Los enemigos de pieza
Cuando esa mañana Personaje Iseka abrió los ojos, lo primero que vio fue un Soria. Pero no a Luis, el que tenía cerca, sino al más alejado: Juan Carlos Soria.
«Este Soria, cuando se levanta por la mañana —pensó Iseka—, lo hace en forma de clase magistral, sin coloquio, de esas que se usaban en las facultades en el pasado. Optimista, de un solo salto. Yo no. Demoro cuantos minutos puedo: haraganísimo en la cama.
Él crea todas las inercias hacia adelante, necesarias para comenzar el día. Usa como clarín y música, respectivamente, el yogur y las respiraciones. Es tan sólo cuando se despierta de su siesta que nos defrauda. Se ha construido una especie de vincha bajable, de papel, para que la luz no le impida dormir. Dije que luego de la siesta defrauda. En efecto: ya no se levanta de un salto sino que, en ese momento, con su tapaojos sobre su pelo estopa, semeja a un cacique toba derrotado camino a la reducción o a una reserva.
Él me da consejos».
Cuando Iseka empezó a despertar, en el intermedio entre el Soria y la inconsciencia vio, como a través de un caleidoscopio, todo el proceso y sus reflujos, con idas y vueltas: inconsciencia, subconsciencia, paredes de la pieza, Soria; y viceversa: Soria, paredes de la pieza, descenso al interior, hasta casi caer en los más profundos abismos subliminales. Así, pues, en su caótica mezcla de vigilia y sueño, pudo observar:
Batracios de lomos amarillos / catedrales con vitrales grises / concentraciones centrales de material / concentraciones periféricas / una mosca alborotadora que rebotaba mil veces sobre la luna del espejo perteneciente al ropero de la pieza.
Un borde inmundo del mismo guardarropas a compartir.
Los ojos medio velados de Iseka recorrieron hacia la izquierda y abajo, tocaron la pared y, como su cabeza acompañaba el movimiento de los ojos, compulsándolos, éstos siguieron en caída libre hasta llegar al más alejado de los dos Soria. Su visión, entonces, retrocedió chamuscada al olvido del sueño, como el cuerno de un caracol que tocase un hierro candente.
«Un tipo va a desenterrar a alguien y me invita a seguirlo. Sacamos un ataúd que en su interior tiene otros, sucesivos, como las cajas chinas. Cada tapa posee extraños dibujos que recuerdan a vudúes. Arrancamos la última, extrayendo del sarcófago final un hombre vivo, de bronce, que se retuerce entre sus ligaduras».
El otro cuerno del caracol —los párpados se entreabrieron una vez más en reiterado intento por arribar a la conciencia— tocó la cara del Soria más próximo y, al quemarse también, retrocedió en desorden al sueño.
«No lanza un solo sonido, pero el rostro del hombre de bronce denota que, al menos por el momento, ha enloquecido de dolor. Su falo, grande y erguido, está atado al vientre —mediante sogas, como todo lo demás— con tanta fuerza que las cuerdas deben causarle un daño enorme». / aviones cohete / moscas de cabeza roja / grandes planos de color negro sueño / batracios vidriados / flores en aire líquido / mesetas de piedra / joyas elementales / la cara de aquella que sigo amando a pesar de la Diosa del Abismo / terremotos / desintegración de núcleos.
Como el caracol ya no tenía ojos en la punta de sus cuernos, se conmovió, semejante a un temblor de tierra, para despertarse pese al Soria.
E Iseka se despertó.
Juan Carlos Soria ya no estaba en su cama. Había sido el primero en levantarse y de un salto. Volvió el rostro y dijo al de la cama intermedia, su hermano:
—Luis: levantáte que ya estoy preparando el café.
Luis Soria movió su cuerpo y se incorporó. Usó para ello sólo una fracción de la velocidad que había utilizado el otro porque, según sostenía, le daban mareos al hacerlo con rapidez. Este segundo Soria, somnoliento, miró a Iseka —que ahora tenía los ojos bien abiertos— emitiendo el odio primitivo que siempre le tuvo aunque simulado (incluso para sí mismo). El que estuviera aún medio dormido anulaba la censura y podía permitirse en esos momentos lo que reprimía todo el resto de la jornada.
Luis Soria bajó la vista y se encontró con sus calcetines negros, decorados con artísticos rombos rojos, amarillos y verdes. Se los puso. También sus zapatos. Grotesco y pletórico de odio y en calzoncillos se dirigió a tientas al pantalón, que reposaba cerca de la mesa, sobre una de las dos únicas sillas de la habitación. Cuando comenzó a ponérselo ya Iseka se estaba levantando, mientras trataba de convencerse a sí mismo de que en cuatro minutos prepararía mate y todo sabría mejor. No era verdad pero resultaba preciso creerlo desesperadamente. «Además —fijáte, Iseka— hoy es sábado y no tenés que laburar».
Iseka terminó de levantarse.
En realidad lo peor del día ya estaba hecho.
