NORTHUMBRIA 866-867 d. C.
Mi nombre es Uhtred. Soy el hijo de Uhtred, que era hijo de Uhtred y cuyo padre también se llamaba Uhtred. El secretario de mi padre, un sacerdote llamado Beocca, lo escribía Utred. No sé si mi padre lo habría escrito así, pues no sabía ni leer ni escribir; pero yo sé hacer ambas cosas y a veces saco los viejos pergaminos del arcón de madera y veo el nombre escrito como Uhtred, Utred, Ughtred o bien Ootred. Miro esos pergaminos en donde los hechos demuestran que Uhtred, hijo de Uhtred, es el legítimo y único propietario de las tierras cuidadosamente señaladas con piedras, zanjas, robles y fresnos, marismas y mar, y sueño con esas tierras, azotadas por las olas salvajes y recorridas por los vientos. Sueño y sé que un día se las quitaré a quienes me las arrebataron.
Soy un ealdorman, aunque me hago llamar jarl Uhtred, que es lo mismo, y los manuscritos emborronados son prueba de lo que poseo. La ley dice que esas tierras son mías, y la ley, nos cuentan, es lo que nos distingue ante Dios de las bestias. Pero la ley no me ayuda a recuperar mis tierras. La ley quiere un acuerdo. La ley cree que el dinero compensa la pérdida. La ley, por encima de todo, teme la deuda de sangre. Pero yo soy Uhtred, hijo de Uhtred, y ésta es la historia de una deuda de sangre. Es la historia de cómo recuperaré de mi enemigo lo que la ley dice que es mío. Y es la historia de una mujer y su padre, un rey.
Era mi rey y todo cuanto tengo se lo debo. La comida que como, la casa en la que vivo, y las espadas de mis hombres: todo procede de Alfredo, mi rey, que me detestaba.
* * *
Esta historia comienza mucho antes de que conociera a Alfredo. Empieza cuando yo tenía nueve años y vi a los daneses por primera vez. Era el año 866 y entonces no me llamaba Uhtred, sino Osbert, pues era el segundo hijo de mi padre y le correspondía al primero el nombre de Uhtred. Mi hermano tenía a la sazón diecisiete años, era alto y de buena complexión, el pelo rubio de la familia y el rostro taciturno de mi padre.
El día que vi a los daneses por primera vez cabalgábamos por la orilla de la playa con halcones en los brazos. Estaba mi padre, el hermano de mi padre, mi hermano, una docena de criados y yo mismo. Había focas en las rocas, y una bandada de aves marinas daba vueltas y gritaba; demasiadas para soltar a los halcones. Cabalgamos hasta que llegamos a las aguas poco profundas y entrecruzadas que ondeaban entre nuestra tierra y Lindisfarena, la isla sagrada, y recuerdo haber mirado al otro extremo los muros desmoronados de la abadía. Los daneses la habían saqueado, pero eso tuvo lugar muchos años antes de que yo naciera, y aunque los monjes habían vuelto a habitarla, el monasterio jamás recuperó su pasada gloria.
También recuerdo aquel hermoso día, y puede que lo fuera. A lo mejor llovió, pero no creo. Brillaba el sol, el mar estaba bajo, las olas eran suaves y el mundo feliz. Las garras del halcón hembra se asían a mi muñeca protegida por una manga de cuero, tenía la cabeza cubierta con una capucha y se movía nerviosa porque escuchaba los graznidos de las aves blancas. Habíamos dejado la fortaleza antes del mediodía, en dirección al norte, y aunque llevábamos halcones no habíamos salido de caza; pero mi padre podía cambiar de idea.
Gobernábamos aquella tierra. Mi padre, el ealdorman Uhtred, era señor de todo al sur del Tuede y al norte del Tine, pero teníamos un rey en Northumbria y su nombre, como el mío, era Osbert. Vivía más al sur que nosotros, rara vez venía al norte, pero ahora un hombre llamado Ælla quería el trono, y Ælla, que era un ealdorman de las colinas al oeste de Eoferwic, había reunido un ejército para desafiar a Osbert y había enviado regalos a mi padre para animarlo a que lo apoyara. Mi padre, ahora reparo en ello, tenía en sus manos el destino de la rebelión. Yo quería que apoyara a Osbert, por el único motivo de que el legítimo rey compartía mi nombre e, insensatamente, a los nueve años, creía que cualquier hombre llamado Osbert tenía que ser noble, bueno y valiente. En verdad Osbert era un majadero, pero era el rey, y mi padre se mostraba reacio a abandonarlo. Por desgracia, Osbert no había enviado ningún regalo y tampoco había dado muestras de respeto, mientras que Ælla sí, así que mi padre estaba preocupado. Sin tiempo podíamos comandar un centenar y medio de hombres a la guerra, todos bien equipados, y con un mes éramos capaces de aumentar esa fuerza a más de cuatrocientos guerreros, así que quienquiera que apoyásemos sería rey y nos estaría agradecido.
O eso pensábamos.
Y entonces los vi.
Tres barcos.
En mi recuerdo brotan de entre un banco de niebla marina, y puede que lo hicieran, pero los recuerdos no son de fiar y mis otras imágenes del día son de un cielo claro y sin nubes, así que puede que no hubiera niebla, aunque a mí me diera la sensación de que el mar estaba vacío y que de la nada surgieron tres barcos procedentes del sur.
Algo precioso. Parecían descansar sobre el océano como si no pesaran, y cuando los remos se hundían en las olas espumaban el agua. Las proas y popas se enroscaban hacia arriba y estaban coronadas con bestias doradas, serpientes y dragones, y me pareció en aquel lejano día de verano que las tres embarcaciones bailaban sobre el agua, impulsadas por las subidas y bajadas de las alas de plata que eran sus hileras de remos. El sol hacía destellar las palas mojadas, esquirlas de luz, después los remos se sumergían, eran empujados y los barcos con cabeza de bestia avanzaban; yo contemplaba la escena como sumido en trance.
—Cagarros del demonio —gruñó mi padre. No era muy buen cristiano, pero se asustó lo suficiente como para persignarse.
—Y que el demonio se los trague —repuso mi tío. Se llamaba Ælfric y era un hombre esbelto; astuto, oscuro y reservado.
Las tres embarcaciones se dirigían a remo hacia el norte, las velas cuadradas estaban replegadas en las largas vergas, pero cuando nos dimos la vuelta en dirección al sur para volver a medio galope a casa, de modo que las riendas de nuestros caballos se agitaban como lluvia sacudida por el viento y los halcones encapuchados piaban alarmados, los barcos se dieron la vuelta con nosotros. Regresamos al interior por el lugar en el que el acantilado se había derrumbado y había aparecido un terraplén, los caballos treparon por la pendiente y desde allí regresamos al galope por el camino de la costa hasta nuestra fortaleza.
A Bebbanburg. Bebba fue una reina de nuestra tierra muchos años antes, y le había dado su nombre a mi hogar, que para mí es el lugar más querido de todo el mundo. La fortaleza se yergue sobre una roca elevada que se cierne sobre el mar. Las olas sacuden su orilla este y rompen blancas en la punta norte de la roca, y un lago poco profundo de agua de mar ondea en el lado oeste entre la fortaleza y la tierra. Para llegar a Bebbanburg hay que tomar la carretera elevada hacia el sur, una franja de roca y arena no muy alta guardada por una enorme torre de madera, la puerta baja, construida encima de una muralla de tierra, y pasamos a todo correr por el arco de la torre, con los caballos blancos por el sudor, y dejamos atrás los graneros, la herrería, las caballerizas y los establos, todos los edificios de madera con techos de paja de centeno, y enfilamos camino arriba hasta la puerta alta, que protegía la cumbre de la roca y estaba rodeada por una empalizada que circundaba la casa de mi padre. Allí desmontamos, entregamos caballos y halcones a los siervos, y corrimos hasta la muralla este, desde donde observamos el mar.
