CAPÍTULO 2

El discurso

Ahora bien. Iseka, pese a su decisión de salir de la zona limítrofe, no se libró en cinco minutos de todo ello. Mientras iba caminando por su nueva ciudad recordaba. Le pareció descubrir, en un momento dado cuando su vista se desplazaba entre los extremos de un sistema de luces de neón, que los Soria no eran sólo dos ex compañeros de cuarto, sino la expresión de una propiedad teológica de desgaste. Como si en algún rincón del Cosmos estuviera un Dios del Mal dedicado sin descanso, día y noche, a la tarea de producir sorias y cagarle la vida a la gente. ¿No habrá un Dios que trabaja infatigablemente —en horas extras, sábados y domingos incluidos— en sus enormes laboratorios y fábricas celestiales, para conseguir colocar en la tierra diez mil sorias por cada ser humano y así sobresaturarnos? Posible. Y a medida que lo pensaba, más le parecía que así era. Porque si no todo ese desgaste y sufrimiento al pedo carecía de explicación.

Recordaba cuando hacía la limpieza en un edificio de catorce pisos. Los Soria no estaban allí, claro está, pero igual estaban. Cuántas veces Personaje Iseka mató un soria que asomaba un ojo por una tolva de incinerador y, en vez de caer el cadáver por el agujero hasta el fondo, quedaba atravesado y el incinerador se tapaba. Todo el edificio, entonces, repleto de humo y de fragmentos mal quemados de soria. Muchas veces los confundía con ratas. Por cierto, veía salir de los huecos que conducían al quemador del sótano unas cosas grises provistas de cola, que tanto podían ser ratas como sorias chiquititos. No sabía de qué manera podían estar comunicados con dicho sótano, pese al enorme tubo central, pero lo cierto es que levantaban las tapas de las tolvas, espiando acechantes el momento de salir y prestarle dinero, humillarlo, y darle consejos que no había pedido. Iseka, por cualquier cosa, al lado del escobillón llevaba un láser con el cual incinerarlos en un quinto de segundo. «Un general chino debe estar preparado para cualquier emergencia» dijo el general I Tse Ka. «Sí. Porque el antiser prepara para merendarte su mejor dentadura».

Personaje Iseka desechó también estos pensamientos y —así como abandonó físicamente a los Soria—, además se alejó de los incineradores y de las casamatas repletas de sorias.

La parte tecnócrata de la ciudad, que era por donde Personaje Iseka se estaba internando, resultaba a su vez el fragmento Norte más extremo de un enorme país llamado Tecnocracia. El jefe máximo de esta tierra era un déspota fanático denominado Monitor. Título supremo éste, casi un nombre propio. Tecnocracia lindaba con varios países; entre otros con la Excelentísima Diputación Provincial de Soria, que pese a lo de «provincial» (por no hablar del resto de su rarísimo nombre), no era provincia de ningún Estado sino una Nación independiente. En las tierras de Soria todos los habitantes eran Soria de apellido: Juan Carlos Soria, Luis Soria, Chiri Gorni Soria, etc. Lo que fuera, pero siempre Soria. De la misma manera, en la Tecnocracia —donde Personaje Iseka se internaba—, la totalidad de la población, incluido el mismísimo Monitor, tenían Iseka como apellido. Así, pues, hombres y mujeres, soldados y generales, altos funcionarios y obreros, leales y traidores, todos, se llamaban Iseka.

Como dije, la ciudad donde han transcurrido estos sucesos, hasta el momento, era uno de los lugares de frontera entre Tecnocracia y Excelentísima Diputación —incluso al punto de estar dividida en dos-por-tres, y la pensión donde Personaje vivía con los dos Soria quedaba exactamente en el medio del límite de partición. O sea: que si un sector de la ciudad podía considerarse exclusivamente tecnócrata y otro soría, la pieza (por el contrario) ni una cosa ni otra. Aunque más bien soria, por tener esta última raza la mayor densidad poblacional por metro cuadrado.

«De una buena te libraste».

