Pasamos la primavera, el verano y el otoño del año 875 remando arriba y abajo por la costa sur de Wessex. Fuimos divididos en cuatro flotillas, y Leofric comandaba Heahengel, Ceruphin y Cristenlic, que significan arcángel, querubín y cristiano respectivamente. Alfredo había escogido los nombres. Hacca, que estaba al cargo de la flota completa, navegaba en el Evangelista, el cual pronto adquirió reputación de ser un barco gafe, aunque su auténtica desgracia era tener a Hacca a bordo. Era un hombre bastante agradable, generoso con su plata, pero detestaba los barcos, detestaba el mar, y nada deseaba más que ser guerrero en tierra firme, lo que significaba que el Evangelista recalaba siempre en Hamtun para sufrir reparaciones.
Pero no el Heahengel. Le di a aquel remo hasta que me quedó el cuerpo dolorido y las manos duras como un roble, pero tanto remar me hizo ganar músculo, una barbaridad de músculo. Ahora era grande, grande, alto y fuerte, y de paso arrojado y agresivo. Nada deseaba más que probar el Heahengel contra un barco danés, y aun así nuestra primera confrontación fue un auténtico desastre. Bordeábamos Suth Seaxa, una costa maravillosa de recortados acantilados blancos, y Ceruphin y Cristenlic se habían alejado mar adentro mientras nosotros recorríamos la costa confiando en atraer un barco vikingo que nos persiguiera hasta una emboscada tendida por las otras dos embarcaciones. La trampa funcionó, pero el barco vikingo era mejor que el nuestro. Era más pequeño, mucho más pequeño, y lo perseguimos en contra de la marea, ganándole terreno a cada boga, pero entonces vieron a Ceruphin y Crislenlic emerger de repente por el sur, con los remos reflejando la luz del sol y las proas espumosas, y el capitán danés hizo virar el barco como una peonza y, con la marea ahora a su favor, se abalanzaron sobre nosotros.
—¡Lánzate hacia él! —le gritó Leofric a Werferth, que iba al timón, pero Werferth dio la vuelta, pues quería evitar la colisión y yo vi los remos del barco danés meterse en sus agujeros a medida que se acercaba por estribor, y romper uno a uno los nuestros. El impacto lanzó los asidores con tanta fuerza contra nuestros remeros que sumamos unas cuantas costillas rotas. Entonces los arqueros daneses, cuatro o cinco en total, empezaron a lanzar flechas. Una se clavó en el cuello de Werferth y el puente del timón se anegó de sangre, mientras Leofric aullaba preso de la rabia y la impotencia y los daneses, con los remos otra vez fuera, salían a toda prisa aprovechando la rápida bajamar. Se burlaban mientras nos bamboleábamos sobre las olas.
—¿Sabes pilotar un barco, earsling? —me preguntó Leofric mientras apartaba a un Werferth moribundo del timón.
—Sí.
—Pues lleva éste. —Regresamos a casa a trompicones, apenas con la mitad de los remos, y aprendimos dos lecciones: una era portar siempre remos de reserva, y la otra llevar arqueros. Por desgracia el ealdorman Freola, que comandaba el fyrd del Hamptonscir, dijo que no podía prescindir de ningún arquero, que ya tenía pocos, que los barcos se habían llevado demasiados guerreros suyos, y que además no los necesitaríamos. Hacca, su hermano, nos dijo que no diéramos más la lata.
—Arrojad lanzas —le aconsejó a Leofric.
—Quiero arqueros —insistió Leofric.
—¡Pues no los hay! —concluyó Hacca abriendo mucho las manos.
El padre Willibald quería escribir una carta a Alfredo.
—A mí me escuchará —dijo.
—Le escribís, y ¿luego qué pasará? —comentó Leofric con amargura.
—¡Nos enviará arqueros, por supuesto! —repuso el padre Willibald animoso.
—La carta —dijo Leofric—, llega a sus putos secretarios, que son todos curas, y la ponen en una pila, y la pila se lee lentamente, y cuando al final Alfredo la ve, quiere consejo, y acuden dos putos obispos a opinar, y Alfredo escribe la respuesta y dice que quiere saber más, y para entonces nos plantamos en la Candelaria y estamos todos muertos con la espalda llena de flechas danesas. —Miró con odio a Willibald, y a mí Leofric empezó a gustarme aún más. Me vio sonreír—. ¿Qué resulta tan gracioso, endwerc? —me preguntó.
—Yo te puedo conseguir arqueros —dije.
—¿Cómo?
Empleando una de las monedas de oro de Ragnar, que mostramos en la plaza del mercado y aseguramos ser de oro, con su extraña escritura, y que iría a parar al mejor arquero que ganara una competición que tendría lugar de allí a una semana. Aquella moneda valía más de lo que la mayoría de los hombres podía ganar en un año, y Leofric quería saber cómo la había conseguido, pero me negué a decírselo. Lo que hice fue plantar dianas, y corrió la voz de que se podía conseguir rico oro con flechas baratas, y se presentaron más de cuarenta hombres para probar su habilidad. Nos limitamos a embarcar a los doce mejores en el Heahengel y otros diez en el Ceruphin y el Cristenlic, después zarpamos. Nuestros doce protestaron, claro, pero Leofric les pegó cuatro gritos y todos decidieron al punto que nada deseaban más que navegar por la costa de Wessex con él.
—Para algo que ha salido chorreando del culo de una cabra —me dijo Leofric—, no eres del todo inútil.
—Habrá problemas cuando volvamos —le avisé.
—Pues claro que habrá problemas —coincidió—, problemas con la comarca, con el ealdorman, con el obispo y con toda la puta población. —De repente estalló en carcajadas, algo muy poco frecuente—. Así que primero vamos a matar unos cuantos daneses.