Pero no nos adelantemos, porque quizá la afirmación anterior sólo sea un optimismo de nuestra parte. Los hermanos Soria le daban consejos. Especialmente Juan Carlos, el mayor, que era quien de los dos llevaba la voz cantante; el más grandote, cara indio de toldería, con el pelo como estopa (el otro Soria tenía cabellos formando rulitos y diminutos granos en la cara). Súper Soria resultaba, por sus actitudes y sentencias, una especie de Lao Tsé incorrectísimo, un patán ceremonioso, un diplomático tosco y zafio. Aquel caballero de Versalles lanzaba galantes bufidos. Era casi madrigalesco en su rústica desconsideración; solvente y mañoso para propagar desgastes e idioteces. Un verdadero Buda oligofrénico. Un auténtico Maestro Iluminado, pero sin electricidad cerebral. Concienzudo en la tarea propuesta: meter la pesada pata en las arenas movedizas de lo que se ignora. Era el vacío textual. Una autoridad en vaguedades e imprecisiones (en cometerlas, quiero decir). Documentadísimo en las técnicas más avanzadas para incurrir en errores minuciosos. Sólo por margen milimétrico sus frases escapaban a lograr el imposible de la falsedad absoluta. Inconmovible, inalterable en su idiotez. Un auténtico monje zen a quien un jíbaro hubiese reducido el cerebro, dejándolo en cambio bastante cabezón. Un SS; quizá no por la raza, pero sí por la frente: medio dedo. Una sola circunvolución.
Voy a consignar algunas frases de Juan Carlos Soria; no como éste las decía sino tal como sonaban a Iseka, luego de traducirlas de su caló imposible: «El Tao del cual uno puede hablar no es el Tao verdadero, ¿vio, jefe?». «Los nombres que pueden designarle no son los nombres absolutos, ¿no es así, govemeri?», (fotografía tomada en vuelo por la máquina para viajar en el tiempo cockney). «Lo sin nombre es el principio del Cielo y de la Tierra. Lo nominado, la matriz de todas las cosas. Dejá de hurgarte los dedos de los pieces, Luí». «Ambos, lo que no se puede nombrar y lo que se puede nominar, son en realidad lo mismo. Ignoro su nombre, así que lo llamaré Tao. Desconozco su nombre, por lo tanto lo llamaré Grande». (Firmado: Lao Tsoria). Hijo de mil putas. Confusoria dijo: «La violencia es lamentable». Otro: «El hombre prudente ha de cometer pocas equivocaciones y nunca morirá de la muerte de las mil heridas», dijo Juan Carlucio. Etcétera, y otras. Soria comiendo yogur con azúcar. Dijo Buda: «Todas las teorías son grises. Tan sólo es verde el Árbol de la Vida». Soria, quien había pescado esta frase, de su único libro que leía todos los días diez minutos: Los diez mil mejores pensamientos de los forzudos del cerebro, procedió a interpretarla. Su revelación era la siguiente: el Árbol de la Vida es el yogur. Hay que tomarlo todas las mañanas para volverse verde como el Árbol y ser joven y fuerte y lindo como yo, el Soria. Confucio dijo: «Iseka: esto es lo más sano del mundo. En vez del tubo de vino que te bajás todas las noches y está lleno de colorantes, te comprás medio kilo de pan y un yogur, y te alimenta al tiempo que no te hace daño», la palabra «daño», en lugar de «mal», la vio escrita en el libro antes mencionado. En este caso estaba correctamente usada; ocurría que él también la metía en ocasiones tales como «el carburador está daño», etc. Luego proseguía, mirando los manuscritos de la novela no terminada de Iseka: «¿Por qué en vez de escribir boludeces? —bah, no sé lo que serán, pero ¿de qué te sirven, eh?— no te venís con nosotros al lavadero de coches, trabajás nueve, diez horas por día, las que querés y hacés guita. En esa forma te vas haciendo una posición y el día de mañana te podés comprar un quiosco o un almacén o algo así. Yo te lo digo francamente: pienso hacer eso. Por eso laburo y guardo. Y vos tenés que hacer los mismo. Razoná». «No te metas en mi vida privada, Soria». «¿¡Pero cómo no me voy a meter!? Tengo que ayudarte a razonar». Con el nivel más bajo de respeto por el otro, metido e hijo de puta.
Mientras se calentaba el agua para el mate, Iseka, al igual que muchas otras veces, revivió pasajes de su convivencia con los Soria en tiempo presente, como si la actualidad no le bastara: le ocupan las cosas y/o las usan. Se afeitan en su jarro de aluminio que es para tomar la leche, no lo limpian y dicho jarro queda lleno de pelos cortitos. Se sientan en su cama parpando, titando, piando, graznando alegremente, etc. Lanzan chillidos de gozo análogos a los de los sordomudos en los bares, etc. Se dirigen a Iseka, que toma vino para poder soportarlos a ellos: «No hay que tomar vino. Hace mal. Comé yogur que no daña al estómago y es bueno para el hígado y además alimenta». Luego ellos llegan a las tres de la mañana en pedo, merluza o tranca, prenden la radio, charlan mientras se desvisten y meten en cama. «Porque el Beto —otro de sus hermanos: eran diez— me dijo: “Vos con esa mina…”» «Sí, claro, pero vos sabés cómo es el Beto. Él es chapado a la antigua. Ahora, que te voy a decir francamente: ella es una calzonuda». «¡Seguro!, pero igual es buena». «Yo no digo que igual no sea buena. Yo digo que es una calzonuda. Le gusta andar buscando roña». «Y… sí. Pero es buena». «Sí que es buena. O está buena de culo, por lo menos. Lo juro por mi leche, como dice el basko de la otra pieza. Y después entonces el Beto no quería entrar en el taxi». «Claro, él no entendía al principio lo que le decíamos… bueno, que a esa altura ya estábamos todos en pedo; yo creo que hasta el vigilante estaba en pedo». (Risas de ambos.) «Claro, vos sabés lo fuerte que es el Beto: fuerte como un toro es. Ya lo quería agarrar a trompadas al vigilante… Eh… ¿Eh? ¿No es cierto que ya lo quería agarrar a trompadas al vigilante?, ¿a vos qué te parece?». «Y, sí. Yo creo… Entonces quiere decir que después el Beto…». Y todo así. Personaje Iseka no se puede dormir por las voces de estos tipos. Si se callaran ahora, pese a haberlo despertado, quizá podría conciliar el sueño. Pero media hora después, estando totalmente desvelado, aún hablan. Por fin callan, pero Iseka ya no puede reposar y ve cómo los otros duermen a pata suelta. «Y mañana tengo que levantarme… qué mañana ni la mierda: ahora, dentro de dos horas me debo parar e ir al laburo».