A medida que se iba desplazando por la parte tecnócrata e internándose más y más, por un altoparlante —instalado en alguna plaza— se escuchó muy claro, pese a lá lejanía, un canto marcial entonado por el Movimiento Juvenil Tecnócrata:

«Cuando el soria se yergue amenazante,

trabando la marcha del hombre triunfal,

la Tecnocracia le sale adelante,

gritando de aquí no pasarán,

no pasarán,

no pasarán,

no pasarán,

no pasarán.

Estamos rodeados de enemigos,

pero no vamos a transar;

con la mirada puesta en nuestro Monitor,

sus puercas ambiciones hemos de destrozar,

de destrozar,

de destrozar,

de destrozar,

de destrozar».

Personaje Iseka, vivamente emocionado, se preguntó quién era ese hombre —el Monitor—, que había merecido la lealtad de unos tipos, hasta el punto de lograr unirlos y subordinarlos para luchar contra los sorias. Por fin un jefe carismático. Albricias y Gloria. «Espero que después de tantas expectativas él no resulte otro malvado». Allí, sin darse cuenta, entró en delirio y, al tiempo que sus piernas se movían como las de un ave zancuda en un desfile flamenco, atacó incinerador por incinerador con lanzallamas, cohetes, granadas, tropas y tanques. Nidos de ametralladoras con sorias quemados adentro. Con el escobillón metió las cenizas en una palita —se suponía que eran los enemigos aniquilados con lanzallamas y otras—, y echó el contenido por la tolva del incinerador del piso octavo. «Construirme Palacios de Invierno y terrazas con águilas de alas cruzadas, y vivir allí con Eurídíce y él ¿pero qué disparates estoy diciendo? Debo olvidar todas aquellas figuras de desgaste. Estoy en la Tecnocracia para trabajar. A delirar, sí, pero de otra manera. Terminar con los laberintos anti-Mozart que se superponen con el mío dando una sucesión de ceros. ¿Quién soy yo? ¿La playa de la joda? ¿El punto donde golpean todos los vientos? Me cansé de ser tomado como la parte indispensable de la cuchufleta en la cual todos se refocilan». No obstante, Personaje Iseka, sin darse cuenta comenzó a distraerse. No de inmediato, pero sí de manera cada vez más perceptible. «Porque yo ya sé que mi Policía Secreta continuamente descubría complots y arrestaba cientos de sorias, en un sentido espiritual. Pero de qué me servía estar atrincherado detrás de mi cama, o tras mi chaqueta verde, tomar vino de desfile, etc., si no por eso dejan de filtrarse sorias por las zonas desmilitarizadas pese a que continuamente llamo a nuevas clases bajo las armas. Sobre todo porque uno de los instrumentales bélicos más terribles de estos hijos de puta es el del hechizo. Miran o tocan el jarrito de aluminio para la leche y dejan hechizadas vastas zonas. Los bombardeo día y noche con mis cazacarbonizadores o con mis estratofortalezas pero por junglas y se escapan. O por sus vastas redes de túneles que les permiten aparecer y desaparecer por todos los puntos de la pieza. Los cazacarbonizo pero por túneles y se escapan. Los sorias atacan discontinuamente por todo el Universo, aprovechando sus galerías y resquebrajamientos. Tener el valor, el coraje de soportar el mundo tal como es, porque vos por ejemplo estás y viene una persona que te has permitido querer, necesitar hasta lo horrible, y en medio de la conversación ella se saca la careta y ahora resulta que tu novia es una soria. Se arranca la máscara y debajo hay un hervidero de saltos energéticos de tipo anti-artístico, tal si fuesen gusanos, y ves la sombra del antiser recortarse nebulosamente sobre la pared.

Los otros días mi Policía Secreta detuvo a unos sorias que daban al pueblo instrucciones disolventes. Pretendían estos miserables la superioridad del yogur sobre el vino de desfile que uno toma para soportarlos, siendo que Su Suprema Arbitrariedad, Personaje Iseka, había expresado como dogma, en uno de sus discursos… Pues fue necesario arrestarlos y transformarlos en salchichas y análogos embutidos. Por guachos. Pero no podés impedir que el viento —no el divino precisamente—, el viento se te meta adentro y te destroce y conmueva tu cuarto de juegos».

