CAPÍTULO 4

Los contrabandistas de fósforos a pilas

Algunos meses antes de la llegada de Personaje Iseka a la Tecnocracia, había comenzado en todo el país una gran campaña contra los contrabandistas de fósforos a pilas. Los mencionados adminículos eran un invento tecnócrata. Servían para encender cigarrillos, el gas de la cocina, madera o papel, una vez y otra, durante larguísimo tiempo. Tenían el tamaño de un fósforo de madera común. Sus diminutas pilas de energía resultaban increíblemente longevas. Los habitantes de Soria intentaron plagiar el invento, pero logrando resultados muy pobres. Sus fósforos eran grandísimos, además no duraban tanto y salían más caros. No obstante comenzaron a aparecer fósforos sorias en toda la Tecnocracia. En apariencia, una sórdida cuadrilla de contrabandistas traía esos objetos desde Soria a fin de hundir a la industria nacional. A juzgar por las diatribas del Gobierno, y su preocupación, millones de tontos ciudadanos preferían comprar los caros artículos contrabandeados antes que los baratos fósforos tecnócratas, a todas luces superiores.

Cada tanto el Ejército o las I doble-E decomisaban gran cantidad de mercadería contrabandeada y la destruían por el fuego.

Esta campaña contra los traficantes de fósforos a pilas, que llegó al extremo de una obsesión nacional, estaba organizada por la Monitoria de las Lenguas, la cual, entre otras funciones, estaba a cargo de una parte de la economía del país[6]. Funcionarios de la Monitoria escribían estribillos y canciones contra los que plagiaban patentes, realizaban espionaje industrial y en relación a los que contrabandeaban «con toda arrogancia» fósforos a pilas. Estas canciones eran luego coreadas por los activistas y miembros del Movimiento Juvenil Tecnócrata.

Lo del espionaje industrial tenía sentido, no así lo de los fósforos. Era evidente que el mismo gobierno tecnócrata traía desde Soria aquellos fósforos de mala calidad, para tener elementos probatorios contra sus enemigos.

Toda la campaña estaba orientada a combatir las religiones y sectas adversas a la Tecnocracia, y a permitir las consideradas potables; o sea: estimular en estas últimas su libre juego y subsistencia.

En aquel sentido, contra la congregación exateísta, estaban, dirigidos en secreto los cañones de más grueso calibre.

La religión exateísta era un culto sangriento que admitía los sacrificios humanos. Pero más que esto, lo que la hacía tan particular era la manera en que tales sacrificios se llevaban a cabo.

Cada uno de sus seis Dioses tenía un templo especialmente diseñado y dedicado a su culto. Aquellas resultaban unas construcciones extrañas, mezcla de rococó chino, estilo pagoda y mezquita árabe con altos minaretes.

Los Dioses se llamaban: Monocateca, Bitecapoca, Tritaltetoco, Tetramqueltuc, Pentacoltuco y Exatlaltelico. Cada Dios determinaba el número de minaretes que tendría su templo, cuántos sacerdotes (uno por minarete), la cantidad de sacrificios humanos que le serían ofrecidos y la edad de las víctimas.

Así, el templo de Monocateca tenía un solo minarete, un sacerdote y se le sacrificaba un anciano por cada medio año. Bitecapoca requería dos minaretes, igual número de sacerdotes y, en las gemelas piedras sacrificiales, morían dos viejos, aunque sus edades eran algo menores que la del consagrado a Monocateca.

Todo seguía en la misma forma hasta llegar a Exatlaltelico, en cuyos minaretes eran liquidados seis niños en cada mitad anual.

Dentro de lo posible, a Monocateca le estaban consagrados los hijos únicos o bien los primogénitos. A Bitecapoca los mellizos y, cuando había, gemelos. Tritaltetoco engullía trillizos, etc.

El primer y séptimo mes pertenecían a Monocateca, el segundo y octavo estaban regidos por Bitecapoca, y así sucesivamente. En total cuarenta y dos sacrificios al año.