Revivió también —ya el agua estaba, la sacó del fuego y luego de apagarlo comenzó a tomar mate— una escena transcurrida cierta tarde. Los dos sorias e Iseka, cada uno tirado en su respectiva cama. Luis Soria dice: «Vamos a hacer un “tes” que me enseñó una chica». Iseka: «¿Un qué?». «Un “tes”. No me digás que no sabés lo que es un “tes”. —Dándose importancia—: Vos que estudiás tanto». «Y… no». «Un “tes” es lo que sirve pará averiguar cosas tuyas, cómo sos». «¡Ah! Un test, querés decir». El Soria, enojado porque le enseñan y sobre todo furioso consigo mismo, ya que cuando lo corrigieron no pudo evitar un cambio de cara y sabía que el otro se había dado cuenta, bicha a Iseka de reojo. Dejándole luego clavado el subtelescopio de su rabillo, dice: «Bueno, “tes” o “tets”, para el caso es lo mismo si nos entendemos. —Casi humilde, prosigue—: “Tets se dice, ¿no?”». Iseka, quien no desea irritarlo nuevamente: «Ehm… sí sí». «Bueno. Vamos entonces a hacer un “tets” que me enseñó una chica. Sirve nada más que para saber si una persona es agresiva o no. Nada más. —Mira al hermano tirado al lado suyo—: ¿Lo hacemos?». «Sí, dale». «Firmá aquí». Y le da una hoja en blanco y un lápiz. El otro Soria firma y le devuelve el papel. El Soria más chico le pasa el papel a Iseka, que para no tener despelote debe firmar también. ¡Qué dilema!: si no firma lo odian; si firma les da algo, acepta la humillación y, quién te dice, si el test tiene algo de cierto se percatan de cosas tuyas. Firma. El Soria mira y analiza con aire capísimo: «Bueno… vos —a su hermano— sos agresivo pero se ve que controlas tu agresión. Digo, que podés ser agresivo si querés pero te las aguantás». El otro Soria: «Ah ah ah ah…». «En cuanto a vos, Iseka, el análisis revela que sí sos agresivo». Lo mira aconsejante y paternal, con el mismo tono con que uno le hablaría a un chico boludo: «¿Por qué sos así, Iseka? ¿Eh?». Hace un bollo con el papel furiosamente y lo arroja lleno de ira contra el ropero, tira el lápiz a la mierda, se recuesta de la manera más confortable sobre la cama, cruza los tobillos, hace lo mismo con los brazos sobre su pecho y sonríe beatífico: «Qué mina la que se levantó anoche el Beto… ¿eh, Juan Carlos? Juan Carlos, como el gigante de Macunhaíma», contesta afirmativo: «Ohu. —Como le parece ofender por dentro a su hermano con una contestación tan lacónica, especifica mejor su opinión—: Linda la guacha, Luis. Linda».
Después se ponen a oír música horrísona con una radio a transistores. Iseka los escucha caliente y lleno de odio. No puede escribir. Además, como muchas otras veces, le preguntarán qué escribe, por qué, para qué y otras. Por lo demás le parece una desacralización continuar su obra delante de estos tipos, aun sí supiera que nada le van a preguntar o decir.
Iseka cambió la yerba del mate y se dispuso a preparar otra pava. Hacía rato que los sorias estaban escuchando música siniestra y conversando. Iseka continuó con sus rememoraciones.