Eso hicimos. Y por casualidad topamos con el mismo barco que nos había puesto en ridículo. Intentó la misma maniobra que la vez anterior, pero en esta ocasión yo le lancé el Heahengel encima, nuestra proa se estampó contra su aleta y los doce arqueros ya estaban disparando flechas sobre la tripulación. El Heahengel había asaltado al otro barco, casi lo había hundido dejándolo inmóvil, y Leofric capitaneó una carga por la proa. La sentina vikinga empezó a teñir el agua de sangre. Dos de nuestros hombres consiguieron atar los dos barcos juntos, lo cual significaba que podía abandonar el timón, y sin molestarme en ponerme la cota o el casco, abordé al vikingo con Hálito-de-serpiente y me uní a la lucha. Los escudos entrechocaban en el ancho puente, las lanzas rasgaban, las espadas y las hachas giraban en molinetes, las flechas volaban por encima, los hombres gritaban, morían, la furia de la batalla, la alegría de la canción de la espada, y todo terminó antes de que el Ceruphin o el Cristenlic tuvieran tiempo de llegar.
Me encantaba. Ser joven, fuerte, poseer una buena espada y sobrevivir. La tripulación danesa estaba compuesta de cuarenta y seis hombres, y todos murieron menos uno, que se salvó porque Leofric aulló para que hiciéramos un prisionero. Tres de nuestros hombres perecieron, y seis recibieron heridas muy feas y fallecieron antes de que los lleváramos a tierra, pero achicamos el barco vikingo y lo remolcamos hasta Hamtun, y en su panza empapada de sangre encontramos un arcón de plata que habían robado del monasterio de Wiht. Leofric entregó una buena cantidad a los arqueros, de modo que, cuando llegamos a la orilla y nos enfrentamos con el alguacil, que exigía prescindir de los arqueros, sólo dos de ellos quisieron marcharse. El resto veía un modo de hacerse rico, así que se quedaron.
El prisionero se llamaba Hroi. Su señor, a quien habíamos matado en la batalla, se llamaba Thurkil y servía a Guthrum, que estaba en Anglia Oriental y se hacía llamar rey de aquel país.
—¿Sigue llevando el hueso en el pelo? —pregunté.
—Sí, señor —repuso Hroi. No me llamaba señor porque fuera ealdorman, pues eso no lo sabía. Me llamaba señor porque no quería que lo matara cuando terminara de interrogarlo.
Hroi no pensaba que Guthrum fuera a atacar aquel año.
—Espera a Halfdan —me dijo.
—¿Y dónde está Halfdan?
—En Irlanda, señor.
—¿Vengando a Ivar?
—Sí, señor.
—¿Conoces a Kjartan?
—Conozco a tres hombres con ese nombre, señor.
—Kjartan de Northumbria —dije—, padre de Sven.
—¿Os referís al jarl Kjartan?
—¿Ahora se hace llamar jarl? —pregunté.
—Sí, señor, sigue en Northumbria.
—¿Y Ragnar? ¿El hijo de Ragnar el Temerario?
—El jarl Ragnar está con Guthrum, señor, en Anglia Oriental. Tiene cuatro barcos.
Encadenamos a Hroi y lo enviamos custodiado a Wintanceaster, pues a Alfredo le gustaba hablar con los prisioneros daneses. No sé qué le pasó. Probablemente lo colgarían o le cortarían la cabeza, pues Alfredo no extendía la misericordia cristiana a los piratas paganos.
Y pensé en Ragnar el Joven, ahora el jarl Ragnar, y me pregunté si me encontraría con sus barcos en la costa de Wessex, y me pregunté también si Hroi no habría mentido y Guthrum sí invadiría aquel verano. Pensé que lo haría, pues había muchos enfrentamientos en la isla de Gran Bretaña. Los daneses de Mercia habían atacado a los britanos del norte de Gales, nunca descubrí por qué, y había bandas de daneses asaltando la frontera de Wessex. Sospecho que aquellas expediciones estaban destinadas a descubrir las debilidades sajonas antes de que Guthrum lanzara el ataque de su Gran Ejército, pero no vino ningún ejército y, cuando llegó la canícula, Alfredo se sintió lo bastante seguro como para dejar sus fuerzas en el norte de Wessex y venir a visitar la flota.
Su llegada coincidió con las noticias de que siete barcos daneses habían sido avistados cerca de Heilincigae, una isla que quedaba en aguas poco profundas no lejos del este de Hamtun, y las noticias se vieron confirmadas cuando vimos el humo de un poblado saqueado. Sólo teníamos la mitad de los barcos en Hamtun, el resto se había hecho a la mar, y uno de los seis en el puerto, el Evangelista, estaba en dique seco porque le estaban limpiando el casco. Hacca no estaba cerca de Hamtun, había ido probablemente a casa de su hermano, y seguro que le dio rabia perderse la visita del rey, pero Alfredo no nos avisó de su llegada, quizá porque quería vernos tal como éramos en lugar de aparecer de la forma más conveniente ante el anuncio de su inspección. En cuanto supo que los daneses estaban cerca de Heilincigae ordenó que nos hiciéramos todos a la mar y subió en el Heahengel con dos de sus guardias y tres curas, uno de ellos Beocca, que se quedó conmigo junto al timón.
—Te has hecho más grande, Uhtred —me dijo, casi como un reproche. Ahora era por lo menos una cabeza más alto que él, y mucho más ancho de pecho.
—Si remarais, padre —le dije tras un breve silencio—, también os haríais más grande.
Dejó escapar una risita.
—No me imagino remando —contestó, después señaló el timón—. ¿Es difícil de llevar? —preguntó.
Le dejé gobernar y le sugerí que virara el barco ligeramente a estribor, y sus ojos bizcos se abrieron de sorpresa cuando intentó empujar el timón y se le resistió el agua.
—Hace falta fuerza —le dije volviendo a coger el timón.
—Eres feliz, ¿no? —parecía una acusación.
—Sí, lo soy.
—No tendrías que serlo —me dijo.
—¿No?
—Alfredo pensaba que esta experiencia te haría más humilde.
Miré al rey, situado en la proa con Leofric, y recordé sus dulces palabras cuando me dijo que tenía algo que enseñar a aquellas tripulaciones, y me di cuenta de que durante todo el tiempo supo que no tenía nada que aportar, y aun así me había dado el casco y la armadura. Supuse que aquello había sido así para que le entregara un año de mi vida y de ese modo Leofric pudiera extirparme a golpes la arrogancia de mi presuntuosa juventud.
—No ha funcionado, ¿eh? —le dije sonriendo.
—Dijo que había que domarte como a un caballo.
—Pero yo no soy un caballo, padre, soy señor de Northumbria. ¿Qué pensaba? ¿Que un año más tarde sería un cristiano manso dispuesto a hacer su voluntad?
