Capítulo IX

Supongo, si estáis leyendo estas páginas, que habréis aprendido a leer, lo que tal vez signifique que algún monje o cura del demonio os habrá pelado los nudillos a base de golpes, hinchado a collejas o algo peor. Evidentemente, nadie me hizo nada de eso, pues ya no era ningún niño, pero tuve que soportar las burlas mientras me esforzaba con las letras. Me enseñó sobre todo Beocca, siempre quejándose de que lo distraía de su auténtica tarea, que era la redacción de la vida de Swithun, el obispo que había en Wintanceaster cuando Alfredo era pequeño. Otro cura lo traducía al latín, dado que el dominio que Beocca poseía de dicha lengua no bastaba para la tarea, y las páginas iban a ser enviadas a Roma en la esperanza de que santificaran a Swithun. Alfredo se tomó un gran interés en la obra, y se pasaba el tiempo viniendo al estudio de Beocca para preguntarle si sabía que una vez Swithun predicó el Evangelio a una trucha, o le cantó un salmo a una gaviota, y Beocca escribía las anécdotas entusiasmado, y después, cuando Alfredo se marchaba, regresaba a regañadientes a cualquiera que fuera el texto que me obligaba a descifrar.

—Lee en voz alta —decía, y después protestaba con grandes aspavientos—. ¡No, no, no! ¡Forlithan tiene que naufragar! Es la vida de san Pablo, Uhtred, ¡y el apóstol naufragó! ¡No es en absoluto esa palabra que tú has leído!

La volví a mirar.

—¿No pone farlegnis?

—¡Claro que no! —exclamó y se puso rojo de indignación—. Esa palabra significa… —Se detuvo, al reparar en que no me estaba enseñando inglés, sino a leerlo.

—Prostituta —contesté—, sé lo que significa. Sé hasta lo que cobran. Hay una pelirroja en la taberna de Chad que…

Forlithan —me interrumpió—, la palabra es forlithan. Sigue leyendo.

Aquellas semanas fueron raras. Ya era un guerrero, un hombre, y aun así parecía que era otra vez un niño cuando me esforzaba con las letras negras que reptaban por los ajados pergaminos. Aprendía con las vidas de los santos, y al final Beocca no pudo resistirse a dejarme leer parte de su gestante vida de Swithun. Esperaba mis alabanzas, pero yo me aburría.

—¿No podemos buscar algo más interesante? —le pregunté.

—¿Más interesante? —La mirada de Beocca era claramente reprobatoria.

—Algo sobre la guerra —le sugerí—, sobre los daneses. Sobre escudos, lanzas y espadas.

Hizo una mueca.

—¡Me espanta sólo pensar en tales escritos! Hay algunos poemas —volvió a hacer la mueca y decidió no hacerme partícipe de ellos—, pero esto —y le dio unas palmaditas al pergamino—, esto despertará tu inspiración.

—¿Inspiración? ¿Porque Swithun recompuso una vez unos huevos rotos?

—Fue un acto de santidad —me reprendió Beocca—. La mujer era vieja y pobre, los huevos era lo único que tenía para vender, y tropezó y los rompió. ¡Se enfrentaba a morir de hambre! El santo le arregló los huevos y, alabado sea Dios, pudo venderlos.

—¿Pero por qué Swithun no le dio simplemente dinero? —pregunté—, ¿o se la llevó a su casa y le dio de comer?

—¡Es un milagro! —insistió Beocca—, una demostración del poder de Dios.

—Me gustaría ver un milagro —dije recordando la muerte del rey Edmundo.

—Eso es una debilidad en ti —replicó Beocca con severidad—. Debes tener fe. Es fácil creer con milagros, motivo por el que nunca se debe rezar para pedirlos. Es mucho mejor encontrar a Dios a través de la fe que de los milagros.

—¿Entonces para qué están los milagros?

—Oh, sigue leyendo, Uhtred —me contestó el pobre hombre cansado—, por el amor de Dios, sigue leyendo.

Seguí leyendo. Pero la vida en Cippanhamm no era todo lectura. Alfredo salía de caza al menos dos veces por semana, aunque no era el tipo de caza que yo había conocido en el norte. Jamás cazaba jabalíes, prefería disparar con arco a los venados. La presa era conducida hasta el rey por batidores, y si no aparecía pieza pronto se aburría y regresaba con sus libros. Creo que en verdad sólo iba a cazar porque era algo propio de un rey, no porque lo disfrutara; se trataba de una tarea que había que soportar. A mí me encantaba, claro está. Mataba lobos, ciervos, zorros y jabalíes, y fue en una de aquellas cacerías del jabalí cuando conocí a Etelwoldo.

Etelwoldo era el sobrino mayor de Alfredo, el joven que tendría que haber sucedido a su padre, el rey Etelredo, aunque ya no era ningún muchacho, pues tenía sólo un mes menos que yo, y en muchos aspectos se me parecía, salvo que él había sido protegido por su padre y por Alfredo y jamás había matado a un hombre o participado en una batalla. Era alto, robusto, fuerte y tan salvaje como un potro sin domar. Tenía una melena oscura, la cara enjuta de su familia, y ojos poderosos que llamaban la atención de todas las criadas. Cazaba conmigo y con Leofric, bebía con nosotros, venía de putas con nosotros cuando podía escaparse de los curas que le hacían de guardianes, y se quejaba constantemente de su tío, aunque dichas quejas sólo me las transmitía a mí, nunca a Leofric, a quien Etelwoldo temía.

—Robó la corona —dijo una vez Etelwoldo de Alfredo.

—El untan consideró que eras demasiado joven —señalé.

—Ahora ya no soy tan joven, ¿verdad? —preguntó indignado—, así que Alfredo debería abdicar en mi favor.

Brindé por la idea con una jarra de cerveza, pero nada dije.

—¡Ni siquiera me deja pelear! —prosiguió Etelwoldo con amargura—. Dice que tengo que ser cura. Si será imbécil, el muy hijo de puta. —Bebió un trago antes de mirarme con seriedad—. Habla con él, Uhtred.

—¿Y qué le voy a decir? ¿Que no quieres ser cura?

—Eso lo sabe. No, dile que pelearé contigo y con Leofric.

Lo pensé durante un rato, después sacudí la cabeza.

—No es una buena idea.

—¿Por qué no?

—Porque —le contesté— tiene miedo de que tu nombre se transforme en leyenda.

Etelwoldo frunció el ceño.

—¿Una leyenda? —preguntó perplejo.

—Si te conviertes en guerrero famoso —le dije, pues sabía que estaba en lo cierto—, los hombres te seguirán. Ya eres príncipe, algo peligroso en sí mismo, y Alfredo no querrá que te conviertas en un famoso príncipe guerrero, ¿verdad?

—Cabrón meapilas —repuso Etelwoldo. Se apartó la larga melena negra de la cara y observó taciturno a Eanflaed, la pelirroja que tenía habitación en la taberna, donde atendía a muchos parroquianos—. Señor, qué guapa es —comentó—. Una vez lo pillaron cepillándose a una monja.

—¿Alfredo? ¿A una monja?

—Eso me contaron. Y siempre andaba detrás de las muchachas. ¡No era capaz de tener abrochados los calzones! Ahora lo controlan los curas. Lo que tendría que hacer —prosiguió con tono amargado—, es rebanarle el pescuezo a ese hijo de puta.

—Cuéntale eso a cualquier otro —le dije—, y te colgarán.

—Podría huir y unirme a los daneses —sugirió.

—Podrías —le contesté—, y serías bien recibido.

—¿Y después, me utilizarían? —preguntó, con lo que demostraba no ser un completo insensato.

Asentí.

—Serías como Egberto o Burghred, o ese nuevo de Mercia.

—Ceolwulf.

—Rey a su servicio —proseguí. Ceolwulf, un ealdorman mercio que fue nombrado rey de su país ahora que Burghred se estaba dejando las rodillas en Roma, pero Ceolwulf no era más rey de lo que lo había sido Burghred. Acuñaba moneda, por supuesto, y administraba justicia, pero todos sabían que en su consejo había daneses y que no se atrevía a hacer nada en contra suya—. ¿Es eso lo que quieres? —le pregunté—. ¿Huir con los daneses y serles útil?