A veces lo invitan con vino y él, que no tiene ni un mango y unas ganas bárbaras de tomarlo, acepta. Pero la colaboración de los sorias es como la ayuda militar rusa: tiene un precio político. Le empiezan a preguntar por qué hace esa vida: «Vos tenés estudios, ¿no? ¿Eh? ¿Por qué no contestás? No me vas a decir que no tenés estudios». Otro Soria: «¿Hasta qué grado fuiste?». Iseka: «Hasta sexto». Iseka en realidad no miente: nadie le preguntó si luego de sexto hizo el secundario. «¿Hiciste el secundario?». Iseka: «Mhrgh… eh… mh… grff». «¿Cómo? No entendí nada de lo que dijiste. —Como Iseka no habla se dirige a su hermano—: ¿Vos entendiste lo que dijo?». El otro, en vez de contestar, reiteró la pregunta: «¿Hiciste el secundario?». Iseka, quien equivocada y boludamente, en la época que trato, tiene el principio de no mentir, dice lleno de bronca: «Sí». Con asombro la pregunta temida: «¿Y qué hacés aquí? ¿Por qué no estás trabajando en un banco?». «No me gusta». «¿Cómo que no te gusta? Uuh… Si yo tuviera tus estudios no estaría trabajando en un lavadero. ¿Querés que yo te presente a un chileno amigo mío que tiene influencias y te puede recomendar para entrar en un escritorio?». «No… escucháme, Soria. Yo no quiero trabajar en un escritorio porque no me gusta». «¿Cómo que no te gusta? Pero si no es ninguna molestia para mí. Al contrario, lo que queremos es que vos seas feliz. Te voy a dar la dirección del chileno. —Busca entre sus ropas infructuosamente. Iseka ruega para que no la encuentre—. Luis, ¿la tenés vos?». Luis saca una libretita roñosa: «Sí. Aquí está». Se la pasa al otro Soria que lee y dice: «Iseka, anotá: Chacabuco mil quinien…». Iseka: «Escucháme, Soria: no me des la dirección. No voy a ir a verlo al chileno». «¿Por qué no? No lo querés al chileno porque es chileno. —Al hermano—: Odia a los chilenos». «No los odio a los chilenos, Soria. Simplemente no quiero ir». «Pero si no es ninguna molestia para mí». «No es que sea o no sea una molestia para vos, Soria. Es que no quiero ir, Soria». Ya molesto: «Pero ¿por qué?». «Porque no». «Porque no no es ninguna razón». Iseka tiene ganas de informarle: «Porque no se me da la gana, hijo de puta». En cambio dice algo equivalente: «Porque no se me da la gana, Soria». El otro lo mira pesaroso, ya perdida la bronca: «Vas por mal camino, Iseka». «Bueno, Soria». «¿Cómo bueno? Te lo digo para hacerte reaccionar». Iseka quisiera decirles: «Guachos reventados hijos de puta: déjenme de verduguear. ¿Por qué no se meten en sus cosas?». No dice nada de eso por dos grandes razones. Primero: son dos tipos fuertísimos y más malos que la mierda. Para nada están en contra de la agresión. Son tan budistas y no violentos como el general Tojo. Segundo: si se pelea con los Soria el dueño de la pensión lo cambia de pieza para meterlo con otros sorias, iguales o peores que éstos y todo empieza otra vez. Por eso contesta: «Dejáme, dejáme… No me gusta, ¿viste?». El otro hermano, Luis, sale en defensa de Iseka: «No. Está bien. Si yo lo comprendo a Iseka. No le gusta un trabajo de escritorio, Juan Carlos. Comprendélo. Yo tampoco trabajaría ahí aunque supiera el laburo, porque no me gusta estar encerrado. Es jodidísimo». El otro, vacilando: «Bueno, claro que viéndolo bajo ese punto de vista…». «Pero sí, Juan Carlos. Él tiene razón. No. Lo que vos tenés que hacer, Iseka, es decidirte a venir con nosotros al lavadero de coches de Añasco y Yerbal y allí trabajar nueve, diez horas, las que vos quieras y en esa forma…». Y en esa forma todos los días tiene que aguantarlos.
La segunda pava ya estaba e Iseka empezó a tomar.
Rememoración de almuerzos y cenas. Iseka, quien siente que en la pieza nada es suyo, se las ingenia a fin de que no puedan sentarse en su cama a comer y cagarlos por lo menos en eso. Aunque más no fuera en esa insignificancia, detener la invasión. Así, pues, coloca sobre ella una enorme cantidad de cosas con el pretexto de que las necesita. Llega la hora de la comida y el Soria, en vez de tomar una silla, encariñado con la cama de Iseka, empieza a correr las cosas a un lado con manotazos cortitos. «¡No!… No las saqués», casi grita Iseka. Luis, enojado y con ironía: «Puta. Metí la pata. Se enojó el patrón de la pieza». Ahora se enoja el otro Soria: «¡Qué patrón! Aquí no hay patrones. Somos todos iguales». Iseka: «Yo nunca dije que fuera patrón de ninguna cosa. Yo no les voy a tocar nada a ustedes». «Pero podés tocar y usar todo lo que se te antoje de lo nuestro. Si necesitás algo pedílo. ¿Por qué no nos dijiste antes que necesitabas algo?». Iseka: «No, si yo no preciso nada. No es eso». Soria: «¿Y entonces qué es? —Pausa—. ¿Me puedo sentar?». Iseka, en voz baja y lleno de odio: «Sí. Sentáte». Soria se sienta. Está por llevarse un bocado a su jeta de bestión, cuando se vuelve a Iseka que come sentado en la otra punta de su cama, recostado contra la almohada: «¿No te molesta, no?». La cara de Iseka ya no se preocupa por disimular el odio: «No». El Soria larga bocado y tenedor sobre el plato, con fuerza. El tenedor rebota y cae sobre la mesa. El bocado a su vez se desprende para descender sobre el pantalón nuevo del otro Soria. «¡Eh! ¿¡Qué hacés, pelotudo!?». Luis Soria, que está