Me instalé en el sur de Mercia. Encontré otro tío, éste llamado ealdorman Æthelred, hijo de Æthelred, hermano de Æthelwulf, padre de Æthelred, y hermano de otro Æthelred que había sido el padre de Ælswith, la esposa de Alfredo; y el ealdorman Æthelred, con su confusa familia, me reconoció a regañadientes como su sobrino, aunque la bienvenida fue algo más cálida cuando le entregué dos monedas de oro y juré sobre un crucifijo que era todo el dinero que poseía. Supuso que Brida era mi amante, cosa en la que acertó, y después no le hizo el menor caso.
El viaje al sur fue cansado, como lo son todos los viajes en invierno. Durante un tiempo nos refugiamos en una casa de las tierras altas cerca de Meslach, y la familia nos tomó por forajidos. Llegamos a su choza una tarde de ventisca, ambos medio congelados, y pagamos por la comida y el alojamiento con unos cuantos eslabones de la cadena del crucifijo de plata que me había dado Ælswith, y por la noche, los dos hijos mayores vinieron a por el resto de nuestra plata, pero Brida estaba despierta, pues ya se temía la maniobra, y yo tenía a Hálito-de-serpiente y Brida a Aguijón-de-avispa, así que amenazamos con ensartar a los dos chicos. Después de aquello la familia fue amable, o por lo menos se asustaron lo suficiente para mostrarse dóciles, pues me creyeron cuando les dije que Brida era una hechicera.
Eran paganos, un resto de los muchos herejes ingleses que habían quedado en las altas colinas, los cuales aún no sabían que los daneses habían invadido Inglaterra. Vivían lejos de cualquier población, musitaban oraciones a Thor y Odín, y nos cobijaron durante seis semanas. Pagamos nuestra manutención cortando leña, ayudando a parir a sus ovejas y montando guardia junto a los corrales del ganado para mantener alejados a los lobos.
A principios de la primavera proseguimos nuestro viaje. Evitamos Hreapandune, pues allí era donde Burghred tenía su corte, la misma a la que había huido el desventurado Egberto de Northumbria, y no eran pocos los daneses instalados alrededor de la ciudad. No temía a los daneses, podía hablar con ellos en su propia lengua, conocía sus bromas y hasta me gustaban, pero si llegaban noticias a Eoferwic de que Uhtred de Bebbanburg seguía vivo, tal vez Kjartan pusiera precio a mi cabeza. Así que pregunté en todas las poblaciones por el ealdorman Æthelwulf, que había muerto luchando contra los daneses en Readingum, y supe que había vivido en un lugar llamado Deoraby, pero que los daneses ocuparon sus tierras y obligaron a su hermano pequeño a trasladarse a Cirrenceastre, que quedaba en el extremo sur de Mercia, muy cerca de la frontera con Wessex, y eso era bueno porque los daneses eran más numerosos en el norte de Mercia, así que nos dirigimos a dicho lugar y descubrimos que era otra ciudad romana, bien amurallada con piedra y madera y que el hermano de Æthelwulf, Æthelred, era ahora ealdorman y señor del lugar.
Llegamos cuando presidía una audiencia y esperamos en su salón entre los peticionarios y los testigos. Vimos azotar a dos hombres y marcar a un tercero en la cara y declararlo fuera de la ley por robar ganado, y después un secretario nos condujo hacia delante, convencido de que buscábamos satisfacción por alguna injusticia. El secretario nos dijo que nos inclináramos, y cuando yo me negué y el hombre intentó forzarme, le pegué un tortazo y conseguí llamar la atención de Æthelred. Era un hombre alto, de más de cuarenta años, casi calvo, con una inmensa barba y un aspecto tan amargado como el de Guthrum. Cuando le pegué al secretario, él hizo un gesto a los guardias que holgazaneaban en las esquinas del salón.
—¿Quién eres? —rugió.
—Soy el ealdorman Uhtred —dije, y el título detuvo a los guardias provocando que el secretario se retirara nervioso—. Soy el hijo de Uhtred de Bebbanburg —proseguí—, y de Æthelgifu, su esposa. Soy vuestro sobrino.
Se me quedó mirando. Supongo que mi aspecto era el de un andrajoso, pues estaba sucio por el viaje, llevaba el pelo largo y la ropa hecha jirones, pero tenía dos espadas y un orgullo desmedido.
—¿Eres el chico de Æthelgifu? —me preguntó.
—El hijo de vuestra hermana —contesté, aunque no estaba seguro de si había dado con la familia correcta, pero sí, y el ealdorman Æthelred se persignó en memoria de su hermana pequeña, a quien apenas recordaba, indicó a los guardias que se retiraran a sus puestos con un ademán y a continuación me preguntó qué quería.
—Refugio —dije, y él asintió a regañadientes. Le conté que había sido prisionero de los daneses desde la muerte de mi padre y él lo aceptó, pero no mostraba demasiado interés por mí; de hecho, mi llegada suponía una molestia, pues éramos un par de bocas más que alimentar, pero la familia conlleva obligaciones y el ealdorman Æthelred cumplió con las suyas. También intentó que me mataran.
Sus tierras, que se extendían hasta el río Saefern al oeste, eran motivo de continuo asalto por parte de los britanos de Gales. Los galeses eran viejos enemigos, los cuales ya intentaron disuadir a nuestros ancestros de conquistar Inglaterra; en realidad, llaman a Inglaterra Lloegyr, que significa las Tierras Perdidas, y se pasan el tiempo asaltando, pensando en asaltar o recitando odas sobre asaltos, y veneran al héroe llamado Arturo, que está durmiendo en su tumba pero que un día se levantará para conducir a los galeses a una gran victoria contra los ingleses para recuperar así las Tierras Perdidas. Sin embargo, y hasta el día de hoy, esto último no ha sucedido.
Un mes después de mi llegada, Æthelred oyó que una banda galesa había cruzado el Saefern para robar el ganado de sus tierras junto a Fromtun, así que se dirigió allí con el fin de disuadirlos. Cabalgó hacia el oeste al frente de cincuenta hombres, pero ordenó al jefe de sus tropas, un guerrero llamado Tatwine, que bloqueara su retirada junto a la antigua ciudad romana de Gleawecestre. Le concedió a Tatwine una fuerza de veinte hombres que me incluía.
—Estás hecho un chicarrón —me dijo Æthelred antes de partir—, ¿has peleado alguna vez en un muro de escudos?
Vacilé, tentado de mentir, pero decidí que pinchar con una espada entre las piernas de los hombres no era lo mismo.
—No, señor —repuse.
—Ya es hora de que aprendas. Esa espada tiene que servir para algo. ¿De dónde procede?
—Era la espada de mi padre, señor —mentí, pues no quería explicar que no había sido prisionero de los daneses, ni que la espada fuera un regalo, pues Æthelred en ese caso esperaría que se la diera—. Es lo único que conservo de él —añadí con cierto dramatismo, y mi tío emitió un gruñido, me despidió y le dijo a Tatwine que me destinara al muro de escudos si había que pelear.