Con un poderoso esfuerzo de voluntad y un estremecimiento, Personaje Iseka alejó todas estas fantasías descontroladas que no le hacían ningún bien y que sólo servían para hacerles el juego a los sorias. Porque, ¿qué más podía Iseka pensar o razonar del pasado o de la porción de su juventud irreversiblemente gaseada? ¿Qué más? ¿Que muchas veces le ocurrió, mirando a alguien según un ángulo inclinado —mientras el otro creía no ser visto—, sorprender al Fulano, supuesto amigo, en su vicio? Toda su mierda saliendo afuera en unos pocos segundos. Para qué si ya todo eso estaba pensado, y requetepensado. O por ejemplo, graznar luminoso y lleno de desesperación mientras los anti-Mozart tienen de todo: «¡Quemamos la ropa! Nos dedicamos a la orgía. Año Nuevo, harapos huevos». Qué arpilleras tan grandes tienes abuelita. O si no: que la destrucción recién comienza allí cuando ves que todo es de los otros, definitivamente. Ninguna novedad. Justo se trataba de salir de eso.

Al lado de Personaje Iseka, justo en ese momento, caminaba un tecnócrata con una radio a transistores en la mano:

«Ésta es la orquesta estable del campo de concentración de la radio del Sudoeste de Alemania que aquí presenta…»

El tecnócrata desapareció del ángulo de visión,

Iseka continuó razonando:

«Porque yo nunca he podido comprender por qué si de una chimenea sale humo no se quema la casa. Sería ya lógico que las leyes naturales se trastocasen y que ni en la gravedad de Newton se pudiera confiar. Aunque ahora que me acuerdo a los nazis se les cumplió la ley excepcional anterior, porque ellos encendieron las chimeneas y sí se les quemó la casa». E Iseka comenzó a reírse solo de su chiste. Se acercó a un quiosco para comprar el diario. «Veremos si los periódicos tecnócratas son un poco mejores que los impresos en Soria», dijo mascullando enojado.

Leyó:

«Un hombre vivió a causa de haber comido una porción de sardinas en buen estado.

Un señor entró a un restaurante y, ya a los postres, no sacó un revólver, no se mató. Pidió la cuenta y, luego de haber pagado, se fue.

Una bandada de pájaros cruza por la ciudad. Nada misterioso los afecta en vuelo y no caen muertos a tierra.

Un monseñor camina por cierto campo. Ha leído sobre objetos raros en el cielo. Se topa bruscamente con un desconocido.

En la noche no puede verle el rostro. No siente miedo porque está en uno de esos momentos tan raros del alma humana. Tan distraído va que le dice lo primero que le viene a la cabeza: “Yo no soy un habitante de otro planeta”. El otro contesta: “Yo tampoco”.

Un sultán —Rubén Iseka, tecnócrata, veinticuatro años— caminaba acompañado por su novia —no se dio a conocer la filiación por tratarse de una menor— por el barrio de Tullerías.

En un momento se cruzaron con cinco jóvenes de complexión atlética que ni soñaron con molestar a la señorita. En absoluto. Estaban en otra: eran karatecas, chicos de lo más sanos y buenísimos que salían de un gimnasio. A la pareja, por su parte, ni se le cruzó por la imaginación el más leve destello de sospecha que los indujese a pensar que someterían a la joven a sus bajos instintos, previo detenerlos para exigirles dinero y alhajas y arrastrar a la pobre chica hasta un baldío mientras el novio se mordía de impotencia, encañonado por una pistola.

Para nada. El muchacho continuó acompañando a la menor, charlando todo el tiempo y, ya ante la puerta de la casa de ésta, se despidió acordando llamarla al día siguiente a la oficina, para ir a ver La dolce vita de Fellini Iseka.

Un Exarca[4], luego de colocar sobre su cabeza la pesada corona de oro, símbolo del poder exarcal, tomó su bolsa de red y fue hasta la verdulería de enfrente. Estaba sumamente preocupado porque necesitaba comprar cinco kilos de papas si deseaba llegar no del todo famélico al fin de la semana, y tenía miedo de que los referidos tubérculos hubiesen aumentado. Poseía la plata justa y hasta el lunes no conseguiría que algún amigo le prestase.

En efecto: tal como temía estaban más caras. “Y bueno, entonces déme tres kilos y medio”. Todo con su traje de Exarca.

