Ahora, cada vez que los ingleses hablan de la batalla de la colina de Æsc, dicen que Dios concedió la victoria a los sajones del oeste porque los reyes Etelredo y su hermano Alfredo estaban rezando cuando aparecieron los daneses.
Puede que tengan razón. Desde luego yo sí creo que Alfredo estuviera rezando, pero ayudó mucho el que eligieran bien su posición. Su muro de escudos estaba justo detrás de una zanja profunda, inundada en invierno, y los daneses tuvieron que salir de aquel hoyo embarrado y fueron muriendo a medida que lo conseguían, y hombres que eran más granjeros que guerreros repelieron el asalto de daneses veteranos en la batalla, y Alfredo comandó a los granjeros, los animó, les dijo que ganarían, y puso su fe en Dios. Creo que la victoria se debió a la zanja, pero sin duda él habría dicho que Dios excavó el foso precisamente allí.
Halfdan también perdió. Atacaba colina arriba, la pendiente no era demasiada, pero se acercaba el final del día y el sol deslumbraba a sus hombres, o eso dijeron después, y el rey Etelredo, como Arturo, infundió tanto valor en sus hombres, que se lanzaron en un ataque colina abajo entre aullidos de guerra y descoyuntaron las filas de Halfdan, quien se desanimó cuando vio al ejército de abajo alejarse de la obstinada defensa de Alfredo. No acudieron ángeles con espadas en llamas, aunque los curas así lo aseguren una y mil veces. Por lo menos yo no vi ninguno. Había una zanja llena de agua, tuvo lugar una batalla, los daneses perdieron y el destino cambió.
No sabía que los daneses podían perder, pero aprendí la lección a los catorce años y, por vez primera, oí gritos de júbilo sajones y burlas, y algo en el interior de mi alma se removió.
Y regresamos a Readingum.
* * *
Se produjeron muchas más batallas mientras el invierno se convertía en primavera y la primavera en verano. Llegaron más daneses con el año nuevo, y nuestras filas se recuperaron, y ganamos todos los demás enfrentamientos con los sajones del oeste, peleamos dos veces en Basengas, en el Hamptonscir, después en Mereton, que se encontraba en el Wiltunscir y por lo tanto en medio de su territorio, y de nuevo en el Wiltunscir, esta vez en la ciudad de Wiltun, y todas las veces ganamos, lo cual significaba que al final del día el campo de batalla era nuestro, pero en ninguno de aquellos enfrentamientos conseguimos destruir al enemigo. Lo que hacíamos era agotarnos, luchábamos los unos contra los otros hasta un punto muerto sangriento, y cuando el verano empezó a acariciar la tierra llevábamos tanto Wessex conquistado como en Yule.
Pero conseguimos cargarnos al rey Etelredo. Eso tuvo lugar en Wiltun, donde el rey recibió una profunda herida de hacha en el hombro izquierdo y, aunque lo sacaron rápidamente del campo de batalla, y curas y monjes rezaron junto a su lecho de muerte, y hombres de ingenio lo trataron con hierbas y sanguijuelas, murió a los pocos días.
Y dejó un heredero, un oelheling: Etelwoldo. Éste, hijo mayor de Etelredo, no era lo bastante mayor para ser su propio señor, pues, al igual que yo, sólo tenía quince años; aun así algunos hombres defendían su derecho a recibir el cetro de rey de Wessex, pero Alfredo tenía amigos mucho más poderosos y extendió la leyenda de que el Papa lo había coronado como futuro rey. Puede que el witan, el consejo real de los monarcas sajones, no tuviera otra elección. Wessex necesitaba un líder y el witan eligió a Alfredo, de modo que Etelwoldo y su hermano pequeño fueron recluidos en una abadía donde les indicaron que prosiguieran con sus lecciones.
—Alfredo tendría que haberse cargado a esos cabroncetes —comentó Ragnar con alegría, y probablemente tenía razón.
Así que Alfredo, el pequeño de seis hermanos, era ahora el rey de Wessex. Corría el año 871. Entonces no lo sabía, pero la esposa de Alfredo acababa de dar a luz a una hija a la que él llamó Etelfleda. Etelfleda contaba quince años menos que yo, y aunque hubiera sabido de su nacimiento, no lo habría considerado de ninguna importancia. Pero el destino lo es todo. Las hilanderas trabajan y nosotros obramos su voluntad, queramos o no.
Lo primero que hizo Alfredo como rey, aparte de enterrar a su hermano, recluir a sus sobrinos en un monasterio, hacerse coronar, ir a la iglesia cien veces y calentarle las orejas a Dios con tanta plegaria, fue enviar mensajeros a Halfdan para proponerle una reunión. Al parecer quería la paz, y como estábamos a mediados de verano y no nos encontrábamos más cerca de la victoria que a mediados de invierno, Halfdan aceptó el encuentro; de ese modo, con los cabecillas de su ejército y una guardia personal de hombres escogidos, se dirigió a Badum.
Yo también fui, con Ragnar, Ravn y Brida. Rorik, aún enfermo, se quedó en Readingum, y a mí me supo mal que no viera Badum, pues aun tratándose de una ciudad pequeña era casi tan maravillosa como Lundene. Poseía baños en el centro de la ciudad, y no era una casa modesta, sino un enorme edificio con pilares y un techo que caía encima de una inmensa cavidad en la roca llena de agua caliente. El agua procedía del submundo y Ragnar se mostraba convencido de que salía caliente debido a las forjas de los enanos. Los baños, por supuesto, fueron construidos por los romanos, y también los demás edificios extraordinarios del valle de Badum. Pocos hombres querían meterse en el baño, porque a pesar de adorar el mar y sus barcos temían el agua termal, pero Brida y yo entramos, y allí descubrí que la muchacha nadaba como un pez. Me asía del borde y quedé maravillado por la extraña y grata experiencia de tener la piel desnuda bajo el agua caliente.
Beocca nos encontró allí. El centro de Badum estaba protegido por una tregua, lo cual significaba que nadie podía llevar armas, de ese modo los sajones del oeste y los daneses se mezclaban pacíficamente. Aprovechándose de ese clima de relativa concordia, Beocca salió a buscarme. Llegó a los baños acompañado de otros dos sacerdotes, ambos sombríos y a los que les moqueaba la nariz. Observaban atentamente cuando Beocca se inclinó sobre mí.
—Te he visto entrar aquí —dijo, después reparó en Brida, que estaba buceando con la larga melena suelta, emergiendo después a la superficie; él no pudo evitar fijarse en sus pequeños pechos y retrocedió como si se tratara de la sierva del diablo—. ¡Es una chica, Uhtred!
—Ya lo sé —respondí.
—¡Desnuda!
—Dios es bondadoso —repliqué.
Se adelantó un paso para abofetearme, pero yo me aparté del borde del baño y casi se cae dentro. Los otros dos curas miraban a Brida. Dios sabrá porqué. Probablemente tenían compañeros para sus juegos, pero los curas, me he fijado, se excitan muchísimo con las mujeres. También los guerreros, pero nosotros no nos sacudimos como sauces llorones cada vez que una muchacha nos enseña sus pechos. Beocca intentó ignorarla, pero eso resultaba difícil porque Brida había nadado hasta donde yo estaba hasta rodearme la cintura con los brazos.
—Tienes que escabullirte —me susurró Beocca.
—¿Escabullirme?
—¡De los paganos! Ven a nuestro cuartel, te esconderemos.
—¿Quién es? —me preguntó Brida. Hablaba en danés.
—Es un cura afecto a mi casa —respondí.
—Qué feo, ¿no?
—Has de venir —bisbiseaba Beocca—. ¡Te necesitamos!
—¿Me necesitáis?
Se agachó aún más.
—Hay agitación en Northumbria, Uhtred. Tienes que haber oído algo de lo que está sucediendo. —Se detuvo un instante para persignarse—. ¡Todos esos monjes y monjas masacrados! ¡Los han asesinado! Un hecho terrible, Uhtred, pero nadie se burla de Dios. Habrá un levantamiento en Northumbria y Alfredo está decidido a apoyarlo. ¡Si decimos que Uhtred de Bebbanburg está de nuestro lado… eso ayudará!
Dudaba mucho de que pudiera servirles de alguna ayuda. Tenía quince años y no contaba con edad suficiente para inspirar a los hombres a batirse en ataques suicidas contra las fortalezas danesas.
—No es danesa —le dije a Beocca, que de haber sabido que Brida las entendía no hubiese dicho aquellas cosas—, es de Anglia Oriental.
Él se la quedó mirando.
—¿Anglia Oriental?
Asentí, y entonces me pudo otra vez la travesura.
—Es la sobrina del rey Edmundo —mentí, y Brida soltó una risita divertida y me pasó una mano por el cuerpo para intentar hacerme reír.
Beocca volvió a persignarse.
—¡Pobre hombre! ¡Un mártir! ¡Pobre niña! —Después frunció el ceño—. Pero… —empezó a decir, se detuvo, incapaz de entender por qué los temidos daneses permitían a dos de sus prisioneros retozar desnudos en un baño de agua caliente, y luego cerró los ojos bizcos porque vio dónde había acabado descansando la mano de Brida—. Tenemos que sacaros a los dos de aquí —dijo con premura—, llevaros a un lugar donde aprendáis el recto camino de Dios.
