CAPÍTULO 3

En el club telefónico

Sin embargo, si deseaba averiguar por dentro las cosas, era preciso que no se marginase. Estableciendo amistad con gente excéntrica, —y luego de muchísimo trabajo—, consiguió entrar a un selecto club telefónico, El micro de oro batido, para trabajadores retirados. Él era el único miembro joven, pero con el tiempo aquellos vejestorios lo aceptaron. Su idea fue brillante, porque nadie más chismoso que un telefónico. Si había quienes podían informarle de algo eran ellos. Además, como ya no trabajaban, leían muchísimo y habían adquirido maneras de ricachones con los cuales la desgracia, cebándose, había hecho que perdiesen sus fortunas. De esta manera su lenguaje resultaba increíblemente marginal. No se crea, por lo demás, que eran malos tipos. Al contrario. Sólo que cada gremio tiene su idiosincrasia.

Iseka entró al club telefónico El micro de oro batido, apartando sus lujosas puertas vaivén. El escudo de armas de la entrada consistía en un microtelefono de oro sobre campo turquesa, con dos postes telefónicos rampantes. La leyenda, en latín: «Por la Tecnocracia, todo. Hasta el micro de oro. Por los sorias, nada».

Dentro del recinto se olía una rara mezcla de aromas a cigarros de hoja de alto precio y cigarrillos egipcios. Las gruesas y caras maderas que cubrían las paredes contribuían con lo suyo. Si bien todos estos olores, por lo general, se superponían en mutuo enmascaramiento, a veces era posible identificarlos. Sillones lujosos aquí y allá. Un billar. Bar y tres mozos para atender a los miembros, relativamente escasos a esa hora. Iseka se sentó cerca de un sistema de tres asientos reunidos, con otros tantos ex telefónicos dentro.

—Mirá que hay tipos que no son más grandes porque no pueden —declaró Telefónico I.

—¿Grr? —preguntó Telefónico II, con algo de curiosidad.

—Claro. Lo digo por un amigo mío. Un tipo bastante joven, que trabaja en el campo del padre. Los otros días fuimos al funeral del viejo de un conocido común.

—¿Y?

—Y bueno. Allí estaba el cajón con el marchito lirio, todo lleno de florcitas y cintas rosadas. Más héteme allí entonces que, ante el ataúd del noble anciano, como dicen los libros, el hijo del muerto se puso a llorar a mares al tiempo que vociferaba: «¡Seguiré tus consejos, papá! ¡Seguiré tus consejos!». Y mi amigo, que estaba escuchándolo, se me acercó y dijo en voz baja: «Si el consejo que te dio es el de seguir robando chanchos, te podés morir vos también».

Los dos ancianos rieron suavemente.

Después de pedir un Monitor doble, con hielo, Telefónico III tomó el diario. Poco después exclamó:

—¡Escuchen! Últimas noticias: «El Monitor hizo lanzar esta última semana, sobre Chanchín del Norte, toneladas de bombas, cohetes y explosivos convencionales, en cantidad equivalente a la bomba temporal que cayó sobre Periqueteshima. Declaró además que el próximo mes dará la orden de largar el equivalente a la Súper de 60 tempotones. Siempre en la misma forma homeopática».

Telefónico II, mordisqueando el hielo de su vaso, puesto que ya se había zampado su Tecnócrata rabioso triple, arguyó:

—Sí, bueno. Estoy de acuerdo en darles con un leño. Pero eso de desparramar sobre los chanchinitas 1200 bombas de lepra, ya me parece demasiado.

Telefónico I estallando:

—¡Cómo demasiado! Muy, muy poco. Poquito. Además de las bombas de lepra, habría que lanzar sobre las cabezas de rojos, rosados y rojillos virus de cáncer, gases de convulsión y otras. Y bombas petrificantes y de fósforo, gases venenosos, insecticidas, líquidos defoliadores para que se caigan las hojas de los árboles y podamos ver a esos putos y matarlos mejor. Y napalm y bombas de fragmentación y bombas de conmoción de 200 toneladas cada una. —Temblando y elevando su voz una octava tras otra—: Vos decís todo eso, blando de mierda, porque no sabés ni estás en condiciones de comprender las ganas que tendría yo de largarme con mi avión en un ataque suicida sobre Chanchín del Norte, para darle a la juventud una lección de fanatismo. ¡Aaah…! —y el belicoso anciano cayó exhausto sobre el respaldo del sillón—. Un Campo de concentración con agua, por favor —pidió, ya con suavidad, a un camarero que por allí pasaba.