Luego, ya en su casa, revisó el contrato del departamento pues no recordaba si la indexación le tocaba ese mes o el siguiente. Aliviado, verificó que recién sería en el otro.

De cualquier manera que fuese, por lo menos la mitad del sábado y todo el domingo, debería pasárselos sin comer. Ya estaba viejito para esos trotes. Se sentía cansado, le molestaba su artritis y la corona de oro pesaba cada vez más. Resistió la tentación de sacársela. Miró la ventana, buscando una solución imposible.

Y entonces despertó. Recordó que era santón y no Exarca. Lo de la verdulería fue sólo un sueño. Algunas horas antes, fatigado por la preocupación, quedóse dormido en su silla, apoyado sobre la mesa. Sucedía que el Exarca había muerto y no ignoraba que el Congreso de Santones podía elegirlo sucesor. De ahí sus nervios. Varias votaciones ya, sin resultado. De ninguna manera era seguro que lo designasen. ¿¡Pero cómo!? ¿¡Qué era esto!? La nueva votación era a las diez y ahora estaban próximas las once. “¡No me presenté! ¡Perdí por quedarme dormido!”. Con una convulsión de terror, despertó. “Ahora también estuve soñando —se dijo—. Lo de la verdulería fue un sueño dentro de otro”.

Era verdaderamente el Exarca en la realidad. Ya hacía tres años de la elección. Su pesadilla, pues, resultaba de lo más normal. Así como los profesionales, años después de haberse recibido, aún tienen terrores nocturnos en los cuales deben materias o los bochan en exámenes, así también los Exarcas, cada tanto, sueñan que son santones y asisten a sus propias elecciones.

En marzo de mil novecientos treinta y nueve, el Dr. Augusto Coco, Presidente del Sindicato Alemán de la Potasa, dijo: “Las balas en el cerebro intoxican”. Y agregó: “Hay que tratar de no morirse antes ni después de los treinta años. Y, mucho menos, durante”.

Los peces están rotos en el jardín. Amputaciones de luz, de sangre y de fuego».

En otra página aparecía la foto de una exposición que tuvo lugar en Soria, nación vecina:

«Plagios firmados por los artistas más destacados del país».

En otra sección (Entretenimientos), la instantánea de un tipo reventado en Soria, con el siguiente comentario:

«Murió por superposición de familiares en un mismo punto. Según parece, las últimas palabras del infortunado joven habrían sido: “Tener dos tías en una misma calle, es una sobresaturación de tías por parte de la calle”. Unos segundos luego de dicho esto comenzó la reacción en cadena: se le saltaron los ojos, las uñas, el pito, los huevitos, se le borró el pupo, la lengua de tan afuera quedó grandota e hinchada como las de las vacas en lo del carnicero, las tripas le salieron por el culín, vomitó sangre; en fin: reventó».

Correo del lector. Un tecnócrata enojadísimo había escrito:

«¿Cuándo será el día en que le hagan una estatua al gorrión? Así le pagaremos con la misma moneda. Que reciban el homenaje que suelen sufrirse en las plazas, cuando esos bichos se posan sobre monumentos más o menos ecuestres. Los gorriones son como la izquierda soria: la máquina Jack Destripadora de la naturaleza».

A Personaje Iseka le pareció oír el mascullido de ira del viejo cascarrabias al finalizar el pedido. «Este diario está un poco mejor», comentó. De pronto sufrió un sobresalto. Alguien lo había palmeado. Alcanzó a distinguir un rostro ovalado y luminoso surgiendo de una bruma gris. Además la bruma tenía dos manchas rojas, como cúmulos estelares: uno abajo y a la derecha de la cara luminosa, y otro abajo y a la izquierda. Como esta impresión duró sólo medio segundo, una vez pasada la sorpresa distinguió la faz de un soldado y sus jinetas rojas.

—¿No va a la plaza, camarada?

«¿Qué coño?», se dijo Iseka. En voz alta:

—¿Para qué? ¿Qué plaza?

Con extrañeza:

—¿Pero de qué mundo viene, camarada? A la Plaza de Todos los Tecnócratas. Va a hablar nuestro Monitor.

—¿Sí? Ah, qué bien. Perdóneme: recién vengo de Soria —pero en el acto comprendió que había metido la pata.