—Eso me gustaría —dije, y Brida apretó tan fuerte que por poco grito de dolor.
—Nuestros cuarteles están al sur —nos informó Beocca—, cruzando el río, encima de la colina. Ve allí, Uhtred, y te rescataremos. Os rescataremos a los dos.
Por supuesto, no hice nada de eso. Se lo conté a Ragnar, que se partió de risa con mi invención sobre Brida y se encogió de hombros ante las noticias de que probablemente habría un levantamiento en Northumbria.
—Siempre hay rumores de revueltas —dijo—, y siempre terminan de la misma manera.
—Parecía muy seguro —comenté.
—Lo único que quiere decir es que enviarán más monjes a liarla. Dudo mucho de que lleguen a nada. De todos modos, en cuanto nos apañemos con Alfredo, podemos volver. A casa, ¿qué te parece?
Pero apañarse con Alfredo, es decir, negociar con él, no era tan fácil como Halfdan o Ragnar suponían. Cierto que Alfredo había pedido la paz, y la deseaba porque las fuerzas danesas se habían adentrado bastante en Wessex, pero no estaba dispuesto a derrumbarse como Burghred había hecho en Mercia. Cuando Halfdan le propuso seguir como rey, ocupando los daneses las principales fortalezas de Wessex, Alfredo amenazó con levantarse y continuar la guerra.
—Me insultáis —repuso con calma—. Si deseáis tomar las fortalezas venid a por ellas.
—Lo haremos —amenazó Halfdan, y Alfredo se limitó a encogerse de hombros indicándoles así que los animaba a intentarlo, pero Halfdan sabía, como sabían los daneses, que su campaña había fracasado. Cierto que habíamos batido extensas franjas de Wessex, obtenido muchos tesoros, capturado o sacrificado ganado, quemado molinos, casas e iglesias, pero el precio había sido demasiado elevado. Muchos de nuestros mejores hombres estaban muertos o tan malheridos que se verían obligados a vivir de la caridad de sus señores durante el resto de sus días. Asimismo, habíamos fracasado en tomar fortalezas sajonas, lo cual suponía que cuando llegara el invierno nos veríamos en la obligación de retirarnos a la seguridad de Lundene o Mercia.
Sin embargo, si bien los daneses estaban agotados por la campaña, también lo estaban los sajones del oeste. Habían perdido muchos de sus mejores hombres y riquezas, y a Alfredo le preocupaba que los britanos, el antiguo enemigo derrotado por sus ancestros, llegaran a oleadas de sus refugios en Gales y Cornwalum. Aun así Alfredo no sucumbiría a sus miedos, no cedería dócilmente a las exigencias de Halfdan, pero sabía que necesitaba aceptar algunas, de ese modo la negociación prosiguió durante una semana y a mí me sorprendió la obstinación del monarca sajón.
No era un hombre que impresionara a simple vista. Era algo larguirucho y poseía unas facciones débiles, pero ese aspecto ocultaba su auténtica personalidad. Jamás sonreía al enfrentarse a Halfdan, rara vez apartaba aquellos inteligentes ojos marrones del rostro de su enemigo, insistía en su posición hasta el tedio y mantenía siempre la calma, incluso cuando los daneses le gritaban.
—Lo que deseamos —explicaba una y otra vez— es la paz. Vosotros la necesitáis, y es mi deber dársela a mi país. Así que debéis abandonar mi patria. —Sus curas, Beocca entre ellos, escribían cada palabra, llenaban preciosas hojas de pergamino con hileras interminables de signos. Debieron de gastar hasta la última gota de tinta de Wessex para registrar aquella reunión, y dudo que jamás nadie leyera las actas completas.
Bien es cierto que la reunión tampoco duró todo el día. Alfredo insistía en que no podían empezar hasta que él fuera a la iglesia, también interrumpía las sesiones a mediodía para rezar más, y terminaba antes de la puesta de sol para volver de nuevo a la iglesia. ¡Cuánto rezaba aquel hombre! Pero su paciente negociación era igual de implacable, y al final Halfdan accedió a evacuar Wessex, aunque sólo tras el pago de seis mil piezas de plata y, para asegurarse de cobrarlas, insistió en que sus fuerzas se quedarían en Readingum, a las que Alfredo debía abastecer con tres carros diarios de forraje y cinco de centeno. Cuando entregara la plata, le prometió Halfdan, los barcos regresarían otra vez por el Temes y Wessex quedaría libre de paganos. Alfredo no quiso permitir que los daneses se quedaran en Readingum, insistía en que se retiraran al este de Lundene, pero al final, desesperado por obtener la paz, aceptó que se quedaran en la ciudad, y así, con solemnes juramentos por ambas partes, se firmó la paz.
Yo no estaba allí cuando terminó la conferencia, ni Brida. Habíamos asistido casi todos los días como testigos de Ravn en el inmenso salón romano donde tuvo lugar la reunión, pero cuando nos aburríamos, o más bien cuando Ravn se cansaba de nuestro aburrimiento, podíamos ir a bañarnos y a nadar. Nos encantaba el agua de las termas.
Estábamos nadando el día en que terminaron las conversaciones. Sólo nos encontrábamos nosotros dos en la gran cámara, y resonaba. Me gustaba ponerme en el lugar en que el agua brotaba de un agujero en la piedra, dejándola derramarse en cascada sobre mi melena, y allí estaba de pie, con los ojos cerrados, cuando oí a Brida gritar. Abrí los ojos y justo entonces unas manos extraordinariamente fuertes me agarraron por los hombros. Tenía la piel resbaladiza y me escabullí, pero un hombre con coraza de cuero saltó al baño, me dijo que me callara y me volvió a agarrar. Otros dos hombres conducían a Brida hasta el borde del baño provistos de dos varas largas.
—¿Qué estáis…? —empecé a decir en danés.
—Calla, chico —respondió uno de los hombres. Era un sajón del oeste y había una docena más. Tras sacar nuestros húmedos cuerpos del agua, nos envolvieron en capas grandes y apestosas, recogieron nuestra ropa y se nos llevaron. Yo grité pidiendo ayuda y recibí como respuesta un porrazo que habría tumbado a un buey.
Nos obligaron a montar en las sillas de un par de caballos y cabalgamos durante un buen rato, con los hombres detrás. Sólo nos quitaron las capas en la cima de la gran colina que domina Badum desde el sur. Y allí, más contento que unas pascuas, estaba Beocca.
—Habéis sido rescatado, señor —me dijo—. ¡Alabado sea Dios Todopoderoso, habéis sido rescatado! Como vos, mi señora —añadió dirigiéndose a Brida.
Lo único que podía hacer era mirarlo. ¿Rescatado? Más bien secuestrado. Brida me miró, yo la miré a ella y me hizo un leve ademán de la cabeza con el que me indicó que nos calláramos la boca, por lo menos así lo interpreté yo, y eso hice, después Beocca nos pidió que nos vistiéramos.
Había guardado mi amuleto del martillo y mis brazaletes en una bolsa de cuero al desvestirme, y los dejé allí mientras Beocca nos hacía pasar a una iglesia cercana, algo más grande que una barraca de madera y paja, pero sin rebasar las dimensiones de la cochiquera de un campesino, y allí dio gracias a Dios por la liberación de nuestro cautiverio. Después nos llevó a mi salón cercano en el que nos presentó a Ælswith, la esposa de Alfredo, la cual era asistida por una docena de mujeres, tres de ellas monjas, y custodiada por una veintena de hombres bien armados.
Ælswith era una mujer de baja estatura con el pelo castaño desvaído, ojos pequeños, boca diminuta y una barbilla muy decidida. Vestía una túnica azul con ángeles bordados en hilo de plata por la falda y la orilla de las anchas mangas, y llevaba colgado un pesado crucifijo de oro. Había un bebé en la cuna de madera junio a ella y sólo más tarde, mucho más tarde, reparé en que el bebé debía de ser Etelfleda, así que ésa fue la primera vez que la vi, aunque en aquel momento me pasó desapercibida. Ælswith me dio la bienvenida, hablaba con el inconfundible acento mercio, y después de preguntarme por mi parentela, me contó que debíamos de ser familia, pues su padre era Æthelred, que había sido ealdorman en Mercia y era primo hermano del malogrado Æthelwulf, cuyo cuerpo yo había visto fuera de Readingum.
—¿Y vos? —se dirigió a Brida—, el padre Beocca me ha dicho que sois sobrina del santo rey Edmundo.
Brida se limitó a asentir.
—¿Pero y vuestros padres? —insistió Ælswith frunciendo el ceño—. Edmundo no tenía hermanos, y sus dos hermanas son monjas.
—Hild —repuso Brida. Yo sabía que ése había sido el nombre de su tía, a la que Brida odiaba.
—¿Hild? —Ælswith estaba perpleja, aunque más que perpleja se mostraba recelosa—. Ninguna de las dos buenas hermanas del rey Edmundo se llama Hild.
—No soy su sobrina —confesó Brida con un hilillo de voz.