Telefónico III prosiguió leyendo:

—Por su parte Daipichilysis, el Exarca, declaró: «Es con indecible congoja, que tal vez no del todo indebidamente…». ¡Voto a bríos! A todo esto ya lo sé de memoria.

Luego de arrugar el diario lo tiró al piso. Un camarero se apresuró a eliminar la discordancia —periódico— producida por el excéntrico. Éste, totalmente desmoralizado, aprovechó para:

—¡Mozo!: una Silla de fusilar eléctrica. A ver, no, espere: un Sillón desintegrador cuádruple. Sin hielo.

Todo era allí silencioso, eficiente, neumático. El mozo se inclinó, fue y volvió con lo pedido. Parecía un robot. Telefónico III lo miró con curiosidad. «¿Será?». La cara del mozo, imperturbable. «Podría. Pero quizá sea el oficio. Últimamente, en la Tecnocracia están apareciendo más y más robots con apariencia humana. Casi perfectos. Los mandan las I doble E[5] para vigilar. A veces los envía el Monitor en persona. Si le pregunto y es un robot, me va a decir que no lo es. Si por el contrario no se trata de una máquina, se ofende y me odia. Mejor no pregunto nada», concluyó Telefónico III. Luego, olvidándose del camarero, dijo en voz alta:

—Estos tipos son increíbles. Anoche, por onda corta, escuché un informativo de Radio Chanchín del Norte. Decía…

Telefónico I, siempre recostado en un sillón, con la cabeza hacia atrás y cerrados los ojos, balbuceó perdido en sus delirios bélicos:

—Gérmenes de peste bubónica… necesitan.

Telefónico III lo miró un breve instante, para continuar luego sin hacerle caso:

—Decía más o menos lo siguiente: «Nuestras casitas pintadas de verde y amarillo desaparecieron. Luego que pasaron las naves aéreas tecnócratas sólo quedaron los cráteres de las bombas, de treinta metros de profundidad. En el fondo de uno de ellos se veía una gallina muerta». —Se rió entre dientes—: ¿Y eso es propaganda política?

Telefónico II:

—No te creas. Entre mucha gente esas boludeces dan resultado.

Telefónico I, siempre con los ojos cerrados y bebible en mano:

—Duro, muy duro en la cabeza de rojos, rosados y rojillos… —De pronto masculló lleno de odio—: ¡Se ceban en los pobres chanchinitas del Norte! Pirañégarogó. ¿¡Y por quéeee si son buenos!? Buenísimos. Inocentes criaturas. Miles de niñitos y aun parvulillos con penélopes y hueviños aplastados por nuestros tanques de doscientas cincuenta toneladas. Triste, triste. Rociarlos con gasolina y que ardan como teas, se ha dicho. Cocodrílagosí.

Personaje Iseka se apoltronó al tiempo que bebía con pajita su Lanzallamas gigante triple, con soda. Prestó atención a otros dos telefóniqueros que por allí cerca pululaban en sendos sillones. No quiero críticas de ninguna especie. Sólo elogios. El vocablo «pulular» está infra­vice­sub­correc­tísima­mente usado. Porque los telefónicos a los que se aludió en el párrafo anterior, aun siendo sólo dos, bullían. Daban la impresión de ser muchísimos y en constante multiplicación de sabandijas.

Telefónico IV al camarero que pasaba más cerca:

—Tráigame una Zarpa de fiera enfurecida. Doble, con hielo y un dedito de agua.

El camarero —joven intelectual—, podrido a causa de su trabajo y, por uno de esos extraños mecanismos compensatorios y autodefensivos de la naturaleza, de golpe se volvió eléctrico y chistoso. Brillándole los ojos debido a la histeria:

—¿No prefiere un Monitor triple, seco?