—¿Es eso tan malo?
—Muy malo —contesté—. Necesita hombres como Dios manda para luchar contra los daneses, no parásitos que vencen.
Beocca suspiró, y después se persignó porque el pobre padre Willibald estaba alimentando a las gaviotas con su vómito.
—Ya es hora de que te cases, Uhtred —comentó Beocca con severidad.
Me lo quedé mirando perplejo.
—¡De que me case! ¿Por qué decís eso?
—Ya tienes edad —dijo Beocca.
—Y vos —repliqué—, y no estáis casado aún, ¿por qué tendría yo que hacerlo?
—No pierdo la esperanza —respondió Beocca. Pobre hombre, era bizco, estaba paralizado y tenía cara de comadreja enferma, cosa que no lo convertía en ningún favorito de las mujeres—. Pero hay una joven en Defnascir que tendrías que ver —me dijo entusiasmado—. ¡Una dama de muy buena cuna! Una criatura encantadora y —se detuvo, evidentemente a falta de más cualidades de la chica, o porque no podía inventar ninguna nueva— su padre era el alguacil de la comarca, que en paz descanse. Una chica encantadora, Mildrith, se llama. —Me sonrió expectante.
—La hija de un alguacil —dije sin entonación alguna—. ¿El alguacil del rey? ¿El alguacil de la comarca?
—Su padre era alguacil de Defnascir sur —contestó Beocca, despeñando al hombre por la escala social—, pero le dejó propiedades a Mildrith. Un buen pedazo de tierra en Exanceaster.
—La hija de un alguacil —repetí—, ¿no la hija de un ealdorman?
—Tiene dieciséis años, creo —dijo Beocca mientras observaba una playa de guijarros pasar al oeste.
—Dieciséis —dije con tono mordaz—, y soltera, lo que indica que tiene la cara como un saco de gusanos.
—Eso apenas importa —replicó molesto.
—Vos no tenéis que dormir con ella —repuse—, y seguro que será muy piadosa.
—Es una devota cristiana, me alegro de decir.
—¿La habéis visto? —pregunté.
—No —admitió—, pero Alfredo ha hablado de ella.
—¿Esto es idea de Alfredo?
—Le gusta ver a sus hombres asentados, que arraiguen en la tierra.
—Yo no soy uno de sus hombres, padre. Yo soy Uhtred de Bebbanburg, y los señores de Bebbanburg no se casan con piadosas zorras de baja alcurnia y con la cara agusanada.
—Tendrías que conocerla —insistió con el ceño fruncido—. El matrimonio es una cosa maravillosa, Uhtred, dispuesto por Dios para nuestra felicidad.
—¿Y vos cómo lo sabéis?
—Es así —insistió débilmente.
—Ya soy feliz —respondí—. Me trajino a Brida y mato daneses. Buscad a otro hombre para Mildrith. ¿Por qué no os casáis vos con ella? Cielo santo, padre, ¡pero si debéis de andar por la treintena! Si no os casáis pronto, moriréis virgen. ¿Sois virgen?
Se sonrojó, pero no respondió porque Leofric se acercaba al puente del timón con cara de muy pocos amigos. Nunca se le veía contento, pero en aquel momento parecía aún más cabreado que de costumbre y supuse que habría discutido con Alfredo, una discusión que claramente había perdido. Alfredo iba tras él, con una serena mirada de indiferencia en su alargado rostro. Dos de sus curas le pisaban los talones, cargando con pergamino, tinta y plumas, y entonces reparé en que estaban tomando notas.
—¿Cuál dirías tú, Uhtred, que es el equipamiento más importante para un barco? —me preguntó Alfredo. Uno de los curas mojó la pluma preparado para mi respuesta, después se tambaleó cuando el barco cogió una ola. Dios sabe qué parecerían las notas de aquel día—. ¿La vela? —me apuntó Alfredo—. ¿Lanzas? ¿Arqueros? ¿Escudos? ¿Remos?
—Cubos —repuse.
—¿Cubos? —me miró con desaprobación, sospechando que me estaba burlando de él.
—Cubos para achicar el agua, señor —repuse y le señalé con la cabeza el casco del Heahengel, en el que cuatro hombres recogían agua y la tiraban por la borda, aunque una buena parte caía sobre los remeros—. Lo que en verdad necesitamos, señor, es un calafateado mejor.
—Apuntadlo —indicó Alfredo a los curas, después se puso de puntillas para mirar la tierra llana que había entre nosotros y el lago salado donde se habían avistado los barcos.
—Hace mucho que se habrán marchado —rezongó Leofric.
—Ruego porque no sea así —contestó Alfredo.
—Los daneses no nos esperan —repuso Leofric. Estaba de un humor de perros, hasta el punto de hablarle mal a su rey—. No son imbéciles —prosiguió—, desembarcan, asaltan y se marchan. Habrán zarpado con la marea baja. —La marea acababa de cambiar otra vez y ahora subía en nuestra contra, aunque nunca comprendí muy bien las mareas en las extensas aguas de Hamtun, pues allí había el doble que en el resto de parajes marinos. Las mareas de Hamtun o actuaban según leyes diferentes o se confundían por los canales.
—Los paganos estuvieron aquí al alba —dijo Alfredo.
—Y ahora navegarán a millas de distancia —repuso Leofric. Hablaba con Alfredo como si fuera otro miembro de la tripulación, sin mostrarle ningún respeto, pero Alfredo siempre era paciente con aquel tipo de insolencia. Conocía la valía de Leofric.
Pero Leofric no tenía razón aquel día. Los barcos vikingos no se habían ido, seguían en Heilincigae, los siete, pues habían quedado atrapados por la marea baja. Esperaban a que subiera para volver a flotar, pero llegamos primero al acceder al lago salado por la pequeña entrada que hay desde la orilla norte del Solente. Una vez atravesada, el barco se adentra en un mundo de pantanos, bancos de arena, islas y trampas para peces, no muy distinto a las aguas del Gewaesc. Llevábamos a bordo un hombre que había crecido en aquellas aguas, y él nos guiaba, pero los daneses carecían de dicha pericia y se habían confundido por una hilera de varas, clavadas en la arena con la marea baja para señalar un canal, las cuales fueron movidas deliberadamente con el fin de atraerlos a un bajío de barro en el que ahora estaban atrapados.