Lo sé porque me lo contó Tatwine cuando todo hubo terminado. Tatwine era un hombre corpulento, tan alto como yo, con un pecho como el de un herrero y gruesos brazos en los que se tatuaba marcas con tinta y una aguja. Las marcas no eran más que borrones, pero él alardeaba de que cada una era un hombre al que había matado en combate; una vez intenté contarlas pero lo dejé en la marca treinta y ocho. Las mangas le escondían el resto. No le hacía ninguna gracia tenerme en su banda de guerreros, y aún menos gracia le hizo que Brida insistiera en acompañarnos, pero yo le dije que le había prometido a mi padre no abandonarla jamás y que sabía hechizos que confundirían al enemigo; él se creyó ambas mentiras y, probablemente, pensó que en cuanto me mataran sus hombres podrían divertirse con Brida mientras él le entregaba Hálito-de-serpiente a Æthelred.
Los galeses habían cruzado el Saefern bastante arriba, dirigiéndose al sur hacia los exuberantes prados de agua en los que engordaba el ganado. Les gustaba llegar rápido y marcharse rápido, antes de que los mercios pudieran agrupar sus fuerzas, pero Æthelred había sido informado de su llegada a tiempo y, mientras él se dirigía al oeste, Tatwine nos condujo al norte hacia el puente que cruzaba el río, que era la ruta más rápida para regresar a Gales.
Los asaltantes se metieron de lleno en la trampa. Llegamos al puente al anochecer, dormimos en un campo, nos levantamos antes del alba, y justo al salir el sol, vimos a los galeses con el ganado robado dirigiéndose hacia nosotros. Hicieron un esfuerzo por seguir la ruta del norte, pero sus caballos estaban cansados, los nuestros frescos, y se dieron cuenta de que no había escapatoria, así que volvieron al puente. Nosotros hicimos lo mismo, desmontamos y formamos el muro de escudos. Los galeses organizaron el suyo. Eran veintiocho, todos hombres de aspecto salvaje con el pelo enredado, largas barbas y capas a jirones, pero sus armas parecían cuidadas y sus escudos recios.
Tatwine chapurreaba su idioma y les dijo que si se rendían serían tratados con clemencia por su señor. Su única respuesta fue berrear, y uno de ellos se dio la vuelta, se bajó los calzones y nos enseñó su sucio trasero, gesto que interpretamos como un insulto galés.
No ocurrió nada entonces. Ellos estaban en su muro en la carretera, y el nuestro bloqueaba el puente. Nos insultaban a grito pelado y Tatwine prohibió a nuestros hombres devolver los gritos, y en dos ocasiones pareció que los galeses iban a lanzarse a todo correr a por sus caballos e intentar escapar galopando hacia el norte. Pero cada vez que lo intentaron, Tatwine ordenó a los criados que trajeran nuestros caballos, y los galeses entendieron que los perseguiríamos hasta prenderlos, así que volvieron a formar y se burlaron de nosotros por no atacar. Tatwine no era tan insensato. Los galeses nos superaban en número, lo cual significaba que podían rebasarnos, pero si nos quedábamos en el puente protegíamos nuestros flancos con los parapetos romanos, razón suficiente para desear que avanzaran ellos hasta allí. Me colocó en el centro de la fila, y después él se situó detrás de mí. Más tarde comprendí que estaba preparado para ocupar mi puesto cuando cayera. Yo tenía un viejo escudo con el asa suelta prestado por mi tío.
Tatwine trató de convencerlos de nuevo para que se rindieran, les prometió que sólo ajusticiarían a la mitad, pero dado que la otra mitad perdería una mano y un ojo, no resultó una oferta muy tentadora. Aun así ellos esperaron, y habrían esperado hasta que llegara la noche de no ser porque acudieron algunos lugareños, y uno de ellos, que tenía un arco y flechas, empezó a disparar a los galeses que llevaban bebiendo a ritmo constante toda la mañana. Tatwine nos había dado algo de cerveza, pero no demasiada.
Yo estaba nervioso. Más que nervioso, aterrorizado. No portaba armadura, mientras que el resto de los hombres de Tatwine se protegía con cota de malla o buen cuero. Tatwine llevaba casco, yo pelo. Esperaba morir, pero recordé mis lecciones y me colgué a Hálito-de-serpiente de la espalda y me abroché el tahalí alrededor de la garganta. Una espada se desenvaina mucho más fácilmente por encima del hombro, así que esperaba empezar la pelea con Aguijón-de-avispa. Sentía la garganta seca, me temblaba un músculo en la pierna izquierda, mi estómago andaba revuelto, pero entrelazado con aquel miedo bullía la emoción. Hasta allí me había conducido la vida, un muro de escudos, y, de sobrevivir, sería guerrero.
Las flechas se sucedieron una detrás de otra, en su mayoría se clavaban contra los escudos, pero un proyectil afortunado cruzó el muro y se hundió en el pecho de un hombre, que se derrumbó, y de repente el jefe galés perdió la paciencia y lanzó un poderoso grito. Y cargaron.
Era un pequeño muro de escudos, no una gran batalla. Una escaramuza por ganado, no un choque de ejércitos, pero fue mi primer muro e instintivamente sacudí mi escudo contra los de mis vecinos para asegurarme de que se tocaban, bajé a Aguijón con la intención de clavarla por debajo del borde de los escudos, y me agaché ligeramente para recibir la carga. Los galeses aullaban como locos, un ruido que pretendía asustarnos, pero yo estaba bien concentrado en lo que me habían enseñado como para que me distrajeran los alaridos.
—¡Ahora! —gritó Tatwine y todos empujamos nuestros escudos hacia delante y en el mío sentí un golpe como los del martillo de Ealdwulf contra el yunque, reparé en un hacha que volaba por encima de mi cabeza para abrirme el cráneo y me agaché, levantando el escudo, y le clavé al hombre mi Aguijón en la ingle. Se hincó directo y certero, como Toki me había enseñado, y ese tajo en la ingle es un ataque terrible, mortal, y el hombre lanzó un grito pavoroso, como el de una mujer al dar a luz, y la espada corta se quedó clavada en su cuerpo, manando sangre por la empuñadura, el hacha cayó por mi espalda y yo me levanté. Desenvainé Hálito-de-serpiente por el hombro izquierdo y fui a por el individuo que atacaba a mi vecino derecho. Fue un buen golpe, directo al cráneo, y recuperé la espada rasgando, para dejar que el filo de Ealdwulf hiciera su trabajo, y el hombre con Aguijón clavado en la ingle se había derrumbado a mis pies, así que le pateé la cara. Entonces gritaba, gritaba en danés, gritaba sus muertes, y de repente todo fue muy fácil, y pisé a mi primera víctima para rematar a la segunda, lo cual significaba que había roto nuestro muro, pero no importaba porque Tatwine estaba allí para cubrir mi puesto. Penetré en espacio galés, pero con dos muertos a mi lado; un tercer guerrero se volvió hacia mí, su espada se cernió sobre mi cabeza con trayectoria de guadaña, y yo la bloqueé con los tachones del escudo. Cuando intentó cubrirse el cuerpo, yo me abalancé con Hálito-de-serpiente sobre su garganta, se la rebané, y seguí el impulso de la espada hasta que se estrelló con un escudo a mis espaldas, y me di la vuelta, hecho una furia y un salvaje, y cargué contra un cuarto hombre, lo tumbé con la fuerza de mi peso y él empezó a implorar misericordia y no recibió ninguna.