El soldado, que ya lo miraba con sospecha, dijo recelosamente:

—¿Ah?… ¿De Soria?

—Y… sí. ¡Ya no los aguantaba más! —se apresuró a agregar.

El militar, con menos desconfianza pero sin abandonarla del todo:

—¿Qué apellido tiene usted, camarada?

Humildemente:

—Iseka.

El otro hinchó el pecho sonriendo como la Luna. Nuevamente lleno de camaradería dijo:

—¡Ah! Bueno, bueno. —Señaló con dedo bizarro una gran avenida que se abría a media cuadra—: ¿Ve esa avenida, camarada? Es una muy importante. Es la Avenida de Todos los Tecnócratas. ¿Observa cómo la gente va a los pedos y de a cardúmenes hacía allá? Bueno. Eso es porque la avenida desemboca en una cosa llamada Plaza de Todos los Tecnócratas. Y ahí hablará nuestro Monitor, dentro de una hora.

Y el soldado, al tiempo que taconeó haciendo el saludo del Sol y de la Luna —ambos brazos extendidos hacia arriba en ángulos de cuarenta y cinco grados con respecto al eje del cuerpo y, a su vez, los brazos formando cuarenta y cinco grados el uno del otro—, dijo:

—Adiós, camarada —y se perdió entre la multitud.

Por cierto que miles de tipos —de a cardúmenes, como había manifestado el otro— marchaban por la avenida en la misma dirección, portando banderas negras con insignias rojas y cantando estribillos tales como: «Tecnocracia sí, Soria no. Tecnocracia sí, Soria no. Tecnocracia sí, Soria no.», etc. Personaje se unió a una de las pequeñas vertientes de multitudes tributarias que desembocaban en la multitud central.

Plaza de Todos los Tecnócratas estaba compuesta por sucesivas elevaciones de terrazas. Sobre el fondo —a su vez la más elevada— había una escalera de mármol blanco de base prodigiosa. Sin embargo, iba estrechándose a medida que subía hasta que, al concluir en el palco, su ancho era de pocos metros. A la tarima, y desde sitio oculto, accedería el Monitor cuando fuese el momento. O sea: era como si toda la Plaza hubiera sido diseñada para culminar en dicho sitio, como punta fundamental y gloriosa. A ambos lados del palco, enormes banderas pendiendo, pero sostenidas por la construcción misma y no por astas. A los costados de la escalera había sendas filas de soldados; con estandartes algunos, otros sosteniendo banderas. Tales estandartes, en los vértices de sus astas, portaban el emblema tecnócrata: una «equis» con dos puntos: uno arriba y otro abajo. En muchos sitios de la Plaza se encontraban águilas de bronce; algunas con las alas plegadas, otras extendidas. Toda la Plaza estaba llena de altoparlantes conectados a la tarima; un locutor de uniforme, más abajo, y también dos bandas de música. El conjunto total, por su parte, hallábase ácordonado por cuádruple fila de soldados con bayoneta calada y casco de acero, para impedir cualquier atentado y contener el entusiasmo de la multitud, que podía volverse pesada en sus ansias por ver de cerca al Monitor.

De pronto, por los amplificadores, comenzó a escucharse el sordo ruido de los tamboriles. Los presentes hicieron silencio. Se volvió todo rojo —los rostros de lá gente incluidos y las plumas de las águilas—, pues estaba cayendo la tarde. Los tamboriles cesaron de latir. En medio de un silencio impresionante, el locutor fue diciendo suavemente a través de los altoparlantes:

«Aten, ción…

aten, ción…

aten, ción…»

Y el silencio tornó, más absoluto que nunca. Hasta los niños dejaron de respirar

El que anteriormente hablara prosiguió luego con voz profunda y progresivamente apasionada:

«El… Monitor. Nuestra juventud, oh jefe, hoy ha venido a saludarte. Nuestros estandartes, la bandera de la sangre. Oh creador de la nacionalidad tecnócrata, que vives en la luz, en la alegría, en la tierra, el aire, el agua y el fuego. Toda la nacionalidad para saludarte cuando te yergues, primer tecnócrata.