Una vez que las víctimas estaban desnudas y atadas sobre las piedras sacrificiales de los altos minaretes, en la hora y día del mes correspondiente, y sobre la multitud de fanáticos reunidos en el patio del templo, el sacerdote pronunciaba unas palabras mágicas. Entonces ocurría algo extraordinario: sobre el minarete descendía una aparición, tan rápida y fugaz que nadie alcanzaba a vislumbrar de qué se trataba. La creencia de la gente, nunca desmentida por el sacerdocio, el cual siempre se refería a este tipo de sacrificio con medias palabras, era que ese bicharraco poseía a sus víctimas contra natura; sin importar si se trataba de hombres o mujeres los ofertados en primicias.

Todo el acto, deseo que se comprenda bien, no duraba más allá de unas fracciones de segundo. Pese a encontrarse amordazadas y a gran altura, cuando se producía el Descenso, llegaba a oírse con claridad un grito de dolor sofocado al instante. En realidad eran varios gritos, truncados por la muerte y sucesivos, sólo que, al propagar aquel bicho sus «favores» con tanta rapidez, se escuchaban como uno solo.

En el acto caían chorros de sangre sobre los fanáticos, quienes aullaban «¡Bitecapoca es grande!», o el nombre del Dios que fuera.

Se consideraba que aquel tocado por la sangre, aunque se tratara de una única gota, tenía el paraíso asegurado sin importar cuántos crímenes hubiese cometido. Así los fieles se disputaban con ferocidad los lugares más propicios.

Los tecnócratas acusaban a los sacerdotes exateístas de alucinar a la multitud mediante algún truco escenográfico. Según decían, los mismos sacerdotes despanzurraban a sus víctimas a cuchilladas y luego las quemaban en holocausto para eliminar las pruebas. No se producía Descenso de divinidad alguna ni cosa semejante.

Ahora bien, los tecnócratas sabían perfectamente que no había truco alguno. Decían lo anterior para desprestigiar a los santones y hacerlos pasar por mentirosos. Infiltrando la duda entre la gente disminuirían el poder sugestivo de aquel terrible milagro.

A sus seis Dioses, particularmente a Exatlaltelico, el más venerado y poderoso, solían barnizarlos con una pomada sobremanera santa, una especie de yogur alcohólico. Vaya un ritual rarísimo.

Pero en la Tecnocracia había muchas otras religiones y sectas, las cuales apenas disimulaban el odio y la desconfianza que se tenían entre sí. Estaban, por ejemplo, los momificantes, cuyos fieles de sexo masculino, mediante complicado proceso químico y quirúrgico, producían la necrosis de sus penes. Éstos quedaban unidos a sus dueños pero momificados. Inútiles para todo uso sexual. Las mujeres de la secta hacían lo mismo con sus senos.

Adoraban dos Dioses. Uno de ellos era todo de piedra, salvo su pene, hecho con manteca y unido a la estatua. Al llegar la primavera, con el consiguiente elevamiento de la temperatura, el miembro se ablandaba y caía. Pero en invierno le colocaban otro. Era un culto exactamente opuesto a los de la fertilidad.

La segunda deidad de estas bellísimas personas era una enorme Diosa de oro con los senos de plomo atornillados en los lugares correspondientes.

Sostenían que estos dos Dioses eran los únicos que existían, manifestando gran odio por los exateístas. El problema fue que los exateístas también defendían a sus seis Dioses diciendo que no había otros verdaderos y como tenían infinitamente más adeptos que ellos, los sometieron a una persecución implacable por todo el mundo logrando casi exterminarlos. Unos pocos miles se refugiaron en la Tecnocracia, donde al principio del gobierno monitorial había libertad religiosa y los exateístas distaban de ser bien mirados.

Pero la tranquilidad de los momificantes duró poco. El Estado tecnócrata comenzó a perseguir a todas las religiones sangrientas, ya fuera que efectuasen sacrificios humanos sobre víctimas consagradas o mutilaciones del cuerpo de sus fieles. La presión fue gradual, encubierta al principio. Bien sabían los tecnócratas el poder que tenían todos aquellos fanáticos; en particular los derviches, sacerdotisas y santones que obedecían a los dictados de la Sublime Puerta exarcal (así denominaban a Daipichilysis, el Exarca, a veces también llamado Su Devoción Triunfante).