Qué alegría tan grande. La alegría de la espada. Bailaba de alegría, la alegría me inundaba, la alegría de la batalla de la que Ragnar hablaba tantas veces, la alegría del guerrero. Si un hombre no la conoce, no es un hombre. Aquello no fue una batalla, no fue una auténtica matanza, sólo unos cuantos ladrones muertos, pero fue mi primera pelea y los dioses me concedieron su favor, dotaron mi brazo de velocidad y de fuerza mi escudo, y cuando terminó y yo bailé en la sangre de los muertos, supe que aquello era bueno. Supe que era más que bueno. En aquel momento habría podido conquistar el mundo y sólo lamentaba que Ragnar no me hubiese visto, pero entonces pensé que podría estar mirándome desde el Valhalla y levanté Hálito-de-serpiente hacia las nubes y grité su nombre. He visto a otros jóvenes salir de sus primeras batallas con la misma alegría y los he enterrado a la siguiente. Los jóvenes son unos insensatos y yo era joven. Pero también bueno.
Acabamos con los ladrones de ganado. Había doce muertos o tan malheridos que los contamos como si lo estuvieran, y el resto se dio a la fuga. Los capturamos con facilidad y, uno a uno, fueron degollados. Después regresé junto al hombre cuyo escudo había besado el mío en la primera embestida, y tuve que hacer fuerza con el pie en su ingle ensangrentada para liberar a Aguijón-de-avispa de su carne, y en ese momento lo único que quería era más enemigos para matar.
—¿Dónde has aprendido a pelear, chico? —me preguntó Tatwine.
Me volví hacia él como si fuera un enemigo, el orgullo me encendía la cara y Aguijón temblaba, sedienta de sangre.
—Soy ealdorman de Northumbria —le dije.
Se detuvo, cauteloso, después asintió.
—Sí, señor —repuso; se me acercó y me palpó los músculos del brazo derecho—. ¿Dónde has aprendido a pelear? —preguntó sin el ofensivo «chico».
—He observado a los daneses.
—Observado —repitió sin entonación alguna. Me miró a los ojos, después sonrió y me abrazó—. Santo Dios —dijo—, pero si estás hecho un salvaje. ¿Tu primer muro de escudos?
—El primero —admití.
—Y no será el último, te lo aseguro, no será el último.
En eso tuvo razón.
* * *
Parece inmodesto, pero he dicho la verdad. Estos días tengo a mi servicio poetas que cantan mis alabanzas, pero sólo porque se supone que eso es lo que tiene que hacer un señor, aunque con frecuencia me pregunto por qué hay que pagar a un hombre sólo por sus palabras. Estos palabreros no hacen nada, no cultivan nada, no matan enemigos, no pescan ni crían ganado. Sólo aceptan plata a cambio de palabras, que de todos modos son gratis. Desde luego es ingenioso, pero en realidad son de tanta utilidad como los curas.
Yo luchaba muy bien, eso no es ninguna mentira, pero había pasado mis años de crecimiento pensando en poca cosa más, y era joven, y los jóvenes son temerarios en la batalla, y además era fuerte y rápido y el enemigo estaba cansado. Dejamos las cabezas cortadas en los parapetos del puente a modo de advertencia para otros britanos que vinieran a visitar sus Tierras Perdidas, después cabalgamos hacia el sur para encontrarnos con Æthelred, que sin duda se sintió decepcionado de encontrarme vivo y hambriento, pero aceptó el veredicto de Tatwine asegurando mi utilidad como guerrero.
Tampoco es que hubiera mucha batalla, excepto contra forajidos y ladrones de ganado. A Æthelred le habría encantado enfrentarse a los daneses porque no soportaba su mandato, pero temía la venganza, así que ponía mucho cuidado en no ofenderlos. No era muy difícil, pues la presencia danesa apenas si era perceptible en aquella parte de Mercia, aunque de vez en cuando llegaban unos cuantos daneses a Cirrenceastre y exigían ganado, comida o plata, y no había más remedio que pagar. Lo cierto es que no consideraba al impotente rey Burghred su señor; en lugar de buscarlo en el norte, lo hacía en el sur, en Wessex, y si hubiera poseído algo de inteligencia en aquellos días, habría entendido que Alfredo estaba extendiendo su influencia por el sur de Mercia. La influencia no era evidente, no había soldados sajones patrullando los campos, pero los mensajeros de Alfredo iban y venían continuamente, hablaban con los hombres más importantes y los convencían de conducir sus soldados a Wessex en el caso de que los daneses volvieran a atacar.
Habría tenido que estar pendiente de aquellos mensajeros sajones, pero estaba demasiado involucrado con las intrigas de la casa de Æthelred para prestarles atención. Al ealdorman no le gustaba en exceso, pero su hijo mayor, también de nombre Æthelred, me detestaba. Era un año menor que yo, pero muy consciente de su cargo y odiaba profundamente a los daneses. También odiaba a Brida, sobre todo porque había intentado cepillársela obteniendo un rodillazo en la entrepierna como respuesta, y después de aquello la enviaron a trabajar en las cocinas del ealdorman Æthelred. El primer día ya me avisó de que no comiera de las gachas. Yo no las probé, pero el resto de la mesa pasó los siguientes dos días con el vientre suelto gracias a la enebrina y la raíz de ácoro bastardo que había añadido a la olla. El joven Æthelred y yo nos peleábamos continuamente, pero se anduvo con más ojo a partir del día en que me lié con él a puñetazos por azotar injustamente al perro de Brida.
Era una molestia para mi tío. Era demasiado joven, demasiado grande, demasiado escandaloso, demasiado orgulloso, demasiado indisciplinado, pero también era miembro de su familia, y señor, así que el ealdorman Æthelred no tenía más remedio que soportarme, contentándose con dejarme perseguir asaltantes galeses con Tatwine. Casi nunca los pillábamos.
Una noche, al regreso de una de aquellas persecuciones, le di el caballo a un sirviente para que lo cepillara mientras yo iba a buscar comida. Cuál no fue mi sorpresa al encontrarme, inesperadamente, con el padre Willibald en el salón, sentado junto a las ascuas del fuego. Al principio no lo reconocí, ni supo él quién era yo cuando entré todo sudoroso y con peto de cuero, botas altas, un escudo y dos espadas. Sólo vi una figura junto al fuego.
—¿Hay algo de comer aquí? —pregunté, con la esperanza de no tener que encender una vela y andar a tientas entre los siervos que dormían en la cocina.
—Uhtred —dijo él, y yo me volví para examinar la oscuridad. Entonces silbó como un mirlo y lo reconocí—. ¿Ésa que viene con vos es Brida? —preguntó el joven sacerdote.
También iba vestida de cuero, con una espada galesa a la cintura. Nihtgenga corrió hacia Willibald, al que no conocía, permitiéndole que lo acariciara. Tatwine y el resto de los guerreros entraron también, pero Willibald no les prestó atención.
—Espero que os encontréis bien, Uhtred.
—Lo estoy, padre —respondí—. ¿Y vos?
—Yo estoy muy bien —contestó.
Sonrió, claramente deseoso de que le preguntara qué había venido a hacer a la casa de Æthelred, pero yo fingí no mostrar interés.
—¿Tuvisteis algún problema cuando nos perdimos? —le pregunté en cambio.