Los tres barcos se acercaban entonces a las islas que habitan los frailecillos, donde las focas bailan en invierno. Los observamos, y mi madrastra, alarmada por el repicar de los cascos salió de la casa y se nos unió en las murallas.
—El diablo se está aliviando las tripas —la saludó mi padre.
—Que Dios y sus santos nos asistan —exclamó Gytha y se persignó. Jamás conocí a mi madre, la segunda esposa de mi padre que, como la primera, había muerto dando a luz, así que tanto mi hermano como yo, que en realidad éramos medio hermanos, carecíamos de madre, pero yo consideraba a Gytha mi madre y, en general, era amable conmigo, más amable que mi padre, a quien no le gustaban demasiado los niños. Gytha quería que fuese sacerdote, decía que mi hermano mayor heredaría las tierras y se convertiría en guerrero para protegerlas, así que yo tendría que encontrar otro camino en la vida. Le había dado a mi padre dos hijos y una hija, pero ninguno había sobrepasado el año.
Los tres barcos se aproximaban. Parecía que se habían acercado para inspeccionar Bebbanburg, cosa que no nos preocupaba pues la fortaleza se consideraba inexpugnable, así que los daneses podían mirar todo lo que quisieran. El barco más cercano tenía filas gemelas de doce remos cada una y, a medida que el barco recorría la costa a unos cien pasos de la orilla, un hombre saltó por la borda del barco y corrió por encima de la fila más cercana saltando de un remo a otro como si fuera un bailarín, y lo hizo con cota de malla y espada en mano. Todos rezamos para que se cayera, pero no se cayó. Tenía el pelo largo y rubio, muy largo, y cuando hubo recorrido toda la extensión de la fila de remos, se dio la vuelta y volvió a atravesarlos.
—Comerciaba en la desembocadura del Tine hace tan sólo una semana —dijo Ælfric, el hermano de mi padre.
—¿Cómo sabes eso?
—Lo vi —repuso Ælfric—. Reconozco la proa. ¿Ves una franja más clara en la curva? —Escupió—. Entonces no llevaba cabeza de dragón.
—Les quitan esos mascarones de proa cuando comercian —añadió mi padre—. ¿Qué compraban?
—Intercambiaban pieles por sal y pescado seco. Dijeron que eran mercaderes de Haithabu.
—Pues ahora son mercaderes buscando pelea —repuso mi padre, y los daneses de las tres embarcaciones estaban de hecho desafiándonos, haciendo entrechocar las lanzas y espadas contra sus escudos pintados, pero poco podían contra Bebbanburg y hacerles daño nosotros a ellos no estaba en nuestra mano, aunque mi padre ordenó que se alzara su estandarte del lobo. La bandera mostraba la cabeza de un lobo gruñendo y era su estandarte en la batalla, pero no había viento, así que se quedó colgado mustio y su desafío pasó desapercibido a los paganos que, al cabo de un rato, se cansaron de provocarnos, se hicieron a la idea de que eran vanos sus intentos y se marcharon remando en dirección al sur.
—Recemos —dijo mi madrastra. Gytha era mucho más joven que mi padre. Era una mujer pequeña, regordeta, con una buena mata de pelo rubio y mucha devoción por san Cutberto, a quien veneraba porque había obrado milagros. En la iglesia junto a la casa guardaba un peine de marfil que se decía había sido el peine de la barba del santo, y puede que lo fuera.
—Hemos de actuar —replicó mi padre. Se apartó de las murallas—. Tú —se dirigía a mi hermano mayor, Uhtred—. Coge una docena de hombres, cabalga hacia el sur. Observa a los paganos, pero nada más. ¿Lo entiendes? Si amarran en mis tierras quiero saber dónde.
—Sí, padre.
—Pero no te enfrentes a ellos —le ordenó mi padre—. Limítate a observar a esos cabrones y quiero que estés de vuelta al caer la noche.
Envió a otros seis hombres a alzar el país. Todos los hombres libres tenían un deber militar y mi padre estaba reuniendo a su ejército, y para el anochecer del día siguiente esperaba haber convocado a cerca de doscientos hombres, algunos armados con hachas, lanzas o ganchos de la cosecha, mientras que sus vasallos, los hombres que vivían con nosotros en Bebbanburg, estaban equipados con buenas espadas y escudos recios.
—Si superamos en número a los daneses —me contó mi padre aquella noche—, no presentarán batalla. Son como los perros. En el fondo unos cobardes, pero en grupo se dan valor unos a otros.
Era noche cerrada y mi hermano aún no había regresado, pero nadie estaba especialmente nervioso por ello. Uhtred era muy capaz, aunque algo temerario a veces, y sin duda llegaría de madrugada, así que mi padre había ordenado que encendieran un farol en el gancho de arriba de la puerta alta para que lo guiara hasta casa.
Nos considerábamos seguros en Bebbanburg porque nunca había sucumbido ante un asalto enemigo; aun así mi padre y mi tío seguían preocupados porque los daneses hubieran regresado a Northumbria.
—Buscan comida —dijo mi padre—. Esos cabrones muertos de hambre quieren desembarcar, robar algo de ganado y largarse.
Recordé las palabras de mi tío, que los barcos habían estado la semana anterior en la desembocadura del Tine intercambiando pieles por pescado seco, así que, ¿cómo iban a estar hambrientos? Pero no dije nada. Tenía nueve años, ¿y qué sabía yo de daneses?
Sabía que eran salvajes, paganos y terribles. Sabía que sus barcos habían asaltado nuestras costas durante dos generaciones antes de que yo naciera. Sabía que el padre Beocca, el secretario de mi padre y nuestro cura, rezaba todos los domingos para librarnos de la furia de los hombres del norte, pero esa furia a mí me había pasado de largo. Ningún danés había venido a nuestra tierra desde que nací, pero mi padre había luchado contra ellos con frecuencia y aquella noche, mientras esperaba la vuelta de mi hermano, habló de su antiguo enemigo. Llegaron, contó, de las tierras del norte en las que reinan el hielo y la niebla; adoraban a los antiguos dioses, los mismos que nosotros habíamos adorado antes de que la luz de Cristo llegara para bendecirnos, y la primera vez que llegaron a Northumbria, me dijo, fieros dragones habían azotado el cielo del norte, aparecieron grandes rayos como cicatrices en las colinas y el mar se agitó entre remolinos.
—Los envía Dios —intervino Gytha tímidamente—, para castigarnos.
—¿Para castigarnos por qué? —replicó mi padre con brutalidad.
—Por nuestros pecados —respondió Gytha persignándose.