Algo espléndido. Los teníamos atrapados como a zorros en una guarida de una sola salida, y todo cuanto teníamos que hacer era anclar en la entrada del lago salado, confiar en que nuestras anclas aguantaran las fuertes corrientes, esperar a que regresaran a flote, y después masacrarlos, pero Alfredo tenía prisa. Quería regresar con sus fuerzas terrestres e insistió en que lo devolviéramos a Hamtun antes del anochecer, así que, en contra del consejo de Leofric, se nos ordenó atacar inmediatamente.
Aquello también era espléndido, pero no podíamos acercarnos al banco de barro directamente porque el canal era estrecho y supondría ir en fila india, así que el primer barco se enfrentaría a siete navíos daneses solo, y tuvimos que remar bastante para llegar a ellos por el sur, lo que significaba que podían escapar por la entrada del lago salado si la marea los devolvía a flote, cosa que podía suceder en cualquier momento, y Leofric murmuró entre dientes que estábamos haciéndolo todo mal para enfrentarnos en una batalla. Se sentía furioso con Alfredo.
Mientras tanto, el rey se mostraba fascinado con los barcos enemigos, que jamás había visto tan de cerca.
—¿Son esas bestias representaciones de sus dioses? —me preguntó, refiriéndose a los bellos mascarones labrados de proas y popas, que alardeaban de sus monstruos, dragones y serpientes.
—No señor, sólo bestias —contesté. Estaba a su lado, pues había entregado el timón al hombre que conocía aquellas aguas, y le conté al rey que las cabezas labradas podían quitarse para no aterrorizar a los espíritus de la tierra.
—Apunta eso —le ordenó a un cura—. ¿Y las veletas en los mástiles? —me preguntó, mirando la que tenía más cerca, pintada con un águila—, ¿también están concebidas para asustar a los espíritus?
No respondí. Me hallaba absorto mirando los siete barcos sobre la cenagosa joroba del bajío, y reconocí uno: La Víbora del viento. La franja de metal de la proa se veía claramente, pero aun así lo habría reconocido. Víbora del viento, la preciosa Víbora del viento, un barco de ensueño, allí, en Heilincigae.
—¿Uhtred? —me llamó Alfredo.
—Sólo son veletas, señor —respondí. Y si allí estaba la Víbora del viento, ¿se hallaría también Ragnar? ¿O es que Kjartan se había quedado el barco y se lo había alquilado a algún capitán?
—Parece que se toman muchas molestias para decorar un barco —comentó Alfredo irritado.
—Los hombres aman sus barcos —le dije—, y luchan por ellos. Se honra aquello por lo que se lucha, señor. Nosotros deberíamos decorar los nuestros. —Hablaba con dureza, pues pensaba que apreciaríamos más nuestros barcos si ostentaran bestias en las proas y tuvieran nombres como es debido del tipo Derramasangre, Lobo marino o Fabricaviudas. En cambio, el Heahengel conducía al Ceruphin y al Crislenlic por aguas traicioneras, y detrás llevábamos al Apóstol y al Eflwyrd, que significaba «día del juicio», y era tal vez el que mejor nombre tenía de toda la flota porque envió a más de un danés al abrazo del mar.
Los daneses estaban cavando, trataban de hacer más hondo el inseguro canal y así sacar los barcos, pero a medida que nos íbamos acercando, cayeron en la cuenta de que jamás completarían una tarea tan desproporcionada y regresaron a sus embarcaciones para tomar armadura, cascos, escudos y armas. Yo me puse la cota de malla cuyo forro de cuero apestaba a sudor rancio, me encasqueté el yelmo y me até Hálito-de-serpiente a la espalda y Aguijón-de-avispa a la cintura. Aquélla no iba a ser una batalla naval, sino terrestre, muro de escudos contra muro de escudos, una matanza en el barro, y los daneses tenían ventaja porque podían apelotonarse en el lugar en que teníamos que desembarcar y venir por nosotros cuando bajáramos, y no me gustaba. Veía que Leofric temía la situación, pero Alfredo parecía bastante tranquilo mientras se ponía el casco.
—Dios está con nosotros —dijo.
—Ya puede estarlo —murmuró Leofric, después levantó la voz para gritarle al timonel—. ¡Manténlo aquí! —Había que tener habilidad para mantener quieto al Heahengel en la corriente, pero ciamos y empezamos a dar vueltas mientras Leofric observaba la orilla. Supuse que estaba esperando a que llegaran las demás naves para poder desembarcar todos juntos, pero había visto una lengua de arena fangosa que sobresalía de la orilla, decidiendo entonces que si varábamos allí el Heahengel nuestros primeros hombres en la proa no tendrían que enfrentarse a un muro de escudos compuesto por siete tripulaciones vikingas. La lengua era estrecha, no tendría anchura suficiente más que para tres o cuatro hombres, y una batalla allí podría equilibrar las fuerzas.
—Buen sitio para morir, earsling —me dijo, y me condujo hacia delante. Alfredo se apresuró detrás de nosotros—. Esperad —le espetó Leofric a su rey con tanta brutalidad que de hecho Alfredo le obedeció—. ¡Embarranca en la lengua! —le gritó al timonel—, ¡ahora!
Ragnar estaba allí. Vi el ala de águila ondear en su poste, y entonces lo vi a él, tan parecido a su padre que por un momento creía que volvía a ser un chico.
—¿Listo, earsling? —me preguntó Leofric. Había reunido a sus seis mejores guerreros, estábamos en la proa, y detrás de nosotros los arqueros se preparaban para disparar flechas contra los daneses que se apresuraban hacia el estrecho banco de arena fangosa. Nos abalanzamos hacia delante en el momento en que la proa del Heahengel rascó el fondo—. ¡Ahora! —gritó Leofric, y saltamos al agua, que nos llegaba a la altura de las rodillas, y entonces instintivamente juntamos los escudos, montamos el muro y yo desenvainé Aguijón cuando llegaron los primeros daneses.