Sacudió la cabeza.

—No. —Trazó un dibujo sobre la mesa con la cerveza derramada—. Mejor no hacer nada.

—¿Nada?

—Si no hago nada —dijo con toda sinceridad—, puede que el muy cabrón la palme. ¡Siempre está enfermo! Tampoco puede durar mucho, ¿no? Y su hijo aún está en pañales. ¡Así que si muere, seré rey! ¡Cristo bendito! —La blasfemia fue pronunciada porque acababan de entrar en la taberna dos curas, ambos de su cortejo, y venían en su busca para meterlo en la cama.

Beocca no aprobaba mi amistad con Etelwoldo.

—Es una criatura insensata —me advirtió.

—También lo soy yo, o eso me decís.

—Pues entonces no necesitas más insensatez. Ahora vamos a leer cómo el santo Swithun construyó la puerta este de la ciudad.

Para la Epifanía ya leía tan bien como un niño de doce años despierto, según Beocca, y aquello bastaba, porque Alfredo, después de todo, no me exigía interpretar textos teológicos, sino descifrar sus órdenes en el caso de que algún día decidiera darme alguna, y aquello, por supuesto, era el quid de la cuestión. Leofric y yo queríamos comandar tropas, para cuyo fin yo había soportado las enseñanzas de Beocca y aprendido a apreciar la santa habilidad de Swithun con truchas, gaviotas y huevos rotos, pero la concesión de dichas tropas dependía del rey, y lo cierto es que no había demasiadas que comandar.

El ejército de Wessex constaba de dos partes. La primera y más pequeña estaba compuesta por los propios hombres del rey, sus siervos, que cuidaban de él y su familia. No hacían nada más porque eran guerreros profesionales, pero no eran demasiados, y ni Leofric ni yo queríamos unirnos a la guardia real porque implicaba quedarnos cerca de Alfredo, lo cual, a su vez, implicaba ir a la iglesia.

La segunda parte del ejército, y con mucho la mayor, era el fyrd, y ésta, a su vez, estaba dividida entre las comarcas. A cada comarca, bajo su ealdorman y alguacil, le correspondía reclutar al fyrd que, en teoría, estaba compuesto de todos los hombres capaces dentro de los límites de la comarca. Eso implicaba un gran número de hombres. El Hamptonscir, por ejemplo, podía reunir tranquilamente tres mil hombres en armas, y sólo nueve comarcas en Wessex eran capaces de convocar números similares. Aun así, excepto las tropas que servían a los ealdormen, el fyrd estaba compuesto en su mayoría por granjeros. Algunos poseían algún tipo de escudo, había bastantes lanzas y hachas, pero las espadas y la armadura escaseaban, y lo que era peor, el fyrd siempre se mostraba reacio a ir más allá de las fronteras de la comarca, e incluso más reacio todavía a servir cuando había trabajo que hacer en la granja. En la batalla de la colina de Æsc, la única que los sajones del oeste ganaron contra los daneses, las tropas reales fueron las artífices de la victoria. Divididas entre Alfredo y su hermano constituyeron la punta de lanza de la batalla, mientras el fyrd, como era su costumbre, hizo amagos de atacar y sólo se implicó en la batalla cuando los soldados de verdad la habían ganado ya. El fyrd, en suma, era tan útil como un agujero en una bota, pero allí precisamente era donde Leofric esperaba encontrar hombres.

Exceptuando a las tripulaciones de los barcos que se emborrachaban en las tabernas de invierno de Hamtun. Ésos eran los hombres que Leofric quería, y para conseguirlos teníamos que convencer a Alfredo de relevar a Hacca de su mando. Por suerte para nosotros, el propio Hacca llegó a Cippanhamm y rogó que lo apartaran de la flota. Rezaba cada día, le dijo a Alfredo, para no volver a ver nunca más el océano.

—Me mareo, señor.

Alfredo siempre se mostraba comprensivo con los hombres enfermos, pues él mismo se encontraba mal a menudo, y ya debía de saber que Hacca no era el comandante adecuado para la flota, pero su problema era sustituirlo. Para cuyo fin convocó a cuatro obispos, dos abades y un cura que le aconsejaran, y supe por Beocca que todos rezaban por el nuevo nombramiento.

—¡Haz algo! —me gruñó Leofric.

—¿Y qué coño quieres que haga?

—¡Tienes amigos entre los curas! Habla con ellos. Habla con Alfredo, earsling. —Rara vez me seguía llamando cagarruta, sólo cuando se cabreaba.

—No le gusto —le dije—. Si le pido que nos ponga al mando de la flota se la dará a cualquiera menos a nosotros. Nombrará a un obispo, probablemente.

—¡Mierda! —exclamó Leofric.

Al final, nos solucionó la papeleta Eanflaed. La pelirroja era una criatura bondadosa que sentía un cariño especial por Leofric, y nos oyó discutir, se sentó y estampó una palmada en la mesa para hacernos callar. Nos preguntó el porqué de nuestra pelea. Después se sorbió los mocos, porque estaba resfriada.

—Quiero que esta cagarruta inútil —Leofric me señalaba con el pulgar— sea nombrado comandante de la flota, pero es demasiado joven, demasiado feo, demasiado horrible y demasiado pagano, y Alfredo está demasiado ocupado escuchando a una pandilla de obispos que acabarán nombrando a algún vejestorio coñazo que no distinga la proa de su polla.

—¿Qué obispos? —quiso saber Eanflaed.

—Los de Scireburnan, Wintanceaster, Winburnan y Exanceaster —le dije.

Sonrió, volvió a sorberse los mocos, y dos días más tarde fui convocado en presencia de Alfredo. Resultó que el obispo de Exanceaster tenía debilidad por las pelirrojas.

Alfredo me recibió en su salón; un bello edificio con vigas, viguetas y una chimenea de piedra en el centro. Sus guardias nos vigilaban desde la puerta, en la que un grupo de peticionarios aguardaba la audiencia real, y una pifia de curas rezaba al otro extremo del salón, pero ambos estábamos solos junto a la chimenea, donde Alfredo paseaba de arriba abajo mientras hablaba. Me dijo que estaba considerando mi nombramiento como comandante de la flota. Hizo hincapié en el «considerando». Dios, prosiguió, estaba guiando su elección, pero ahora tenía que hablar conmigo para ver si el consejo de Dios concordaba con su propia intuición. Confiaba mucho en la intuición. Una vez me echó un discursito sobre el ojo interior del hombre, sobre cómo podía conducirnos a una más elevada sabiduría, y me atrevería a decir que estaba en lo cierto, pero nombrar un comandante de la flota no requería de sabiduría mística, sólo había que buscar un luchador salvaje que quisiera matar daneses.

—Dime —prosiguió—, ¿ha fomentado tu fe el hecho de haber aprendido a leer?

—Sí, señor —contesté con fingida sinceridad.

—¿En serio? —Parecía dudarlo.

—La vida de san Swithun —respondí, levantando una mano como para indicar que me había sobrecogido—, ¡y qué historia, la de Chad! —Me quedé callado, como si no se me ocurrieran suficientes alabanzas para aquel peñazo de hombre.

—¡El bendito Chad! —exclamó Alfredo contento—. ¿Sabes que hombres y ganado sanaron gracias al polvo de su cadáver?

—Un milagro, señor —apostillé.

—Me gusta mucho oírtelo decir, Uhtred —comentó Alfredo—, y tu fe me llena de alegría.

—Me produce gran felicidad, señor —respondí, acentuando mi semblante más serio.

—Porque sólo con la fe en Dios derrotaremos a los daneses.

—Desde luego, señor —repuse con tanto entusiasmo como fui capaz de reunir, mientras me preguntaba por qué no me nombraba de una vez comandante y lo dejábamos estar.

Pero se sentía inspirado.

—Recuerdo la primera vez que nos vimos —dijo—, me impresionó tu fe infantil. Fue una revelación para mí, Uhtred.

—Me alegro de ello, señor.