—Ah. —Ælswith se recostó en su silla, su agudo rostro mostraba la expresión de satisfacción que algunas personas adoptan cuando pillan a un mentiroso en un renuncio.
—Pero me enseñaron a llamarlo tío —prosiguió Brida, y me dejó de piedra, porque yo pensaba que se veía en un dilema imposible y obligada a confesar la mentira, y lo que estaba haciendo, en realidad, era bordarla—. Mi madre se llamaba Hild y no tenía marido, pero insistía en que llamara al rey Edmundo tío —hablaba con una vocecilla asustada—, y a él le gustaba.
—¿Le gustaba? —espetó la reina—. ¿Por qué?
—Porque… —dijo Brida, y entonces se sonrojó, no sé yo cómo lo hizo, agachó la mirada, se puso como un tomate y parecía que iba a echarse a llorar.
—Ah —volvió a decir Ælswith al entender lo que la chica quería decir—. Así que era vuestro… —No terminó la frase, no quería acusar al sagrado y desaparecido rey Edmundo de haber tenido una hija ilegítima con alguna mujer llamada Hild.
—Sí —contestó Brida, y se echó a llorar. Yo miré las vigas ennegrecidas por el humo e intenté no reírme—. Era tan amable conmigo —sollozaba Brida—, ¡y esos daneses bastardos lo mataron!
Ælswith creyó a Brida sin vacilar. La gente tiende a creer lo peor de los demás, y el santificado rey Edmundo se revelaba ahora como un secreto mujeriego, y aunque eso no impidió que al final se convirtiera en santo, sí condenó a Brida, pues entonces Ælswith propuso que la enviaran a algún convento al sur de Wessex. Brida podría tener sangre real, pero estaba claramente mancillada por el pecado, así que la reina la quería encerrar de por vida.
—Sí —accedió Brida dócilmente, y yo tuve que fingir que me asfixiaba con el humo. Entonces Ælswith nos mostró dos crucifijos. Los tenía preparados, ambos de plata, pero le susurró algo a una de las monjas y ella sustituyó uno de los de plata por otro de madera, que le entregó a Brida. A mí me correspondía el de plata, que me colgué obedientemente alrededor del cuello. Lo besé, cosa que causó muy buena impresión, y Brida se apresuró a imitarme, pero ya nada podía hacer para cambiar la determinación de la esposa de Alfredo. Brida se había condenado a sí misma al proclamarse bastarda.
Alfredo regresó de Badum tras caer la noche, y yo tuve que acompañarlo a la iglesia en la que las oraciones y alabanzas se prolongaron hasta la eternidad. Cantaban cuatro monjes, y sus voces monótonas casi me duermen, y al final, porque sí tuvo un final, fui invitado a cenar con Alfredo. Beocca me hizo saber que aquello era un honor, un gran honor, que no a mucha gente le pedían cenar con el rey, pero yo había comido con jefes daneses a los que jamás parecía importarles quién compartiera su mesa mientras no escupieran en las gachas, así que no me sentí halagado. Pero estaba hambriento. Me habría podido comer un buey entero, y empecé a impacientarme mientras nos lavábamos ceremonialmente las manos en cuencos de agua que sostenían los sirvientes y mientras esperábamos de pie frente a nuestros taburetes y sillas a que Alfredo y Elswith fueran conducidos a la mesa. Un obispo permitió que la comida se enfriara mientras recitaba una interminable oración en la que pedía a Dios que bendijera los alimentos que íbamos a comer, y cuando al final nos sentamos, ¡qué decepción tan grande fue la cena! Ni cerdo, buey o cordero, nada que un hombre deseara comer; sólo cremas, puerros, huevos escalfados, pan, cerveza aguada y cebada hervida en un caldo gélido tan sabroso como las huevas de rana. Alfredo no paraba de alabar las viandas, pero al final acabó por confesar que le dolía tanto la barriga que aquella dieta de papillas mantenía el dolor a raya.
—El rey es un mártir de la carne —me explicó Beocca. Era uno de los tres curas sentados a la mesa real, otro de ellos era un obispo sin dientes que machacaba el pan en el caldo, y había dos ealdormen más y, por supuesto, Ælswith, que llevaba el peso de la charla. Se oponía a la idea de permitir que los daneses se quedaran en Readingum, pero al final Alfredo le dijo que no tenía otra elección y que era una pequeña concesión por la paz, y con eso terminó la discusión. Ælswith, en cambio, se alegró de que su marido hubiese negociado la liberación de todos los rehenes jóvenes retenidos por el ejército de Halfdan, en la que Alfredo había insistido, pues temía con razón que los jóvenes fueran apartados de la verdadera iglesia. Me miraba mientras lo contaba, pero yo apenas reparé en él, pues estaba mucho más interesado en una de las sirvientes, una joven, puede que cuatro o cinco años mayor que yo, increíblemente guapa, con una preciosa melena oscura rizada, y me pregunté si sería la muchacha que Alfredo tenía cerca para poder dar gracias a Dios por resistir la tentación. Después, mucho después, descubrí que sí era la misma chica. Se llamaba Merewenna y yo daría gracias a Dios, en su momento, por no resistirme a la tentación con ella, pero eso aún queda muy lejos en mi relato y, por ahora, me hallaba a disposición de Alfredo, o más bien de Ælswith.
—Uhtred ha de aprender a leer —dijo. No sé qué le importaría todo aquello, pero no discutí su afirmación.
—Amén —concordó Beocca.
—Los monjes de Winburnan pueden enseñarle —sugirió.
—Una idea excelente, mi señora —confirmó Beocca, y el obispo desdentado asintió babeando aprobadoramente.
—El abad Hewald es un maestro muy diligente —prosiguió Ælswith. En realidad el abad Hewald era uno de esos hijos de mala madre que antes prefieren azotar a los jóvenes que enseñarles, pero eso sin duda era lo que quería decir Ælswith.
—A mí me parece que el joven Uhtred aspira a convertirse en guerrero.
—Con el tiempo, si Dios quiere, lo será —repuso Ælswith—, pero, ¿de qué sirve un soldado si no es capaz de empuñar la palabra de Dios?
—Amén —apostilló Beocca.
—De nada —concordó Alfredo. Yo pensaba que enseñar a un soldado a leer era tan útil como enseñar a bailar a un perro, pero me guardé mi opinión, aunque Alfredo presintió mi escepticismo—. ¿Por qué es bueno leer para un soldado, Uhtred? —me preguntó.
—Es bueno leer para todo el mundo —repuse obedientemente, y me gané una sonrisa de Beocca.
—Un soldado que sabe leer —contestó Alfredo con paciencia—, es un soldado que sabe interpretar órdenes, un soldado que sabrá con precisión lo que su rey desea. Supón que estás en Northumbria, Uhtred, y yo estoy en Wessex, ¿cómo puedes conocer mi voluntad?
Aquello era asombroso, pero yo era demasiado joven para darme cuenta entonces. Si yo estuviera en Northumbria y él en Wessex, a él no le importaría en absoluto lo que yo hiciera, pero evidentemente Alfredo estaba avanzándose a su tiempo, muchísimo, hasta una época en la que sólo habría un reino inglés y un rey inglés. Yo me quedé boquiabierto y él me sonrió.
—Winburnan entonces, joven —dijo—, y cuanto antes llegues, mejor.
—¿Cuanto antes? —Ælswith nada sabía de aquella prisa repentina y se mostró harto desconfiada.
—Los daneses, querida —le aclaró Alfredo— buscarán a los dos niños. Si descubren que están aquí, podrían solicitar su regreso.
—Pero los rehenes van a ser liberados —objetó Ælswith—, lo has dicho tú mismo.
—¿Uhtred era un rehén? —preguntó en voz baja mientras me observaba—. ¿O estaba a punto de convertirse en danés? —Dejó las preguntas en el aire, y yo no intenté responderlas—. Hemos de convertirte en un auténtico inglés —dijo Alfredo—. Debes partir hacia el sur por la mañana. Tú y la chica.
—La chica no importa —comentó Elswith con desdén. Habían enviado a Brida a comer a la cocina con los siervos.
—Si los daneses descubren que es la bastarda de Edmundo —apuntó uno de los ealdormen—, la utilizarán para destruir su reputación.
—Nunca lo ha contado —intervine yo—, porque pensaba que podrían burlarse de él.
—En ese caso hay algo de bueno en ella —aceptó Ælswith a regañadientes. Se sirvió uno de los huevos escalfados—. ¿Pero qué vas a hacer —le preguntó a su marido—, si los daneses te acusan de secuestrar a los niños?
—Mentiré, por supuesto —repuso Alfredo.
Ælswith se quedó perpleja, pero el obispo rezongó que la mentira en este caso era necesaria por Dios, y por lo tanto perdonable.
No tenía ninguna intención de ir a Winburnan. No es que de repente me entraran unas ganas irrefrenables de ser danés, se debía por completo a Hálito-de-serpiente. Adoraba aquella espada, la había dejado con los sirvientes de Ragnar y la quería de vuelta antes de que mi camino tomara cualquier rumbo que hubieran dispuesto para mí las hilanderas y, desde luego, no sentía ningún deseo de abandonar la vida con Ragnar por las escasas alegrías de un monasterio y un maestro. Brida quería volver con los daneses, eso lo sabía, y la sensata insistencia de Alfredo en que desapareciéramos de Badum enseguida nos dio la oportunidad.