—Al infierno con nuestros pecados —gruñó mi padre—. Vienen aquí porque tienen hambre. —Le irritaba la piedad de mi madrastra, y se negaba a deshacerse de su estandarte con cabeza de lobo que proclamaba que nuestra familia descendía de Woden, el antiguo dios sajón de las batallas. El lobo, me había contado Ealdwulf el herrero, era uno de los animales preferidos de Woden, los otros dos eran el águila y el cuervo. Mi madrastra quería que nuestro estandarte mostrara una cruz, pero mi padre estaba orgulloso de sus ancestros, aunque muy pocas veces hablaba de Woden. Incluso con nueve años comprendía que un buen cristiano no debe vanagloriarse de proceder de la estirpe de un dios pagano, pero también me gustaba la idea de ser descendiente de un dios y Ealdwulf a menudo me contaba historias de Woden, cómo recompensó a nuestra gente al entregarnos la tierra que nosotros llamábamos Inglaterra, cómo arrojó una vez una lanza de guerra que rodeó la luna limpiamente, cómo su escudo podía ensombrecer el cielo estival, y cómo habría podido cosechar todo el grano del mundo con un solo mandoble de su gran espada. Me gustaban aquellas historias. Eran mejores que las de los milagros de Cutberto. Los cristianos, me parecía a mí, estaban todo el día llorando, y no creía que los devotos de Woden lloraran demasiado.
Esperamos en la casa. Era, como de hecho sigue siendo, un gran salón de madera, con un techo de paja espeso y recias vigas, con un arpa encima de una tarima y una chimenea de piedra en el centro del suelo. Mantener aquella hoguera encendida ocupaba a doce siervos al día, arrastraban la madera por el paso elevado y la subían hasta las puertas, y, al final del verano, hacíamos una pila de madera más grande que la iglesia como reserva de invierno. En los extremos del salón había plataformas de madera, rellenas de tierra y cubiertas con alfombras de lana, y era encima de esas plataformas donde vivíamos, por encima de las corrientes de aire. Los perros se quedaban en el suelo cubierto de helechos, donde los hombres de menor rango podían comer en las cuatro grandes fiestas del año.
No había fiesta aquella noche, sólo pan, queso y cerveza, y mi padre esperaba a mi hermano y se preguntaba en voz alta si los daneses se habían alzado en armas de nuevo.
—Normalmente vienen en busca de comida y botín —me dijo—, pero en algunos sitios se han quedado y se han apoderado de tierras.
—¿Crees que quieren nuestras tierras?
—Se harán con cualquier tierra —contestó irritado. Siempre le molestaban mis preguntas, pero aquella noche estaba preocupado, así que siguió hablando—. Su tierra es piedra y hielo, y la amenazan gigantes. —Quería que me contara más cosas sobre los gigantes, pero siguió rumiando—. Nuestros ancestros —prosiguió al cabo de un rato— tomaron esta tierra. La tomaron y la mantuvieron. No vamos a abandonar lo que nos dieron nuestros antepasados. Vinieron del otro lado del mar y aquí lucharon, después construyeron aquí y aquí fueron enterrados. Ésta es nuestra tierra, mezclada con nuestra sangre, reforzada con nuestros huesos. Nuestra. —Estaba enfadado, pero se enfadaba a menudo. Me miraba con ojos enfurecidos, como si se preguntara si era lo suficientemente fuerte para conservar aquella tierra de Northumbria que nuestros antepasados ganaron con espadas, lanzas, sangre y matanzas.
Al cabo de un rato dormimos, o por lo menos yo dormí. Creo que mi padre paseaba arriba y abajo por las murallas, pero al alba había regresado a la casa y fue entonces cuando me despertó el cuerno de la puerta alta y salí a trompicones de la plataforma al exterior de la casa, a la primera luz del día. Había rocío en la hierba, un águila marina daba vueltas en círculos por encima de nuestras cabezas, y los perros de mi padre ladraban desde la puerta de la casa en respuesta a la llamada del cuerno. Vi a mi padre correr hacia la puerta baja y lo seguí hasta que me abrí paso entre los hombres que se apiñaban junto a la muralla de tierra para mirar el paso elevado.
Llegaban jinetes del sur. Serían una docena. Sus caballos levantaban nubecillas de rocío. El caballo de mi hermano los guiaba. Era un semental pinto, de ojos salvajes y paso peculiar. Estiraba las patas delanteras hacia delante cuando corría, y era imposible no distinguir aquel caballo, pero no lo montaba Uhtred. El hombre erguido encima de la silla tenía el pelo largo, largo del color del oro suave, un pelo que saltaba como las colas de los caballos al cabalgar. Vestía malla, una vaina de espada rebotaba a su costado y portaba un hacha colgada del hombro, y era evidente que se trataba del mismo hombre que había danzado encima de los remos el día anterior. Sus compañeros vestían cuero o lana y al acercarse a la fortaleza, el hombre del pelo largo les hizo la señal de que tenían que frenar los caballos mientras él se adelantaba. Estaba a tiro pero nadie en la muralla flechó el arco, después detuvo al caballo y miró arriba, hacia la puerta. Observó toda la fila de hombres, con una expresión de burla en su rostro, después hizo una reverencia, tiró algo en el camino e hizo dar la vuelta al caballo. Lo azuzó con los talones y el caballo regresó al trote hacia donde estaban sus hombres, que se le unieron al galope en dirección sur.
Lo que había tirado en el camino era la cabeza de mi hermano. Se la llevaron a mi padre, que la miró durante un largo espacio de tiempo, pero no dejó vislumbrar nada. No lloró, no gesticuló, no frunció el entrecejo; sencillamente miró la cabeza de su hijo mayor y después me miró a mí.
—A partir de hoy —dijo—, te llamas Uhtred.
* * *
Y ésa es la historia de mi nombre.
El padre Beocca insistió en que me tendrían que volver a bautizar, porque si no, el cielo no sabría quién soy cuando llegara con el nombre Uhtred. Protesté, pero Gytha se empeñó y a mi padre le preocupaba más su satisfacción que la mía, así que trajeron un barril medio lleno de agua de mar a la iglesia y el padre Beocca me hizo poner junto al barril y me echó agua con un cazo por encima del pelo.
—Recibe a tu siervo Uhtred —entonó— en la sagrada compañía de los santos y las filas de los ángeles más luminosos. —Espero que los santos y los ángeles tengan menos frío del que yo tenía aquel día, y cuando me hubieron bautizado, Gytha lloró por mí, aunque yo no supe por qué. Mejor hubiera sido que llorara por mi hermano.
Descubrimos qué le había sucedido. Las tres embarcaciones danesas hicieron escala en la desembocadura del río Aln, donde vivía una pequeña población de pescadores y sus familias. Aquella gente se había refugiado prudentemente en el interior, aunque unos cuantos se quedaron a vigilar la desembocadura desde los bosques o un lugar elevado y nos contaron que mi hermano había llegado a la caída de la noche y había visto a los vikingos prender fuego a las casas. Los llamábamos vikingos cuando asaltaban, pero daneses o paganos cuando venían a comerciar, y aquellos hombres quemaban y saqueaban, así que los consideramos vikingos. Parecía que había pocos en la población, pues la mayoría permanecía en los barcos, y mi hermano decidió acercarse hasta las granjas y matar a aquellos pocos, pero fue víctima de una trampa. Los daneses lo habían visto acercarse y mantuvieron oculta a la tripulación de uno de los barcos al norte del poblado, y aquellos cuarenta hombres se echaron encima de la partida de mi hermano y los mataron a todos. Mi padre sostenía que la muerte de mi hermano había sido rápida, lo que para él era un consuelo; mas no lo fue en absoluto, dado que vivió lo suficiente para ver que los daneses sabían quién era, porque, de otro modo, ¿por qué habrían traído su cabeza de vuelta a Bebbanburg? Los pescadores dijeron que trataron de avisar a mi hermano, pero yo dudo de que lo hicieran. Los hombres dicen esas cosas para que no les culpen de los desastres, pero fuera o no avisado, murió lo mismo y los daneses se llevaron trece buenas espadas, trece buenos caballos, una cota de malla, un casco y mi antiguo nombre.