—La dama Ælswith se enfadó mucho —admitió—, pero a Alfredo no pareció importarle. Aunque al padre Beocca le cayó una buena reprimenda.
—¿A Beocca? ¿Por qué?
—Porque Beocca lo había convencido de que queríais escapar de los daneses, y estaba equivocado. Aun así, tampoco pasó nada. —Sonrió—. Y ahora Alfredo me envía a mí para buscaros.
Me puse en cuclillas junto a él. Estábamos a finales del verano, pero la noche era sorprendentemente fría, así que eché otro tronco a la hoguera, de modo que saltaron chispas y salió despedido un hilillo de humo hasta las altas vigas.
—Alfredo os ha enviado —repetí sin entonación—. ¿Aún quiere enseñarme a leer?
—Quiere veros, señor.
Lo miré con sumo recelo. Me hacía llamar señor, y lo era por derecho de nacimiento, pero estaba muy imbuido por la idea danesa de que el señorío se lo ganaba uno, no se lo daban, y yo aún no me lo había ganado. Con todo, Willibald mostraba respeto.
—¿Por qué quiere verme? —pregunté.
—Quiere hablar con vos —repuso Willibald—, y cuando la conversación termine, sois libre de volver aquí o a cualquier otra parte que deseéis.
Brida me trajo un poco de pan duro y queso. Yo comí, sopesando sus palabras.
—¿De qué quiere hablar conmigo? —le pregunté a Willibald—. ¿De Dios?
El cura suspiró.
—Alfredo es rey desde hace dos años, Uhtred, y durante esos dos años sólo ha tenido dos cosas en mente. Dios y los daneses, pero creo que sabe que con lo primero no podéis ayudarle. —Sonreí. Los perros de Æthelred se habían despertado cuando Tatwine y sus hombres subieron a las elevadas plataformas en las que dormían. Uno de los perros se me acercó, a ver si le caía algo de comida, y yo le acaricié el denso pelaje y pensé que a Ragnar le habrían encantado aquellos canes. Ragnar estaba ahora en el Valhalla, de fiesta, bramando, peleando, jodiendo y bebiendo, y confié en que hubiera perros en el cielo de los hombres del norte, jabalíes del tamaño de bueyes y lanzas afiladas como navajas—. Sólo hay una condición para vuestro viaje —prosiguió Willibald—, y es que Brida no venga.
—¿Así que Brida no puede venir? —repetí.
—La dama Ælswith insiste en ello —contestó Willibald.
—¿Insiste?
—Ahora tiene un hijo —repuso Willibald—, alabado sea Dios, un niño precioso llamado Eduardo.
—Si yo fuera Alfredo —respondí—, también la mantendría ocupada.
Willibald sonrió.
—¿Vendréis entonces?
Con una mano acogí a Brida, que se había sentado a mi lado.
—Iremos —le prometí, y Willibald sacudió la cabeza ante mi obstinación, pero no intentó convencerme para que abandonara a Brida.
¿Por qué fui? Sin duda porque estaba aburrido. Porque a mi primo Æthelred no le gustaba un pelo. Porque las palabras de Willibald sugerían que Alfredo no me quería convertir en erudito, sino en guerrero. Fui porque el destino determina nuestras vidas.
Partimos por la mañana. Era un día de finales de verano, una fina llovizna bañaba los árboles cargados de hojas. Al principio cabalgamos por entre los campos de Æthelred, rebosantes de cebada y centeno, y sonoros, por el canto sincopado de los bitores, pero unos cuantos kilómetros más tarde llegamos al erial formado por la región fronteriza entre Wessex y Mercia. Hubo un tiempo en que aquellos campos habían sido fértiles, cuando los pueblos estaban llenos y las ovejas pastaban por las altas colinas, pero los daneses saquearon la región el verano anterior a su derrota en la colina de Æsc, y pocos hombres habían regresado para volver a cultivar la tierra. Alfredo, bien lo sabía, quería que la gente poblara la zona, cultivara y criara ganado; pero los daneses habían amenazado con matar a cualquier hombre que ocupara la tierra, pues sabían tan bien como Alfredo que dichos hombres buscarían protección en Wessex, que se convertirían en sajones del oeste y aumentarían la fuerza de la nación, y Wessex, en opinión de los daneses, existía sólo porque no habían sido capaces de conquistarlo.
Con todo, la tierra no estaba totalmente desierta. Unas cuantas personas seguían viviendo en los pueblos, y los bosques estaban llenos de forajidos. Ninguno nos salió al paso, hecho que supuso una alegría, porque aún conservábamos una buena parte del tesoro de Ragnar, que llevaba Brida. Cada una de las monedas iba envuelta en un pedazo de trapo, de modo que la ajada bolsa de cuero no tintineara cuando ella se movía.
Hacia el final del día, bastante al sur de aquella región, llegamos a tierras de Wessex, y los campos volvieron a ser frondosos y las poblaciones animadas. No era de extrañar que los daneses anhelaran aquella tierra.
Alfredo residía en Wintanceaster, la capital de Wessex y una hermosa ciudad en un territorio rico. Wintanceaster era una ciudad romana, y el palacio de Alfredo, en sus tres cuartas partes, también romano, aunque su padre había añadido un salón extra con vigas primorosamente talladas, y Alfredo parecía muy ocupado construyendo una iglesia aún más grande que el salón, con muros de piedra recubiertos por una telaraña de andamios cuando llegué. Un mercado se destacaba junto al nuevo edificio y recuerdo haber pensado qué raro era ver tanta gente y ningún danés. Los daneses eran muy parecidos a nosotros, pero en el norte de Inglaterra, cuando un danés paseaba por un mercado, la gente se apartaba, los hombres se inclinaban y se apreciaba el sentimiento de miedo. Allí no había nada de eso. Las mujeres regateaban por las manzanas, el pan, el queso y el pescado, y el único idioma que se escuchaba era el tosco acento de Wessex.
Brida y yo fuimos alojados en las dependencias romanas del palacio. Esta vez nadie intentó separarnos. Teníamos una pequeña habitación, encalada, con un colchón de paja, y Willibald dijo que deberíamos esperar allí, y así lo hicimos hasta que nos aburrimos de esperar, momento en que decidimos explorar el palacio, encontrándolo lleno de curas y monjes. Nos miraban de manera extraña, pues ambos llevábamos brazaletes con runas danesas. En aquellos días yo era un insensato, un insensato torpón, y no tuve la deferencia de quitarme los brazaletes. Cierto que algunos ingleses también los llevaban, especialmente los guerreros, pero nunca en el castillo de Alfredo. Había muchos guerreros en su casa, muchos de ellos grandes señores cortesanos de Alfredo que dirigían a sus vasallos y eran recompensados con tierras, pero dichos hombres se hallaban en inferioridad numérica frente a los curas, y sólo un puñado selecto, la guardia personal del rey, podía llevar armas en palacio. Lo cierto es que más parecía un monasterio que la corte de un rey. En una de las salas aparecían doce monjes copiando libros, trabajando afanosamente con las plumas, y había tres capillas, una junto a un patio lleno de flores. Era precioso aquel patio, conformaba un denso ambiente de flores en el que zumbaban las abejas. Y precisamente cuando Nihtgenga se meaba uno de los arbustos en flor, una voz habló detrás de nosotros.