Nos enviaron al día siguiente, antes del alba, en dirección sur, hacia un territorio montañoso, escoltados por una docena de guerreros a los que no les hacía ninguna gracia el trabajo de llevar a un par de niños hasta el corazón de Wessex. A mí me dieron un caballo, a Brida una mula, y un joven cura llamado Willibald quedó oficialmente al cargo de llevar a Brida a un convento y a mí al abad Hewald. El padre Willibald era un hombre agradable de sonrisa fácil y maneras amables. Sabía imitar el canto de los pájaros y nos hacía reír inventándose conversaciones entre la peleona tordella, con su chac-chac, y una alondra planeando; nos invitaba a adivinar los pájaros que imitaba, y aquel entretenimiento, mezclado con algunos acertijos inofensivos, nos llevó a una población muy por encima del río de curso suave que discurría entre el paisaje boscoso. Los soldados insistieron en detenerse porque decían que los caballos necesitaban un descanso.
—Lo que necesitan en realidad es cerveza —nos dijo Willibald, y se encogió de hombros como si ello fuera comprensible.
Era un día cálido. Los caballos estaban maneados fuera, los soldados consiguieron cerveza, pan y queso y después se sentaron en círculo para jugar a los dados entre gruñidos, dejándonos bajo la supervisión de Willibald, pero el joven cura se desperezó en un montón de paja medio caído y se quedó dormido al solecito. Yo miré a Brida, ella me devolvió la mirada, y fue tan sencillo como aquello. Salimos por un lado del establecimiento, le dimos la vuelta a un enorme montón de estiércol, esquivamos unos cerdos que buscaban raíces en un campo, salvamos el seto y llegamos al bosque, donde estallamos en carcajadas.
—Mi madre insistía en que lo llamara tío —me dijo con su vocecilla—, y los daneses, los muy bastardos, lo mataron. —Y a ambos nos pareció lo más gracioso que habíamos oído nunca. Después recobramos el juicio y nos apresuramos hacia el norte.
Pasó mucho tiempo antes de que los soldados reaccionaran, y más tarde llevaron perros de caza al establecimiento en el que habían comprado la cerveza, pero para entonces nosotros va habíamos cruzado un arroyo, cambiado otra vez de dirección, subido a un terreno elevado y nos habíamos ocultado. No nos encontraron, aunque durante toda la tarde oímos a los perros aullar en el valle. Debieron de recorrer la orilla del río, pensando que habríamos ido hacia allí, pero estábamos solos, a salvo y en terreno elevado.
Buscaron durante dos días, jamás llegaron a acercarse, y al tercero vimos la cabalgata real de Alfredo dirigirse hacia el sur por la carretera bajo la colina. La reunión en Badum había terminado, lo cual significaba que los daneses se retiraban a Readingum. Ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo llegar hasta allí, pero sabíamos que viajando hacia el oeste se llegaba a Badum, y eso era un comienzo, sabíamos que teníamos que encontrar el río Temes, y nuestros únicos problemas eran la comida y evitar que nos prendieran.
Fue una buena época. Robábamos leche de las ubres de vacas y cabras. No teníamos armas, pero nos hicimos unos garrotes con ramas caídas y los utilizamos para amenazar a un pobre hombre que excavaba una zanja pacientemente y tenía un almuerzo de pan y un puré de guisantes para comer, y se lo robamos. Pescamos un pez con nuestras propias manos, un truco que me enseñó Brida, y vivíamos en los bosques. Yo volvía a llevar mi amuleto martillo. Brida había tirado su crucifijo de madera, pero yo guardé el mío de plata porque tenía valor.
Al cabo de unos días empezamos a viajar por la noche. Ambos estábamos asustados al principio, pues la noche es el momento que eligen los sceadugengan para salir de sus escondites, pero aprendimos a atravesar la oscuridad. Rodeábamos las granjas, siguiendo las estrellas, y aprendimos a movernos sin hacer ruido, aprendimos a ser sombras. Una noche, algo grande que gruñía se nos acercó y lo oímos moverse, pisar el suelo y ambos empezamos a aporrear el mantillo de hojas con los garrotes y a gritar y la cosa se marchó. ¿Un jabalí? Podría ser. Pero también podría ser uno de los sceadugengan sin forma ni nombre que cortan los sueños como si fueran leche.
Atravesamos una cordillera de colinas altas y desnudas donde conseguimos robar un cordero antes de que los perros del pastor olieran siquiera que estábamos allí. Encendimos una hoguera en el bosque al norte de las colinas y cocinamos la carne, y a la noche siguiente encontramos el río. No sabíamos de qué río se trataba, pero era ancho, discurría entre espesos árboles y cerca había una pequeña población en la que vimos una diminuta embarcación redonda construida con ramas de sauce cubiertas de piel de cabra. Aquella noche robamos la barca y dejamos que nos llevara corriente abajo, cruzamos poblaciones y pasamos por debajo de puentes, siempre en dirección este.
No lo sabíamos, pero el río era el Temes, así que llegamos sanos y salvos a Readingum.
* * *
Rorik había muerto. Estuvo enfermo mucho tiempo, aunque a veces parecía recuperarse. Fuera lo que fuese la enfermedad que se lo llevó, lo hizo rápido y Brida y yo llegamos a Readingum el día en que quemaron su cuerpo. Ragnar, con el rostro arrasado en lágrimas, estaba junto a la pira y observaba las llamas consumir el cadáver de su hijo. Una espada, una brida, un amuleto martillo y un barco en miniatura habían sido depositados en la pira, y cuando terminó, el metal fundido y las cenizas fueron colocados en una gran vasija que Ragnar enterró junto al Temes.
—Ahora tú eres mi segundo hijo —me dijo aquella noche, y después recordó a Brida—, y tú mi hija. —Nos abrazó a ambos, después se emborrachó. A la mañana siguiente quería salir a caballo a matar sajones del oeste, pero Ravn y Halfdan lo contuvieron.
La tregua se mantenía. Brida y yo no habíamos estado fuera mucho más de tres semanas y la primera plata ya estaba llegando a Readingum, junto con forraje y comida. Alfredo, al parecer, era un hombre de palabra, y Ragnar un padre consumido por la pena.
—¿Cómo se lo voy a decir a Sigrid? —quería saber.
—Para un hombre es malo tener sólo un hijo —me contó Ravn—, casi tan malo como no tener ninguno. Yo tenía tres, pero sólo Ragnar sobrevive. Ahora sólo le queda el primogénito. —Ragnar el Joven seguía en Irlanda.
—Puede tener otro hijo —comentó Brida.
—No con Sigrid —repuso Ravn—, aunque podría tomar una segunda esposa, supongo. A veces se hace.
Ragnar me había devuelto a Hálito-de-serpiente, y me dio otro brazalete. También a Brida, y encontró algo de consuelo en el relato de nuestra huida. Tuvimos que contársela a Halfdan y Guthrum el Desafortunado, que nos miraba atentamente con sus ojos oscuros mientras describíamos la cena con Alfredo, y los planes de Alfredo para educarme, y hasta el apenado Ragnar se rio cuando Brida volvió a contar la historia de cómo se había hecho pasar por la hija ilegítima del rey Edmundo.
—¿Y esa reina Ælswith —quiso saber Halfdan—, cómo es?
—No es reina —contesté—, los sajones del oeste no quieren saber nada de reinas. —Eso me lo había explicado Beocca—. Sólo es la mujer del rey.
—Es una comadreja disfrazada de pajarillo —contestó Brida.
—¿Es guapa? —preguntó Guthrum.
—Cara amargada —prosiguió Brida—, ojillos de cerdo y morro arrugado.
—Pues de ahí no sacará ninguna alegría —comentó Halfdan—, ¿por qué se casó con ella?
—Porque es mercia —contestó Ravn—, y Alfredo quiere tener a Mercia de su lado.
—Mercia nos pertenece —gruñó Halfdan.
—Pero Alfredo la quiere recuperar —prosiguió Ravn—, y lo que deberíamos hacer es enviar barcos con ricos regalos para los britanos. Si le atacan desde Gales y Cornwalum tendrá que dividir su ejército.
Ése fue un comentario desafortunado, pues a Halfdan aún le escocía el recuerdo de haber dividido su propio ejército en la colina de Æsc, así que se limitó a ponerle ceño a su cerveza. Por lo que yo sé jamás envió presentes a los britanos, y habría sido una buena idea hacerlo, pero lo obcecaba su fracaso en la conquista de Wessex, y de nuevo corrieron rumores de descontento tanto en Northumbria como en Mercia. Los daneses habían tomado una parte tan grande de Inglaterra y en tan poco tiempo, que aún no habían conseguido someter sus conquistas, ni poseer todas las fortalezas de la tierra conquistada, así que las revueltas estallaban como el fuego en los brezales. Eran reducidas con facilidad, pero si no se les prestaba atención podían extenderse y convertirse en peligrosas. Ya era hora, dijo Halfdan, de pisotear los fuegos y acobardar a los ingleses conquistados hasta su total sumisión por el terror. En cuanto hicieran aquello, en cuanto Northumbria, Mercia y Anglia Oriental estuvieran definitivamente tranquilas, podrían retomar el ataque a Wessex.