Pero eso no fue todo. Una visita fugaz de tres barcos no suponía ningún acontecimiento, pero una semana después de la muerte de mi hermano oímos que una gran flota danesa había remontado los ríos para capturar Eoferwic. Obtuvieron aquella victoria el día de Todos los Santos, cosa que hizo llorar a Gytha porque indicaba que Dios nos había abandonado, pero también había buenas noticias pues al parecer mi antiguo tocayo, el rey Osbert, había forjado una alianza con su rival, el aspirante al trono Ælla, y se habían puesto de acuerdo en suspender su rivalidad, unir fuerzas y rescatar Eoferwic. Suena sencillo, pero está claro que llevó su tiempo. Los mensajeros partieron, los consejeros hicieron las recomendaciones de rigor, los curas rezaron y hasta Navidad Osbert y Ælla no sellaron la paz con juramentos; después convocaron a los hombres de mi padre, mas no podíamos partir en pleno invierno. Los daneses ya estaban en Eoferwic y los dejamos allí hasta principios de la primavera, cuando llegaron noticias de que el ejército de Northumbria se reuniría a las puertas de la ciudad y, para mi alegría, mi padre ordenó que cabalgaría con él hacia el sur.
—Es demasiado pequeño —protestó Gytha.
—Ya casi tiene diez años —repuso mi padre—, y debe aprender a luchar.
—Mejor le iría si continuara con sus lecciones —contestó.
—A Bebbanburg no le sirve de nada un lector muerto —replicó mi padre—, y Uhtred es ahora el heredero, así que tiene que aprender a luchar.
Aquella noche hizo que Beocca me enseñara los pergaminos que se guardaban en la iglesia, aquellos manuscritos que decían que poseíamos la tierra. Beocca llevaba dos años enseñándome a leer, pero yo era mal alumno y, para su desesperación, los escritos no tenían para mí ni pies ni cabeza. Beocca suspiró, después me dijo qué había en ellos.
—Describen la tierra —dijo—, la tierra que posee tu padre, y dicen que la tierra es suya por la ley de Dios y nuestra propia ley. —Y un día, al parecer, las tierras serían mías porque aquella noche mi padre dictó un nuevo testamento en el que decía que si moría, Bebbanburg pasaría a su hijo Uhtred, y yo sería un ealdorman, y las gentes entre el Tuede y el Tine me jurarían lealtad.
—Hubo un tiempo en que fuimos reyes —me contó—, y nuestra tierra recibía el nombre de Bernicia. —Estampó su sello sobre el lacre rojo, y dejó impresa la cabeza de un lobo.
—Volveremos a serlo —intervino Ælfric, mi tío.
—No importa cómo nos llamen —replicó sin más mi padre— mientras nos obedezcan. —Y después hizo a Ælfric jurar sobre el peine de san Cutberto que respetaría el nuevo testamento y me reconocería como Uhtred de Bebbanburg. Ælfric juró—. Pero eso no va a suceder —dijo mi padre—. Masacraremos a esos daneses como a ovejas en un redil, y regresaremos cargados de botín y honores.
—Recemos al Señor —repuso Ælfric. Ælfric y treinta hombres se quedarían en Bebbanburg para guardar la fortaleza y proteger a las mujeres. Me hizo algunos regalos aquella noche; una coraza de cuero que me protegería contra las espadas y, lo mejor de todo, un casco ornamentado con una banda de bronce dorado que el herrero Ealdwulf le había colocado alrededor—. Para que sepan que eres un príncipe —dijo.
—No es un príncipe —repuso mi padre—, sino el heredero de un ealdorman. —Con todo, le gustaron los regalos que me hizo su hermano y añadió dos más, una espada corta y un caballo. La espada era una hoja vieja, reducida, con una vaina de cuero forrada de borrego. Tenía una empuñadura maciza; era torpe, pero aun así esa noche dormí con ella bajo las mantas.
A la mañana siguiente, mientras mi madrastra lloraba en la fortificación de la puerta alta, bajo un cielo azul y límpido, marchamos hacia la guerra. Doscientos cincuenta hombres en dirección al sur, tras nuestro estandarte con la cabeza de lobo.
Corría el año 867, y fue la primera vez que partí a la guerra.
Ya no he parado desde entonces.
* * *
—No pelearás en el muro de escudos —dijo mi padre.
—No, padre.
—Sólo los hombres pueden resistir el muro de escudos —dijo—, pero observarás, aprenderás y descubrirás que las estocadas más peligrosas no provienen de las hachas y espadas que se ven, sino de las que no son visibles: la hoja que llega por debajo de los escudos dirigida a los tobillos.
A regañadientes me dio muchos otros consejos durante el largo camino al sur. De los doscientos cincuenta hombres que se dirigían hacia Eoferwic desde Bebbanburg, ciento veinte lo hacían a caballo. Eran los hombres de mi padre o los granjeros más ricos los que podían permitirse algún tipo de armadura, portando escudos y espadas. La mayoría de los hombres no eran acaudalados, pero habían jurado lealtad a la causa de mi padre, y marchaban con hoces, arpones, ganchos, garfios y hachas. Algunos llevaban con ellos arcos de caza, y a todos se les había ordenado que cargaran con comida para una semana, la cual consistía fundamentalmente en pan duro, queso aún más duro y pescado ahumado. Muchos iban acompañados de mujeres. Mi padre había ordenado que ninguna mujer marchara al sur, pero tampoco las envió de vuelta, pues consideraba que las mujeres los seguirían igualmente, y que los hombres peleaban mejor cuando sus esposas o amantes los observaban, y estaba seguro de que aquellas mujeres verían a las levas de Northumbria sacarles los tuétanos a los daneses. Aseguraba que éramos los hombres más duros de Inglaterra, mucho más duros que los débiles mercios.
—Tu madre era mercia —añadió, pero no dijo nada más. Nunca hablaba de ella. Sabía que estuvieron casados menos de un año, que había muerto dándome a luz y que era hija de otro ealdorman, pero por lo que a mi padre respectaba podría no haber existido nunca. Aseguraba despreciar a los mercios, pero no tanto como se burlaba de los mimados sajones del oeste—. En Wessex no saben qué es la dureza —mantenía, aunque reservaba sus juicios más severos para los anglos del este—. Viven en pantanos —me dijo una vez—, y viven como ranas.
En Northumbria siempre hemos detestado a los anglos del este desde que nos vencieron en la batalla y mataron a Etelfrido, nuestro rey y esposo de la Bebba que dio nombre a nuestra fortaleza. Más tarde descubriría que los anglos del este habían dado cobijo en invierno y caballos a los daneses que capturaron Eoferwic, así que mi padre tenía razones más que sobradas para despreciarlos. Eran ranas traicioneras.
El padre Beocca cabalgó con nosotros hacia el sur. A mi padre no le gustaba demasiado el cura, pero no quería ir a la guerra sin un hombre de Dios que se encargara de rezar. Beocca, a su vez, sentía devoción por mi padre, que lo había liberado de la esclavitud y proporcionado una educación. Mi padre hubiera podido adorar al diablo y Beocca, me parece a mí, se habría hecho el ciego. Se afeitaba con esmero, era joven y extraordinariamente feo, tenía una bizquera que daba miedo, la nariz aplastada, el pelo rojo y rebelde y la mano izquierda paralizada. También era muy inteligente, aunque yo no lo apreciaba entonces, pues me molestaba que me diera lecciones. El pobre hombre había intentado enseñarme las letras por todos los medios, pero yo me burlaba de sus esfuerzos, y prefería recibir una paliza de mi padre que concentrarme en el alfabeto.
