la lóbrega confusión del mundo moderno, toda intuición es poca. Usted declara ser escritor. Muy bien, entonces comprenderá si digo que en arte uno debe ser clásico pero al mismo tiempo futurista, innovador. Hace falta un gran criterio para no seguir un camino estético erróneo que conduzca a la esterilidad. A veces uno cree haber descubierto un planeta nuevo (una suerte de novela atonal, pongamos por caso), pero luego comprende años después que, pese a todos los hallazgos, es un camino cerrado; aunque tenga imitadores, que nunca faltan. Pues bien, con todos los otros órdenes del pensamiento sucede lo mismo.
Acaba de llegar, repito. Si así no fuera quizás a esta altura habría comprendido que meter preso a alguien porque se llama Soria de apellido es, precisamente, una idea soria. Con quienes debemos ser implacables es con los sorias del espíritu. Yo ya sé que en la Tecnocracia hay muchos simplificadores que comparten su criterio. Pero da la casualidad de que yo no. Tal vez no dirigió su carta al funcionario adecuado. O sí, depende de cómo usted lo mire.
A mí no me arruina la vida saber si un ciudadano toma yogur o no. En cambio reconozco que tiene mucha razón al quejarse si se lo quieren hacer tragar a la fuerza. Yogur versus vino tinto son signos exteriores, la cáscara de la cuestión. Hay que ir a lo más hondo. Hágame caso: deje que esa dicotomía absurda la resuelvan quienes jamás entendieron ni entenderán nada. Sea sincero, por lo demás: ¿me va a hacer creer que jamás en la vida se comió un yogur? ¿Tan intachable es usted? ¿O más bien digamos que lo comió y después se Me olvidó, bloqueado el hecho en su inconsciente?
Ahora preste atención: no vaya a caer en nuevas simplificaciones. No se me vuelva infinitamente perdonador y tolerante, porque tampoco es ése el caso. A veces también debemos ser intransigentes, para que el enemigo no nos destruya, tanto en lo interno como en lo externo. Descubrir los resortes de nuestro extremismo, cuándo son válidos y cuándo se trata de manijas, es una aventura que nunca termina. No hay ni puede haber fórmulas, pues nada es sencillo. Yo le mando esta carta por el tono de intransigencia en todos los frentes que usted utiliza en la suya. Tenga la certeza, camarada, de que si usted me hubiese enviado una llena de propósitos y recomendaciones de blandura, o protestas lacrimosas por la maldad y virulencia del mundo en general y de los tecnócratas en particular, habría recibido a vuelta de correo una respuesta, mía, casi tan ultrista como la que me mandó. El nuestro es un Estado totalitario en muchos sentidos, y tiene intenciones de seguir siéndolo.
La Tecnocracia es algo tan grande como lo más grande que hay en nosotros. Somos quienes buscamos el esplendor antiguo. ¡Difícil camino! Pero nada merece tanto la pena de ser intentado.
Tecnocracia Monitor Triunfo
Enrique Katel, Kratos de las Lenguas».
Ni el mismo Katel sabía por qué razón había enviado una carta tan larga a un simple particular. ¡Como si no tuviera nada que hacer! Aquello sólo podía tener sentido enviando una carta análoga a cada uno de los millones de habitantes de la Tecnocracia, cosa por supuesto imposible. Dedujo que había procedido así por desesperación. En su inútil intento por lograr que las directrices de la Monitoria fuesen comprendidas con exactitud, en su desgastador proyecto por llegar a dialogar con ese gigante enorme llamado pueblo —si alguna vez un cuerpo fue imaginario e inencontrable y al mismo tiempo infinitamente real, es en el caso del pueblo—, había descendido, irrazonable, hasta una de las células. Es más, ni siquiera podía tener la certeza de que esta única misiva sería comprendida. Algo le decía que sí, no obstante. En la carta de Personaje Iseka, ese desconocido, notó una frenética sinceridad y un pedido inconsciente de ayuda. Pensó que el otro podía modificarse y hallar un camino, pese a su locura. Pero estaba demasiado atado a sus fallas y delirios. Forzosamente debía hallar ayuda externa, una energía, un soporte que no saliera de su propia alma. Era como una máquina descompuesta que intentara arreglarse a sí misma. Un intento muy loable pero condenado al fracaso. Un hombre tan manijeado —como el Kratos intuía que era quien le había escrito—, no podía salir del círculo vicioso incluso apelando a lo más alto y sano de sí. Por eso le mandó la carta, como un intento de ruptura. Más no podía hacer. Le era totalmente imposible apadrinarlo o adoptarlo. Eran demasiado los Personajes Iseka de este mundo. Rogaba a los Dioses que esa misiva tuviese un efecto invocatorio, para que el otro encontrase un Maestro, un ser humano real, físico, no un libro, que tuviera suficiente abnegación como para tomarse la molestia de desmanijearlo.