—Y después —se volvió hacia mí frunciendo el ceño—, detecté una pérdida de fe en ti.

—Dios nos pone a prueba, señor —contesté.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! —Se estremeció repentinamente. Siempre fue un hombre enfermo. Se desmayó de dolor durante su boda, aunque eso pudo deberse al espanto de saber con qué se estaba casando, pero lo cierto es que tenía tendencia a sufrir ataques de súbita agonía. Eso, me contó, era mejor que su primera enfermedad, la cual consistía en una aflicción llamada ficus, que era una auténtica endwerc, tan dolorosa y sangrienta que a veces no podía ni sentarse, y en ocasiones volvía a salirle el ficus, pero la mayoría de las veces le dolía el estómago—. Dios nos pone a prueba —prosiguió—, y creo que Dios te estaba probando. Quisiera pensar que has superado la prueba.

—Yo creo que sí, señor —le dije con toda gravedad, deseando que aquella ridícula conversación terminara de una vez.

—Pero sigo vacilando en nombrarte comandante —admitió—. ¡Eres joven! Cierto que has dado muestras de tu diligencia aprendiendo a leer, y que eres de noble cuna, pero es más fácil encontrarte en una taberna que en una iglesia, ¿no es verdad?

Eso me puso punto en boca, al menos durante un par de segundos, pero entonces recordé una cosa que me había dicho Beocca en el transcurso de sus interminables lecciones y, sin pensarlo, sin saber siquiera lo que realmente significaban pronuncié las palabras en voz alta:

—«Vino el Hijo del hombre, que come y bebe —dije— y…».

—Decís: «He aquí un hombre glotón y borracho». —Terminó Alfredo la frase—. Tienes razón, Uhtred, razón en reprenderme. ¡Gloria a Dios! Cristo fue acusado de pasarse el tiempo en las tabernas, y yo lo había olvidado. ¡Está en las sagradas escrituras!

Que los dioses me ayuden, pensé. Estaba ebrio de Dios, pero no era ningún imbécil, y ahora se me revolvía como una serpiente.

—Y me cuentan que pasas tiempo con mi sobrino. Dicen que lo distraes de sus lecciones.

Me llevé la mano al corazón.

—Juro, señor —dije—, que no he hecho otra cosa que disuadirlo de cualquier impulso temerario. —Y eso era cierto, o bastante cierto. Jamás había animado a Etelwoldo en sus momentos más enloquecidos en los que imaginaba rebanarle el pescuezo a Alfredo o salir huyendo para unirse con los daneses. Sí que lo animaba a beber, a salir de putas y a la blasfemia, pero nada de eso me parecía temerario—. Os doy mi palabra, señor —dije.

Los juramentos eran poderosos. Todas nuestras leyes se basaban en juramentos. La vida, la lealtad y la obediencia dependían de juramentos, y mi uso de la palabra lo convenció.

—Gracias —contestó con sinceridad—, y debo decirte, Uhtred, que para mi sorpresa el obispo de Exanceaster ha tenido un sueño en el que un mensajero de Dios se le ha aparecido y le ha dicho que debería convertirte en comandante de la flota.

—¿Un mensajero de Dios? —pregunté.

—Un ángel, Uhtred.

—Alabado sea Dios —respondí con gravedad, mientras pensaba en cómo le iba a gustar a Eanflaed saberse ángel.

—Aun así —dijo Alfredo, y volvió a hacer una mueca cuando el dolor le atacó el recto o el estómago—, aun así —repitió, y supe que se me venía encima algo inesperado—, me preocupa que procedas de Northumbria, y tu compromiso con Wessex no nazca del corazón.

—Estoy aquí, señor —le dije.

—¿Pero durante cuánto tiempo?

—Hasta expulsar a los daneses, señor.

No me hizo ni caso.

—Necesito hombres ligados a mí por Dios —dijo—, por Dios, el amor, la obligación, la pasión y la tierra. —Se detuvo, me observó, y supe que el aguijón venía en la última palabra.

—Tengo tierra en Northumbria —dije, con Bebbanburg en mente.

—Tierra de Wessex —dijo—, tierra que poseerás, que defenderás, tierra por la que lucharás.

—Bendito pensamiento —dije, y se me hundió el alma porque empezaba a temerme lo que venía detrás.

Sólo que no vino enseguida. De repente, cambió inesperadamente de tema y se puso a hablar, con gran coherencia, sobre la amenaza danesa. La flota, dijo, había conseguido reducir los asaltos vikingos, pero esperaba que el nuevo año trajera una flota danesa, una demasiado grande como para que se le opusieran nuestros doce barcos.

—No me quiero arriesgar a perder la flota —dijo—, así que dudo mucho que podamos enfrentarnos a ellos por mar. Espero un ejército terrestre de paganos que cruce el Temes y que su flota asalte nuestra costa sur. Puedo contener uno, pero no al otro, así que el trabajo del comandante de la flota consistirá en seguir sus barcos y acosarlos. Distraerlos. Que miren hacia otro lado mientras yo destruyo al ejército de tierra.

Le dije que me parecía buena idea, que probablemente lo era, aunque me preguntaba cómo se suponía que doce barcos iban a distraer a una flota entera, pero ése sería un problema que tendría que esperar hasta que llegara la flota enemiga. Alfredo entonces regresó a la cuestión de la tierra y ése, por supuesto, sería el factor decisivo que me otorgaría o negaría la flota.

—Quiero ligarte a mí, Uhtred —dijo solemnemente.

—Os prestaré juramento, señor —repuse.

—Desde luego que sí —espetó—, pero aun así quiero que pertenezcas a Wessex.

—Un elevado honor, señor —dije. ¿Qué otra cosa podía decir?

—Tienes que ser de Wessex —prosiguió, luego sonrió como si me estuviera haciendo un favor—. Hay una huérfana en Defnascir —continuó diciendo, y aquí llegaba—, una chica que me gustaría ver casada.

No dije nada. ¿De qué sirve protestar cuando la espada ejecutora está ya a mitad de trayectoria?

—Se llama Mildrith, y me es muy querida. Una muchacha piadosa, modesta y fiel. Su padre era el alguacil del ealdorman Odda, y proporcionará tierras a su marido, buenas tierras, y me gustaría que fueran para un hombre bueno.

Le sonreí y confié en que no pareciera muy forzado.

—Será un hombre afortunado, señor —dije—, el que se case con una chica a la que apreciáis.

—Pues ve a su casa —me mandó—, y cásate con ella —la espada dio de lleno—, y te nombraré comandante de la flota.

—Sí, señor —contesté.

* * *

Leofric, por supuesto, se rio como una grajilla loca.

—No está tonto, ¿eh? —me dijo cuando se hubo recuperado—. Te está convirtiendo en sajón del oeste. ¿Y qué sabes de esa tal Miltewaerc? —Miltewaerc es una piedra en el bazo.

—Mildrith —le dije—, y es piadosa.

—Claro que es piadosa. No querría que te casaras con ella si fuera una despatarrada.

—Es huérfana —dije—, y tiene unos dieciséis o diecisiete años.

—¡Cristo! ¿Tan vieja? ¡Menuda vacaburra fea tiene que ser! Pero pobre, debe de estar dejándose las rodillas para que la libren de una cagarruta podrida como tú. ¡Pero ése es su destino! Así que vamos a casarte, a ver si por fin podemos matar algún danés.

Era invierno. Habíamos pasado la Navidad en Cippanhamm, y aquello no se parecía en nada a Yule, y ahora nos dirigíamos al sur entre la escarcha, la lluvia y el viento. El padre Willibald nos acompañaba, pues seguía siendo sacerdote de la flota, y mi plan era llegar a Defnascir, hacer la desgracia que tuviera que hacer, y volver directamente a Hamtun para asegurarme de que el trabajo de invierno en los doce barcos estuviera haciéndose como era debido. En invierno es cuando hay que rascar, limpiar, calafatear y asegurar los barcos para la primavera y pensar en barcos me hizo soñar con los daneses, y con Brida, y me pregunté dónde estaría, qué haría, y si nos volveríamos a ver. Y pensé en Ragnar. ¿Habría encontrado a Thyra?