—El patio es obra romana.
Me di la vuelta y vi a Alfredo. Hinqué una rodilla en el suelo, como debe hacer un hombre en presencia de su rey, y él me indicó que me levantara. Vestía calzones de lana, botas altas y una camisa de lino sencilla, y no llevaba escolta, ni guardias ni curas. Tenía la manga derecha manchada de tinta.
—Bienvenido, Uhtred —dijo.
—Gracias, señor —respondí, preguntándome dónde andaría su cortejo. Jamás lo había visto sin una cuadrilla de curas a distancia aduladora, pero aquel día estaba bastante solo.
—Y Brida —añadió—. ¿Tu perro?
—Pues sí —respondió desafiante.
—Parece un buen animal. Venid. —Y nos condujo por una puerta a lo que evidentemente era su estancia privada. Poseía un alto escritorio en el que podía escribir de pie. En ese escritorio había cuatro candeleras, aunque era de día y las velas no estaban encendidas. Como elemento auxiliar, se destacaba una mesita con un cuenco de agua para que pudiera lavarse la tinta de las manos. Una cama baja cubierta con pieles de oveja, un taburete sobre el que estaban apilados seis libros y un buen haz de pergaminos, así como un pequeño altar en el que se apreciaba un crucifijo de marfil y dos relicarios enjoyados. En el alféizar de una ventana se veían restos de comida. Apartó los platos, se arrodilló para besar el altar, se sentó en el alféizar y empezó a afilar unas plumas—. Muy amable por vuestra parte haber venido —dijo gentilmente—, quería hablar con vosotros después de la cena de esta noche, pero os he visto en el jardín, así que podemos hablar ahora. —Sonrió y, patán como yo era, le puse ceño. Brida se hallaba en cuclillas junto a la puerta, con Nihtgenga a su lado—. Me cuenta el ealdorman Æthelred que eres un guerrero temible, Uhtred —comentó Alfredo.
—He tenido suerte, señor.
—La suerte es buena, o eso me dicen mis guerreros. Aún no he meditado sobre una teología de la suerte, y puede que nunca lo haga. ¿Puede haber suerte si Dios dispone? —Frunció el ceño por unos instantes, claramente enfrascado en la aparente contradicción, pero después dejó de lado el problema como un entretenimiento para otro día—. Supongo que estaba equivocado al intentar animarte en el duro camino del sacerdocio.
—No hay nada de malo en animar, señor —respondí—, pero no tengo ningún deseo de ser sacerdote.
—Así que huiste de mí. ¿Por qué?
Supongo que esperaba que me mostrara avergonzado y evitara su pregunta, pero yo le dije la verdad.
—Volví a por mi espada —le dije. Ojalá hubiera tenido a Hálito-de-serpiente en aquel momento, porque detestaba ir sin ella, pero el guardia de la puerta de palacio había insistido en que entregara todas mis armas, incluso el pequeño cuchillo que usaba para comer.
Asintió con rostro serio, como si fuera un motivo válido.
—¿Es una espada especial?
—La mejor del mundo, señor.
Me sonrió, al reconocer el generoso entusiasmo de la juventud.
—Así que volviste con el jarl Ragnar.
Esta vez asentí, pero sin decir nada.
—Que no te tenía prisionero, Uhtred —prosiguió severo—. De hecho, nunca lo fuiste, ¿no es cierto? Te trataba como a un hijo.
—Lo quería mucho —respondí, de la forma más espontánea y natural.
Se me quedó mirando y yo me sentí incómodo. Tenía los ojos muy claros y daba la sensación de que me juzgaba.
—Aun así, en Eoferwic —prosiguió Alfredo con suavidad—, dicen que tú lo mataste.
Entonces llegó mi turno de horadarlo con la mirada. Me sentía furioso, confuso, perplejo y sorprendido, tan confundido que no supe qué contestar. ¿Pero por qué estaba tan sorprendido? ¿Qué otra cosa iba a decir Kjartan? Aunque yo pensaba que Kjartan me creía muerto.
—Es mentira —dijo Brida sin más.
—¿Sí? —me preguntó Alfredo con el mismo tono suave.
—Es mentira —respondí furioso.
—Jamás lo he dudado —respondió. Dejó las plumas y el cuchillo para inclinarse sobre el montón de pergaminos tiesos encima de los libros, y rebuscó entre ellos hasta encontrar el que buscaba—. ¿Kjartan? ¿Se pronuncia así?
—Kjartan —le corregí, e hice sonar la «j» como una «y».
—El jarl Kjartan, ahora —prosiguió Alfredo—, considerado un gran señor. Propietario de cuatro barcos.
—¿Todo eso está ahí escrito? —pregunté.
—Todo lo que descubro de mis enemigos está escrito —dijo Alfredo—, motivo por el cual tú estás aquí. Para contarme más cosas. ¿Sabías que Ivar Saco de Huesos ha muerto?
Me llevé instintivamente la mano al martillo de Thor, que llevaba debajo de la camisa.
—No. ¿Muerto? —Me quedé perplejo. Era tan profundo mi respeto por Ivar que casi le creía eterno, pero Alfredo decía la verdad. Ivar Saco de Huesos había muerto.
—Murió luchando contra los irlandeses —prosiguió Alfredo—, y el hijo de Ragnar ha regresado a Northumbria con sus hombres. ¿Se enfrentará a Kjartan?
—Si sabe que Kjartan mató a su padre —respondí—, le sacará las tripas.
—El jarl Kjartan ha jurado formalmente su inocencia en el asunto —continuó el rey.
—Miente como el bellaco que es.
—Es danés —prosiguió Alfredo—, y la verdad no florece entre ellos. —Me miró con desaprobación, sin duda por el cúmulo de mentiras que le había hecho creer durante todos aquellos años. Después se puso en pie y empezó a pasear por la pequeña sala. Me había dicho que estaba allí para hablarle de los daneses, pero durante los minutos siguientes fue él quien compartió información conmigo. Nos contó que el rey Burghred de Mercia estaba cansado de sus señores daneses y que había decidido huir a Roma.
—¿A Roma?
—A mí me llevaron en dos ocasiones cuando era niño —continuó—, y recuerdo la ciudad como un lugar muy sucio —eso lo dijo con un tono muy severo—, pero allí el hombre se siente cercano a Dios, así que es un buen lugar para rezar. Burghred es un hombre débil, pero nada hizo por aliviarnos de la pesada carga danesa, y en cuanto se marche, podemos suponer que los daneses ocuparán sus tierras. Llegarán a nuestra frontera. Estarán en Cirrenceastre. —Me miró—. Kjartan sabe que estás vivo.
—¿En serio?
—Claro que lo sabe. Los daneses tienen espías, como nosotros. —Y los espías de Alfredo, de eso me daba cuenta, debían de ser eficientes, porque él sabía muchas cosas—. ¿Acaso le importa a Kjartan que sigas vivo? —prosiguió—. Si cuentas la verdad sobre la muerte de Ragnar, Uhtred, vaya si le importa, porque puedes contradecir sus mentiras, y si Ragnar se entera de la verdad Kjartan tendrá buenos motivos para temer por su vida. Por lo tanto, a Kjartan le conviene eliminarte. Te lo digo sólo para que puedas replantearte el hecho de volver a Cirrenceastre donde los daneses tienen… —se detuvo un instante— influencia. Estarás más seguro en Wessex, ¿pero cuánto durará Wessex? —Evidentemente no esperaba respuesta y siguió paseando—. Ubba ha enviado hombres a Mercia, lo cual sugiere que él llegará detrás. ¿Has visto a Ubba?