De pronto sonrió. Se le ocurrió que aquella invocación por medio de una carta era un suceso, por sus características, exactamente opuesto a los procesos internos de la novela simbólica alemana, donde todos los personajes son proyecciones del personaje principal: sus otras personalidades o «yoes», digamos. En esa novelística se parte del principio de que el alma humana contiene alturas excelsas, pero también aberraciones espantosas. Esta idea nace de la omnipotencia de su autor, que en el fondo cree contenerlo todo. Pero no es así. Esos escritores —meditó el Kratos— tienen muchísimos menos «yoes» de lo que se imaginan. A veces la fuerza no les alcanza ni para ser malos. Suponen ser niños terribles y resultan de lo más comunes. Arrancan del falso fundamento de que en el «teatro» de sus propias almas hallarán la purificación. Entonces todos los personajes y sucesos son símbolos y partes de un todo, que es el Gran Yo. ¡Vaya arrogancia! Esto resulta, cuanto menos, una falta de respeto por la realidad. El autor no es Dios ni cosa que se le parezca. Por creerse omnipotente olvida a los demás, deja de considerarlos seres humanos y los disminuye hasta hacerlos meros símbolos, simples propagaciones de su yo. El castigo viene solo, y es que el escritor no resuelve su problema y patina en sus vicios hasta el último día de su vida: por no haber aceptado a los otros como otros. Una novela puede ser escrita por razones de purificación, y quizá muchos personajes contengan partes de su autor. Pero no todos, y aun los que entran en esta categoría, si son partes lo son entre otras cosas y a pesar de, lo más fructífero e importante, en todo caso, es el hecho de ser ellos mismos, pues viven.
Los simbolistas —continuó pensando con furia el Kratos— se parecen a quienes creen que el mundo no existe, que sólo ellos tienen resolución real y corpórea, y que están imaginando todos los procesos de la vida. En tal omnipotencia viciosa está la clave del fracaso: en su falta de respeto por el mundo terrenal.
Personaje Iseka había enviado a Enrique Katel una carta larguísima, ignoro cómo el otro tuvo la paciencia de leerla. No se limitaba a referirle el asunto de los dos hermanos Soria, o el affaire yogur. Se explayó también sobre su vocación de escritor, en cómo había sido su proceso. Declaró que pensaba escribir una larga novela donde figurasen todos; una saga de purificación interior en la cual, etcétera, etcétera.
«Ahora bien, ¿quién se cree este tipo que es para enviarme una carta así?», se preguntó Katel en un primer momento. El otro le había mandado todo aquello sin más, atento sólo a su problema y sin tener en cuenta la posición que ocupaba el Kratos. Dio la pura casualidad de que éste era una persona humana y lo entendió, porque en caso contrario hubiera castigado a ese delirante (en el mal sentido de la palabra) con el manicomio, que se venía mereciendo hacía rato.
De pronto tuvo una intuición, que bien podría ser falsa. Su entrenado olfato de Kratos de las Lenguas le hizo sospechar que Personaje Iseka debía ser uno de esos autores que en un pasado remoto estuvieron enganchados por el simbolismo alemán. Tales manijeados, a lo poco que han vivido en serio lo recortan de la realidad, lo incorporan a su novela simbólica y lo transforman en alegorías, ensuciando el hecho maravilloso de la existencia.
Si Personaje Iseka no bajaba de su altura falsamente poderosa, si no reconocía a la realidad como realidad y a los otros como otros, estaba frito. No tendría salvación.
Esperaba que ese tonto alguna vez escribiese algo que fuera superior a la novela simbólica alemana, con sus enfermedades y omnipotencias. Que escribiese una novela tal como una ciudad cuyas paredes, pisos y techos fuesen como enormes fotografías, cintas magnéticas y filmaciones de procesos internos y externos. Una novela al fin de la cual el lector, pese a todo, no se diga: «Esto lo soñó el personaje central», sino: «Ésta es una realidad, sucedió, los personajes viven y mueren en este libro, no hay símbolos que los ensucien. Se respetó su sangre».
Si alguna vez el otro escribía su famosa novela, el Kratos rogaba para que su autor no cayese en la tentación de mancharla con símbolos, aunque ellos existan siempre, aun si el hombre no se lo propone. La alegoría constantemente subyace; pero sólo los hombres reales y vivientes logran que el símbolo se comprenda, sin por ello permitir que invada el campo gravitatorio irrepetible de la vida.
Una novela que, aun partiendo del simbolismo alemán, éste termine por hacerse trizas. Sólo así su autor lograría purificarse en serio, pues ello sería prueba de que aprendió la dura lección.