Telefónico IV, que ese día no estaba de humor para aguantarle idiosincrasias a nadie:

—¡No!

Camarero, con descargas de alto voltaje:

—El señor ha dicho no. Bien. Si el señor en vez de ser el señor fuese el camarada Monitor, la escena hubiera sido como sigue. Dos puntos. Monitor: «Tráigame una Zarpa de fiera enfurecida. Doble, con hielo y un dedo de agua». Camarero: «¿No prefiere un Monitor triple, seco?». «No. Nunca me gustaron los Monitores triplemente secos», dijo el Monitor. Ij, ij, ij… —concluyó el camarero riéndose como un imbécil de su chiste insípido. Y quedó esperando la reacción del otro, sonriendo y envuelto en fulgores.

Como ya se dijo, Telefónico IV no estaba de humor para ningún tipo de broma, chascarrillo o chanza. Así, pues, mirándolo con la cara atravesada y torvamente, vibró en bajo continuo:

—Mire. Vaya y tráigame lo que le he pedido si no quiere que lo agarre ahora mismísimo a patadas. Pelotudón de mierda.

El camarero, perdiendo voltaje, agachando los hombros y con una joroba inmensa que le salió en un segundo:

—Sí, señor.

Telefónico IV a V:

—¿Y vos? ¿Qué vas a tomar?

—A mí me trae un batido de mijo con Medio dedo de frente de SS —respondió el aludido.

El camarero se eclipsó lo más rápido que pudo.

—Me parece que te has excedido con ese tipo —opinó Telefónico V.

Telefónico IV, con el rechinamiento de tres o cuatro dentaduras postizas:

—Soy egocéntrico. Tan sólo me hacen gracia mis propios chistes. Estaría el día entero escuchándolos. Así que cuidadito con juzgarme.

—No te juzgo. Digo que me parece, nomás. ¿Por qué le frustraste su delirio, tal vez el único que tuvo en su vida? O peor: mirá si al final resulta que es un tipo genial.

—Grrr…

—Bueno, bueno. Para domesticarte contaré una historia muy bella, apasionada y trágica, que se me ocurrió para un cuento o una novela.

El camarero trajo las bebidas. Telefónico IV, antes de tomar ni una gota, pegó un tarascón al hielo, tan terrible que casi masticó la copa:

—¡Crunch!

Sin prestar atención a su iracundia el otro comenzó:

—Se titula Un Napoleón que fumaba. Rápida síntesis: un millonario joven, llamado Napoleón, compró un planetoide deshabitado de «equis» kilómetros de diámetro y se instaló en él a vivir. Con máquinas carísimas produjo aire, luz, calor, gravedad artificial. Dividió la superficie del cuerpo celeste —de no más de unos pocos cientos de kilómetros cuadrados— en una serie de países arbitrarios y les puso nombres que él mismo inventó. No sé… Francia, por ejemplo —te estoy diciendo un sonido cualquiera…—, Inglaterra, Alemania, Austria, Rusia, Checoslovaquia, Norteamérica…

—Un momento —interrumpió el otro telefónico—. ¿Por qué decís nombres de países inventados? Rusia existe.

—Ya sé que existe.

—¿Y entonces por qué no ponés todos países que existen en la realidad: Rusia, Soria, Protonia, Protelia, etc.? O que sean todos reales o todos imaginarios. Si ponés Checoesto… no sé qué, Norteamérica, etc., en vez de Rusia, pone, qué se yo: Milanesoria. Pero no Rusia.

Telefónico V lanzó un suspiro horrendo:

—Mi querido amigo: observo con pesar que no tienes ni la más remota idea del significado de la palabra arte.

—Puede ser. Pero me interesa una mierda tanto el arte actual como tu cuento.

Plácidamente:

—Es posible. No obstante proseguiré narrándotelo pues no tengo otro que me lo escuche.

—¿Es largo?