a punto de interpelar furioso a Iseka se para y vuelve a su hermano, ve el desastre y dice: «Perdonáme». Se torna otra vez a Iseka y retoma el tono iracundo: «Y esto también pasó por tu culpa, Iseka, porque me hiciste enchinchar». Juan Carlos Soria: «Es cierto, es cierto. ¿Cómo no me di cuenta antes? Perdonáme, Luis. La culpa la tiene él». «¡Así es! ¡Así es!», chillan rabiosos los Soria. Los sorias. Luis: «Vos no tenés ninguna clase de consideración con nosotros, Iseka. Después de todo lo que hacemos por vos. Todos los días tratamos de ayudarte, te aconsejamos por tu bien y vos ni pelota. —Una octava más bajo—: Yo no digo, ¿no? Con tu culo un pito. —Una octava más alto—: Pero vos continuamente te metés con nosotros, Iseka». «Pero si yo…». «Pero si yo nada. Si es verdad, Iseka: vos no nos dejás en paz; continuamente nos estás distorsionando». Iseka se sorprende y pregunta sin intención agresiva: «¿De dónde sacaste esa palabra, Soria?». «Y si vos la tenés escrita ahí». Perdiendo el control: «¡Estuviste leyendo mis escritos!». El Soria, con calma: «¿Hice mal?». «¿Cómo que si hiciste mal? ¡Que sea la última vez! ¡Ya estoy harto de tu yogur con azúcar, Soria —dice volviéndose al otro hermano—, y de que me revisen las cosas y que me usen la cama y que se afeiten en mi jarrito! ¿Por qué o con qué derecho me van a usar las cosas? Y el jarrito, por ejemplo, no me lo lavan y lo dejan lleno de pelos así cortitos de barba, ¿eh?». Soria, con la calma de un taoísta chino mezclado con cabecita negra-zen: «Peor sería si fuesen pelos así de largos». Lo notable: esto parece un chiste jodidísimo, dicho con toda su brillantez sádica. Sin embargo quien lo profirió no sabe por qué lo dijo. No del todo, por lo menos. Es una agresión subconsciente. Iseka, indignado: «¡Qué me importa si son pelos largos o cortos…! ¿Ah? ¿Te burlás, Soria? —Con bronca controlada, tipo terremoto—: Soria, Soria… los sorias… Yo no quiero que usen más mis cosas: sea jarro, sea cama…». El otro Soria interrumpe: «Lui: sentáte acá». Y señala una silla vacía. Iseka: «Sea… cualquier cosa que sea. Y tampoco quiero que me den consejos. Si me jodo es asunto mío. Pero no me den consejos; porque cuando alguien me da un consejo, me parece que me aprietan la cabeza con una mano grandota». Soria (el Luis): «¿Por qué? Iseka» «Aquí no tiene nada que ver por qué sí ni por qué no. El asunto es que es así y listo». Soria (el Juan Carlos): «Bueno, pero ¿por qué? Nosotros queremos saber». «Aquí no se trata de saber o no saber, Soria. Yo no quiero que me hagan más preguntas acerca de mi vida, ni qué estudios tengo, ni por qué me fui de mi casa, ni un carajo a la vela. Son asuntos míos. No quiero que me aconsejen, ni me usen las cosas, ni me pregunten sobre mi vida, ni que me ayuden ni nada. Nada». Juan Carlos Soria —Luis está mudo y mirándolo con ojos redondos— lo observa sesenta segundos y luego pregunta (pero no con asombro, sino a la manera de una maestra que interrogase a un alumno de quinto grado, algo retrasado, por qué el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos): «¿Por qué?». Iseka: «Porque se me da la gana, Soria. Porque yo soy así y vos no me vas a cambiar, porque yo no te lo voy a permitir y quiero que me dejen vivir en paz. Soria». Juan Carlos Soria, sin enojo alguno, casi con curiosidad científica: «¿Y por qué sos así?». Iseka vuelve la cabeza cuarenta y cinco grados a la derecha con respecto al Soria, luego lo mira otra vez y dice también sin enojo: «Coño. —Pasionalmente—: No tengo ninguna explicación que darte, Soria. Soria: dejáme en paz. No te metas conmigo. No quiero que pienses en mí». Luis: «¿Cómo no vamos a pensar en vos? Es nuestra obligación». Iseka, enojado y controladamente agresivo: «No van a pensar en mí porque yo no quiero que piensen en mí, porque no se los permito, porque tengo derecho a que ustedes no se metan conmigo y a no darles explicaciones de mis actos. ¡Punto!». Luis, entendiendo mal: «¡Eh! Un momentito, querido, ¿eh? ¿Cómo “punto”? ¿A quién le decís “punto”?». Iseka: «Basta quise decir. Con “punto” quise decir basta». Juan Carlos Soria: «¿Cómo basta? Eso no es compañerismo. —Enojado y agresivo—: Y para que vos sepás, Iseka…»
Iseka finalizó la segunda pava de mate. Era un día hermoso de modo que se dispuso a salir. Metió apresuradamente en un bolsillo varias hojas de borrador en blanco, una lapicera a bolita y rajó bombardeado de cerca por la música soriática. «Volvé temprano, Iseka, acordáte que el almuerzo es a las…». «Sí, sí. Ya sé a qué hora es el almuerzo, Soria». Hinchapelotas. Qué imbécil sos, Soria. Está bien. Evacuemos el sector. El ejército napoleónico se retira de Rusia. Nos echan. Los rusos no nos quieren. Los sorias, sin embargo, debo reconocerlo, son los mejores enemigos de pieza que yo haya tenido. Las acciones de estos gaznápiros no están exentas de militarismo. Un fervor castrense soria, naturalmente. O ruso. Porque los sorias, como los anteriores, aniquilan al enemigo por saturación. Allí donde deben usar diez soldados mandan mil; cuando son precisos cincuenta cañones emplean diez mil quinientos. No atacan hasta no estar seguros de que la proporción de tanques favorables a ellos es de ochenta a tres.