¿Seguiría vivo Kjartan? Aquél era otro mundo, ahora, y yo sabía que me alejaba de él y para quedar atrapado entre los hilos de la ordenada vida de Alfredo. Intentaba convertirme en sajón del oeste, y casi estaba consiguiéndolo. Había jurado luchar por Wessex y parecía que tenía que casarme también con él, pero seguía aferrándome al antiguo sueño de recuperar Bebbanburg.

Adoraba Bebbanburg, y casi llegué a querer lo mismo a Defnascir. Cuando Thor creó el mundo con el cadáver de Ymir hizo un buen trabajo al conformar Defnascir y la comarca de al lado, Thornsaeta. Ambas eran hermosas tierras de suaves colinas y arroyos rápidos, de ricos campos y suelo denso, de elevados brezales y buenas bahías. Se vivía muy bien en ambas comarcas, y habría podido ser muy feliz en Defnascir de no haber amado más Bebbanburg. Bajamos a caballo por el valle del río Uisc, entre los campos de tierra roja bien cuidados, dejamos atrás ricas poblaciones y altas casas hasta llegar a Exanceaster, la principal ciudad de la comarca. Era obra de los romanos, que habían construido una fortaleza sobre la colina, por encima del Uisc, y la habían rodeado con una muralla de sílex, piedra y ladrillo, y la muralla seguía allí. Unos guardias nos abordaron al llegar a la puerta norte.

—Venimos para ver al ealdorman Odda —dijo Willibald.

—¿Por qué motivo?

—El del rey —repuso Willibald orgulloso, mostrando con grandes ademanes una carta que llevaba el sello de Alfredo, aunque dudo que los guardias lo reconocieran, pero parecían impresionados y nos dejaron entrar en una ciudad de edificios romanos semiderruidos entre los que se alzaba una iglesia de madera junto a la casa del ealdorman Odda.

El ealdorman nos hizo esperar, pero al final llegó con su hijo y una docena de vasallos, y uno de sus curas leyó la carta del rey en voz alta. Era la voluntad de Alfredo que Mildrith se casara con su leal mandatario, el ealdorman Uhtred, y ordenaba a Odda que preparara una ceremonia con la máxima diligencia posible. A Odda no le gustaron las noticias. Era un hombre mayor, de por lo menos cuarenta años, con el pelo gris y un rostro grotesco debido a unos quistes sebáceos. A su hijo, Odda el Joven, le gustaron aún menos, y puso mala cara al oírlas.

—No es apropiado, padre —se quejó.

—Es el deseo del rey.

—Pero…

—¡Es el deseo del rey!

Odda el Joven se calló. Era más o menos de mi edad, casi diecinueve años, bien plantado, moreno y elegante, con una túnica negra tan limpia como el vestido de una mujer, y rematada en hilo de oro. Un crucifijo de oro pendía de su cuello. Me dirigió una mirada sombría, y debí parecerle sucio por el viaje y hasta harapiento. Después de inspeccionarme y hallarme tan atractivo como un chucho mojado, dio media vuelta y salió del salón a grandes zancadas.

—Mañana por la mañana —anunció Odda con desgana— el obispo os podrá casar. Pero antes tenéis que pagar el precio de la novia.

—¿El precio de la novia? —pregunté. Alfredo no había mencionado nada de aquello, aunque desde luego era la costumbre.

—Treinta y tres chelines —contestó Odda directamente, y lo hizo esbozando una sonrisa.

Treinta y tres chelines era una fortuna. Un botín. El precio de un buen caballo de guerra o de un barco. Me quedé desconcertado, y oí a Leofric ahogar una exclamación detrás de mí.

—¿Eso es lo que dice Alfredo? —quise saber.

—Eso es lo que digo yo —contestó Odda—, porque Mildrith es mi ahijada.

No me extraña que sonriera. El precio era excesivo y dudaba de que yo pudiera pagarlo, y si no podía pagarlo la muchacha no sería mía y, aunque Odda no lo supiera, la flota tampoco sería mía. Ni, por supuesto, el precio eran sólo treinta y tres chelines, o trescientos noventa y seis peniques de plata, era el doble, pues también era la costumbre que el marido entregara a su nueva esposa una suma equivalente después de consumado el matrimonio. Ese segundo obsequio no era en absoluto asunto de Odda, y yo dudaba mucho de que fuera a querer pagarlo, del mismo modo que el ealdorman Odda estaba ahora seguro, por mi vacilación, de que no le iba a pagar el precio de la novia, sin el cual no habría contrato matrimonial.

—¿Puedo conocer a la dama? —pregunté.

—Podéis conocer a la dama mañana por la mañana, durante la ceremonia —contestó Odda con firmeza—, pero sólo si pagáis el precio de la novia. De otro modo, no.

Pareció decepcionado cuando abrí mi bolsa y saqué una moneda de oro y treinta y seis peniques de plata. Y más decepcionado todavía al ver que no era la única moneda que poseía, pero ahora estaba atrapado.

—La conoceréis mañana —me dijo—, en la catedral.

—¿Por qué no ahora? —pregunté.

—Porque está recogida rezando sus oraciones —contestó el ealdorman, y con eso nos despidió.

Leofric y yo encontramos un lugar donde dormir en una taberna cercana a la catedral, que era la iglesia del obispo, y aquella noche yo me emborraché como una cuba. Me peleé con alguien, no tengo ni idea de con quién, y sólo recuerdo que Leofric, que no estaba tan borracho como yo, nos separó y tumbó a mi contrincante. Después de aquello yo me fui al patio del establo y vomité toda la cerveza que me acababa de beber. Bebí un poco más, dormí mal, me desperté para oír la lluvia sobre el techo del establo y volví a vomitar.

—¿Por qué no nos vamos a Mercia? —le sugerí a Leofric. El rey nos había prestado sus caballos, y a mí no me importaba robarlos.

—¿Y qué hacemos allí?

—¿Buscar hombres? —sugerí—. ¿Pelear?

—No seas burro, earsling —me dijo Leofric—. Queremos la flota. Y si no te casas con la vacaburra, no voy a conseguir comandarla.

—La comando yo —dije.

—Pero sólo si te casas, y entonces tú comandarás la flota y yo te comandaré a ti.

El padre Willibald llegó en aquel momento. Había dormido en el monasterio contiguo a la taberna y vino para asegurarse de que estaba listo, así que se alarmó al ver mi estado.

—¿Qué es esa marca que tenéis en la cara?

—Un cabrón que me pegó anoche —contesté—. Estaba borracho. Él también, pero yo lo estaba mucho más. Siga mi consejo, padre, no se meta nunca en peleas borracho como un piojo.

Desayuné más cerveza. Willibald insistió en que me pusiera mi mejor túnica, que no era decir demasiado porque estaba manchada, arrugada y rota. Yo habría preferido llevar la cota de malla, pero Willibald dijo que era inapropiada para una iglesia, y supongo que tenía razón. Le dejé cepillarme e intentar sacar las peores manchas de la lana. Me até el pelo con una cinta de cuero, me abroché Hálito-de-serpiente y Aguijón-de-avispa, y Willibald volvió a decirme que no debería llevarlas en lugar sagrado, pero yo insistí en ir armado, y entonces, como un hombre condenado, me dirigí a la catedral con Willibald y Leofric.

Llovía a cántaros. El agua rebotaba en las calles, recorría las alcantarillas como si fueran riachuelos, chorreaba desde el tejado de paja de la catedral. Un viento frío y enérgico soplaba del este y encontró todas las grietas en la catedral de madera, de modo que las velas de los altares titilaban, apagándose algunas de ellas. Era una iglesia pequeña, no mucho mayor que la casa quemada de Ragnar, y debía de haber sido construida sobre cimientos romanos, porque el suelo era de losas de piedra encharcadas en ese momento por la lluvia. El obispo ya había llegado, otros dos curas trasteaban con las velas del altar mayor, y entonces llegó el ealdorman Odda con mi novia.

Que me echó un vistazo y se echó a llorar.