Seguimos la calzada romana, cruzamos la gran muralla junto al Tine, y continuamos hacia el sur. Los romanos, me contó mi padre, eran gigantes que construían cosas fabulosas, pero habían vuelto a Roma y los gigantes murieron; los únicos romanos que ahora quedaban eran curas, pero las carreteras de los gigantes allí seguían y, mientras avanzábamos en dirección sur, más hombres se nos fueron uniendo hasta que los páramos a cada lado de la superficie de piedra rota de la calzada constituyeron una horda. Los hombres dormían al raso; sólo mi padre y sus vasallos principales se alojaban durante la noche en abadías o graneros.
También nos rezagábamos. Incluso con nueve años yo reparaba en cuánto nos rezagábamos. Los hombres habían traído con ellos alcohol, o robaban hidromiel o cerveza de los pueblos por los que pasábamos, y a menudo se emborrachaban y acababan por derrumbarse a un lado de la carretera, cosa que a nadie parecía importarle.
—Ya nos alcanzarán —comentaba mi padre despreocupado.
—No está bien —me dijo el padre Beocca.
—¿Qué no está bien?
—Tendría que haber más disciplina. He leído las crónicas de las campañas romanas y sé que tiene que haber más disciplina.
—Ya nos alcanzarán —dije yo, repitiendo las palabras de mi padre.
Esa noche se nos unieron hombres de un lugar llamado Cetreht donde, hacía mucho, habíamos derrotado a los galeses en una gran batalla. Los recién llegados cantaban la batalla, recordando cómo habíamos alimentado a los cuervos con la sangre de los extranjeros, y las palabras alegraron a mi padre, quien me dijo que estábamos cerca de Eoferwic y que al día siguiente nos uniríamos a Osbert y Ælla, y cómo entonces volveríamos a alimentar a los cuervos. Estábamos sentados junto a una hoguera, una de las muchas que se extendían por los campos. Al sur, más allá de la llanura, veía el cielo iluminado por la luz de más hogueras y supe que indicaban el lugar donde se había reunido el ejército de Northumbria.
—El cuervo es una criatura de Woden, ¿verdad? —pregunté nervioso.
Mi padre me miró con acritud.
—¿Quién te ha contado eso? —Yo me encogí de hombros, no respondí—. ¿Ealdwulf? —supuso, pues sabía que el herrero de Bebbanburg, que se había quedado en la fortaleza con Ælfric, era pagano en secreto.
—Lo he oído por ahí —dije, con la esperanza de que la evasiva me sirviera para que no me pegara—, y sé que nosotros descendemos de Woden.
—Y descendemos —reconoció mi padre—, pero ahora tenemos un nuevo Dios. —Dirigió una mirada torva hacia el campamento, donde los hombres bebían—. ¿Sabes quién gana las batallas, chico?
—Nosotros, padre.
—La facción menos ebria —repuso, y tras una pausa agregó—: Pero ayuda estar borracho.
—¿Por qué?
—Porque el muro de escudos es un lugar horrible. —Contempló la hoguera—. He estado en seis muros de escudos —prosiguió—, y todas las veces he rezado porque fuera el último. Pero, mira, tu hermano era un hombre al que le hubiese encantado el muro de escudos. Tenía valor. —Se quedó callado, pensando, después puso ceño—. El hombre que arrojó su cabeza. Quiero su cabeza. Quiero escupirle en los ojos muertos y ensartar su cráneo en un asta encima de la puerta baja.
—La obtendréis —repuse.
Respondió a eso con desdén.
—¿Qué sabrás tú? —preguntó—. Te he traído, chico, para que veas la batalla. Porque nuestros hombres deben ver que estás aquí. Pero no lucharás. Eres como un perro joven que observa a los viejos matando al jabalí, pero que no muerde. Mira y aprende, mira y aprende y puede que algún día seas útil. Pero de momento no eres más que un cachorro. —Me despidió con un ademán de la mano.
Al día siguiente la calzada romana atravesó una llanura, cruzamos acequias y zanjas, hasta que al final llegamos al lugar en que los ejércitos combinados de Osbert y Ælla habían montado sus refugios. Más allá, y sólo visible a través de los árboles desperdigados, estaba Eoferwic, y allí era donde se encontraban los daneses.
Eoferwic era, y sigue siendo, la ciudad más importante del norte de Inglaterra. Posee una gran abadía, un arzobispo, una fortaleza, murallas elevadas y un enorme mercado. Se alza junto al río Ouse, y presumen de puente, pero los barcos pueden llegar a Eoferwic desde el distante mar, y así fue como los daneses habían venido. Debían de saber que Northumbria estaba debilitada por una guerra civil, que Osbert, el rey legítimo, había marchado en dirección oeste para encontrarse con las fuerzas del pretendiente Ælla, y durante la ausencia del rey tomaron la ciudad. No debió de resultarles muy difícil descubrir la falta de Osbert. El problema entre Osbert y Ælla llevaba semanas gestándose, y Eoferwic estaba llena de comerciantes, muchos de ellos del otro lado del mar, los cuales sabrían de la amarga rivalidad entre ambos dignatarios. Una de las cosas que aprendí de los daneses es que saben cómo espiar. Los monjes que escriben las crónicas nos cuentan que vinieron de ninguna parte, los barcos con cabeza de dragón emergieron de repente del vacío azul, pero pocas veces era así. Las tripulaciones vikingas podían atacar inesperadamente, pero las grandes flotas, las flotas de guerra, se dirigían donde sabían de problemas o enconadas rivalidades. Encontraban una herida y hurgaban en ella como gusanos.
Mi padre me llevó cerca de la ciudad, con él y una veintena de sus hombres, todos montados y todos protegidos con malla o cuero. Veíamos al enemigo en la muralla. Parte de la muralla era de piedra, obra romana, pero la mayoría de la ciudad estaba protegida por un muro de tierra, coronado con una elevada empalizada de madera, y hacia el este de la ciudad parte de ésta había desaparecido. Parecía que había ardido porque se apreciaba madera quemada encima del muro de tierra, en el que habían colocado estacas recientes para sostener una nueva empalizada que sustituiría a la destruida por el fuego.
Debajo de las estacas nuevas había un amasijo de techos de paja, los campanarios de madera de tres iglesias y, en el río, los mástiles de la flota danesa. Nuestros exploradores aseguraban que había treinta y cuatro barcos, lo cual significaba que los daneses contaban con un ejército de unos mil hombres. Nuestra fuerza era mayor, se acercaba a los mil quinientos, aunque era difícil de contar. Nadie parecía estar al mando. Los dos jefes, Osbert y Ælla, permanecían en dos campamentos diferentes y aunque oficialmente habían hecho las paces, se negaban a hablar el uno con el otro, comunicándose mediante mensajeros. Mi padre, el tercer hombre más importante del ejército, hablaba con ambos, pero no podía convencer a Osbert y Ælla de que se vieran, por no hablar de ponerse de acuerdo sobre la campaña. Osbert deseaba sitiar la ciudad y vencer a los daneses por hambre, mientras que Ælla instaba a atacar inmediatamente. La muralla estaba rota, dijo, y un asalto podría llegar hasta el enredo de callejuelas donde los daneses serían perseguidos y masacrados. No sé qué curso de acción prefería mi padre, pues nunca lo dijo, pero al final no nos correspondió tomar la decisión.