El Norte y Centro de la pieza —llamemos al conjunto geográfico Pieza del Norte, para simplificar—, saturado de sorias, nos obliga a la carrera armamentista. Suelen hacernos ofertas de paz, pero los tecnócratas no asistimos a la mesa de las conferencias. Pieza del Sur Resiste en Todos los Frentes. Viktoria. El Wagner Triunfante[2] condecora al mariscal de campo, von Mozart, con la espiral de pájaros con diamantes y el clavicordio de primera clase con espadas. Eso es todo. Sorias putos. Uno tendría que ser capaz de defenderse de sus enemigos mediante ciertas cosas: el arte de combinar los sonidos, el tiempo, o lo que fuera. Crear musicalmente: una de las diferencias entre la muerte y la música. Y así, a Thánatos que viene a vos, mediante una toma de judo musical, obligarlo a pivotear sobre su propio eje haciendo que rote ciento ochenta grados y se vuelva contra tus enemigos.
Plan de ataque soria: volar mis puentes; cortar los caminos de acceso para impedir que me lleguen vituallas; silenciar mis guarniciones con fuego de morteros. Por último: tomar mi posición al asalto. Hasta el momento mis defensas han sido: fumar a través de narguiles mágicos hechos con espesuras y bosques de extrañas fragancias. Mi colección de pipas gigantes. Tengo una compuesta por selvas tropicales: el humo pasa a través de un laberinto de ligustros. Otra, extrañamente llena de aves coloreadas y monos que chillan. Nada perezosa, lo aseguro. Es tan inestable como un elefante pronunciando un discurso carismático al lado de un jarrón Ming. Sin embargo, no me ha producido más que satisfacciones. Poseo también una por la cual se respira un desierto inmenso. Hoy cumplo años y me he visto obligado a pasarlo con los sorias. Con los Soria. En efecto: hoy tengo veintiséis años y seis meses. Otra semana ha ido a parar a la cámara de gas. Siento cada lunación como un día único. Uno vive cuatro días al mes. ¿Se entiende el porqué de la desesperación? Cuarenta y ocho días al año.
Personaje Iseka monologaba lo anterior fuera de la pieza básicamente soria. Pero no había salido de la pensión. Se detuvo, en el pasillo que la lavandera utilizaba para tender las sábanas de todos los inquilinos. Como ya se dijo, ése era un día de sol pleno. Sí. Pero en los dos días anteriores, de lluvia continuada, no hubo pobreza o miseria que no saliese a la superficie: indecente como la preñez de un monstruo. Después venía el sol total. Entonces la lavandera de la pensión aprovechaba para lavar todas las sábanas que, unidas a las ropas de los inquilinos, llenaban completamente la terraza. Terraza ésta que debería, luego de la brutal opresión de la lluvia, ser para desfile. El género mojado, sobre todo el de gran tamaño, fabricaba un laberinto de desgaste análogo al creado por la lluvia. No se podía andar un paso que te rompías la nariz contra una sábana o un calzoncillo con florcitas. Iseka, además de todo ello, tenía que secar sus botas y medias humedecidas por la lluvia anterior —ante la imposibilidad de reparar los agujeros de su calzado por falta de medios. O sea: le sacaban su día de sol total con las miserias de la lluvia precedente; como una plusvalía que nunca terminaba de pagar. Las pobrezas de Iseka eran una suerte de potencial agazapado que esperaba el momento de descargarse.
Las hijas de puta eran capaces de aguardar un año entero de ser necesario; pero a la primera lluvia, trácate. Así, permanentemente esta agresión, este crimen absoluto. Matar a un individuo también es un genocidio. No el filo de la navaja: más bien caminar muy inestablemente sobre la hoja de castrar. Los campos de concentración y un Dien Bien Puh rodeado de sorias.
Iseka saludó a la lavandera, buena mujer santiagueña que lo quería y más de una vez le dio un plato de mazamorra. Bajó la escalera siniestra y a la calle. Como estaba demasiado cansado para tomar un ómnibus o un subte se dispuso a caminar por entre la gente. Toda multitud tapa un cementerio, como se dice. Pero los cadáveres no son los cuerpos de los integrantes de la multitud, sino los de los tipos que esos guachos asesinaron.
Una vidriera. Iseka Personaje, ¿por qué insistís en recordar que todavía faltan veinticuatro días y una hora para cobrar? ¿Por qué no pensás más bien en esas manos ortopédicas que hay detrás del cristal? De un hermoso color rosado.
Iseka penetró por una peatonal abarrotada de sorias; pero, desde un departamento, insólito por lugar y hora, se escuchó Wagner en una de sus blietzkrieg sexuales. ¡Ah, Richard!: los palacios que construiste para Cósima, teniendo en cuenta la zona sur de la mujer.