La última plata de Alfredo llegó, y el ejército danés liberó a los rehenes jóvenes, incluidos los gemelos mercios, y el resto volvimos a Lundene. Ragnar desenterró el tarro con las cenizas de su hijo pequeño y lo llevó con él en la Víbora del viento.
—Lo llevaré a casa —me dijo—, y lo enterraré con su gente.
Aquel año no pudimos viajar al norte. Era otoño cuando llegamos a Lundene, tuvimos que esperar todo el invierno y hasta que no vino la primavera los tres barcos de Ragnar no pudieron abandonar el Temes rumbo al norte. Para entonces ya casi tenía dieciséis años, y estaba creciendo tan deprisa que de repente superaba en una cabeza a la mayoría de los hombres, así que Ragnar me hizo llevar el timón. Me enseñó a conducir un barco, a predecir las rachas de viento y olas, y a controlar el viraje de la embarcación antes de que lo hicieran los elementos. Aprendí las sutilezas del tacto del timón, y aunque al principio el barco oscilaba como borracho porque aplicaba demasiada fuerza, con el tiempo conseguí sentir la voluntad del barco en el largo timón y aprendí a amar el temblor del fresno cuando la elegante embarcación alcanzaba el pico de velocidad.
—Te voy a convertir en mi segundo hijo —me dijo Ragnar durante aquel viaje. Yo no sabía qué decir—. Siempre favoreceré al mayor —prosiguió, refiriéndose a Ragnar el Joven—, pero tú seguirás siendo un hijo para mí.
—Eso me gustaría —le dije incómodo. Miré la lejana orilla, moteada de pequeñas velas pardas de los barcos de pesca que huían de los nuestros—. Es un honor —añadí.
—Uhtred Ragnarson —dijo, probando el sonido de las palabras, y debió de gustarle porque sonrió, pero después volvió a pensar en Rorik, se le inundaron los ojos de lágrimas y se quedó mirando el mar vacío, hacia el este.
Aquella noche dormimos en la desembocadura del Humber.
Y dos días más tarde, llegamos a Eoferwic.
* * *
Habían reparado el palacio del rey. Tenía nuevas contras en las altas ventanas, y cambiaron el techo de paja de centeno, ahora color dorado, Los muros romanos del viejo palacio habían sido rascados para eliminar el liquen de las juntas de las piedras. Un nutrido cuerpo de guardia vigilaba en la puerta exterior, y cuando Ragnar pidió entrar, le dijeron de manera cortante que esperara. Pensé que iba a sacar la espada, pero antes de que estallara su ira apareció Kjartan.
—Mi señor Ragnar —saludó con amargura.
—¿Desde cuándo tiene que esperar un danés en esta puerta? —quiso saber Ragnar.
—Desde que yo lo he ordenado —replicó Kjartan, y en su voz había insolencia. Él, así como el palacio, ofrecía un aspecto próspero. Llevaba una capa negra de piel de oso, botas altas, camisa de malla, un tahalí de cuero rojo y casi tantos brazaletes como Ragnar—. Nadie entra sin mi permiso —prosiguió Kjartan—, pero por supuesto vos sois bienvenido, jarl Ragnar. —Se hizo a un lado para dejarnos pasar a Ragnar, tres de sus hombres y a mí al gran salón en el que, cinco años antes, mi tío había intentado comprarme a Ivar—. Veo que aún conserváis vuestra mascota inglesa —comentó Kjartan mirándome.
—Y seguirás viéndolo mientras tengas ojos —repuso Ragnar sin más—. ¿Está el rey aquí?
—Sólo concede audiencia a aquellos que la solicitan —contestó Kjartan.
Ragnar dejó escapar un suspiro y se volvió hacia su antiguo capitán.
—Me incordias como una liendre, Kjartan —le dijo—, si quieres, plantamos las varas de castaño y nos enfrentamos cuerpo a cuerpo. Y si no quieres, ya estás yendo a buscar al rey porque tengo que hablar con él.
Kjartan torció el gesto, pero decidió que prefería no enfrentarse a la espada de Ragnar en un espacio delimitado por ramas de castaño, así que, de malos modos, se metió en las estancias palaciegas de la parte de atrás. Nos hizo esperar un buen rato, pero al final el rey Egberto apareció, y con él seis guardias que incluían al tuerto Sven, que ahora tenía un aspecto tan próspero como el de su padre. También había crecido, era casi tan alto como yo, con amplios pectorales y brazos increíblemente musculosos.
Egberto parecía nervioso pero hacía esfuerzos por mostrarse convincente. Ragnar le hizo una reverencia, después le contó que habían llegado rumores de disturbios en Northumbria y que Halfdan lo había enviado al norte para sofocar cualquier conato de revuelta.
—No hay disturbios —contestó Egberto, pero con voz tan temerosa que yo pensé que se iba a mear en los pantalones.
—Hubo algunos problemas en las colinas del interior —comentó Kjartan minimizando el asunto—, pero ya se acabaron. —Dio unas palmaditas a su espada para indicar que había acabado con ellos. Ragnar insistió, pero nada más sacó en claro. Unos cuantos hombres se habían levantado contra los daneses, tuvieron lugar emboscadas en la carretera hacia la costa oeste, se persiguió y mató a los responsables, y de ahí no pudo sacar a Kjartan—. Northumbria está segura —concluyó—, así que podéis volver con Halfdan, mi señor, y tratar de derrotar a Wessex.
Ragnar hizo caso omiso de la última pulla.
—Volveré a casa —dijo—, a enterrar a mi hijo y vivir en paz.
Sven el tuerto jugueteaba con el mango de su espada y me miraba con odio con su único ojo, pero aunque la enemistad entre nosotros, y entre Ragnar y Kjartan, era evidente, nadie nos dio problemas y nos fuimos de allí. Los barcos nos aguardaban amarrados en la orilla, repartimos la plata de Readingum entre nuestras tripulaciones y regresamos a casa con las cenizas de Rorik.
Sigrid aulló de dolor al conocer la noticia. Se rasgó el vestido, se estiró del pelo y aulló como una fiera, y las demás mujeres se le unieron. Una procesión condujo las cenizas de Rorik a la cima de la colina más cercana y allí fue enterrado el jarrón funerario. Ragnar se quedó un rato mirando las colinas y observando las blancas nubes navegar por el cielo del oeste.
Pasamos en casa el resto del año. Había que cultivar el campo, cortar heno, recoger la cosecha y convertirla en harina.
Hicimos queso y mantequilla. Los mercaderes y los viajeros nos traían noticias, pero ninguna de Wessex donde, al parecer, Alfredo seguía gobernando en paz, así que aquel reino, el último de Inglaterra, seguía existiendo. Ragnar hablaba a veces de regresar con su espada para ganar más riquezas, pero el ansia de lucha parecía haberlo abandonado aquel verano. Envió un mensaje a Irlanda para pedirle a su hijo mayor que volviera a casa, pero dichos mensajes no eran fiables y Ragnar el Joven no regresó aquel año. Ragnar también pensaba en Thyra, su hija.
—Dice que ya va siendo hora de que me case —me contó ella un día mientras batíamos mantequilla.
—¿Tú? —me reí.
—¡Estoy a punto de cumplir catorce años! —me contestó desafiante.
—Claro, claro. ¿Y quién se va a casar contigo?
Ella se encogió de hombros.
—A madre le gusta Anwend. —Anwend era uno de los guerreros de Ragnar, un joven no mucho mayor que yo, fuerte y alegre, y aunque Ragnar perseguía el propósito de casarlo con una de las hijas de Ubba, eso supondría que tendría que marcharse, y Sigrid no quería ni imaginárselo, así que Ragnar acabó por amoldarse a sus deseos. Anwend me caía muy bien y pensaba que sería un buen marido para Thyra, que cada día estaba más guapa. Tenía el pelo dorado, unos ojos enormes, la nariz recta, la piel impoluta y una risa que era como una cascada de luz—. Madre dice que daré a luz a muchos hijos —dijo.
—Eso espero.
—También me gustaría tener una hija —prosiguió mientras se esforzaba con la mantequilla que estaba solidificando y la tarea se hacía más pesada—. Madre dice que Brida tendría que casarse también.
—Tal vez Brida no piense así —dije.
—Se quiere casar contigo —me contó Thyra.
Yo me reí. A Brida la tenía por amiga, mi mejor amiga, y sólo porque dormíamos juntos, o lo hacíamos al menos cuando Sigrid no miraba, no veía razón para casarme con ella. No quería casarme, sólo pensaba en espadas, escudos y batallas, y Brida pensaba en hierbas.