* * *

¿Qué esperaba? Una mujer que pareciera una vacaburra, supongo, una mujer con la cara picada de viruelas, de expresión amargada y ancas de buey. Nadie espera querer a su esposa, no si se casa por tierras y posición, y yo me estaba casando por las tierras y ella porque no tenía otra elección, y tampoco hay que darle demasiadas vueltas, porque así es como funciona el mundo. Mi trabajo consistía en tomar la tierra, trabajarla, hacer dinero, y el de Mildrith en darme hijos y asegurarse de que hubiera comida y cerveza en mi mesa. Así es el sagrado sacramento del matrimonio.

Yo no quería casarme con ella. Por derecho, como ealdorman de Northumbria, podía esperar casarme con una hija de la nobleza, una hija que me aportara mucha más tierra que casi un centenar de fanegas montañosas en Defnascir. Habría podido aspirar a casarme con una hija que aumentara las tierras y el poder de Bebbanburg, pero estaba claro que eso no iba a suceder, así que iba a casarme con una muchacha de baja cuna, que sería conocida como la dama Mildrith y que bien podría haber mostrado algo de gratitud, pero lloró y hasta intentó zafarse del ealdorman Odda.

Él quizá simpatizaba con ella, pero había pagado el precio de la novia, así que la llevaron al altar con el obispo, quien había vuelto de Cippanhamm con un buen resfriado para proclamarnos obedientemente marido y mujer.

—Que la bendición de Dios Padre —pronunció—, Dios Hijo y el Espíritu Santo sean con vosotros. —Estuvo a punto de decir amén, pero en cambio se sorbió los mocos ruidosamente.

—Amén —concluyó Willibald. Nadie dijo nada más.

Así que Mildrith era mía.

Odda el Joven nos observaba mientras abandonábamos la iglesia, y probablemente pensó que no lo vi, pero vaya si lo vi, y lo marqué con una cruz pues sabía perfectamente por qué estaba mirando.

La verdad es, siendo yo el primer sorprendido, que Mildrith era deseable. Esa palabra no le hace justicia, pero es muy difícil recordar un rostro de hace tanto tiempo. A veces, en sueños, la veo, y parece real, pero cuando me despierto e intento recordar su cara no lo consigo. Recuerdo que tenía la piel clara y pálida, que su labio superior sobresalía demasiado, que tenía los ojos muy azules y su pelo era del mismo color dorado que el mío. Era alta, algo que no le gustaba nada porque pensaba que la hacía poco femenina, y una expresión nerviosa, como si temiera continuamente el desastre, lo cual puede resultar muy atractivo en una mujer, y confieso que la encontraba atractiva. Eso me sorprendió, de hecho me dejó perplejo, pues una mujer como ella hacía tiempo que tendría que haberse casado. Tenía casi diecisiete años, y a esa edad la mayoría de mujeres ya han dado a luz tres o cuatro veces o han muerto en el intento, pero a medida que cabalgábamos hacia sus posesiones al oeste de la desembocadura del Uisc, escuché parte de su historia. Ella iba tirada por un carro y dos bueyes que Willibald había insistido en cubrir con guirnaldas de flores. Leofric, Willibald y yo cabalgábamos a su lado, y Willibald le iba haciendo preguntas, que ella respondía diligentemente porque era un cura y un hombre amable.

Su padre, dijo, le había dejado tierra y deudas, y las deudas eran mayores que el valor de la tierra. Leofric empezó con las risitas al oír la palabra deudas. Yo no dije nada, empeñado como estaba en seguir mirando al frente.

El problema, nos contó Mildrith, dio comienzo al conceder su padre un diezmo de sus posesiones como oelmesoecer, que era la tierra dedicada a la iglesia. La iglesia no la posee, pero tiene derecho a todo lo que la tierra genere, tanto en cosecha como en ganado, y su padre había hecho la concesión, aclaró Mildrith, porque todos sus hijos excepto ella habían muerto, y quería el favor de Dios. Yo sospechaba que lo que en realidad había querido era el favor de Alfredo, pues en Wessex un hombre ambicioso hacía bien en velar por la iglesia si quería que el rey velara por él.

Pero tras los asaltos daneses el ganado había sido sacrificado, la cosecha falló, y la iglesia llevó a su padre ante la ley por no proporcionarle las rentas de la tierra prometidas. Wessex, descubrí, era muy devoto de la ley, y todos los hombres de ley son curas, hasta el último de ellos, lo que significa que la ley es la iglesia, y cuando el padre de Mildrith murió la ley dispuso que le debía a la iglesia una enorme suma de dinero, muy por encima de su capacidad de pago, y Alfredo, que tenía el poder para levantar la deuda, se negó a hacerlo. Lo que significaba que cualquier hombre que se casara con Mildrith se casaba también con la deuda contraída, y ningún hombre se había mostrado inclinado a aceptar la carga, hasta que cayó en la trampa un lerdo de Northumbria como un borracho que se despeña por una colina.

Leofric se desternillaba. Willibald parecía preocupado.

—¿Ya cuánto asciende la deuda? —pregunté.

—A dos mil chelines, señor —repuso Mildrith con una vocecilla.

Leofric por poco se asfixia de la risa, y yo gustoso lo habría asesinado allí mismo.

—¿Y aumenta cada año? —preguntó Willibald.

—Sí —contestó Mildrith, negándose a mirarme a los ojos. Un hombre más sensato habría investigado las circunstancias de Mildrith antes de redactar el contrato matrimonial, pero yo no había visto el matrimonio más que como una ruta abierta hacia la flota. Así que ahora tenía la flota, la deuda, la chica, y también un enemigo nuevo, Odda el Joven, que ansiaba a Mildrith para sí, aunque su padre, muy sensato, se negó a cargar a su familia con la cercenante deuda, ni, sospechaba, quería que su hijo se casara por debajo de su rango.

Hay una jerarquía entre los hombres. A Beocca le gustaba contarme que reflejaba la jerarquía del cielo, y puede que así sea, y aunque yo de eso no sé nada, sí sé cómo se organizan los hombres. Arriba de todo está el rey, y debajo sus hijos. Después vienen los ealdormen, que son señores nobles de la tierra, y sin tierra un hombre no puede ser noble, aunque yo lo fuera porque jamás renuncié a mis reivindicaciones sobre Bebbanburg. El rey y sus ealdormen son la fuerza de un reino, los hombres que poseen extensos territorios y pueden reclutar ejércitos, y debajo de ellos están los nobles menores, normalmente llamados alguaciles, que son los responsables de la ley en la tierra de un señor, aunque un hombre puede dejar de ser alguacil si no complace a su señor. Los alguaciles son nombrados entre los thane, señores feudales que pueden conducir vasallos a la guerra, pero carecen de las grandes posesiones de nobles como Odda o mi padre. Debajo de los thane están los ceorls, que son hombres libres, pero si un ceorl pierde su manera de ganarse la vida bien puede convertirse en siervo, es decir, descender a la base del montón de estiércol. Los siervos pueden ser, y a menudo lo son, liberados, pero a menos que un amo le entregue tierra o dinero, volverá a convertirse en siervo. El padre de Mildrith había sido thegn, y Odda lo había nombrado alguacil, responsable de mantener la paz en una amplia franja del sur de Defnascir, pero también había sido un thegn con tierra insuficiente, cuya insensatez le había hecho disminuir la poca que poseía, así que dejó a Mildrith en la ruina, lo que la convertía en esposa inadecuada para el hijo de un ealdorman, aunque se la consideraba válida para un señor exiliado de Northumbria. En realidad yo no era más que otro peón en el tablero de Alfredo, y sólo me la había entregado para responsabilizarme del pago a la iglesia de una suma enorme.

Era una araña, pensé con amargura, una araña color negro sotana que no hacía más que tejer pegajosas redes, y yo que me creía tan listo cuando había hablado con él en Cippanhamm. En verdad habría podido rezar abiertamente a Thor antes de mearme en las reliquias del altar de Alfredo y él me habría entregado la flota igualmente, porque sabía que la flota poco tendría que hacer en la próxima guerra, y sólo había querido atraparme para sus futuras ambiciones en el norte de Inglaterra. Así que ahora estaba atrapado, y el hijo de puta del ealdorman Odda me había abierto la puerta de la trampa.