Iseka decidió enfrentar de una vez lo pésimo y meterse a través del grueso de la gente. Era la ofensiva de primavera. Pero la ofensiva rusa. Se acercó a una aglomeración. Preguntó. «No sé». «No sé», respondían haciéndose los ignorantes. «¿Será que tan distinto me veo?». No obstante por fin se enteró. «Mataron a un tipo», dijo un soria. Otro comentó: «Ohu, pitty». Personaje Iseka vio claramente como caía del cielo, cubriendo los techos de los edificios, una precipitación radiactiva. Nadie se percató de que una juventud había sido asesinada con una carga nuclear de 1200 horas, o sea 78 000 minutos, equivalentes a 4 680 000 segundos. Qué bueno si uno tuviera una reserva temporal para atacar a los sorias en todos los lugares al mismo tiempo. El ataque a Rusia: un verano cualquiera en madrugada inesperada. Pero la juventud no da para tanto. Me conformo con reservar un minuto lúcido y largárselos sin espoleta a Luis y Juan Carlos Soria cuando estén comiendo descuidados. No va a ser fácil. Las horas de los sorias se infiltran a través de las zonas desmilitarizadas y se lanzan como kamikazes sobre mis posiciones. Me pongo a escribir y miles de minutos, que escupen sus ametralladoras pesadas, pican la tierra al lado de mi cama. Cerca de mí un ciego afecta comer un chocolatín y me larga el papelito plateado. Un minuto sin estallar. Hay que quitarle el detonador. Llamen a la cuadrilla desmontadora de minutos. Cuidado con el anti-Mozart hijo de puta.
Personaje Iseka compró el diario. Lo primero que leyó:
«Encuentro en la frontera. En un hecho no del todo claro, se habrían enfrentado en un puesto fronterizo tecnócrata, guardias de ese país con los integrantes de un pelotón soria proveniente de la Excelentísima Diputación, quienes habrían cruzado la frontera por error, confundidos a causa de la niebla.
Una granada soria estalló cerca de un soldado tecnócrata. A dicho soldado le fueron extraídas cuarenta esquirlas de minuto que se le habían incrustado. Fue necesario sacarle, con una pinza, segundo por segundo. La cancillería de Soria ha presentado excusas a la tecnócrata por el incidente».
Iseka arrugó el diario y lo tiró a la mierda. Qué lástima. Se habría enterado de muchas noticias interesantes.
Fragmentos del periódico que Personaje Iseka tiró a la mierda:
«Las bombas de rotelio son generalmente artefactos con una capacidad temporal total de entre 2 y 6 horas (nos referimos a la hora megatempotón, claro está). Existen en los arsenales termonucleares las Superespantosas del Horriblebasta, de 40 y 60 horas. Si bien la tecnología para producir el arma de 120 horas refinadísimas (son tan fuertes porque se las amamanta con leche de chancho) está dominada; ambas potencias han acordado no usarla en caso de conflicto, pues pondría en peligro la estructura temporal del Universo. Y ahí sí que cagamos fuego».
Otra parte del diario:
«Relatos de soldados. Como nuestros lectores saben, la guerra civil que desangra a Chanchín —dividido en Chanchín del Norte y Chanchín del Sur— desde hace más de diez años, ha dado lugar a innúmeros relatos de guerra. Para un chanchinita decir que un soldado, al entrar a un campo minado, pisó un minuto y quedó volatilibosta, es una trivialidad que no merece la pena de ser contada. Pero para nuestros lectores que viven —afortunadamente para todos— en paz, quizás estas historias no carezcan de interés.
A las 0315 horas atravesamos la zona desmilitarizada en dirección al enemigo. Una hora antes nuestros aviones habían ablandado la posición con un bombardeo de 1200 minutos.
Estos caían silbando. Estallaban al llegar al suelo e incluso un poco antes, lanzando cientos de segundos a gran velocidad. Ya cerca del enemigo di la orden de ametrallar la posición con segundos trazadores. Luego, a una orden, mis tropas avanzaron apoyadas por blindados. Los efectivos de Chanchín del Sur contraatacaron casi de inmediato. Siempre me asombró la capacidad de sus mandos para reponerse de las peores sorpresas y constituir nuevas reservas. A cada rato se oían desde nuestro lado órdenes como ésta: “¡Tanque a la derecha! ¡450! ¡Fuego!”.
En nuestro avance veíamos a ambos lados, ardiendo, montones de tanques enemigos y propios. Nada más aterrador que ver por primera vez un tanque incendiado. Desmoraliza verificar que un monstruo así también puede ser destruido. Luego uno se acostumbra.
Una casamata nos molestaba. Cierto oficial tomó un minuto de gran poder explosivo y alta disgregación y lo lanzó por la boca. El minuto estalló en 60 segundos, los que a su vez deflagraron en 300 quintos. ¡El camino estaba despejado y seguimos avanzando!».
En otra página:
«Los físicos temporales que trabajan en la aceleración de partículas están expuestos a un gran peligro. Un segundo radiactivo logró atravesar el blindaje protector de un sabio —joven prometedor de treinta y dos años—, haciéndolo cagar pa’ siempre».
Pero Personaje no leyó nada de esto. El diario había quedado muy atrás e Iseka observaba los cristales de los edificios, como si éstos fuesen enormes roperos de pensión. «Al escondite; siempre al escondite con mis fantasmas, entre florestas corredizas. Como espejos. Una pensión es una porción de tierra rodeada de agua. Hace un año y medio vivía en Carlos Calvo. Ahora, luego de nuestras grandes victorias en Rusia, vivo en Alberti: una porción de agua rodeada de tierra. Albricias.