Era como un gato. Iba y venía a escondidas, y había aprendido todo cuanto Sigrid podía enseñarle sobre las hierbas y sus aplicaciones. Pan y quesillo como purgante, linaria para las úlceras, centella para alejar a los elfos de los cubos de leche, álsine para la tos, aciano para las Fiebres; y aprendió otros hechizos que no compartía conmigo, hechizos de mujeres, y me contó que si te quedabas callado por las noches, sin moverte, casi sin respirar, venían los espíritus, y Ravn le enseñó a soñar con los dioses, lo cual significaba beber cerveza en la que habían echado setas rojas, y a menudo se encontraba mal porque se la tomaba muy fuerte, pero ella no dejaba de hacerlo, y fue entonces cuando compuso sus primeras odas, sobre pájaros y animales, y Ravn dijo de ella que era una auténtica escalda. Algunas noches, mientras vigilábamos el carbón, me las recitaba con voz suave y rítmica. Entonces tenía un perro que la seguía a todas partes. Lo había encontrado en Lundene, de vuelta a casa, y era blanco y negro, tan listo como la propia Brida, y lo llamaba Nihtgenga, que significa caminante de la noche o goblin. Se sentaba con nosotros junto a la pira de carbón y juro que escuchaba sus poemas. Brida construía flautas de caña y tocaba melodías melancólicas mientras Nihtgenga la observaba con ojos tristes y grandes, hasta que la música se apoderaba de él, levantaba el hocico y se ponía a aullar. Entonces ambos estallábamos en carcajadas y Nihtgenga se ofendía y Brida tenía que acariciarlo hasta verlo contento de nuevo.
Nos olvidamos de la guerra por completo hasta que, cuando llegó la canícula y una neblina de calor cubría las colinas, recibimos una visita inesperada. El jarl Guthrum el Desafortunado llegó a nuestro valle remoto. Venía con veinte jinetes, todos vestidos de negro, y le hizo una reverencia respetuosa a Sigrid, que lo reprendió por no avisar.
—Habría organizado un banquete —dijo ella.
—He traído comida —contestó Guthrum mientras señalaba unos cuantos caballos de carga—. No quería vaciar vuestras despensas.
Había venido desde la lejana Lundene porque quería hablar con Ragnar y Ravn, y Ragnar me invitó a sentarme con ellos porque, según decía, sabía más que la mayoría de los hombres sobre Wessex, y Wessex era de lo que Guthrum quería hablar, aunque mi contribución fue pequeña. Describí a Alfredo, describí su característica piedad, y lo avisé de que a pesar de que el rey sajón no fuera un hombre muy imponente, era sin duda inteligente. Guthrum se encogió de hombros.
—La inteligencia está sobrevalorada —me dijo enfurruñado—. La inteligencia no gana batallas.
—La estupidez las pierde —intervino Ravn—, como dividir el ejército cuando luchamos junto a Æhhanduna.
A Guthrum no le gustó aquel comentario, pero decidió no enfrentarse con Ravn, y le pidió consejo a Ragnar sobre cómo derrotar a los sajones del oeste, haciéndole prometer que, al año siguiente, Ragnar conduciría a sus hombres a Lundene y se uniría al siguiente asalto.
—Si es que tiene lugar el año que viene —añadió molesto. Se rascó la nuca e hizo mover la costilla de su madre rematada en oro que seguía llevando colgada del pelo—. Puede que no tengamos suficientes hombres.
—Pues atacaremos al siguiente —contestó Ragnar.
—O al otro —repuso Guthrum, y después frunció el entrecejo—. ¿Pero cómo rematamos a ese cabrón meapilas?
—Hay que dividir sus fuerzas —le dijo Ragnar—, porque de lo contrario estaremos siempre en inferioridad numérica.
—¿Siempre en inferioridad numérica? —Guthrum parecía dudar de aquellas afirmaciones.
—Cuando luchamos aquí en Northumbria —le aclaró Ragnar—, algunos de los habitantes decidieron no enfrentarse a nosotros y se refugiaron en Mercia. Cuando lo hicimos en Mercia y Anglia Oriental ocurrió lo mismo, y los hombres salieron huyendo de nosotros para encontrar refugio en Wessex. Pero al presentar batalla en Wessex ya no les quedaba ningún sitio adonde ir. Ningún lugar es seguro, así que no tienen más remedio que luchar, todos. Luchar en Wessex implica arrinconar al enemigo y dejarlo sin escapatoria posible.
—Y un enemigo arrinconado —intervino Ravn— es peligroso.
—Dividirlo —repitió Guthrum pensativo, haciendo caso omiso de Ravn otra vez.
—Barcos en la costa sur —sugirió Ragnar—, un ejército en el Temes, y guerreros britanos que vengan de Brycheinog, Glywysing y Gwent. —Esos eran los reinos galeses del sur, en los que los britanos acechaban al otro lado de la frontera oeste de Mercia—. Tres ataques —prosiguió Ragnar—. Alfredo tendrá que lidiar con todos ellos y no será capaz.
—¿Y tú estarás allí?
—Tienes mi palabra —repuso Ragnar, y después la conversación viró sobre todo cuanto Guthrum había visto a lo largo de su viaje, y hay que reconocer que era un hombre pesimista y dado a ver lo peor de todo, pero se desesperaba con Inglaterra. Había problemas en Mercia, dijo, y los anglos del este estaban agitados; y ahora, por si fuera poco, había rumores de que el rey Egberto animaba una revuelta en Eoferwic.
—¡Egberto! —Ragnar se sorprendió ante las noticias—. ¡Ni siquiera sería capaz de animar a un borracho a echar una meada!
—Eso es lo que me han contado —comentó Guthrum—, pero puede que no sea cierto. Me lo ha contado un tipo llamado Kjartan.
—Pues entonces casi seguro que no es verdad.
—Una mentira como una casa —coincidió Ravn.
—A mí me pareció un buen hombre —repuso Guthrum, que evidentemente no sabía nada de la historia de Ragnar con Kjartan, y Ragnar no lo puso en antecedentes; lo más probable es que olvidase la conversación en cuanto Guthrum prosiguió con su viaje.
Con todo, Guthrum estaba en lo cierto. Había una conspiración en Eoferwic, aunque dudo mucho que fuera cosa de Egberto. Era de Kjartan, y la empezó esparciendo rumores de que el rey Egberto estaba organizando en secreto una rebelión, y los rumores se extendieron tanto y envenenaron de tal modo la reputación del rey, que una noche Egberto, temiendo por su vida, consiguió escapar de su guardia danesa y huir al sur con una docena de sus fieles. Se refugió con el rey Burghred de Mercia a quien, a pesar de que su país estaba ocupado por los daneses, se le había permitido mantener una guardia personal que bastaba para proteger a su nuevo invitado. Ricsig de Dunholm, el hombre que entregara los monjes capturados a Ragnar, fue nombrado nuevo rey de Northumbria, y recompensó a Kjartan permitiéndole saquear cualquier lugar que hubiese podido dar cobijo a los rebeldes confabulados con Egberto. Claro que no hubo ninguna rebelión, pero Kjartan inventó una y expolió los pocos monasterios y conventos que todavía quedaban en Northumbria. Obtuvo así muchas más riquezas y se mantuvo en su puesto como jefe guerrero de Ricsig y recaudador de impuestos.
Nada de todo esto supimos entonces. Recogimos la cosecha, la festejamos, y se anunció que en Yule se celebraría la boda de Thyra y Anwend. Ragnar le pidió a Ealdwulf el herrero que fabricara una espada tan buena como Hálito-de-serpiente para Anwend, y Ealdwulf le contestó que lo haría y, al mismo tiempo, me hizo una espada corta del tipo que Toki me había recomendado para luchar en el muro de escudos, y lo ayudé a aplanar las varas enroscadas. Trabajamos durante todo el otoño hasta que Ealdwulf terminó la espada de Anwend, y tuve el honor de ayudarle con mi propio sax. Lo llamé Aguijón-de-avispa por ser un arma corta, y no veía el momento de probarla contra un enemigo, cosa que era una insensatez, según Ealdwulf.
—Los enemigos nunca tardan en llegar a la vida de un hombre —me dijo—, no hace falta ir a buscarlos.
Construí mi primer escudo a principios del invierno: desbasté la madera de tilo, forjé el tachonado de hierro y su embrazadura, que se aguantaba por un agujero en la madera, lo pinté de negro y lo ribeteé con una tira de hierro. Aquel escudo me salió con demasiado peso, pero aprendí después a fabricarlos más ligeros; sin embargo, aquel fin de otoño cargué con escudo, espada y sax a todas partes para acostumbrarme a su peso, practiqué estocadas y paradas, soñando. Temía y anhelaba a un tiempo mi primer muro de escudos en la misma medida, pues ningún hombre era guerrero hasta haber luchado en el muro de escudos, y ningún hombre era un auténtico guerrero hasta haber luchado en la primera fila del muro, y aquello era el reino de la muerte, un lugar terrorífico, pero yo aspiraba a ello como un insensato.
Por fin nos preparamos para la guerra. Ragnar le había prometido su apoyo a Guthrum, así que Brida y yo quemamos más carbón y Ealdwulf se hartó de hacer puntas de lanza, hachas y picas, mientras Sigrid se entusiasmaba con los preparativos de la boda de Thyra. Celebramos una ceremonia de compromiso a principios de invierno, en la que Anwend, vestido con sus mejores galas, vino a nuestra casa con seis de sus amigos y se propuso tímidamente a Ragnar como marido de Thyra. Todos sabíamos que sería su marido, pero las formas son importantes, y Thyra estaba sentada entre su padre y su madre mientras Anwend le prometía a Ragnar que amaría, cuidaría y protegería a su hija, y después le propuso veinte monedas de plata como precio por la novia, lo cual era una exageración, pero que indicaba bien a las claras que quería a Thyra de verdad.