—¡Matadlos! —gritó Leofric, y yo empujé el escudo hacia delante oyéndose un increíble estrépito de tachones de hierro contra madera de tilo, un hacha salió volando por encima de mi cabeza, pero la detuvo el escudo del hombre que tenía detrás, y yo la emprendí a tajo limpio por debajo del mío, intentando clavar Aguijón hacia arriba, pero se me quedó atrapado en un escudo danés. Lo liberé, volví a clavarlo y sentí un dolor en el tobillo cuando un arma rajó agua y bota. La sangre se extendió por el agua, pero seguía en pie, y volví a empujar, olía a los daneses, las gaviotas gritaban por encima de nuestras cabezas, y llegaban más daneses, pero también se nos unían los hombres que iban llegando, algunos metidos en el agua hasta la cintura, y el frente de la batalla era entonces una competición de empujones, porque nadie tenía espacio para desenvainar un arma. Fue una batalla de escudos entre gruñidos y maldiciones, y Leofric, a mi lado, pegó un grito y nosotros hicimos un esfuerzo más, los daneses se retiraron medio paso y nuestras flechas volaron por encima de nuestros cascos, yo hinqué Aguijón, sentí cómo rompía cuero o malla, lo retorcí entre la carne, volví a sacarlo, empujé con el escudo, agaché la cabeza, volví a empujar, volví a clavar, fuerza bruta, recios escudos y buen acero, nada más. Un hombre se estaba ahogando, la sangre fluía sobre las ondas que provocaban sus espasmos, y digo yo que estaríamos gritando, pero no lo recuerdo bien. Recuerdo, sí, los empujones, el olor, los gritos de los rostros barbudos, la furia, y entonces Cristenlic embistió contra el flanco de la fila danesa, tiró a los hombres al agua, los ahogó, los aplastó, y su tripulación saltó a las pequeñas olas con lanzas, espadas y hachas. Llegó un tercer barco, bajaron más hombres, y yo oí a Alfredo detrás de mí, gritándonos que rompiéramos su fila, que los matáramos. Yo no paraba de clavar Aguijón contra los tobillos de un hombre, un tajo detrás de otro, empujaba con el escudo, entonces tropezó y nuestra fila avanzó, y él intentó dirigir un golpe hacia mi ingle, pero Leofric dejó caer su hacha y convirtió el rostro del enemigo en una máscara de sangre y dientes rotos—. ¡Empujad! —chilló Leofric, embestimos contra el enemigo y de repente la fila cedió y empezaron a correr.
No los habíamos vencido. No huían de nuestras espadas y lanzas, retrocedían porque la marea empezaba a levantar los barcos, y corrieron a salvarlos. Salimos corriendo a trompicones detrás, aunque más bien a trompicones iba yo solo, porque el tobillo derecho me sangraba, y seguíamos sin tener suficientes hombres en tierra para derrotar las tripulaciones que subían a toda prisa a los barcos, aunque una dotación, todos hombres valientes, se quedó en la arena para contenernos.
—¿Estás herido, earsling? —me preguntó Leofric.
—No es nada.
—Quédate atrás —me ordenó. Estaba haciendo formar a los hombres del Heahengel en un muro de escudos, un muro para lanzarse contra la única y valerosa tripulación que quedaba, y Alfredo estaba allí, con una armadura de malla brillante, y los daneses debían de saber que era un gran señor, pero no abandonaron sus barcos por el honor de matarlo. Creo que de haber traído Alfredo el estandarte del dragón, los daneses lo habrían reconocido, se habrían quedado para enfrentarse con nosotros, y bien podrían habernos matado o capturado a Alfredo, pero los daneses procuraban siempre evitar demasiadas bajas y detestaban perder sus preciosos barcos, así que lo único que querían era largarse cuanto antes de aquel lugar. Con tal objeto estaban dispuestos a pagar el precio de un barco para salvar al resto, y aquel barco no era la Víbora del viento. Vi cómo la empujaban por el canal, la vi salir de allí hacia atrás, con los remos desalojando más arena que agua, y empecé a correr por encima de las olas, chapoteando, di la vuelta a nuestro muro de escudos y abandoné la batalla a mi derecha mientras le gritaba al barco.
—¡Ragnar! ¡Ragnar! —Las flechas volaban por encima de mi cabeza. Una se me clavó en el escudo, otra me ladeó el casco, y eso me recordó que Ragnar no me reconocería con él puesto, así que bajé Aguijón y me descubrí la cabeza—. ¡Ragnar!
Las flechas se detuvieron. Los muros de escudos chocaban uno contra el otro, los hombres morían, la mayoría de los daneses estaba escapando, y el jarl Ragnar me miró desde el otro lado de la distancia que se abría entre nosotros, y yo no pude leer la expresión de su rostro, pero había impedido que sus arqueros siguieran disparándome. Entonces se llevó las manos a la boca a modo de altavoz.
—¡Aquí! —gritó—, ¡mañana al anochecer! —Y sus remos mordieron el agua, la Víbora del viento viró como una bailarina, las palas levantaron el agua y desapareció.
Recuperé Aguijón y regresé para unirme a la batalla, pero ya había terminado. Nuestras tripulaciones masacraron a aquella única dotación danesa, a todos excepto a un puñado de hombres que Alfredo ordenó dejar vivos. El resto conformaba una pila sangrienta en la playa, y los despojamos de armas, armaduras y ropas y dejamos sus cuerpos blancos para las gaviotas. El barco era un navío viejo y lleno de filtraciones que remolcamos hasta Hamtun.
Alfredo se mostraba contento. En realidad había dejado escapar seis barcos, pero fue una victoria de todos modos y las noticias animarían a sus tropas a luchar en el norte. Uno de los curas interrogó a los prisioneros y apuntó sus respuestas en un pergamino. Alfredo les hizo también sus propias preguntas, que el cura tradujo, y cuando averiguó todo cuanto pudo, se me acercó hasta el timón y observó la sangre que teñía el puente bajo mi pie derecho.
—Peleas bien, Uhtred.
—Hemos peleado mal, señor —le dije, y era cierto. Su muro de escudos había aguantado, y si no se hubieran retirado para rescatar los barcos, incluso nos habrían podido hacer retroceder hasta el mar. Yo no había estado muy bien. Hay días en que la espada y el escudo parecen torpes, y el enemigo más rápido, y aquél había sido uno de esos días. Me sentía enojado conmigo mismo.
—Estabas hablando con uno de ellos —me dijo Alfredo con tono acusador—. Te he visto. Hablabas con uno de los paganos.