Pensar en el ealdorman de Defnascir me trajo una pregunta a la cabeza.

—¿Cuánto dinero os ha entregado Odda en concepto de dote de la novia? —le pregunté a Mildrith.

—Quince chelines, señor.

—¿Quince chelines? —repetí escandalizado.

—Sí, señor.

—Hurón hijo de puta —comenté.

—Sácale el resto a tajo limpio —gruñó Leofric. Dos ojos de un azul infinito lo miraron, después se posaron en mí, y por último desaparecieron dentro de la capa otra vez.

Sus casi cien fanegas de tierra, ahora de mi propiedad, quedaban en las colinas junto a la desembocadura del río Uisc, en un lugar llamado Oxton, que significa granja de bueyes. Era un refugio, que dirían los daneses, una casa de labranza, y la paja del tejado estaba tan cubierta de hierba y musgo que parecía un montículo en la tierra. No había salón, y un noble necesita un salón en el que alimentar a sus vasallos; pero sí poseía un cobertizo para ovejas, y otro para cerdos, y tierra suficiente para mantener a dieciséis siervos y cinco familias de vasallos, todos los cuales fueron reunidos para recibirme, así como media docena de criados de la casa, en su mayoría también siervos, y recibieron a Mildrith con cariño, pues, desde la muerte de su padre, había vivido con las damas de compañía de la esposa del ealdorman Odda, mientras la granja quedaba en manos de un hombre llamado Oswald, tan de fiar como un zorro cuidando gallinas.

Esa noche cenamos guisantes, puerros, pan rancio y cerveza amarga, y ése fue mi primer banquete matrimonial en mi propia casa, que también era una casa asediada por las deudas. A la mañana siguiente dejó de llover y desayuné un poco más de pan rancio y de cerveza amarga, y después caminé con Mildrith hasta la cima de una colina desde la que se divisaba la lengua de mar que se extendía por la zona como la hoja gris de un hacha.

—¿Dónde va toda esta gente —le pregunté refiriéndome a sus siervos y vasallos— cuando atacan los daneses?

—A las colinas, señor.

—Me llamo Uhtred.

—A las colinas, Uhtred.

—Tú no vas a ir a las colinas —afirmé convencido.

—¿No? —Alarmada, abrió los ojos hasta casi desorbitarlos.

—Vendrás conmigo a Hamtun —le informé—, y tendremos una casa allí mientras comande la flota.

Asintió, claramente nerviosa, y después le cogí una mano, se la abrí y deposité en ella treinta y tres chelines, tantas monedas que se le cayeron sobre el regazo.

—Son tuyos, esposa —le dije.

Y eso era. Mi esposa. Y ese mismo día partimos hacia el este, marido y mujer.

* * *

La historia se acelera en este punto. Cobra velocidad como un arroyo que discurre por un barranco entre las colinas y, como una cascada que se despeña espumosa por entre rocas revueltas, se vuelve furiosa y violenta, incluso confusa. Pues fue en aquel año de 876 cuando los daneses hicieron el mayor esfuerzo hasta la fecha para deshacerse del último reino de Inglaterra, siendo la matanza enorme, salvaje y repentina.

Guthrum el Desafortunado dirigió el ataque. Había estado viviendo en Grantaceaster, se hacía llamar rey de Anglia Oriental, y Alfredo, creo yo, supuso que recibiría aviso si el ejército de Guthrum abandonaba aquel lugar; pero los espías sajones fracasaron y los avisos no llegaron, y el ejército danés iba al completo a caballo. Así que las tropas de Alfredo estaban en el lugar equivocado cuando Guthrum cruzó el Temes con sus hombres y atravesó el centro de Wessex para capturar una gran fortaleza en la costa sur. Aquella fortaleza era la de Werham y no quedaba demasiado lejos de Hamtun, aunque entre nosotros y ella se interponía un vasto mar interior llamado el Poole. El ejército de Guthrum asaltó Werham, la capturó, violó a las monjas del convento, y lo hizo todo antes de que Alfredo tuviera tiempo de reaccionar. Una vez dentro de la fortaleza, Guthrum se hallaba protegido por dos ríos, uno al norte de la ciudad y el otro al sur. Al este se extendía el vasto y plácido Poole, y una muralla y fosos enormes guardaban el único acceso posible por el oeste.

No había nada que pudiéramos hacer. En cuanto supimos que los daneses se habían apoderado de Werham nos preparamos para zarpar, pero nada más llegar a mar abierto avistamos su flota y eso cercenó nuestras ambiciones.

Nunca en mi vida había visto tantos barcos. Guthrum había cruzado Wessex con casi mil jinetes, pero entonces llegó el resto de su ejército por mar y los barcos oscurecían el agua. Había cientos de embarcaciones. Más tarde dijeron que trescientas cincuenta, aunque yo creo que había menos, pero sin duda más de doscientas. Barco tras barco, una proa en forma de dragón daba paso a otra tras la cabeza de una serpiente; las palas de los remos batían el mar hasta volverlo blanco, una flota que se dirigía a la batalla, y lo único que pudimos hacer fue regresar a Hamtun con el rabo entre las piernas y rezar para que no les diera por asaltar Hamtun y despacharnos a todos.

No vinieron. La flota se unió a Guthrum en Werham, de modo que ahora un colosal ejército danés tenía su guarida en el sur de Wessex, y yo recordaba el consejo de Ragnar a Guthrum. Divide sus fuerzas, dijo entonces Ragnar, lo cual implicaba tal vez la existencia de otro ejército danés en algún lugar del norte, esperando el momento de atacar, y cuando Alfredo se dirigiera contra aquel segundo ejército, Guthrum saldría de las murallas de Werham para embestir su retaguardia.

—Es el fin de Inglaterra —comentó Leofric sombrío. No era dado a la melancolía, pero aquel día se sentía abatido. Mildrith y yo teníamos una casa en Hamtun, cerca del agua, y cenaba con nosotros casi todas las noches que dormíamos en la ciudad. Aún sacábamos los barcos, siempre en flotilla de doce, con la esperanza de sorprender a algún barco danés despistado, pero los asaltantes sólo salían del Poole en formaciones grandes, nunca menos de treinta embarcaciones, razón por la cual no me atrevía a perder la marina de Alfredo en un ataque suicida contra alguna de aquellas grandes expediciones. Durante la canícula llegó una fuerza danesa a las aguas de Hamtun, remaron casi hasta nuestro embarcadero, y nosotros atamos nuestros barcos entre sí, nos encasquetamos las armaduras, afilamos las armas y esperamos su ataque. Pero no tenían más ganas de batalla de las que teníamos nosotros. Para alcanzarnos habrían tenido que salvar un canal lleno de barro y por allí sólo cabían dos barcos desplegados, así que se contentaron con burlarse de nosotros desde mar abierto para después marcharse.

Guthrum aguardó en Werham, y más tarde supimos que a quien esperaba era a Halfdan, que conducía una fuerza mixta de hombres del norte y britanos de Gales. Halfdan había estado en Irlanda, vengando la muerte de Ivar, y tenía que traer a Gales su flota y su ejército, reunir allí una gran fuerza y cruzar después el mar del Saefern para atacar Wessex. Pero, según Beocca, Dios intervino. Dios o las tres hilanderas. El destino lo es todo, pues llegaron noticias de que Halfdan había muerto en Irlanda, y de los tres hermanos sólo Ubba quedaba vivo, pero seguía en el ignoto y salvaje norte. Los irlandeses habían matado a Halfdan, junto a muchos de sus hombres en una batalla despiadada, así que aquel año los irlandeses salvaron Wessex.

En Hamtun no sabíamos nada de aquello. Emprendíamos nuestras tímidas incursiones y aguardábamos las noticias del segundo golpe que recibiría Wessex, pero siguieron sin llegar, y entonces, cuando las primeras galernas otoñales azotaron la costa, Alfredo, cuyo ejército estaba acampado al oeste de Werham, envió un mensajero que exigía presentarme ante el rey. El mensajero era Beocca, y para mi sorpresa, me alegró verlo, aunque me molestara que me entregara la orden verbalmente.