Había otras religiones, de mayor o menor poder; icosaedristas, monoteístas y muchas más.

Curiosa en grado sumo era la secta de los naricerários, cuyo Dios era una nariz. Así, no bien nacía un niño, le cortaban el apéndice nasal al rape.

Estaban los orejarios, que adoraban dos grandes orejas; una de oro y otra de plata. No necesito informar, supongo, el destino de las orejas de los niños, hijos de estos sectarios. Pero lo mis notable era el odio que se tenían con los naricerarios. Mutuamente se acusaban de herejes, apóstatas, crueles e inhumanos.

Teníamos de la misma manera a los ojarios, quienes se arrancaban los ojos. Los cularios, que se cortaban el culo. Los piernaderecharios, los izquierdapernarios.

Una secta le tenía ojeriza al testículo derecho y se lo rebanaban a tijeretazos. Del seno de esta congregación surgió un núcleo que afirmaba que lo del testítulo derecho estaba bien, pero que era preciso arrancárselo con una tenaza calentada al rojo. «Usar tijeras es sacrilegio». Esto sostenían. Sobrevino un sangriento cisma que fue resuelto a cuchilladas.

Otra secta, la de los izquierdotesticularios, defendía la misma cosmovisión maniqueísta de la anterior, sólo que invertía la polaridad. El huevito izquierdo era el maléfico, en tanto que el derecho resultaba santísimo. Los pecados de la carne venían por culpa de ese diablo de hueviño izquierdo. Una vez rebanado, el creyente quedaba limpio per sécula. De ahí en más estaba autorizado a todo.

No faltaban quienes tenían prohibidas las relaciones sexuales. Una vez al año practicaban la masturbación colectiva sobre una gran vasija del templo. Con ese semen los sacerdotes procedían a la inseminación artificial de las feligresas, a fin de perpetuar la especie.

Otros, en fin, podían realizar el coito pero sin caricias y con el mínimo placer posible.

Como ya se dijo, la gran campaña contra «plagiarios de patentes y contrabandistas» estuvo dedicada, sobre todo, al ataque contra la Congregación Exateísta; no porque las otras sectas mencionadas les gustasen a los tecnócratas, sino por el hecho de que ésta era la más poderosa.

Los derviches y santones exateístas imprimieron volantes y afiches, en sus imprentas clandestinas, distribuyéndolos o pegándolos en las cercanías de las pagodas. Eran más o menos de este tenor:

«¿Puede haber existido jamás en la historia de nuestra Patria un régimen que, como el tecnócrata, atente contra el santo trajín religioso del exateísmo? Todas nuestras diligencias y prontitudes, hasta las mínimas, se ven bloqueadas por el Estado.

Señalaremos a este respecto —y es sólo un ejemplo entre cientos— la supresión, por directriz monitorial, de la festividad del Altísimamente Benéfico Exatlaltelico, en cuyo día dejó de ser obligatorio para el comercio el cerrar sus puertas. ¿Y qué diremos de la persecución implacable a que son sometidas las integrantes del Colegio de Sacerdotisas, festejantes inextinguibles del Montoncito de Lepra? Nuestras Vestales Eviternas se sobreexcitan al verse insólitamente atacadas en sus laboriosas gimnasias.

Por lo demás, ¿cómo podrá la Congregación Exateísta seguir bendiciendo al pueblo, ahora que éste ha sido privado, por el Estado, de la continua putrefacción de la sangre que caía desde las santas piedras sacrificiales. Se esgrime como argumento la crueldad (?) de nuestros ritos. Si es así, ¿por qué se persigue a la Congregación Separada de Exateístas Espirituales, que sólo realiza los sacrificios de manera simbólica, sin llegar a verter líquidos preciosos? Ellos también están bajo la fatídica carátula Religiones sangrientas.