—Le decía, señor —le conté—, que su madre era una puta, su padre un cagarro del infierno y sus hijos caca de comadreja.
Se estremeció. Alfredo no era ningún cobarde y conocía la ira de la batalla, pero jamás le gustaron los insultos de los hombres. Creo que le habría encantado que la guerra fuera decorosa. Miró hacia atrás del Heahengel, cuya estela teñía de rojo el sol poniente.
—El año que me prometiste está a punto de terminar —dijo.
—Cierto, señor.
—Rezo para que te quedes con nosotros.
—Cuando Guthrum llegue, señor —le contesté—, vendrá con una flota que oscurecerá el mar, y nuestra docena de barcos será aplastada. —Pensaba que de eso trataría la discusión con Leofric, de la futilidad de intentar controlar una invasión por mar con doce barcos con mal nombre—. Si me quedo —pregunté—. ¿De qué voy a servir si no nos atrevemos a sacar la flota?
—Lo que dices es cierto —comentó Alfredo, lo cual me indicó que su discusión con Leofric había sido sobre otra cuestión—, pero las tripulaciones también pueden luchar en tierra. Leofric me dice que eres el mejor guerrero que ha visto jamás.
—Eso es porque él no se ha visto, señor.
—Ven a verme cuando llegue la hora —dijo—, y encontraré un lugar para ti.
—Sí, señor —le dije, pero en un tono que sólo reconocía que entendía lo que quería, no que indicara que fuera a obedecerle.
—Pero debes saber una cosa, Uhtred —su voz era severa—, cualquier hombre que comande mis tropas tiene que saber leer y escribir.
Casi me parto de la risa.
—¿Para poder leer los Salmos, señor? —pregunté sarcástico.
—Para poder leer mis órdenes —repuso Alfredo con frialdad—, y enviarme noticias.
—Sí, señor —repetí.
Habían colocado balizas iluminadas en Hamtun para que pudiéramos encontrar el camino de vuelta, y el viento nocturno removía los reflejos líquidos de la luna y las estrellas a medida que nos deslizábamos hasta nuestro embarcadero. Se distinguían luces en la orilla, hogueras, cerveza, comida y risas, y lo mejor de todo: la promesa de ver a Ragnar al día siguiente.
* * *
Ragnar corrió un riesgo enorme, por supuesto, al regresar a Heilincigae, aunque puede que pensara, como de hecho sucedió, que nuestros barcos necesitarían como mínimo un día para recuperarse de la batalla. Había heridos que atender y armas que afilar, así que ninguno de nuestros barcos salió a la mar aquel día.
Brida y yo cabalgamos hasta Hamanfunta, población que vivía de las trampas para anguilas, la pesca y las salinas, y una astilla de plata sirvió para alojar nuestros caballos y para que un pescador nos llevara hasta Heilincigae, donde ya no vivía nadie porque los daneses los habían masacrado a todos. El pescador no estaba dispuesto a esperarnos, demasiado asustado por la cercana noche y los lamentos de los fantasmas de la isla, pero prometió volver a la mañana siguiente.
Brida, Nihtgenga y yo recorrimos aquel lugar, pasamos junto a la pila de cadáveres daneses del día anterior que habían sido picoteados por las gaviotas, cerca de las cabañas quemadas en las que la gente había hecho su humilde vida junto al mar y el pantano antes de que llegaran los vikingos, y después, a medida que se ponía el sol, arrastramos vigas chamuscadas hasta la orilla, y yo las prendí con yesca y pedernal. Las llamas ardieron al atardecer y Brida me tocó el brazo al avistar la Víbora del viento, recortada contra el cielo oscuro, al pasar por la entrada del lago salado. Los últimos coletazos del día teñían el mar de carmesí y reflejaban los remaches dorados de la bestia de proa.
La observé, pensé en el miedo que dicha visión provocaba en Inglaterra. Dondequiera que hubiera un riachuelo, una bahía o una desembocadura, los hombres temían ver aparecer los barcos daneses. Tenían miedo de las bestias de la proa, de los hombres tras las bestias, y rezaban por librarse de la furia de los hombres del norte. Yo adoraba aquella visión. Adoraba la Víbora del viento. Sus remos subían y bajaban, oía los asideros crujir en sus luchaderos forrados de cuero, vi los hombres cubiertos de malla de su proa, y entonces el casco embarrancó en la arena y los remos se detuvieron.
Ragnar apoyó la escalera contra la proa. Todos los barcos daneses cuentan con una pequeña escalera que les permite bajar a la playa, y él bajó los peldaños lentamente y solo. Llevaba cota de malla completa, casco y la espada a un costado, y en cuanto llegó a tierra caminó hasta las pequeñas llamas de nuestra hoguera como un guerrero en busca de venganza. Se detuvo a distancia de lanza y me miró a través de los agujeros negros del yelmo.
—¿Mataste a mi padre? —me preguntó con crudeza.
—Por mi vida —dije—, por Thor —me saqué el amuleto del martillo y lo agarré—, por mi alma —proseguí—, no lo maté.
Se quitó el casco, dio un paso adelante y nos abrazamos.
—Sabía que no habías sido tú —me dijo.
—Fue Kjartan —respondí—, y nosotros lo vimos. —Le contamos toda la historia: que nosotros estábamos en el bosque vigilando el carbón, que nos quedamos aislados de la casa, y que la quemaron y los mataron a todos.
—Si hubiera podido matar a uno solo de ellos —dije—, lo habría hecho, y habría muerto al hacerlo, pero Ravn siempre decía que debía quedar al menos un superviviente para contar la historia.
—¿Qué ha dicho Kjartan? —preguntó Brida.
Ragnar se sentó, y dos de sus hombres trajeron pan, arenques secos, queso y cerveza.
—Kjartan dijo —hablaba con suavidad— que los ingleses se alzaron contra la casa, azuzados por Uhtred, y que él mismo se vengó de los asesinos.
—¿Y le creíste? —le pregunté.
—No —admitió—. Son muchos los hombres que me han contado que lo hizo él, pero ahora es el jarl Kjartan, dirige tres veces más hombres que yo.
—¿Y Thyra? —pregunté—. ¿Ella qué dice?
—¿Thyra? —Se me quedó mirando, perplejo.
—Thyra sobrevivió —le conté—. Se la llevó Sven.