—¿Para qué aprendí a leer —le pregunté—, si no me traéis órdenes escritas?

—Uhtred, aprendiste a leer —me contestó de forma desenfadada— para mejorar tu mente, claro está. —Entonces vio a Mildrith y empezó a boquear como un pez fuera del agua—. ¿Ésta es…? —empezó a decir, y se quedó tieso como un palo.

—La dama Mildrith —le informé.

—Querida dama —dijo Beocca, después tomó aire y empezó a revolverse como un cachorro en busca de una caricia—. Conozco a Uhtred —consiguió decir finalmente— ¡desde que era un niño pequeño! Desde que no era más que un niño pequeñín.

—Ha crecido lo suyo desde entonces —contestó Mildrith, y a Beocca le pareció una bromita encantadora, pues se echó a reír descontroladamente.

—¿Por qué —pregunté cuando conseguí contener su alborozo— he de ir a ver a Alfredo?

—Porque Halfdan ha muerto, alabado sea Dios, y no va a llegar ningún ejército del norte, alabado sea de nuevo, ¡así que Guthrum busca un acuerdo! Las negociaciones ya han empezado y alabado sea Dios también por eso. —Se mostraba radiante, como si él fuera el responsable de esta oleada de buenas noticias, y puede que lo fuera porque siguió diciendo que la muerte de Halfdan era el resultado de muchas oraciones—. Hemos rezado tanto, Uhtred. ¿Comprendes ahora el poder de la oración?

—Alabado sea Dios, desde luego que sí —respondió Mildrith en mi lugar. Era realmente muy piadosa, pero nadie es perfecto. También estaba embarazada, pero Beocca no reparó en ello y yo no se lo dije.

Dejé a Mildrith en Hamtun para cabalgar con Beocca hasta el campamento sajón. Doce soldados de las tropas reales nos servían de escolta, pues la ruta nos llevaba cerca de la orilla norte del Poole y antes de que empezaran las conversaciones para la tregua los barcos daneses habían asaltado aquella costa.

—¿Qué quiere Alfredo de mí? —le pregunté a Beocca constantemente; insistía en que, a pesar de sus negativas, alguna idea debía de tener, pero aseguraba ignorarlo y al final dejé de preguntar.

Llegamos a las puertas de Werham una fría tarde de otoño. Alfredo se hallaba recogido en una tienda que hacía las veces de capilla real, y el ealdorman Odda y su hijo esperaban fuera. El ealdorman asintió a modo de saludo comedido y su hijo me ignoró. Beocca se introdujo en la tienda para unirse a las oraciones, y mientras tanto yo me puse en cuclillas, desenvainé Hálito-de-serpiente y la afilé con la piedra que guardaba en mi bolsa.

—¿Esperáis entrar en combate? —me preguntó el ealdorman Odda con amargura.

Miré a su hijo.

—Puede —respondí, después volví a mirar al padre—. Le debéis dinero a mi esposa —le dije—, dieciocho chelines. —Él se sonrojó, no dijo nada, pero su hijo se llevó la mano a la empuñadura de la espada y eso me provocó una sonrisa, y me puse en pie blandiendo va la hoja desnuda de Hálito-de-serpiente. El ealdorman Odda apartó a su hijo con gesto enfadado—. ¡Dieciocho chelines! —les grité, después volví a acuclillarme y seguí afilando el acero.

Mujeres. Los hombres pelean por ellas, y ésa era otra lección que debía aprender. De niño pensaba que los hombres sólo forcejeaban por tierras o poder, pero luchaban por las mujeres en la misma medida. Mildrith y yo estábamos inesperadamente satisfechos uno del otro, pero era evidente que Odda el Joven me detestaba porque me había casado con ella, y me preguntaba si se atrevería a hacer algo al respecto. Beocca me contó una vez la historia de un príncipe de tierras lejanas que secuestró a la hija del rey, y éste condujo su ejército a la tierra del príncipe y en ella murieron miles de bravos guerreros intentando recuperarla. ¡Miles! Y todo por una mujer. De hecho, la discusión que empezaba esta historia, la rivalidad entre el rey Osbert de Northumbria y Ælla, el hombre que quería ser rey, comenzó porque Ælla le había robado la mujer a Osbert. He oído que algunas mujeres se quejan de no tener poder y de que los hombres controlan el mundo, y es verdad, pero las mujeres aún conservan el poder de conducir a los hombres a la batalla y a la tumba que aguarda.

Estaba un tanto absorto pensando en estas cosas cuando Alfredo salió de la tienda. Tenía la expresión de beatífica complacencia que adoptaba siempre que acababa de rezar sus oraciones, pero también caminaba un poco tieso, probable indicación de que el ficus volvía a molestarle, y aquella noche, durante la cena, se mostró claramente incómodo. Esta consistió en una pasta indescriptible que yo no habría vacilado en arrojar a los cerdos, pero había pan y queso suficiente, así que no me morí de hambre. Sí noté que Alfredo se mostraba distante conmigo, sin apenas demostrar interés alguno por mí, y lo achaqué al fracaso de la flota en obtener una victoria real durante aquel verano; aun así, era él quien me había convocado, y yo me preguntaba por qué me ignoraba de ese modo.

Con todo, a la mañana siguiente, me hizo llamar después de las oraciones y caminamos arriba y abajo fuera de la tienda real, sobre la cual ondeaba el estandarte del dragón al sol de otoño.

—¿La flota no puede evitar que los daneses abandonen el Poole? —me preguntó molesto.

—No, señor.

—¿No? —El tono era cortante—. ¿Por qué no?

—Porque, señor —contesté—, nosotros sólo tenemos doce barcos y ellos doscientos. Podríamos matar unos cuantos, pero al final nos aplastarían, os quedaríais sin flota y ellos seguirían teniendo más de doscientos barcos.

Creo que Alfredo lo sabía, pero aun así no le gustó mi respuesta. Hizo una mueca, después dio unos cuantos pasos más en silencio.

—Me alegro de que te hayas casado —comentó de repente.

—Con una deuda que pagar —repliqué yo.

No le gustó mi tono, pero lo permitió.

—La deuda, Uhtred —me reprochó—, es con la iglesia, así que debes aceptarla gustoso. Además, eres joven, tienes tiempo para pagar. El Señor, recuérdalo, ama a los dadivosos. —Ésa era una de sus sentencias preferidas, y si no la he oído mil veces no la he oído ninguna. Se dio la vuelta y miró hacia atrás—. Espero tu presencia en las negociaciones —me dijo, pero no me explicó por qué, ni aguardó mi respuesta; se marchó sin más.

Él y Guthrum estaban hablando. Se había levantado una carpa entre el campamento de Alfredo y la muralla oeste de Werham, y fue debajo de aquel refugio donde tras muchas fatigas se firmó la tregua. Alfredo hubiese preferido asaltar Werham, pero el acceso era estrecho, la muralla elevada y en buen estado de conservación, y los daneses más que numerosos. Habría sido una batalla arriesgada en la que los daneses tenían las de ganar, así que Alfredo desechó la idea. En cuanto a los daneses, se hallaban atrapados. Habían confiado en la llegada de Halfdan para atacar a Alfredo por la retaguardia, pero aquél había muerto en Irlanda, así que los hombres de Guthrum eran demasiados para marcharse en los barcos, por grande que fuera la flota, y si intentaban hacerlo por tierra tendrían que enfrentarse a Alfredo en la estrecha franja abierta entre los dos ríos, lo cual provocaría una gran matanza. Yo recordaba que Ravn me contaba lo mucho que los daneses temían perder demasiados hombres porque no podían reemplazarlos con rapidez. Guthrum podía quedarse donde estaba, por supuesto, pero Alfredo lo sitiaría, y ya había ordenado que se vaciaran todos los silos, graneros y almacenes a un día de distancia del Poole. Los daneses se morirían de hambre en invierno.