Eres nuestro corazón y nuestra fe. Estas gradas, este pórtico de toda la tierra, porque eres nuestro templo, la razón de nuestra lucha…

Aten, ción…;

aten, ción…

aten, ción…»

Volvió el profundo estupor silente. Duró aproximadamente un minuto. Luego, tan despacio al principio que cada uno de los presentes lo atribuyó a su imaginación, comenzó a oírse una música increíble, como de corceles mecánicos trotando sobre planchas de acero; majestuosa, no obstante. Cuando los sonidos se hicieron lo bastante fuertes, el locutor bramó enloquecido de fanatismo:

«¡El… Monitor!».

La multitud comenzó a gritar al unísono, y espaciadamente entre un clamor y otro:

«¡Tecnocracia!…

¡Monitor!…

¡Triunfo!…

¡Tecnocracia!…

¡Monitor!…

¡Triunfo!…»

Etc. Desde atrás, por fin, apareció el Monitor, de uniforme negro y gorra. La gente, fanatizada, al verlo aparecer rugió más fuerte que nunca:

«¡Tecnocracia!…

¡Monitor!…

¡Triunfo!…

¡Tecnocracia!…

¡Monitor!…

¡Triunfo!…»

De manera interminable.

Personaje Iseka, absolutamente impresionado, bullía junto con los otros (no fuera cosa que le rompiesen el alma). Incluso parecía el más enérgico y gritón. Tanto fue así que algunos, al verlo tan entusiasmado, se volvían y lo palmeaban sonriendo. Pero aunque Iseka disimulaba, como se dijo, estaba muy interesado en la figura central. Era una realidad: lo atraía el Monitor y el fenómeno. Deseaba saber de qué se trataba. Después de todo, el otro podía resultar una persona malísima, pero sin duda era una especie de prócer. Miró al hombre de la tarima: un tipo muy alto a quien la gorra y el ángulo desde el cual forzosamente se lo observaba, contribuían a hacerlo todavía más inmenso. Daba la sensación de tener la estatura de un coloso. Probablemente no pasara en realidad del metro ochenta y cinco; a lo sumo uno noventa. En ningún caso llegaba a dos. Usaba mostacho impresionante —tipo Nietzsche cuando estaba más loco—, el cual le tapaba toda la boca. Se apoyó con ambas manos en los extremos de la tarima y miró hacia abajo. Estuvo un minuto, como juntando fuerzas. Luego elevó cabeza y vista. Parecía una señal pues los «¡Tecnocracia!… ¡Monitor!…» disminuyeron su volumen hasta desaparecer. Ya era de noche. Las luces se encendieron en toda la Plaza y también cincuenta reflectores estratégicamente distribuidos que apuntaban hacia el cielo de manera vertical, como lanzas de soldados gigantescos que también cuidasen al hombre que estaba por hablar.

El orador, conteniéndose, enrojecido de furia, fue diciendo con un vozarrón imposible, de reflejos metálicos:

«¡Camaradas tecnócratas!».

Al principio Iseka escuchó sus palabras tratando de entender el sentido. Pero luego lo olvidó. Mejor dicho: fue superado por la voz increíble, diferente a cualquier otra que hubiese oído antes. A veces le parecía oír a una enorme serpiente que silbara dentro de una caverna. Otras era como si una de las estatuas monstruosas de los Colosos de Memnón se hubiera vuelto parlante y hablase a través de micrófonos. Las frases venían de a trallazos, como fragmentos discontinuos de violenta energía.

«Frente… a la continua agresión soria en las fronteras, a sus sabotajes, al tejido de mentiras de la prensa y emisoras sorias, al bloqueo de todo tipo y a la intervención del ejército de Chanchín del Norte en Chanchín del Sur, con apoyo de instructores sorias, digo, que la paciencia del Monitor tiene límites y se está agotando rápidamente».

Un dragón Fafner rugiendo en una espiral de hierro. Un titán de cinco metros de estatura en un laberinto de ligustros de bronce, todavía más altos que él. Un martillo de quinientas toneladas golpeando planchas de acero del tamaño de edificios, y suspendidas por cables, del techo.