—Que sean diez, Anwend —le dijo Ragnar, generoso como siempre—, y con el resto hazte una capa nueva.
—Veinte es lo justo —intervino Sigrid con firmeza, pues el precio de la novia, aunque era entregado a Ragnar, se convertía en propiedad de Thyra una vez casada.
—Así pues, que Thyra te haga una capa nueva —concluyó Ragnar aceptando el dinero, y entonces abrazó a Anwend, celebramos un banquete y a Ragnar se le vio aquella noche más contento que nunca desde la muerte de Rorik. Thyra observaba el baile, sonrojándose a veces cuando cruzaba miradas con Anwend. Los seis amigos de éste, todos guerreros de Ragnar, volverían con él para la boda y ellos precisamente serían los testigos de que Thyra era doncella cuando Anwend se la llevara a la cama. Sólo entonces se consideraría celebrado el matrimonio.
Pero aquellas ceremonias tendrían que esperar hasta Yule. Thyra se casaría entonces, tendríamos nuestra fiesta, soportaríamos el invierno, volveríamos a la guerra. En otras palabras, pensábamos que el mundo seguiría como siempre.
Y al pie de Yggdrasil, el árbol de la vida, las tres hilanderas se burlaban de nosotros.
* * *
He pasado muchas navidades en la corte de Wessex. Navidad es Yule con religión, y los sajones del oeste se las ingeniaban para estropear la festividad del solsticio de invierno con monjes cantores, curas pesados y sermones despiadadamente largos. Se supone que Yule es una celebración y una consolación, un instante de cálido brillo en el corazón del invierno, un instante para comer porque sabes que se avecinan tiempos difíciles en que la comida escaseará y el hielo encerrará la tierra, y una época para estar contentos, emborracharse, comportarse sin que nada importe y levantarse a la mañana siguiente preguntándose si volverás a encontrarte bien algún día. Pero los sajones encomendaban la fiesta a los curas, que la hacían tan alegre como un funeral. Nunca he comprendido realmente por qué la gente piensa que la religión ocupa algún lugar en la fiesta del solsticio, y aunque está claro que los daneses recordaban también a sus dioses durante las celebraciones y les ofrecían sacrificios, creían que Odín, Thor y las demás deidades estaban en su propia fiesta en Asgard y no tenían ningún deseo de estropear las de Midgard, nuestro mundo. A mí me parece sensato, pero he aprendido que la mayoría de los cristianos temen y desconfían de la diversión, y Yule ofrecía demasiada para su gusto. Algunos sajones sí sabían celebrarla, y yo siempre me he esforzado al máximo, pero si Alfredo andaba cerca podías estar seguro de que pasaríamos los doce días de Navidad ayunando, rezando y arrepintiéndonos.
Que sirva a modo de introducción para decir que la fiesta de Yule en la que Thyra se casaría iba a ser la más impresionante que recordaran los daneses. Trabajamos duro a medida que se acercaba. Dejamos más animales vivos de lo normal, y los sacrificamos justo antes del banquete para no tener que salar la carne, excavando grandes hoyos para cocer los cerdos y las vacas en enormes espetones que había fabricado Ealdwulf. Aquello provocó sus protestas, decía que forjar utensilios de cocina lo apartaba de su auténtico trabajo, pero en realidad lo disfrutó, porque adoraba comer. Además de cerdo y vaca preparamos arenques, salmón, cordero, lucio, pan recién horneado, queso, cerveza, aguamiel y, lo mejor de todo, los pasteles que hacíamos rellenando tripas de oveja con sangre, menudos, avena, rábanos picantes, ajo silvestre y enebrinas. Me encantaban aquellos pasteles, y me siguen gustando, crujientes por fuera y una explosión de sangre caliente al morderlos. Recuerdo la cara de asco que puso Alfredo una vez que me vio comer uno y el sangriento jugo me corría por la barba, pero en fin, él estaba chupando un puerro hervido.
Planeamos deportes y juegos. El lago del centro del valle aparecía helado y a mí me fascinaba la costumbre de los daneses de atarse huesos a los pies y patinar sobre el hielo, pasatiempo que duró hasta que se rompió el hielo y un joven se ahogó, pero Ragnar pensaba que el lago volvería a helar después de Yule, y yo estaba decidido a aprender a patinar. Por el momento, en cualquier caso, Brida y yo seguíamos fabricando carbón para Ealdwulf, quien había decidido forjar una espada para Ragnar, la mejor que hiciera jamás, y se nos adjudicó la tarea de convertir dos carros de madera de aliso en el mejor combustible posible.
Abrigábamos el propósito de romper la pila el día antes de la fiesta, pero era la más grande que habíamos hecho y aún no estaba lo suficientemente fría, y si la pila se rompe antes de que esté lista, el fuego arde con una fuerza terrible consumiendo el carbón a medio hacer, así que nos aseguramos de que todos los agujeros de ventilación estuvieran bien sellados y decidimos que habría tiempo de sobra para romperla la mañana de Yule, antes de que empezaran las celebraciones. La mayoría de los hombres de Ragnar y sus familias estaban ya en la casa, dormían donde podían y se mostraban bien dispuestos para la primera comida del día y para los juegos que tendrían lugar en el prado antes de la ceremonia, pero Brida y yo pasamos aquella noche junto a la pila por miedo a que algún bicho escarbara y provocase una corriente de aire que avivara el fuego. Yo llevaba a Hálito-de-serpiente y Aguijón-de-avispa, pues no iba a ninguna parte sin ellas, y Brida tenía consigo a Nihtgenga, pues no iba a ninguna parte sin él, y ambos estábamos envueltos en gruesas pieles porque la noche era fría. Cuando una pila ardía te podías apoyar encima y aprovechar el calor, pero aquella noche el fuego se había consumido casi por completo.
—Si te quedas muy quieto —dijo Brida al caer la noche—, puedes sentir los espíritus.
Creo que me quedé dormido, pero poco antes del alba me desperté y descubrí que también Brida estaba dormida. Me incorporé con cuidado para no desvelarla, contemplé la oscuridad y me quedé muy quieto para escuchar a los sceadugengan. A los goblins, elfos, duendecillos, espectros y enanos, todas esas cosas que vienen a Midgard por la noche y acechan entre los árboles. Cuando vigilábamos las pilas de carbón, tanto Brida como yo les dejábamos comida para que nos protegieran. Así que me desperté, escuché y oí los mil y un rumores de un bosque por la noche, las cosas que se mueven, las zarpas sobre las hojas muertas, los suaves suspiros del viento.
Y entonces oí las voces.
Desperté a Brida y ambos nos quedamos callados. Nihtgenga gruñó un poco hasta que Brida le susurró que se callara.
Había hombres en la oscuridad, se acercaban a la pila, así que nos ocultamos en la negrura bajo los árboles. Ambos sabíamos movernos como sombras y Nihtgenga no hacía ruido sin el permiso de Brida. Subimos a la colina porque las voces venían de abajo, nos acurrucamos en la oscuridad más absoluta y escuchamos a los hombres moverse alrededor de la pila. Entonces oímos el chispazo de la piedra contra el pedernal y surgió una pequeña llama. Quienquiera que fuese buscaba a la gente que suponían debía estar vigilando el carbón, pero no nos encontraron, y al cabo de un rato volvieron colina abajo y nosotros les seguimos.
El alba empezaba a desteñir el cielo del este con un filo gris lobuno. Había escarcha en las hojas y corría brisa.
—Tendríamos que llegar hasta Ragnar —susurré.
—No podemos —dijo Brida, y tenía razón, pues decenas y decenas de hombres se habían apostado entre los árboles, interponiéndose entre nosotros y la casa, y estábamos demasiado lejos como para avisar a gritos, así que intentamos rodear a los extraños a toda prisa por la cresta de la colina para llegar a la forja en la que dormía Ealdwulf, pero no habíamos recorrido ni la mitad del camino cuando empezaron las hogueras.
Esa alba está grabada en mi memoria a fuego lento, con las llamas de la quema de casas. No pudimos hacer otra cosa que mirar. Kjartan y Sven habían ocupado nuestro valle con más de cien hombres y estaban atacando a Ragnar. Prendieron fuego a la paja del tejado. Vi a Kjartan y a su hijo en medio de las antorchas en llamas que iluminaban el espacio frente a la puerta y, a medida que la gente salía de la casa, eran ensartados en lanzas o con flechas, de modo que empezó a crecer el montón de cadáveres a la luz del fuego, volviéndose más brillante a medida que prendía la paja, hasta que al final ardió con tanta fuerza que iluminaba más que la luz del alba. Oíamos cómo la gente y los animales gritaban dentro. Algunos hombres salieron de la casa con armas, pero eran reducidos por los soldados que la rodeaban, en todas las puertas y ventanas, hombres que mataron a los fugitivos, aunque no a todos. Las mujeres jóvenes fueron apartadas y vigiladas; Thyra fue entregada a Sven, que le pegó tan fuerte en la cabeza que la dejó acurrucada a sus pies mientras él ayudaba a matar a su familia.