El Congreso de Santones reunidos en Velolar, capital de Exaspirifacia, bajo la presidencia de Daipichilysis, Sublime Puerta, ha emitido una triternaria como advertencia y admonición. Seguramente, ni los Venerables del Diván ni el Exarca desean llegar a un aumento en su severidad, tal como podría ser una tetragonía, una pentagloria o algo peor aún. Por ello justamente no lo hacen. Pero este estado persecutorio de cosas debe finalizar, por el bien de todos.

Conmovidos de dolor suplicamos, de rodillas ante el Monitor pero con el Vector de Piedra en alto, la supresión de tan injustas medidas suyas».

La alusión al Vector era un eufemismo para referirse ya sabemos a qué. Esto fue aprovechado por los tecnócratas quienes, haciéndose los tontos, decían: «¿Ven? ¿Ven? Están admitiendo que son ellos mismos quienes matan».

Otro volante:

«Informamos a todos los creyentes que asisten a los ritos de la pagoda de los cuatro minaretes tetramqueltúquicos, perteneciente a nuestro distrito, que en el día de ayer fueron suprimidas por inconvenientes las siguientes fiestas que eran la alegría de los niños: El Dedo Pútrido Que Te Hurga La Colita, El Fantasma Que Viene De Noche, El Agujero Negro Estelar Que Te Traga Pa’ Siempre y la más conmovedora de todas: Celebración Del Aquetedestripo En Mis Minaretes.

En definitiva y a las claras, lo que para esta altura resulta ya evidente, es que el objetivo del Gobierno tecnócrata es no otro que el de suprimir por completo toda la actividad religiosa de la Congregación Exateísta.

Pero el más detestable, insufrible y horrible decreto de todos —horripilancia ésta en grado selectísimo—, es el que prohibió de un solo plumazo los sacrificios humanos. Esos cuarenta y dos muertos anuales son necesarios para la estabilidad del Cosmos. Resultan una ñoñez, bien mirados, teniendo en cuenta la multitud de beneficios. Quién sabe cuántos desastres, tales como inundaciones, terremotos y guerras evitan. Miles y miles de muertos y catástrofes. Cuarenta y dos al año no son tantos, por lo demás, y las víctimas que tienen la alegría de ser elegidas van al paraíso directo, como si las largaran por un tubo. Recordamos que se prestan voluntariamente. Salvo los niños de corta edad, como es lógico, pero por ellos eligen sus padres.

Varios penosos incidentes tuvieron lugar anteayer —silenciados por toda la prensa tecnócrata— en el vecino barrio de Entelequia, de los cuales fueron víctimas los miembros de su respectiva Congregación Exateísta.

En momentos en que el santón de alto grado Sebastián Chanchín Iseka estaba en la pagoda de cinco minaretes pentacoltuquísticos, cubriendo con pomada mística la imagen de Pentacoltuco, un grupo de muchachones de uniforme, pertenecientes al Movimiento Juvenil Tecnócrata irrumpió en la pagoda lanzando vivas a la Tecnocracia y mueras a los plagiarios de patentes y contrabandistas de fósforos a pilas. Como se sabe, los Muy Venerables Santones son acusados, con toda barbarie, de plagio de patentes y contrabando.

Fue feísimo.

Luego de armar un gran escándalo durante diez minutos, todos graznaron la siguiente marchita acosadora:

“Los plagiarios de patentes,

los asquerosos plagiarios de patentes,

pronto de un poste colgarán.

Con la mirada puesta en nuestro Monitor,

el contrabando de fósforos a pila terminará,

terminará,

terminará,

terminará.

Dales, dales bien duro

hasta que del culo salgan destellos”.

Aquellos indeseables truchimanes prosiguieron así durante otros diez interminables minutos.

El santón tenía en ese momento puestos los ornamentos plúmbeos —pues sólo con ellos el ritual permite tocar con pomada a Pentacoltuco—, los cuales, gravitando pesadamente, casi le impedían todo tipo de ingrávidos movimientos. Téngase en cuenta que cargaba casi veinticinco kilos de plomo, el pobre anciano.