Sólo me miraba. No sabía que su hermana estaba viva, y vi la ira apoderarse de su rostro, levantó entonces la mirada a las estrellas y aulló como un lobo.
—Es cierto —intervino Brida—. Dejaron viva a tu hermana.
Ragnar sacó la espada y la clavó en la arena. Puso la mano derecha sobre el acero.
—Aunque sea lo último que haga —juró—, voy a matar a Kjartan, a su hijo y a todos sus seguidores. ¡A todos!
—Te ayudaré —le dije. Me miró desde el otro lado de las llamas—. Quería a tu padre —proseguí—, y él me trató como a un hijo.
—Agradezco tu ayuda, Uhtred —respondió Ragnar formalmente. Limpió la arena de la espada y la volvió a envainar en su funda forrada de borrego—. ¿Te vienes con nosotros?
Me sentí tentado. Incluso me sorprendió lo tentado que me sentía. Quería irme con Ragnar, quería la vida que había vivido con su padre, pero el destino nos gobierna. Le había jurado fidelidad a Alfredo durante unas cuantas semanas más, y había luchado junto a Leofric durante todos aquellos meses, y luchar junto a otro hombre en un muro de escudos crea lazos de afecto muy profundos.
—No puedo ir —dije, y deseé haber podido decir lo contrario.
—Yo sí —dijo Brida, y en cierto modo no me sorprendió. No le gustaba nada que la dejáramos en Hamtun cuando salíamos a patrullar la costa, se sentía atada e inútil, no requerida, y creo que añoraba la vida danesa. Detestaba Wessex. Detestaba a sus curas, su desaprobación y la negación de todo cuanto era alegre.
—Eres testigo de la muerte de mi padre —le dijo Ragnar, aún en tono formal.
—Lo soy.
—Te doy la bienvenida —dijo, y me volvió a mirar.
Sacudí la cabeza.
—Por el momento le he jurado lealtad a Alfredo. En invierno estaré libre de ese juramento.
—Pues ven con nosotros en invierno —me dijo Ragnar—, subiremos a Dunholm.
—¿Dunholm?
—Ahora es la fortaleza de Kjartan. Ricsig le deja vivir allí.
Pensé en el señorío de Dunholm, erguido sobre su elevado peñasco, envuelto por el río, protegido por su roca maciza, las altas murallas y una fuerte guarnición.
—¿Y si Kjartan marcha sobre Wessex? —pregunté.
Ragnar sacudió la cabeza.
—No lo hará, porque no va donde estoy yo, así que tendré que ir yo a buscarle.
—¿Te teme, entonces?
Ragnar sonrió, y si Kjartan hubiera visto aquella sonrisa se habría estremecido.
—Me teme —repuso Ragnar—. He oído que envió hombres a matarme a Irlanda, pero su barco terminó a la deriva y los skraeling despacharon a la tripulación, así que vive en el miedo. Niega la muerte de mi padre, pero me sigue temiendo.
—Una última cosa —dije, y le hice un gesto a Brida con la cabeza para que sacara la bolsa de cuero, con el oro, azabache y plata—. Era de tu padre —dije—, y Kjartan jamás lo encontró. Nosotros sí, y hemos gastado una parte, pero lo que queda es tuyo. —Le tendí la bolsa y al instante me convertí en pobre.
Me la devolvió sin pensárselo dos veces, volviéndome a hacer rico.
—Mi padre también te quería —dijo—, y yo tengo riquezas suficientes.
Comimos, bebimos, dormimos, y al alba, cuando se levantó una ligera neblina por entre los juncos, la Víbora del viento se marchó. Las últimas palabras de Ragnar fueron una pregunta.
—¿Thyra está viva?
—Sobrevivió —contesté—, así que supongo que está viva.
Nos abrazamos, se marcharon y yo me quedé solo.
Lloré por Brida. Me sentía dolido. Era demasiado joven para saber cómo tomarme un abandono. Durante la noche traté de convencerla para que se quedara, pero era dueña de una voluntad tan férrea como el metal de Ealdwulf, y se marchó con Ragnar en la neblina del alba y yo me quedé llorando. En aquel momento odié a las tres hilanderas, siempre tramando crueles chanzas en sus vulnerables hebras, y entonces el pescador regresó y me llevó de vuelta a casa.
* * *
Las tormentas de otoño azotaron las costas y la flota de Alfredo quedó a buen recaudo durante el invierno, arrastrada a tierra por caballos y bueyes, y Leofric y yo cabalgamos hasta Wintanceaster sólo para descubrir que Alfredo estaba en sus propiedades de Cippanhamm. El guardia de la puerta nos permitió la entrada en el palacio de Wintanceaster, ya fuera porque me reconoció o porque le aterrorizó Leofric, y dormimos allí, pero el sitio seguía infestado de monjes a pesar de la ausencia de Alfredo, así que pasamos el día en una taberna cercana.
—¿Y qué vas a hacer, earsling? —me preguntó Leofric—. ¿Renovarás tu juramento con Alfredo?
—No lo sé.
—No lo sabes —repitió sarcástico—. ¿Se ha llevado Brida tu decisión?
—Podría volver con los daneses —dije.
—Eso me daría la oportunidad de matarte —comentó alegremente.
—O quedarme con Alfredo.
—¿Y por qué no haces eso?
—Porque él no me gusta —contesté.
—No tiene que gustarte. Es tu rey.
—No es mi rey —dije—. Yo soy de Northumbria.
—Vaya que sí, earsling, vaya que sí. Un ealdorman de Northumbria, ¿eh?
Asentí, pedí más cerveza, partí una hogaza en dos y le tendí un pedazo a Leofric.
—Lo que tendría que hacer —dije—, es volver a Northumbria. Hay un hombre al que tengo que matar.
—¿Una deuda de sangre?
Asentí de nuevo.
—Hay una cosa que sé de las deudas de sangre —me dijo Leofric—, y es que duran toda la vida. Tienes años de sobra para matarlo, pero sólo si sigues vivo.
—Viviré —contesté a la ligera.
—No, si los daneses toman Wessex no vivirás. O puede que vivas, earsling, pero bajo su mandato, su ley y sus espadas. Si quieres ser un hombre libre, quédate y lucha por Wessex.
—¿Por Alfredo?
Leofric se recostó, se desperezó, eructó y bebió un largo trago.