Lo que significaba que ambas partes no tenían más alternativa que la paz, así que Alfredo y Guthrum habían estado discutiendo los términos y yo llegué justo cuando terminaban las negociaciones. Ya era demasiado tarde para que la flota danesa se arriesgara a emprender el largo viaje para rodear la costa sur de Wessex, así que Alfredo accedió a que Guthrum se quedara en Werham durante el invierno. También accedió a abastecerlos de comida a condición de que no asaltaran, y accedió también a entregarles plata porque sabía que los daneses siempre querían plata, y a cambio ellos prometieron permanecer en Werham pacíficamente y en primavera se marcharían del mismo modo, momento en que su flota regresaría a Anglia Oriental y el resto del ejército marcharía hacia el norte a través de Wessex, vigilados por nuestros hombres hasta que llegaran a Mercia.

Nadie, en ninguno de los dos bandos, creyó tales promesas, así que tuvieron que asegurarse mediante rehenes de cada una de las partes. Los prisioneros debían ser nobles, o sus vidas no serían garantía de nada. Una docena de jarls daneses, de los que no conocía a ninguno, tenían que ser entregados a Alfredo, y un número equivalente de nobles ingleses irían a parar a Guthrum.

Motivo por el cual yo había sido convocado. He aquí la razón por la que Alfredo se había mostrado tan distante conmigo, pues supo en todo momento que yo sería uno de los rehenes. Mi utilidad había disminuido aquel año por la impotencia de la flota, pero mi rango seguía sirviendo para negociar, así que me hallé entre los elegidos. Era el ealdorman Uhtred, y útil porque era noble. Observé la inmensa sonrisa de Odda el Joven cuando mi nombre fue aceptado por los daneses.

Guthrum y Alfredo intercambiaron juramentos entonces. Alfredo insistió en que el cabecilla danés jurara con una mano sobre las reliquias que Alfredo siempre llevaba consigo. Entre ellas se contaban una pluma de la paloma que Noé había soltado en el arca, un guante que había pertenecido a san Cedd y, lo más sagrado de todo, un anillo para los dedos de los pies de María Magdalena. El santo anillo, lo llamaba Alfredo, y un divertido Guthrum puso la mano sobre el pedacito de oro y juró que mantendría sus promesas. Después insistió en que Alfredo pusiera una mano sobre el hueso que le colgaba del pelo e hizo al rey de Wessex jurar por una madre muerta que los sajones del oeste mantendrían el tratado. Sólo cuando se efectuaron aquellos juramentos, santificados por el oro de una santa y el hueso de una madre, se intercambiaron los rehenes, y cuando recorrí el espacio entre ambas partes, Guthrum debió de reconocerme porque me observó largo y tendido, y después fuimos escoltados, con ceremonia, hasta Werham.

Donde el jarl Ragnar, hijo de Ragnar, me dio la bienvenida.

* * *

Hubo alegría en aquel encuentro. Ragnar y yo nos abrazamos como hermanos, pues yo lo consideraba un hermano. Él me palmeó la espalda, me sirvió cerveza y me dio noticias. Kjartan y Sven seguían vivos y aún en Dunholm. Ragnar se enfrentó a ellos en un encuentro formal al que ambas partes debían asistir sin armas, y Kjartan juró su inocencia declarando asimismo que nada sabía de Thyra.

—El muy cabrón mintió —me dijo Ragnar—, y sé que mintió. Y sabe que va a morir.

—¿Pero todavía no?

—¿Cómo voy a tomar Dunholm?

Brida estaba allí, compartía la cama de Ragnar, y me saludó con calidez, pero no con tanto entusiasmo como Nihtgenga, que me salió encima y me lavó la cara a lametones. A Brida le divirtió que fuera a ser padre.

—Pero te hará bien —me dijo.

—¿Me hará bien? ¿Por qué?

—Porque te convertirás en un hombre como es debido.

Creía que ya lo era, aun así me faltaba algo, algo que jamás había confesado a nadie, ni a Mildrith, ni a Leofric, ni tampoco entonces a Ragnar o a Brida. Había luchado contra los daneses, había visto barcos arder y hombres ahogarse, pero no había peleado nunca en un gran muro de escudos. Había peleado en pequeños, tripulación contra tripulación, pero nunca me había enfrentado en un extenso campo de batalla y observado los estandartes enemigos ocultar el sol, y conocido el miedo que sobrecoge cuando cientos de miles de hombres llegan a la matanza. Estuve en Eoferwic, y en la batalla de la colina de Æsc, y vi el choque de los muros, pero no participé en primera fila. Tomé parte en peleas, pero habían sido pequeñas, y las pequeñas peleas terminan rápido. Nunca había soportado el prolongado derramamiento de sangre, las horribles luchas cuando la sed y el cansancio debilitan a los hombres y sus enemigos, y no importa cuántos mates, porque siguen viniendo. Sólo cuando hubiera hecho aquello, pensé, podría llamarme a mí mismo un hombre como es debido.

Echaba de menos a Mildrith y eso me sorprendió. También echaba de menos a Leofric, aunque lo pasaba muy bien en compañía de Ragnar, y la vida de rehén no era dura. Vivíamos en Werham, recibíamos suficiente comida y observábamos cómo el gris del invierno acortaba los días. Uno de los rehenes era un primo de Alfredo, un cura llamado Waella, el cual se mostraba intranquilo y a veces lloraba, pero el resto nos encontrábamos más o menos satisfechos. Hacca, que había comandado la flota de Alfredo, se hallaba entre los rehenes, y era el único al que conocía bien, pero yo pasaba el tiempo con Ragnar y sus hombres, que me aceptaban como a uno de ellos e incluso intentaron convertirme de nuevo en danés.

—Tengo esposa —les dije.

—¡Pues tráetela! —exclamó Ragnar—. Nunca hay bastantes mujeres.

Pero ahora era inglés. No odiaba a los daneses, de hecho prefería su compañía a la de los otros rehenes, pero era inglés. El viaje estaba hecho. Alfredo no había cambiado mis lealtades, pero Leofric y Mildrith sí, eso o las tres hilanderas se habían cansado de incordiarme, aunque Bebbanburg seguía acosándome y yo no sabía cómo iba a volver a ver aquel precioso lugar de nuevo si permanecía leal a Alfredo.

Ragnar aceptó mi decisión.

—Pero si hay paz —dijo—, ¿me ayudarás a luchar contra Kjartan?

—¿Sí? —repetí.

Se encogió de hombros.

—Guthrum sigue anhelando Wessex. Todos lo queremos.

—Si hay paz —prometí—, iré al norte.

Pero sinceramente dudaba de que fuera a haberla. En primavera Guthrum abandonaría Wessex, liberaría a los rehenes, ¿y después qué? El ejército danés seguía existiendo y Ubba aún estaba vivo, así que arremeterían otra vez contra Wessex, y Guthrum debía de estar pensando lo mismo porque hablaba con todos los rehenes en un intento por descubrir la fuerza de Alfredo.

—Es una gran fuerza —le dije—, podríais matar su ejército y reuniría otro. —Eso era una tontería, claro está, pero, ¿qué esperaba que le dijera?

Dudo de que convenciera a Guthrum, pero Waella, el cura primo de Alfredo, le metió el temor de Dios en el cuerpo. Guthrum pasaba horas hablando con Waella, y yo le hacía de intérprete a menudo. No le preguntaba sobre tropas o barcos, sino sobre Dios. ¿Quién era el Dios cristiano? ¿Qué ofrecía? Le fascinó el episodio de la crucifixión y creo que, de haber tenido tiempo, Waella hasta habría podido convencer a Guthrum de convertirse. Desde luego Waella lo pensaba porque me pidió encarecidamente que rezara por dicha conversión.

—Está cerca, Uhtred —me dijo entusiasmado—, ¡en cuanto se bautice habrá paz!

Así son los sueños de los curas. Los míos estaban con Mildrith y el niño que crecía en su vientre. Ragnar soñaba con la venganza. ¿Y Guthrum?

A pesar de su fascinación por el cristianismo, Guthrum sólo soñaba con una cosa.

Soñaba con la guerra.