—Muchas veces.
—Háblame de él.
Le conté cuanto sabía, le dije que era un gran guerrero, aunque muy supersticioso, y eso intrigó a Alfredo, que quiso saberlo todo sobre Storri el hechicero y las runas, y yo le conté que Ubba jamás peleaba por el placer de la batalla, sólo cuando las runas indicaban que podía ganar, y que en cuanto se enfrascaba en la pelea lo hacía con una fiereza tremenda. Alfredo lo apuntó todo, después me preguntó si conocía a Halfdan, el hermano pequeño, y yo le dije que sí, aunque poco.
—Halfdan está hablando de vengar a Ivar —comentó Alfredo—, así que es posible que no vuelva a Wessex. O por lo menos no demasiado pronto. Pero aunque Halfdan se marche a Irlanda, quedan paganos de sobra para atacarnos. —Entonces me contó que se había adelantado aquel año, pero los daneses estaban desorganizados y no confiaba en que aquello durara mucho más—. Vendrán el año que viene —dijo—, y creo que los comandará Ubba.
—O Guthrum —dije.
—No me he olvidado de él. Ahora está en Anglia Oriental. —Le echó una mirada de desaprobación a Brida, al recordar sus historias sobre Edmundo. Brida, escasamente preocupada, le devolvió la mirada con los ojos entornados. Él volvió a mirarme a mí—. ¿Qué sabes de Guthrum?
De nuevo hablé y él apuntó. Le intrigaba la costilla en la melena de Guthrum, y se estremeció cuando le repetí la obsesión del danés por matar a todos los ingleses.
—Una tarea mucho más difícil de lo que cree —repuso Alfredo con sequedad. Dejó la pluma y empezó a pasear otra vez—. Hay distintos tipos de hombres —dijo—, y algunos son más temibles que otros. Yo temía a Ivar Saco de huesos porque era frío y pensaba de manera calculadora. ¿A Ubba? No sé, pero sospecho que es peligroso. ¿Halfdan? Un insensato valiente, pero con la cabeza llena de serrín. ¿Guthrum? Es el menos temible de todos.
—¿El menos temible? —Dudaba de la afirmación. Guthrum podía ser el Desafortunado, pero era un jefe guerrero importante y comandaba una fuerza enorme.
—Piensa con el corazón, Uhtred —prosiguió Alfredo—, no con la cabeza. Puedes cambiar el corazón de un hombre, pero no su cabeza. —Recuerdo haberme quedado mirando a Alfredo entonces, pensar que soltaba estupideces como un caballo meadas, pero tenía razón. O casi, porque a mí intentó cambiarme sin conseguirlo nunca.
Una abeja se metió por la puerta, Nihtgenga intentó atraparla con la boca sin éxito y la abeja volvió a salir volando.
—Pero ¿Guthrum nos atacará? —preguntó Alfredo.
—Quiere dividiros —le dije—. Un ejército por tierra y el otro por mar, y los britanos de Gales.
Alfredo me miró con seriedad.
—¿Cómo sabes eso?
Y entonces le conté la visita de Guthrum a Ragnar, y la larga conversación que presencié. La pluma de Alfredo rasgaba sin cesar, la tinta salpicaba al chocar con las rugosidades del pergamino.
—Lo cual sugiere —hablaba mientras escribía—, que Ubba llegará a Mercia por tierra y Guthrum por mar desde Anglia Oriental. —En eso no acertó, pero en aquel momento parecía probable—. ¿Cuántos barcos puede traer Guthrum?
No tenía ni idea.
—¿Setenta? ¿Cien?
—Muchos más —respondió Alfredo severo—, y yo no puedo construir ni veinte para enfrentarme a ellos. ¿Has navegado, Uhtred?
—Muchas veces.
—¿Con los daneses? —preguntó con pedantería.
—Con los daneses —confirmé.
—Lo que me gustaría que hicieras… —dijo, pero en ese momento sonó una campana en alguna parte del palacio y él detuvo inmediatamente lo que estaba haciendo—. Oraciones —dijo dejando la pluma—, vienes. —No era una pregunta, sino una orden.
—Tengo cosas que hacer —dije, esperé un segundo y añadí—, señor.
Parpadeó sorprendido, pues no estaba acostumbrado a que los hombres se opusieran a sus deseos, especialmente cuando de recitar oraciones se trataba, pero yo mantuve una expresión obstinada y él no forzó la situación. Oímos pasos de sandalias en el pasillo junto a su estancia y él nos despidió mientras se apresuraba a unirse a los monjes que acudían al servicio. Un momento más tarde comenzaron los soporíferos cantos, y Brida y yo abandonamos el palacio. Fuimos a la ciudad, donde descubrimos una taberna en la que vendían cerveza decente. Alfredo no me había ofrecido. La gente de aquel local nos miraba con recelo, en parte porque llevábamos los brazaletes rúnicos y en parte por nuestros extraños acentos, el mío del norte y el de Brida del este, pero pesaron una esquirla de nuestra plata, la consideraron buena, y el ambiente de cautela desapareció cuando entró el padre Beocca, que nos vio y levantó sus manos manchadas de tinta a modo de bienvenida.
—He removido cielo y tierra para encontraros a los dos —dijo—, Alfredo quería veros.
—Alfredo quería rezar —le contesté.
—Le gustaría cenar contigo.
Bebí un poco de cerveza.
—Aunque viva cien años, padre —empecé a decir.
—Rezo para que vivas más que eso —contestó Beocca—, rezo para que vivas tanto como Matusalén.
Me pregunté quién sería ése.
—Aunque viva cien años —repetí—, confío en no tener que volver a comer con Alfredo.
Sacudió la cabeza con tristeza, pero accedió a sentarse con nosotros y tomarse una jarra de cerveza. Alargó la mano, estiró del cordón de cuero escondido bajo mi jubón y sacó el martillo. Chasqueó la lengua.
—Me mentiste, Uhtred —comentó con tristeza—. Cuando huisteis del padre Willibald, investigamos. ¡Jamás fuiste prisionero! ¡Te trataban como a un hijo!
—Sí, padre —confesé.
—¿Pero por qué no viniste con nosotros, entonces? ¿Por qué te quedaste con los daneses?
Sonreí.
—¿Qué habría aprendido aquí? —pregunté. Empezó a responder pero lo detuve—. Me habríais convertido en un escribano, padre —contesté—, y los daneses me han hecho un guerrero. Y necesitaréis guerreros cuando los daneses vuelvan.
Beocca lo entendió, pero seguía triste. Miró a Brida.
—¿Y vos, joven dama? Confío en que no mintierais.
—Yo siempre digo la verdad, padre —repuso con vocecilla—, siempre.
—Eso es bueno —dijo, después volvió a alargar el brazo para esconderme el amuleto—. ¿Eres cristiano, Uhtred? —preguntó.
—Vos mismo me bautizasteis, padre —respondí evasivo.