Faltos de todo tipo de honra y vergüenza, esos picaros bergantes, ruines follones y menguados golfos, con toda vileza y aires de apaches, agredieron de palabra y obra al Muy Venerable Santón. De la manera más desaprensiva, los muy granujas.

Un poco antes, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, el Muy Venerable procedió a comerse la pomada a fin de evitar que fuese profanada por el enemigo. Esta última fue la causa del estado enfermizo en que se encontraba el Muy Venerable Santón, y no que se hallara ebrio “como la picara mosca”, como se dijo con desfachatez y malevolencia, y que no respetara “ni a su misma pagoda de cinco minaretes”.

Cuando los perdularios ubicaron al servidor de Pentacoltuco, empezaron a dirigirle insultos soeces, los gritos más frecuentes eran “¡Asesinos de niños! ¡Criminales! ¡Dejen de matar a mujeres y ancianos!”. O si no: “¿Por qué no se matan entre ustedes sobre las piedras?”, en una clara alusión a las piedras del holocausto. Y también: “¡Vayan a asesinar gente a Soria!” y a tironearlo del pectoral de plomo.

Es de hacer notar que, mientras se defendía con valor de pasillo, propio de un abencerraje en Patio de Leones, el Muy Venerable Santón Chanchín Iseka entonaba continuamente cánticos en loor de Pentacoltuco, pictórico de justa ira ante la profanación, y no porque —como de manera canallezca se afirmó después— estaba de lo más alegre por todo el yogur alcohólico que se había comido”.

Por fortuna se retiraron luego de befarlo a gusto, conformándose con esto, sin hacerle nada más, salvo dos últimas pullas ukristas, futuristas en su salvaje maldad de horda cavernícola, y que cayeron como piedras, propagando círculos sobre las agobiadas espaldas del Muy Venerable: Ahora nos vamos, pero volveremos para encofrarte las piernas”. “¡Sí, eso! —aulló otro de los ogros—. Las piernas encofradas, una mano a la curtiembre y el culo al saladero”.

Los padres de parvulillos, por otra parte, fueron notificados de que los niños tenían prohibido el acceso a las pagodas, aunque el sacrificio no fuese humano sino de los más inocentes. La Monitoria de las Lenguas sostiene que las criaturas se ven expuestas a una “horrible maceración ideológica” (sic), al contemplar en el interior de las pagodas ciertos cuadros y láminas. Dichas obras de arte muestran, como es bien sabido, sólo imágenes edificantes. Por ejemplo: dos Muy Venerables Santones, delante del semivelado Bitecapoca, presencian el Descenso del Vector sobre un par de contentos ancianos quienes se refocilan de gusto en sus respectivos cercanos minaretes. Los viejitos son casi idénticos, de lo cual nos percatamos de que se trata de gemelos.

Este acto, casi indirecto en lo físico, simplificadísimo hasta el punto de que casi ni se ve, pero pletórico de sugestivos detalles en lo espiritual y simbólico, tiene como objeto recordar al párvulo, ya desde su más tierna infancia, que este doloroso mundo está lleno, desgraciadamente, de horribles actos de sadismo inspirados por Minoloco, el Dios del Mal; así, pues, uno debe estar preparado para enfrentar cualquier empalamiento prematuro a la vuelta de una esquina, y en las manos del primer malvado. Para evitar todo ello y frustrar las apetencias de Minoloco, la deidad maléfica que se sienta sobre las piedras rojas y tiene las uñas largas y verdes, fue establecido el rito. Las gentes son llevadas con toda alegría hasta las santas manos de un holocausto bondadoso, donde no hay sufrimiento de ninguna especie sino al contrario, y desde él cual se va por entúbamiento sacro hasta el paráíso prometido por el Profeta Policulitetoca, muerto hace tres mil ochocientos ochenta y seis años, exactamente.