No vi morir a Ravn, Ragnar o Sigrid, aunque vaya si murieron, y supongo que se quemaron vivos cuando el techo se derrumbó con un rugir de llamas, humo y chispas. También murió Ealdwulf, momento en que me descubrí a mí mismo bañado en lágrimas. Quise desenvainar Hálito-de-serpiente y lanzarme contra aquellos hombres alrededor de las llamas, pero Brida me contuvo, y después me susurró que seguro que Kjartan y Sven batirían los bosques cercanos en busca de supervivientes, y me convenció para que regresáramos a ocultarnos entre los árboles. El alba era una franja de hierro mate sobre el cielo y el sol se escondió entre las nubes por la pena, mientras subíamos a trompicones la colina para encontrar refugio entre unas rocas caídas en lo más profundo del bosque.
La casa de Ragnar estuvo humeando todo el día, y a la noche siguiente vimos un resplandor por encima del enramado negro del bosque. A la mañana siguiente el valle en el que tan felices habíamos sido aún despedía jirones de humo. Nos acercamos más, ambos hambrientos, y vimos a Kjartan y sus hombres rebuscar entre las ascuas.
Sacaban amasijos retorcidos de metal fundido, una cota de malla pegada a algo horriblemente requemado, plata derretida en boñigos, y se llevaron todo cuanto hallaron útil para venderlo o volver a usar. A veces parecían frustrados, como si no hubieran encontrado el tesoro anhelado, aunque tampoco podían quejarse. Un carro cargó con las herramientas y el yunque de Ealdwulf por el valle. Thyra llevaba una soga al cuello, fue montada en un caballo y atada al del tuerto Sven. Kjartan meó sobre un montón de ascuas y se rio del comentario de uno de sus hombres. Por la tarde desaparecieron.
Yo tenía dieciséis años y había dejado de ser un niño.
Y Ragnar, mi señor, que me había convertido en su hijo, estaba muerto.
* * *
Los cadáveres seguían entre las cenizas, aunque era imposible decir quién era quién, ni siquiera distinguir a los hombres de las mujeres, pues el fuego había arrugado a los muertos de manera tal que todos parecían niños, y los niños, bebés. Quienes perecieron fuera de la casa eran reconocibles, y allí encontré a Ealdwulf, y a Anwend, ambos desnudos. Busqué a Ragnar, pero no pude identificarlo. Me preguntaba porqué no habría salido hecho una furia de la casa, espada en mano, y decidí que sabía que iba a morir y no quería darle a su enemigo la satisfacción de contemplarlo.
Encontramos comida en uno de los silos subterráneos que los hombres de Kjartan no habían localizado durante el registro. Tuvimos que apartar pedazos de madera calientes y calcinados para abrir el silo, y el pan, el queso y la carne se habían estropeado por el humo y las cenizas, pero comimos. Ninguno de los dos habló. Al alba, algunos ingleses se acercaron con cautela a la casa y observaron la destrucción. Me tenían miedo, porque creían que era danés, y cayeron de hinojos cuando me acerqué. Eran los afortunados, pues Kjartan había pasado a cuchillo a todos los ingleses de Synningthwait, hasta el último niño, acusándoles de la quema. La gente debía de saber que todo había sido cosa suya, pero su crueldad en Synningthwait confundió las cosas y, con el tiempo, mucha gente acabó creyendo que los ingleses habían atacado a Ragnar, vengándose Kjartan del ataque. Pero aquellos ingleses habían escapado a sus espadas.
—Volveréis mañana —les dije—, y enterraréis a los muertos.
—Sí, señor.
—Seréis recompensados —les prometí, y pensé que tendría que deshacerme de uno de mis preciosos brazaletes.
—Sí, señor —repitió uno de ellos, y entonces les pregunté si sabían por qué había sucedido todo aquello y se pusieron nerviosos, pero al final uno dijo que le habían contado que el jarl Ragnar planeaba una revuelta contra Ricsig. Uno de los ingleses que servían a Kjartan se lo había dicho cuando se acercó a su cabaña en busca de cerveza. También les había dicho que se ocultaran antes de que Kjartan matara a los habitantes del valle.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté al hombre.
—El señor Uhtred, señor.
—No le digas a nadie que estoy vivo —le dije, y él se me quedó mirando. Kjartan, así lo decidí, debía creer que estaba muerto, que era uno de los cadáveres encogidos de la casa, y aunque yo no le importaba nada a Kjartan, Sven sí tenía algo contra mí, y no quería que me viniera detrás—. Y volved mañana —proseguí—, tendréis la plata.
Existe un concepto llamado «deuda de sangre». Todas las sociedades lo poseen, incluso los sajones del oeste, con todo lo píos que son. Si matas a un miembro de mi familia yo mataré a uno de la tuya, y así generación tras generación o hasta que todos los miembros de una familia sucumban. Kjartan acababa de contraer una deuda enorme; no sabía cómo, ni dónde o cuándo, pero vengaría a Ragnar. Aquella noche lo juré.
Y también aquella noche me volví rico. Brida esperó hasta que se marcharon los ingleses y después me condujo hasta los restos quemados de la forja de Ealdwulf para mostrarme un enorme trozo de olmo quemado, la sección de un tronco que había sostenido el yunque de Ealdwulf.
—Tenemos que mover eso —me dijo.
Fue necesaria la fuerza de ambos para volcar el monstruoso pedazo de olmo, y debajo no había más que tierra, pero Brida me dijo que excavara y, a falta de otra herramienta, usé Aguijón-de-avispa. No había excavado ni un palmo cuando di contra metal. Oro. Oro auténtico. Monedas y pequeñas pepitas. Las monedas eran raras, grabadas con una escritura que no había visto antes; no eran ni runas danesas ni caracteres ingleses, sino algo muy raro que más tarde supe que procedían de unas gentes lejanas que vivían en el desierto y adoraban a un dios llamado Alá, que quizá sea un dios del fuego porque al, en nuestra lengua, significa arder. Hay muchos dioses, pero el pueblo que adoraba a Alá fabricaba buenas monedas y aquella noche desenterramos cuarenta y ocho, y una cantidad similar en oro suelto. Brida me contó haber visto a Ragnar y Ealdwulf enterrar el botín una noche. Había oro, peniques de plata y cuatro piezas de azabache, y sin duda aquél era el tesoro que Kjartan había esperado encontrar, pues sabía que Ragnar era rico, pero Ragnar lo había escondido muy bien. Todos los hombres ocultan una parte de su riqueza para el día en que llegue la adversidad. Yo he ocultado tesoros, en mi tiempo, e incluso he olvidado dónde estaba alguno, y puede que dentro de muchos años algún afortunado lo encuentre. Aquel tesoro, el tesoro de Ragnar, pertenecía a su hijo mayor, pero Ragnar —era raro pensar en él sólo como Ragnar, ya no como Ragnar el Joven—, estaba muy lejos en Irlanda, y yo dudaba de que siguiera vivo, pues seguro que Kjartan habría enviado hombres a matarlo. Pero como muerto o vivo no estaba allí, nos llevamos el tesoro.
—¿Qué hacemos? —me preguntó Brida aquella noche. Habíamos regresado a los bosques.
Yo ya sabía qué iba a hacer, y probablemente siempre lo había sabido. Soy un inglés de Inglaterra, pero fui danés mientras Ragnar vivió porque Ragnar me quería, cuidaba de mí y me llamaba su hijo, pero Ragnar ahora estaba muerto y yo no tenía más amigos entre los daneses. Tampoco es que tuviera amigos entre los ingleses, exceptuando a Brida, claro, y tal vez a Beocca, que sin duda me apreciaba de manera algo compleja; pero los ingleses eran mi gente y creo que lo supe desde el momento en que los vi derrotar por primera vez a los daneses en la colina de Æsc. Entonces sentí orgullo. El destino lo es todo, las hilanderas me habían tocado en la colina de Æsc y ahora, por fin, respondía a su llamada.
—Nos vamos al sur —dije.
—¿A un convento? —preguntó Brida, con Ælswith y sus amargos planes en mente.
—No. —No sentía deseos de unirme a Alfredo para aprender a leer y a dejarme las rodillas rezando—. Tengo familia en Mercia —dije. Nunca los había conocido, nada sabía de ellos, pero eran mi familia y la familia tiene obligaciones. Además, el dominio danés sobre Mercia era más laxo que en los demás sitios y a lo mejor podía encontrar un hogar y no ser una carga para nadie, porque llevaba oro.
He dicho que sabía qué iba a hacer, pero eso no es del todo cierto. La verdad es que me hallaba sumido en un pozo de tristeza, me tentaba la desesperación y de continuo andaba al borde del llanto. Quería que la vida siguiera igual, que Ragnar fuera mi padre, celebrar fiestas y reír. Pero el destino nos posee y, a la mañana siguiente, bajo una llovizna plomiza, enterramos a los muertos, pagamos con monedas de plata y tomamos el camino del sur. Éramos un chico al borde de la edad adulta, una chica y un perro, y nos dirigíamos a ninguna parte.