«Mientras los ojos del pueblo nos miran. Como un río. Como una marea invencible. Así chocarán las espadas de nuestras hordas contra vuestros ladrillos hasta pulverizarlos, si así lo queréis, sindicalistas sorias perros asquerosos, traidores al pueblo, sinarquistas. ¡Parecíais invencibles!: dictabais solemnes vuestras órdenes allá en vuestras sillas, a través de cientos de miles de micrófonos. ¡Pero mirad! Mirad el ejemplo de nuestra Patria. ¡Sólo ha bastado un pueblo atacando furioso, lleno de justo odio, y salisteis huyendo como ratas!».

Al otro día apareció el siguiente artículo periodístico en un diario de Soria:

«Las naciones, estupefactas. En el día de ayer, ante una multitud calculada en cuatrocientas cincuenta mil personas, el Monitor Iseka se hizo traer una paloma que representaba simbólicamente a la paloma de la paz. Acto seguido retorció el cuello del volátil y, metiéndolo en una sartén, se lo comió frito.

La multitud aplaudía delirante mientras aullaba con breves segundos de separación entre una exclamación y otra, con ruido parecido a estampido de cañón, los consabidos “¡Tecnocracia!… ¡Monitor!… ¡Triunfo!…”. El espectáculo, propio de las épocas de Gengis Khan, duró más de una hora. Luego del festín, relamiéndose todavía y sacando a tincazos algunas plumitas que le habían quedado adheridas al bigote, pronunció un discurso incendiario contra Soria y Chanchfn del Norte. Tampoco fue olvidada Rusia, la cual, entre espumarajos de rabia y dando fuertes patadas que hacían temblar el entarimado, acusó de toda clase de solapadas agresiones y preparativos bélicos contra la Tecnocracia y su gobierno. “Tengo ciento setenta divisiones listas para atacar a Rusia, de ser necesario, ¡que no me provoquen!, repitió histérico una y otra vez. Ya hacia la mitad de su discurso —qué de paso diremos que era el segundo, porque antes de comerse la paloma había pronunciado otro—, pareció recordar la existencia de Garduña y Musaraña, a las cuales involucró en seguir junto a Chanchelia una malévola política de cerco contra su régimen, azuzando a sus satélites Dervia, Goria y Protelia, —“los fascistas protelios y otros”—, para estrangular política y económicamente a la Tecnocracia. “Los sindicalistas del mundo entero se han unido en contra nuestra”, vociferó con grandes ademanes e inflexiones epilépticas de voz estilo Hitler. “No es una casualidad que hoy, tanto los sindicalistas comunistas de Chanchelia, que responden a Moscú, como los sindicalistas fascistas de Protelia, que se subordinan a Soria, estén juntos en lo que se refiere a perjudicar a nuestro país”, arguyó frenético dando grandes alaridos que la multitud fanatizada celebraba con los habituales “¡Tecnocracia!… ¡Monitor!…”. Ladró luego que la Tecnocracia es invencible aunque todo el mundo se coligue contra ella; que él es Un iluminado y su gobierno teológico el único dueño de la verdad: “Tenemos el coraje trascendente de proclamarlo así”, manifestó casi exhausto al concluir. Ni siquiera Protonia Occidental se salvó de las diatribas, ya que su gobierno fue acusado de ser “una pandilla de malvados, traidores al pueblo protonío.”»

Como a Personaje Iseka la ciudad dividida no le parecía nada segura, pese a estar del lado tecnócrata —sobre todo después del discurso que el Monitor, de visita en su tren blindado, había pronunciado—, decidió internarse en la Tecnocracia y llegar a su mismo corazón para trabajar y vivir: Monitoria, la ciudad capital, asiento del gobierno.

La organización Integral de Volumen de Trabajo Total, que agrupaba a todos los trabajadores tecnócratas, ya fuesen éstos artistas, profesionales, industriales u obreros, le consiguió un trabajo de telefónico, al cabo de un mes, y renunció a conseguirlo en la ciudad compartida. Disfrazó sus dotes intelectuales hasta ver bien el asunto. Deseaba estar seguro. La fuerza con que él odiaba a los sorias, seguro que no la tenía ningún tecnócrata. No obstante, antes de publicar un libro o conseguir trabajo en un diario o en la gigantesca Monitoria de las Lenguas, en la de Campo de Marte o en cualquier otra, quería conocer más.