Simulando no oírlo, Telefónico V siguió con su historia:

—Luego de dividir el planetoide en países, comenzó a fabricar una cantidad inmensa de robots que distribuyó entre los distintos Estados. A Rusia, por ser el de mayor extensión territorial, le tocaron más tanques, robots, cañones, etcétera. El hombre se instaló en uno de estos países y, como era un megalómano, se autonombró Emperador, para horror de Beethóven.

Telefónico IV, aburrido y sarcástico:

—Y supongo que tu… ¿cómo se llamaba?, tu Napoleón, se habrá autonombrado dictador de Rusia, por ser el más grande.

—Te equivocás. Se hizo Emperador de Francia. La idea de Napoleón era hacer que los robots del mundo entero luchasen contra los suyos. Él atacó, ganando al principio. Pero poco a poco, debido a la abrumadora superioridad numérica (si bien él tenía mejor conducción), el enemigo, con los rusos a la cabeza, invadió la patria, rodeando su Palacio Imperial (denominado Helena, en honor a una hermosa mujer de otros tiempos). El plan original de Napoleón era parar los combates un minuto antes de su suicidio en Helena y empezar todo de nuevo. Pero comprendió que debía hacerse responsable de sus robots, que cayeron defendiéndolo. Y se suicidó de verdad ante todas sus banderas muertas. Los rusos, felices. Pero se murió Napoleón. Con el tiempo a los robots se les terminó la energía y se detuvieron. ¿Qué te pareció mi cuento?

Telefónico IV, oscilando entre la indiferencia y el espumarajo con mordisco:

—Horroroso. Literatura soria.

—No. No es soria.

—Sí. Es soria. La soriasis.

En el primer conglomerado de sillones dijo Telefónico III:

—¿Qué te parece? ¿Tendremos guerra con Soria por el asunto de Chanchín del Norte?

—En ese caso intervendría también Rusia.

Telefónico I, siempre con los ojos cerrados y totalmente ido:

—Duro, muy duro en las cabezas de rojos, rosados y rojillos.

Los otros dos lo miraron, pero sólo por un segundo. La interferencia duró lo que merecía, puesto que al instante prosiguieron desechando la piltrafa sónica.

Telefónico III mirando a II:

—Y a Rusia se le unirán Chanchelia, Protelia, Protonia Oriental, Dervia, Goria, Garduña y Musaraña. Protonia Oeste, probablemente neutral. Dije: probablemente.

—¿Y a nosotros qué aliados nos quedarían?: Chanchín del Sur y el Califato de Córdoba —dictaminó Telefónico II en primera directriz.

—Cocodrílagosí —señaló Telefónico III.

—Pirañégarogó —declaró Telefónico II en segunda Kolossal grosse Diktato.

—En la cabeza de rojos, rosados y rojillos —parloteó Telefónico I, ya en delirio estable.

—De cualquier manera que sea no nos engañemos. Estamos usando a Chanchín del Norte como polígono de tiro, a fin de probar nuestras armas para el caso de una guerra —opinó Telefónico III, derivante y supuestamente armonizador.

Telefónico I, volviendo de su trance en el acto:

—¡Eso lo dicen ellos! Mi estimado amigo: mucho me temo que usted se esté volviendo soria. Y por otro lado, ¿qué tiene de malo probar nuestras armas con los chanchinitas del Norte, que bien se lo merecen? ¿Acaso no hacen lo mismo los guachos de Soria con Chanchín del Sur? Y la subversión criminal en el Califato de Córdoba, ¿para dónde la deja? No, si es como yo digo: hay que darles con un hierro que tenga pinchos oxidados. Dilatarles el sairit culottes y mecerles ahí dentro un pufia’o’e frambuesas. Odio, odio las blanduras, decadentes. —Levantó la mano derecha—: ¡Ni una palabra más! Ya mismo me los tiran a un hoyo con serpientes venenosas.

Telefónico III, sin rendirse:

—Pero usted entonces admite que…

Telefónico I:

—Yo admito que los usamos a nuestros enemigos como polígono de tiro. Pero admita usted que tenemos enemigos.

—No, por supuesto. Si yo… —y no alcanzó a decir nada más pues se atragantó con un sorbo de Monitor aullando histérico entre rojas alfombras. Puro y triple.