El suicidio es ejercitado por los más grandes deportistas. Sólo se puede cazar una pieza, al vuelo. Es tan costoso que únicamente lo practica la gente muy rica. Luego de la cacería se cuentan y exhiben las piezas, miradas y anti-tocadas por quienes no se atrevieron a cazar.
O por ahí no. Uno no se mata nada. Y que se jodan los sorias que me tienen que aguantar. Yo, en mis orígenes, era una persona eminentemente agricologanadera. Sembraba extensiones inmensas de trigo y maíz. Un día aparecieron las langostas. No quedó ni una brizna. Me dediqué entonces a comerme a los insectos responsables: hacerlos papilla en un mortero y, ya en forma de tortas secadas al sol, mitigar mi escasez de alimentos. Luego de perder sucesivamente varias cosechas de la misma guisa, surgió en mi mente la idea de industrializarlas. Vale decir: no luchar ya infructuosamente contra los ortópteros locusta[3] sino, como en el judo, aprovechar el impulso del enemigo y volcarlo a favor mío. De esta manera sembré más trigo y maíz que nunca para que los animalitos se los comiesen. Llegué a establecer cadenas de industrias. De los bichos sólo obtenía pan y aceite al principio. Luego, por progresión, toda la industria pesada. La primavera comienza cuando usted llega. Y si todo esto es así, ¿por qué los aguanto a los sorias? Por ser un equivocado y un pelotudo. Me vine a vivir aquí, justo en el límite, a esta ciudad compartida entre sorias y tecnócratas. Desde aquí se observan las tierras de Soria. Creo que me quedan dos soluciones. O hacerme totalmente soria yo también, o mandarme a mudar a los dominios tecnócratas del Monitor. ¿Me querés decir quién mierda me mandó, por una pureza mal entendida, desafiar a los sorias aquí en la frontera, volverme visible? La pensión donde vivo y el mismo trabajo que tengo —peón de limpieza— están en el límite entre el ser y el antiser, equidistante de Tecnocracia y Soria. “Hace muchos años que fui expulsado al Este de Mozart y colocado en la frontera que forman el sexo y la nada. Pusieron ángeles wagnerianos, en la entrada, armados con espadas de fuego para impedirme regresar”, escribí hace mucho. ¿Y por qué debe seguir siendo cierto? Aprender un poco de astucia es lo que me hace falta. El aprovechamiento de las langostas me parece un buen principio. La desgracia será si ni aun con este procedimiento te va bien y los sorias continúan detectándote. Los metafísicos se equivocan: el problema no es “ser o no ser”. Ser o antiser es la cuestión. La nada constituye tan sólo una de las consecuencias que padecen los hombres y el ser mismo, por su derrota frente al antiser. Entidad diabólica ésta que, lejos de limitarse como un hombre loco al golpe contra un grupo de personas, su atentado es contra el cosmos íntegro, imponiéndole la discordancia en progresión geométrica. Pero como decía: es preciso tener un poco de astucia… y humor. El procedimiento de comerse las langostas, eso es».
Y Personaje Iseka, como en un gigantesco teatro, comenzó a balbucear con mil labios, como decía Wüde: «Estoy horriblemente preocupado, Héctor hectórida: este año las langostas tardan en llegar. La invasión se retrasa. ¿Dónde están las langostas bienhechoras? No tendremos más remedio que comernos el trigo y el maíz, a los cuales nuestro paladar se ha desacostumbrado. Crisis en la industria pesada. Racionamiento de aceite. Está por quebrar la Langostian & Company. Las langostas: ¿deberemos caer en la paradoja de tener que sintetizarlas? Hueso de las Fosas, su ayudante, se presenta a Personaje y le dice: “Debo informarle, Superduque, que como si nuestras desgracias fuesen pocas, se han robado las tinajas donde teníamos guardadas las aceitunas sagradas del Emperador”. Iseka: “Horrorizome. Y dime: ¿no puedes, al menos, traerme sopa de volátil y chuleta de quelónido?”. Hueso de las Fosas: “Imposible, Sire. De los volátiles al que no le retorcieron el gaznate hace rato es porque le hicieron dorremifasol. En cuanto a los quelónidos han desaparecido”. Iseka, con asco horrorizado: “¡Aaah! ¿¡Dónde están los quelónidos!? ¿¡Será posible que se hayan robado también los quelónidos, después de que los alimentábamos a pan con leche!? ¡Se han robado las aceitunas sagradas y los quelónidos!”»
Personaje Iseka hace desaparecer el teatro de su mente y barre los edificios con sus dedos como con un rastrillo gigante de cinco dientes.
Comenta para sí mismo:
—Esperemos que así no sea. Por lo menos vale la pena intentarlo.
Volvió la espalda a las sierras de Soria y se dirigió a lo de una tía suya, que lo quería, para que le consiguiese trabajo de telefónico. Que no era gran cosa, pero sí mejor que el Campo de Concentración. Debía, no obstante, desandar por última vez el camino hecho. Entró a la pieza. Los Soria se habían ido al cine. Hizo un paquete con sus obras y escasas pertenencias, según famosa frase, le entregó la llave a Don Flores y rajó. Era hora. Si se quedaba un minuto más quien sabe lo que podría haberle pasado. Salió a la calle. Cruzó los edificios desmilitarizados de la frontera, y se internó en la parte tecnócrata de la ciudad.
Estaba en el país del Monitor.