En la misma lámina puede observarse una gran cantidad de niños, asistentes al sacrificio. Por sus rostros, dulcemente felices, puede percibirse que aceptan la iniciación mediante la cual no serán privados de su piedra sacrificial, a donde irán a parar sin duda cuando sean grandes, o en cualquier momento y si se portan bien. Y hasta aunque se porten mal, porque así de tolerante es Bitecapoca.

Según directriz de la Monitoria, los menores no podrán concurrir a las pagodas, a menos que de éstas sean retirados los mencionados cuadros e imágenes. El pretexto, enarbolado como argumento (?) fue: “Se trata de obras altamente sádicas (!!) y obscenas” (sic) Los signos de admiración entre paréntesis nos pertenecen. ¿De qué sadismo hablan? Las muertes rituales son por completo indoloras, está probado.

Otro incidente. En el día de ante anteayer, un oficialito (mocoso del Movimiento Juvenil) se acercó a una joven feligresa, muy dotada físicamente, que estaba a punto de entrar a una pagoda de tres minaretes tritaltetóquicos. “¿Cómo te llamás?”, preguntó el monstruo. “Soria, contestó ella con dulce ingenuidad. “¡Soria! —graznó el otro endureciendo sus facciones. Lanzó un bestial aullido para luego agregar este poco edificante comentario—: Ni por tetona te vas a salvar.

La niña fue arrestada y no volvió a saberse de ella, por mucho que los tres Muy Venerables de la pagoda rogaron en la policía.

Continuamente se acercan a las puertas de nuestras pagodas una cantidad de jóvenes facinerosos, con o sin uniforme, quienes dicen levantando la nariz mientras los adoradores del Dios de turno entran al Patio de los Leones bajo minaretes: “¿Qué es este horrible olor a soria que se siente?”. Y otras agresiones descabelladas por el estilo.

¿Es que el Superior Gobierno no entiende que nosotros no somos sorias ni queremos que nos obliguen a serlo? La molesta historia alrededor del yogur con el cual pincelamos a nuestros Dioses es una simple casualidad. Los exateístas, en nuestra vida privada, jamás, pero jamás de los jamases comemos yogur. Es más: lo tenemos prohibido por dogma, pues sería un sacrilegio comer las viandas de los Dioses. ¿Es que no comprenden nuestros autotitulados enemigos, que podríamos ser los mejores, más fieles y leales servidores del Estado que éste podría tener si quisiera? ¿Por qué nos obligan a tener que optar entre nuestras creencias y la idea tecnócrata, que en muchísimos casos también compartimos? Esperamos que este estado inamistoso desaparezca, y que nuestro Superior Gobierno por fin comprenda que la Congregación Exateísta y la causa tecnócrata no son, ni mucho menos, incompatibles.

Un buen primer paso hacia la reconciliación, podría ser que el Superior Gobierno permita la continuación de los sacrificios humanos. Tenemos unos quíntillizos regordetes y magníficos que hace rato esperan turno. Podemos empezar por aquí. Esperamos, no sólo que el Monitor lo autorice sino que, también, asista al holocausto. No hace falta que acuda a nivel oficial. Puede hacerlo por curiosear, como persona interesada en el estudio de nuestra religión. Sabemos que el Jefe de Estado tiene el hobby del cine. Por esta única vez autorizaremos la filmación del ritual».

Los exateístas, con diabólica inteligencia, habían descubierto la debilidad secreta del Monitor. Lo creían muy capaz de aflojar por curiosidad y para no perderse el registro fílmico de ese acto único. Y tenían razón. El Supremo Jerarca estaba realizando una película y buscaba materiales insólitos. Éste era un secreto conocido por escasas personas. Cómo lo habían averiguado los exateístas era un misterio. Monitor pasó un mal cuarto de indecisa hora. Sabía perfectamente que le tendían una trampa: si asistía ya no tendría autoridad moral para prohibir posteriores sacrificios. Dudó muchísimo pero, al fin, con un máximo esfuerzo de voluntad decidió hacerse el sordo y no dio la autorización. La causa es la causa.