—A mí tampoco me gusta —admitió—, ni me gustaron sus hermanos cuando fueron reyes ni me gustó su padre cuando era rey, pero Alfredo es distinto.
—¿Distinto?
Se dio unos golpecitos en la frente llena de cicatrices.
—El muy cabrón piensa, earsling, que es más de lo que tú o yo haremos nunca. Sabe lo que hay que hacer, y no lo subestimes. Puede ser implacable.
—Es rey —repuse—, ha de serlo.
—Implacable, generoso, pío, aburrido, ése es Alfredo. —Leofric hablaba con tono amargado—. Cuando era pequeño su padre le regaló unos guerreros de juguete. Ésos de madera, ¿sabes cuáles te digo? Unas cositas pequeñas. Los ponía en fila y no había uno fuera de sitio, ni uno, ¡ni una mota de polvo en ninguno de ellos! —Parecía que consideraba aquello como algo espantoso, porque fruncía el entrecejo mientras hablaba—. Después, cuando cumplió quince años o así, hizo el animal durante un tiempo. Se cepillaba cualquier sierva de palacio, y no tengo ninguna duda de que las ponía también en fila y se aseguraba de que no tuvieran ni una mota de polvo antes de endiñársela.
—He oído que también tuvo un hijo bastardo —dije.
—Osferth —contestó Leofric, y me sorprendió que lo supiera—, escondido en Winburnan. El muy desgraciado debe de andar por los seis o siete años. Tú no deberías saber que existe.
—Ni tú.
—Se lo hizo a mi hermana —dijo Leofric, y cuando vio la cara que puse, añadió—: No soy el único guapo de la familia, earsling. —Sirvió más cerveza—. Eadgyth era sirvienta en palacio y Alfredo aseguró amarla. —Adoptó una expresión de desdén, después se encogió de hombros—. Pero ahora vela por ella. Le da dinero, envía curas para que recen por su alma. Su mujer sabe del pobrecillo bastardo, pero no le deja a Alfredo acercarse a él.
—Odio a Ælswith —dije.
—Una zorra del demonio —coincidió alegremente.
—Y me gustan los daneses —dije.
—¿Te gustan? ¿Entonces por qué los matas?
—Me gustan —dije, haciendo caso omiso de la pregunta—, porque no tienen miedo de la vida.
—No son cristianos, quieres decir.
—No son cristianos —acepté—. ¿Y tú?
Leofric lo pensó durante unos instantes.
—Supongo que sí —admitió a regañadientes—, pero tú no, ¿verdad? —Sacudí la cabeza, le mostré el martillo de Thor y se rio—. ¿Y qué vas a hacer, earsling si vuelves con los paganos? Aparte de saldar la deuda de sangre, claro.
Ésa era una buena pregunta y pensé en ella tanto como me lo permitió la cerveza.
—Serviré a un hombre llamado Ragnar —dije—, como serví a su padre.
—¿Por qué abandonaste al padre?
—Porque lo mataron.
Leofric puso ceño.
—Así que le puedes quedar allí mientras tu señor esté vivo, ¿es eso? Y sin señor no eres nada.
—No soy nada —admití—. Pero quiero estar en Northumbria para recuperar la fortaleza de mi padre.
—¿Ragnar hará eso por ti?
—Podría hacerlo. Su padre lo habría hecho, creo.
—Y si recuperas tu fortaleza —preguntó—, ¿serás el señor? ¿Señor de tu propia tierra? ¿O lo serán los daneses?
—Los daneses.
—Así que te conformas con ser esclavo, ¿eh? Sí, señor, no señor, dejadme que os aguante la polla mientras me meáis encima, señor…
—¿Y qué pasa si me quedo aquí? —pregunté con amargura.
—Comandarás hombres —dijo.
Me reí.
—Alfredo tiene señores de sobra para servirle.
Leofric sacudió la cabeza.
—No. Posee unos cuantos señores guerreros, es cierto, pero necesita más. Se lo dije el día que se nos escaparon aquellos hijos de puta, le dije que me enviara a tierra y me diera hombres. Se negó —descargó un porrazo en la mesa—. Le dije que soy un guerrero como es debido, ¡pero el muy cabrón se negó!
Así que de eso trataba, pensé, la discusión.
—¿Por qué se negó? —le pregunté.
—Porque no sé leer —gruñó Leofric—, ¡y no pienso aprender ahora! Lo intenté una vez, y no entiendo un pijo. Y además no soy señor, ¿no? Ni siquiera soy thegn. Sólo soy el hijo de un siervo que resulta que sabe cómo matar a los enemigos del rey, pero eso no basta para Alfredo. Dice que puedo ayudar —pronunció la palabra como si le supiera amarga— a uno de sus ealdormen, pero que no puedo comandar hombres porque no sé ni puedo aprender a leer.
—Yo sí puedo —dije, o dijo la bebida.
—Te cuesta mucho entender las cosas, earsling —aseguró con una sonrisa—. ¿Pero acaso no eres un puto señor? Tienes que saber leer.
—No, en realidad no sé. Sólo un poco. Palabras cortas.
—¿Pero puedes aprender?
Lo pensé.
—Puedo.
—Y tenemos las tripulaciones de doce barcos en busca de empleo —dijo—. Se los llevamos a Alfredo, le decimos que los comanda el ealdorman Cagarruta, y él que te dé un libro, tú te lees todas esas bonitas palabras y después cogemos, tú y yo, y nos llevamos a esos cabrones a la guerra y les hacemos un poquito de pupa a los daneses de tus amores.
No dije ni que sí ni que no, porque no estaba seguro de lo que quería. Me preocupaba estar de acuerdo siempre con lo que dijera el último que pasaba; decidí seguir a Ragnar cuando lo vi, y ahora me seducía la visión del futuro que me dibujaba Leofric. No estaba seguro, así que en lugar de contestar que sí o que no volví al palacio y busqué a Merewenna. Descubrí que, en efecto, era la doncella que había provocado las lágrimas de Alfredo aquella noche en que lo espié en el campamento mercio junto a Snotengaham. Pero, a diferencia de él, yo sí sabía qué quería hacer con ella, y después no lloré en absoluto.
Y al día siguiente, ante la insistencia de Leofric, cabalgamos hasta Cippanhamm.