Nuestro ejército no podía esperar. Habíamos traído algo de comida, pero pronto se terminó, los hombres se estaban adentrando en los campos para encontrar más, y algunos de esos hombres no volvían. Sencillamente, estaban regresando a sus casas. Otros murmuraban que había mucho quehacer en sus granjas y si no volvían a casa se enfrentarían a un año de hambre. Se convocó una reunión entre todos los hombres importantes y pasaron el día discutiendo. Osbert asistió a la reunión, lo que suponía que Ælla no lo hizo, aunque uno de sus mayores partidarios estaba allí y sugirió que las reticencias de Osbert para asaltar la ciudad no eran otra cosa que cobardía. Puede que lo fuera, dado que Osbert no replicó a la pulla, y lo que propuso, en cambio, fue que nosotros levantáramos nuestros propios fuertes fuera de la ciudad. Tres o cuatro de esos fuertes, dijo, dejarían atrapados a los daneses. Nuestros mejores guerreros podrían hacerse cargo de los fuertes, y el resto volver a casa a cuidar de sus campos. Otro hombre propuso construir un nuevo puente sobre el río, un puente que atrapara a la flota danesa, e insistió hasta el aburrimiento en la idea, aunque creo que todos sabíamos que no teníamos tiempo para hacer un puente que cruzara un río tan ancho.
—Además —añadió el rey Osbert—, queremos que los daneses se lleven sus barcos. Que vuelvan al mar. Que se vayan y molesten a otro.
Un obispo defendió que esperaran, esgrimiendo que aún no había llegado el ealdorman Egbert, con sus hombres, cuyas tierras estaban al sur de Eoferwic.
—Ni tampoco está Ricsig —comentó un cura, hablando de otro gran señor.
—Está enfermo —dijo Osbert.
—Enfermo de valor —se burló el portavoz de Ælla.
—Dadles tiempo —sugirió el obispo—. Con los hombres de Egbert y Ricsig tendremos suficientes tropas para asustar a los daneses por la sola superioridad numérica.
Mi padre no dijo nada en la reunión, aunque era evidente que muchos hombres querían que hablara, y a mí me dejó perplejo que se quedara callado, pero por la noche Beocca me explicó el porqué.
—Si hubiera dicho que debemos atacar —dijo el cura—, los hombres asumirían que se alinea con Ælla, mientras que si apoya el sitio, se interpretaría que está del lado de Osbert.
—¿Y eso importa?
Beocca me miró desde el otro lado de la hoguera del campamento, o uno de sus ojos me miró mientras el otro vagaba en la noche.
—Cuando hayamos derrotado a los daneses —dijo—, la disputa entre Osbert y Ælla volverá a empezar. Tu padre no quiere saber nada del asunto.
—Pero apoye a la facción que apoye —dije—, ganará.
—¿Pero y si acaban matándose el uno al otro? —preguntó Beocca—. ¿Quién será el rey, entonces?
Lo miré, comprendí y no dije nada.
—¿Y quién será el rey después? —preguntó Beocca, y me señaló—. Tú, y un rey tendría que saber leer y escribir.
—Un rey —respondí desdeñoso—, siempre puede contratar hombres que lean y escriban.
Después, a la mañana siguiente, la decisión de atacar o sitiar fue tomada por nosotros, pues llegaron noticias de que habían aparecido más naves danesas en la desembocadura del Humber, y eso sólo podía significar que el enemigo recibiría refuerzos en unos días, así que mi padre, que había guardado silencio durante tanto tiempo, acabó hablando.
—Hemos de atacar —les dijo a Osbert y a Ælla— antes de que lleguen los nuevos barcos.
Ælla, por supuesto, coincidió con él de manera entusiasta, e incluso Osbert comprendió que los barcos nuevos suponían que todo había cambiado. Además, los daneses de la ciudad tenían problemas con su nueva fortificación. Nos levantamos una mañana para ver un tramo de empalizada completo y nuevo, pero aquel día hizo mucho viento y la nueva obra se derrumbó. Los daneses, decían los hombres, no sabían ni construir una muralla.
—Pero saben construir barcos —me dijo el padre Beocca.
—Un hombre que sabe construir un barco —me informó el padre Beocca— suele ser capaz de construir una muralla. No es tan difícil.
—¡Se ha caído!
—A lo mejor estaba concebida para que se cayera —repuso Beocca y, cuando yo me lo quedé mirando, me lo aclaró—. Tal vez quieran que ataquemos por ahí.
No sé si le transmitió a mi padre sus sospechas, pero si lo hizo no tengo ninguna duda de que mi padre las desoyó. No confiaba en las opiniones de Beocca sobre la guerra. La utilidad del cura residía en animar a Dios para que atormentase a los daneses y eso era todo y, para ser justos, Beocca vaya si rezó largo y tendido para que Dios nos diera la victoria.
Y al día siguiente de que la muralla se derrumbara, le dimos a Dios la oportunidad de obrar las plegarias de Beocca.
Atacamos.
* * *
No sé si todos los hombres que atacaron Eoferwic estaban borrachos, pero lo habrían estado de haber habido suficiente hidromiel, cerveza y vino de abedul para todos. Habían bebido durante toda la noche y cuando yo me levanté encontré hombres vomitando al alba. Aquellos pocos que, como mi padre, poseían camisas de malla, se las pusieron. La mayoría iban protegidos con cuero, mientras que algunos hombres no llevaban más protección que sus abrigos. Afilaron las armas en muelas. Los curas se pasearon por el campamento repartiendo bendiciones, mientras los hombres se hacían juramentos de lealtad y fraternidad. Algunos hicieron causa común y prometieron repartirse el botín a medias, unos pocos tenían aspecto pálido y bastantes más se escabulleron por las zanjas que atravesaban el paisaje llano y húmedo.
Se les mandó a una veintena de hombres que se quedaran en el campamento y guardaran las mujeres y los caballos, aunque tanto al padre Beocca como a mí se nos ordenó montar.
—Tú no bajes del caballo —me dijo mi padre—, y tú quédate con él —añadió dirigiéndose al cura.
—Por supuesto, mi señor —repuso Beocca.
—Si ocurriera algo —mi padre fue deliberadamente inconcreto—, cabalgad hasta Bebbanburg, cerrad la puerta y esperad allí.
—Dios está de nuestro lado —añadió Beocca.
Mi padre parecía un gran guerrero, cosa cierta, aunque aseguraba estar volviéndose demasiado viejo para pelear. La barba medio canosa sobresalía de su cota de malla sobre la que se había colgado un crucifijo labrado en hueso de buey, regalo de Gytha. El cinto de su espada era de cuero remachado en plata, mientras que su gran espada, Quebrantahuesos, descansaba en una vaina de cuero adornada con placas de bronce dorado. Sus botas tenían placas de hierro a ambos lados de los tobillos, lo que me recordó su consejo sobre el muro de escudos; llevaba un casco bruñido que refulgía, y la visera, con unos agujeros para los ojos y que representaba una boca gruñendo, poseía incrustaciones de plata. El escudo redondo era de tilo, tachonado en hierro, cubierto de cuero y pintado con la cabeza del lobo. El ealdorman Uhtred se dirigía a la guerra.