—No derrotaremos a los daneses a menos que nos mantengamos unidos en la fe —dijo con total honestidad, después sonrió—, ¿pero harás lo que quiere Alfredo?
—No sé qué quiere. Salió corriendo a desgastarse las rodillas antes de decírmelo.
—Quiere que sirvas en uno de los barcos que está construyendo —repuso. Yo me quedé con la boca abierta—. Estamos construyendo barcos. Uhtred —prosiguió Beocca con verdadero entusiasmo—, barcos para enfrentarnos a los daneses, pero nuestros marineros no son guerreros. Son, bueno, ¡marineros! Y pescadores, por supuesto, y comerciantes, pero necesitamos hombres que les enseñen lo que los daneses hacen. Sus barcos asaltan nuestras costas continuamente. Llegan dos barcos, tres, a veces más. Desembarcan, queman, matan, hacen esclavos y desaparecen. Pero con barcos podremos enfrentarnos a ellos. —Se pegó un puñetazo con la mano tonta en la buena que le provocó un gesto de dolor—. Eso es lo que Alfredo quiere.
Miré a Brida, que se limitó a encogerse de hombros como indicando que le parecía que Beocca decía la verdad.
Yo pensé en los dos Æthelred, el viejo y el joven, y en su poca simpatía hacia mí. Recordé la alegría de un barco sobre los mares, del viento rasgando las jarcias, de los remos hundiéndose y volviendo a salir entre destellos de sol, de las canciones de los remeros, del latido del timón, de la furia de la extensa agua verde contra el casco.
—Claro que lo haré —contesté.
—Alabado sea Dios —repuso Beocca. ¿Y por qué no?
* * *
Vi a Etelfleda antes de abandonar Wintanceaster. Tenía tres o cuatro años, creo, y no paraba de hablar. Era de cabellos rubios y dorados, jugaba en el jardín fuera del estudio de Alfredo y recuerdo que tenía una muñeca de trapo, Alfredo estaba jugando con ella y a Ælswith le preocupaba que la pusiera demasiado nerviosa. Recuerdo su risa. Jamás perdió esa risa. Alfredo se portaba muy bien con ella porque adoraba a sus hijos. La mayoría del tiempo se mostraba solemne, pío y muy autodisciplinado, pero con los niños pequeños era juguetón y casi consiguió gustarme cuando lo vi chinchando a Etelfleda escondiéndole la muñeca detrás de la espalda. También recuerdo que Etelfleda fue corriendo hacia Nihtgenga y lo acarició, y Ælswith la llamó.
—Perro cochino —le dijo a su hija—, cogerás pulgas o algo peor. ¡Ven aquí! —Le dirigió a Brida una mirada cargada de amargura, y murmuró—: ¡Scroette! —que significa prostituta, y tanto Brida como Alfredo fingieron no oírla. Ælswith me ignoró, pero a mí no me importó en absoluto porque Alfredo había hecho llamar a un siervo de palacio que puso un casco y una cota de malla en la hierba.
—Son para ti, Uhtred —me dijo el rey.
El casco era de hierro, algo abollado en la coronilla por el golpe de un arma, bruñido con arena y vinagre, y con una visera en la que los agujeros para los ojos miraban como las cuencas de un cráneo. La malla era buena, aunque había sido perforada por una lanza o una espada en el lugar donde había estado el corazón del antiguo propietario, pero había sido reparada con habilidad por un experto herrero y valía muchas piezas de plata.
—Obtuvimos ambas piezas en la batalla de la colina de Æsc, las llevaba un danés —me dijo Alfredo. Ælswith nos observaba con mirada desaprobadora.
—Señor —dije y me agaché sobre una rodilla y le besé la mano.
—Un año de servicio —dijo—, es todo lo que te pido.
—Lo tenéis, señor —contesté, y sellé la promesa besándole los nudillos manchados de tinta.
Estaba deslumbrado. Ambas piezas de armadura eran infrecuentes y valiosas, y yo no había hecho nada para merecer tanta generosidad, a menos que comportarse como un grosero merezca concesiones. Eso es lo que significa ser un señor, un dador de brazaletes, y un señor que no distribuye la riqueza es un señor que perderá la lealtad de sus hombres; pero aun así, yo todavía no me había ganado aquellos presentes, aunque los agradecía. Me fascinaron y, por un momento, pensé en Alfredo como un hombre bueno, grande y admirable.
Debería haberlo pensado dos veces. Alfredo, por supuesto, era generoso; a diferencia de su esposa, jamás se mostró quisquilloso con sus regalos, pero, ¿por qué entregar una armadura tan valiosa a un joven novato como yo? Porque le resultaba útil. No demasiado, pero sí algo. Alfredo jugaba en ocasiones al ajedrez, un juego para el que yo tengo poca paciencia, pero en el ajedrez hay piezas de gran valor y piezas de muy poco, y yo era una de ésas. Las piezas de gran valor eran los señores de Mercia que, si podía vincular por vasallaje, prestarían ayuda a Wessex para combatir a los daneses, pero ya estaba buscando más allá de Mercia, en Anglia Oriental y Northumbria, y no tenía ningún señor de Northumbria en el exilio, salvo un servidor, y preveía un tiempo en el que lo necesitaría para convencer a las gentes del norte de aceptar un rey del sur. De haber sido realmente valioso, de haber podido llevarle la lealtad de la gente junto a su frontera, me habría entregado una esposa sajona, pues una mujer de alta cuna es el mejor regalo que un señor puede otorgar, pero un casco y una cota de malla eran suficientes para la lejana idea de Northumbria. Dudo mucho que pensara que iba a entregarle aquel país, pero sí veía que algún día podría resultarle útil en el proceso de dicha entrega, así que me ligó a él y convirtió las ligaduras en aceptables grilletes mediante alabanzas.
—Ninguno de mis hombres ha peleado en un barco —me dijo—, así que tienen que aprender. Puede que seas joven, Uhtred, pero tienes experiencia, lo que significa que sabes más que ellos. Así que ve y enséñales.
¿Yo? ¿Sabía más que sus hombres? Había navegado en la Víbora del viento, eso era todo, no había peleado nunca en un barco, aunque no iba a decírselo a Alfredo. Acepté sus regalos y me dirigí al sur, hasta la costa, y así se guardó un peón que en el futuro podía resultar útil. Para Alfredo, claro está, las piezas más valiosas del tablero eran los alfiles, que nosotros llamamos «obispos», los que en teoría rezaban por la expulsión de los daneses, y jamás un obispo pasó hambre en Wessex, pero yo no podía quejarme porque tenía una cota de malla, un casco de hierro y parecía un guerrero. Alfredo nos prestó caballos para el viaje y envió al padre Willibald con nosotros, no como guardián esta vez, sino porque insistía en que las tripulaciones de sus barcos debían contar con un cura que velara por su salud espiritual. Pobre Willibald. Se mareaba como un perro cada vez que remontábamos una ola, pero jamás abandonó sus responsabilidades, especialmente conmigo. Si las oraciones convirtieran a un hombre en cristiano, a estas alturas sería santo diez veces.