Los cuernos convocaron al ejército. Había poco orden en la reunión. Se suscitaron discusiones sobre quién debería cubrir la derecha o la izquierda, pero Beocca me contó que se decidió cuando un obispo lanzó los dados, y ahora el rey Osbert estaba en el flanco derecho, Ælla en el izquierdo, y mi padre en el centro y los tres estandartes de los jefes ya estaban extendidos cuando los cuernos sonaron. Los hombres se reunieron debajo. Las tropas de la casa de mi padre, sus mejores guerreros, se situaron al frente, y detrás los grupos de thegn. Los thegn eran hombres importantes, poseían grandes extensiones de tierra, algunas con sus propias fortalezas, y eran los que compartían la plataforma de mi padre en el salón de celebraciones, y hombres a los que había que vigilar por si acaso su ambición provocaba que intentaran usurpar su lugar, pero en ese entonces se reunieron lealmente tras él, y los ceorls, los hombres libres del rango más bajo, mezclados entre ellos. Los hombres luchaban en grupos familiares, o con amigos. Había muchos chicos con el ejército, aunque yo era el único a caballo y el único con espada y casco.
Vi un puñado de daneses detrás de las empalizadas intactas a cada lado del agujero que había dejado la que se había desmoronado, pero la mayor parte de su ejército tapaba aquel agujero, y había formado un muro de escudos encima del de tierra, y era un muro alto, aquel de tierra, por lo menos tres o tres metros y medio, y empinado, así que sería un duro ascenso enfrente justo de los que esperaban para matar, pero yo estaba seguro de que ganaríamos. Tenía nueve años, casi diez.
Los daneses nos gritaban, pero estábamos demasiado lejos para oír sus insultos. Sus escudos, redondos como los nuestros, estaban pintados de amarillo, negro, marrón y azul. Nuestros hombres empezaron a golpear sus armas contra los escudos y era un estruendo temible, la primera vez que oí a un ejército tocar la música de la guerra; el entrechocar de lanzas de fresno y hojas de hierro contra madera de escudo.
—Es algo horrible —me dijo Beocca—. La guerra, es algo espantoso.
Yo no dije nada. A mí me parecía que era gloriosa e increíble.
—El muro de escudos es donde mueren los hombres —me explicó Beocca y besó la cruz de madera que pendía de su cuello—. Las puertas del cielo y el infierno estarán abarrotadas de almas antes de que termine el día —prosiguió sombrío.
—¿No se llevan a los muertos a un gran salón de celebraciones? —pregunté.
Me miró muy extrañado, después pareció escandalizado.
—¿Dónde has oído eso?
—En Bebbanburg —contesté, con el buen juicio suficiente para no admitir que era el herrero Ealdwull el que me contaba aquellas historias mientras lo observaba convertir varas de hierro en espadas.
—Eso es lo que creen los paganos —dijo Beocca con aire severo—. Creen que los guerreros muertos son transportados al salón de cadáveres de Woden hasta el fin del mundo, pero ésa es una creencia terriblemente equivocada. ¡Es un error! Aunque los daneses permanecen en el error. Se postran ante ídolos, niegan al Dios verdadero, están equivocados.
—Pero un hombre debe morir con una espada en la mano —insistí.
—Veo que cuando esto termine habrá que darte las oportunas lecciones de catecismo —concluyó severo el cura.
No dije nada más. Estaba observando, intentando grabar cualquier detalle de aquel día en mi memoria. El ciclo era de un azul estival, sólo había unas cuantas nubes al oeste, y la luz del sol reverberaba en las puntas de las lanzas de nuestro ejército como distintos reflejos titilantes sobre el mar de verano. El prado sobre el que se venía el ejército estaba moteado de prímulas, y se oyó un cuco llamar desde los bosques que había detrás de nosotros, desde donde una multitud de mujeres observaba al ejército. Había cisnes en el río, cuya superficie se mostraba tranquila al no soplar mucho viento. El humo de los fuegos de las cocinas dentro de Eoferwic se elevaba casi en línea recta, y esa visión me recordó que habría una fiesta en la ciudad aquella noche, una fiesta de cerdo asado o lo que fuera que encontrásemos en las despensas enemigas. Algunos de nuestros hombres, aquellos situados en vanguardia, se aproximaban para gritarle al enemigo, o a retarlos para que bajaran y se enfrentaran en una batalla individual entre los frentes, uno contra uno, pero ningún danés rompió filas. Sólo observaban, esperaban, sus lanzas componían un seto, sus escudos un muro, y entonces nuestros cuernos volvieron a sonar y el griterío y el fragor de los escudos se diluyó mientras nuestro ejército avanzaba pesadamente.
Lo hacía de forma irregular. Tarde, mucho más tarde, entendería la renuencia de los hombres para lanzarse contra un muro de escudos, no digamos contra un muro de escudos encima de un terraplén inclinado; pero aquel día sólo estaba impaciente porque nuestro ejército ganase terreno y abriera una brecha entre los insolentes daneses, y Beocca tuvo que refrenarme, me agarró las riendas para evitar que me lanzase al galope entre la retaguardia.
—Esperaremos hasta que entren —dijo.
—Quiero matar un danés —protesté.
—No seas estúpido, Uhtred —repuso Beocca furioso—. Si intentas matar a un danés tu padre se quedará sin hijos. Ahora eres su único descendiente, y tu deber es sobrevivir.
Así que cumplí con mi deber y me quedé atrás, mientras observaba cómo, muy, muy lentamente, nuestro ejército encontraba el valor para avanzar hacia la ciudad. El río se hallaba a nuestra izquierda, el campamento vacío detrás, a nuestra derecha, y el incitante hueco en la muralla de la ciudad estaba justo enfrente de nosotros, y allí esperaban los daneses en silencio, con los escudos solapados.
—Los más valientes serán los primeros —me dijo Beocca—, y tu padre estará entre ellos. Harán una cuña, lo que los autores latinos llaman un porcinum caput. ¿Sabes qué significa eso?
—No —ni me importaba.
—Cabeza de cerdo. Como el colmillo de un jabalí. Los más valientes irán los primeros, y si se abren paso, los demás los seguirán.
Beocca tenía razón, se formaron tres cuñas delante de nuestras filas, una por cada casa: la de Osbert, la de Ælla y la de mi padre. Los hombres se apretaron al máximo, con los escudos solapados como los de los daneses, mientras la retaguardia de cada cuña sostenía sus escudos en alto como un techo, y después, cuando estuvieron listos, los hombres de las tres cuñas lanzaron un gran grito y avanzaron. No corrían. Yo había esperado que corrieran, pero no se puede mantener la cuña si los hombres corren. La cuña es la guerra lenta, suficientemente lenta para que los hombres de dentro se pregunten cuán fuerte es el enemigo y para empezar a temer que el resto del ejército no les siga, pero lo hicieron. Las tres cuñas no habían avanzado más de veinte metros antes de que el resto de hombres las siguiera.
—Quiero estar más cerca —dije.
—Esperarás —repuso Beocca.
Oí entonces el clamor: desafíos y gritos para infundir valor, y en ese momento los arqueros en las murallas de la ciudad dispararon los arcos y vi los destellos de las plumas al rasgar las flechas el cielo camino de las cuñas, y un instante más tarde llegaron las lanzas, dibujando una parábola por encima del frente danés para caer encima de los escudos levantados. Para mi sorpresa, me pareció que no hirieron a nadie en nuestras filas, aunque se veían los escudos infestados de flechas y lanzas como las espinas de un puercoespín, y las tres cuñas siguieron avanzando mientras les llegaba el turno a nuestros arqueros de disparar a los daneses y las últimas filas de la formación se separaban para arrojar a su vez sus lanzas al muro de escudos enemigo.
—Ya no queda mucho —dijo Beocca nervioso. Se persignó. Estaba rezando en silencio y le temblaba la mano tullida.
Yo observaba la cuña de mi padre, la central, la que había justo enfrente del estandarte con la cabeza de lobo; vi los escudos que se tocaban desaparecer en el foso frente al terraplén y supe que mi padre estaba peligrosamente cerca de la muerte y lo insté a ganar, a matar, a dar al nombre Uhtred de Bebbanburg más fama todavía, y entonces vi la cuña de escudos emerger de la zanja y, como una bestia monstruosa, reptar por la cara del terraplén.
—La ventaja que poseen —dijo Beocca con la voz paciente que empleaba para enseñar— es que los pies del enemigo son objetivos fáciles cuando llegas desde abajo. —Creo que intentaba tranquilizarse, pero yo le creí igualmente, y debía de ser cierto pues no parecía que el muro de escudos enemigo pudiera contener la formación de mi padre, la primera en subir el terraplén.
En ese momento no veía nada excepto el destello de las armas al subir y bajar, y oí aquel sonido, la auténtica música de la batalla, los tajos del hierro contra la madera, el hierro contra el hierro, pero la cuña seguía moviéndose. Cual colmillo de jabalí afilado como una navaja había perforado el muro de escudos danés y seguía avanzando, y aunque los daneses envolvieron la cuña, parecía que nuestros hombres estaban ganando porque siguieron empujando una vez atravesado el terraplén, y los soldados de detrás debieron presentir que el ealdorman Uhtred les había traído la victoria porque repentinamente vitorearon y se abalanzaron en tropel para socorrer a la asediada cuña.
—Loado sea Dios —exclamó Beocca, pues los daneses estaban huyendo. Por un instante habían formado un denso muro de escudos, erizado de armas, pero ahora desaparecían dentro de la ciudad y nuestro ejército, con el alivio de los hombres cuyas vidas han escapado de la muerte, cargaban tras ellos—. Ahora despacio —dijo Beocca, mientras se adelantaba con su caballo y guiaba el mío por las riendas.
Los daneses habían desaparecido. En su lugar, el terraplén se había cubierto de negro; eran nuestros hombres, que se metían desordenadamente en la ciudad por el hueco de las murallas y después bajaban al otro lado hasta las calles y callejuelas más alejadas. Las tres banderas, la cabeza de lobo de mi padre, el hacha de guerra de Ælla y la cruz de Osbert, coronaban Eoferwic. Oí los vítores de los hombres y azucé al caballo, librándome de Beocca.
—¡Vuelve! —me gritó él, pero aunque me siguió, no intentó arrastrarme. Habíamos ganado, Dios nos había dado la victoria y yo quería estar lo suficientemente cerca para oler la sangre.
Ninguno de los dos podíamos introducirnos en la ciudad porque el hueco en la empalizada estaba asfixiado por nuestros soldados, pero volví a azuzar mi yegua y ella se abrió paso entre el montón. Algunos hombres protestaron por lo que estaba haciendo, después vieron el aro de bronce dorado en mi casco y supieron que era de noble cuna, así que intentaron ayudarme a pasar, mientras Beocca, perdido en la retaguardia, gritaba que no debía alejarme demasiado de él.
—¡Alcánzame! —le repliqué.
Entonces volvió a gritar, pero esta vez su tono era frenético, aterrorizado, y me di la vuelta para ver a los daneses lanzarse en manada contra el terreno hasta el que había avanzado nuestro ejército. Era una horda de daneses que debió de salir por la puerta norte de la ciudad para cortar nuestra retirada, y sabían que nos retiraríamos pues, después de todo sí sabían construir muros, y lo habían hecho a lo largo de las calles de la ciudad, después habían fingido huir de la muralla para arrastrarnos hasta el matadero y ahora accionaban el resorte que cerraba la trampa. Algunos de los daneses que venían de la ciudad iban montados, la mayoría a pie, y Beocca sufrió un ataque de pánico. No lo culpo. A los daneses les gusta matar curas cristianos y Beocca debió de ver la muerte, y como no deseaba el martirio le dio la vuelta al caballo, lo espoleó con fuerza y salió al galope junto al río. Ya los daneses, que no les preocupaba el destino de un hombre donde tantos quedaron atrapados, no les importó que se fuera.
Sucede que en la mayoría de los ejércitos, los hombres apocados y con peores armas se refugian en las últimas filas. Los valientes están en la vanguardia, los débiles buscan la parte de atrás, así que quien consigue alcanzar la retaguardia de un ejército enemigo organiza una carnicería.
Ahora soy un hombre anciano y ha sido mi destino el de ver el pánico apoderarse de muchos ejércitos. Ese pánico es peor que el terror de las ovejas en un redil asaltado por lobos, más frenético que los espasmos de un salmón en una red extraída a la superficie. Su sonido debe partir en dos los cielos, pero para los daneses aquel día trajo el dulce sonido de la victoria, y para nosotros la muerte.
Intenté escapar. Dios sabe que también fui presa del pánico. Había visto a Beocca huir a todo correr por los sauces junto al río y conseguí que la yegua se diera la vuelta, pero entonces uno de nuestros propios hombres me agarró, al parecer para hacerse con mi caballo, y yo tuve suficiente seso para sacar la espada corta y hendirla a ciegas mientras azuzaba a la bestia, aunque sólo conseguí salir del gentío aterrorizado para meterme en el camino de los daneses. Por todas partes a mi alrededor había hombres aullando y hachas y espadas danesas volando y cercenando. El trabajo triste, el festival de sangre, la canción de la espada, lo llaman, y es posible que durante un rato me salvara el hecho de que era el único de todo nuestro ejército que iba montado, porque había una veintena de daneses también a caballo y me debieron de confundir con uno de los suyos. Pero entonces uno de ellos me llamó en un idioma que yo no hablaba y cuando lo miré y vi su larga melena, sin casco, su larga y rubia melena, la malla plateada y la sonrisa salvaje en un rostro salvaje y lo reconocí como el hombre que había matado a mi hermano, como el insensato que era empecé a gritarle. Había un portaestandarte detrás del danés de larga cabellera, un ala de águila que ondeaba sobre un largo mástil. Las lágrimas me emborronaban la visión, y puede que la locura de la batalla se apoderara de mí porque, a pesar del pánico, cabalgué hasta el danés de larga cabellera y lancé una estocada con mi pequeña espada, la paró con la suya y mi débil hoja se dobló como la espina de un arenque. Se dobló sin más y el danés ya se preparaba para rematarme cuando se fijó en mi patética arma torcida y empezó a reírse. Yo me estaba meando encima, él se reía, volví a golpearlo con la inútil espada y él siguió riéndose, después se inclinó, me quitó el arma de las manos y la tiró al suelo. De inmediato me agarró a mí. Yo gritaba y le pegaba, pero a él todo aquello le parecía graciosísimo, y me colocó bocabajo en la silla y espoleó su caballo para adentrarse de nuevo en el caos y proseguir con la escabechina.
Y así fue como conocí a Ragnar, Ragnar el Temerario, el asesino de mi hermano y el hombre cuya cabeza se suponía que debía adornar un poste en las murallas de Bebbanburg, el jarl Ragnar.