El destino lo es todo. Y ahora, en retrospectiva, veo la pauta de mi viaje vital. Comenzó en Bebbanburg y me llevó hacia el sur, cada vez más al sur, hasta que llegué a la otra costa de Inglaterra y no podía seguir bajando sin dejar de oír mi idioma. Ése fue el viaje de mi infancia. Como hombre lo he recorrido en dirección contraria, cada vez más hacia el norte, cargando con espadas, lanzas y hachas para desbrozar el camino hasta el lugar en el que empecé. El destino. Cuento con el favor de las hilanderas, al menos me han librado de la muerte hasta ahora. Y durante un tiempo me convirtieron en marinero.
Recibí la cota de malla y el casco en el año 874, el mismo en que el rey Burghred huyó a Roma y Alfredo esperaba a Guthrum para la primavera siguiente, pero no llegó, ni tampoco en verano, así que Wessex se libró de la invasión en 875. Guthrum debería haber llegado, pero era un hombre cauteloso, siempre esperaba lo peor, y pasó dieciocho meses completos reuniendo al ejército danés más grande que haya visto esta tierra. A su tiempo la hueste de Guthrum llegaría, y cuando lo hizo las tres hilanderas cortaron uno a uno todos los hilos de Inglaterra, hasta que la isla entera quedó colgada de un mechón, pero esa historia debe esperar y sólo la menciono ahora para explicar por qué tuvimos tiempo de prepararnos.
Y fui entregado al Heahengel que, horror del cielo, era el nombre del barco. Significa arcángel. No era mío, por supuesto; tenía un capitán llamado Werferth que había guiado una embarcación rechoncha comerciando por el mar antes de que lo convencieran para capitanear el Heahengel, y sus guerreros y tripulantes estaban comandados por una vieja y sombría bestia parda llamada Leofric. ¿Y yo? Yo era el último zurullo.
En realidad no me necesitaban. Todas las palabras aduladoras de Alfredo, que si yo iba a enseñar a sus marineros a luchar, y tal y cual, no eran más que eso, palabras. Pero me había convencido de unirme a su flota, y yo le había prometido un año, así que allí estaba, en el estupendo puerto de Hamtun, situado al principio de un largo brazo de mar. Alfredo ordenó construir doce barcos a un carpintero de ribera que había sido remero en una embarcación danesa antes de escapar en Francia y conseguir regresar a Inglaterra. Había pocas cosas que no supiera de batallas navales, y nada que yo pudiera enseñarle a nadie, aunque la batalla naval es cosa bien sencilla. Estrellas el barco contra el del enemigo, armas un muro de escudos y te cargas a la otra tripulación. Pero nuestro carpintero, hombre astuto donde los haya, había ingeniado un barco más grande que proporcionaba a su tripulación una ventaja, porque cabían más hombres y sus bordas, al ser más altas, hacían las veces de muralla; así pues, construyó doce barcos que al principio me parecían raros porque no tenían cabezas de bestias ni en proas ni en popas, aunque todos ostentaban un crucifijo clavado al mástil. La flota completa estaba comandada por el ealdorman Hacca, hermano del ealdorman del Hamptonscir, y lo único que hizo cuando llegué fue aconsejarme que envolviera mi cota de malla en un saco aceitado para que no se oxidara. Después me entregó a Leofric.
—Enséñame las manos —me ordenó Leofric. Lo hice y me miró con desdén—. Pronto tendrás ampollas, earsling.
Ésa era su palabra favorita, earsling. Significaba cagarruta. Ése era yo, aunque a veces me llamaba endwerc, que significa almorrana, y me hizo remero, uno de los dieciséis de boecbord, que es la parte izquierda del barco mirando hacia la proa. El otro lado se llama steorbord, por encontrarse allí el timón. Llevábamos sesenta guerreros a bordo, treinta y dos en cada turno de remos a menos que pudiéramos izar la vela. Werferth iba al timón y Leofric paseaba de arriba abajo gritando como un energúmeno que remáramos más rápido.
Durante todo el otoño y el invierno remamos arriba y abajo del ancho canal de Hamtun y hasta el Solente, que es el mar situado al sur de la isla que llaman Wiht, y batallamos contra el viento y la marea, estrellando el Heahengel contra olas pequeñas y frías, hasta que nos convertimos en tripulación y conseguimos hacerlo saltar por el mar. Para mi sorpresa, descubrí que el Heahengel era un barco rápido. Pensaba que, al ser mucho más grande, sería más lento que los navíos daneses, pero era rápido, muy rápido, y Leofric lo estaba convirtiendo en un arma letal.
No le gustaba, y aunque me llamaba earsling y endwerc, no me enfrenté a él porque habría muerto. Era un hombre bajo, amplio, robusto como un buey, con la cara llena de cicatrices, un genio del demonio y una espada tan machacada que se había quedado fina como un cuchillo. Tampoco es que a él le importara, pues prefería el hacha. Sabía que yo era ealdorman, pero se la traía al pairo, lo mismo que el hecho de que hubiera servido en un barco danés.
—Lo único que nos pueden enseñar los daneses, earsling —me dijo—, es a palmarla.
Yo no le gustaba, pero él a mí sí. Por la noche, cuando llenábamos alguna de las tabernas de Hamtun, me sentaba a su lado a escuchar sus pocas palabras, que solían ser de desprecio, incluso hacia nuestros barcos.
—Doce —rugía—, ¿y cuántos van a traer los daneses?
Nadie respondía.
—¿Doscientos? Y nosotros, ¿qué tenemos, doce?
Brida consiguió enredarlo una noche para que nos contara sus batallas, todas ellas en tierra, y nos habló de la colina de Æsc; de cómo un hombre con un hacha rompió el muro de escudos danés, y estaba claro que el hombre era el propio Leofric; de cómo le había acortado el mango para que fuera más rápida de recuperar tras el golpe, aunque disminuía la fuerza del arma; de cómo el hombre había utilizado su escudo para contener al enemigo de la izquierda, matando primero al de enfrente y después al de la derecha, y luego la había emprendido a hachazo limpio contra las líneas danesas, a las que poco a poco fue esculpiendo. Me vio escucharle y se burló de mí como era habitual.
—¿Has estado en un muro de escudos, earsling?
Levanté un dedo.
—Rompió el muro enemigo —intervino Brida. Ella y yo vivíamos en el establo de la taberna y a Leofric le gustaba Brida aunque se negaba a llevarla a bordo porque consideraba que las mujeres traían mala suerte—. Rompió el muro —repitió—. Yo lo vi.
Me echó una ojeada, no muy seguro de si creerla o no. Yo no dije nada.
—¿Contra quién peleabas —preguntó al poco—, monjas?
—Galeses —repuso Brida.
—¡Bueno, galeses! Coño, pero si se matan en nada —dijo, una mentira como una casa, pero que le permitía seguir burlándose de mí, y al día siguiente, durante la práctica de pelea con varas se aseguró de enfrentarse conmigo, y me dio tal tunda que me dejó como un perro apaleado, me abrió una brecha en la cabeza y me dejó confundido—. Yo no soy galés, earsling —me dijo. Leofric me gustaba un montón.
El año llegó a su fin. Cumplí dieciocho años. El Gran Ejército danés no vino, pero sí sus barcos. Los daneses volvían a ser vikingos, y sus barcos dragones llegaron en pequeños grupos para saquear la costa de Wessex, para asaltar, violar, quemar y matar. Pero ese año Alfredo tenía preparados los barcos.
Y nos hicimos a la mar.