Capítulo V

Nos reunimos en Eoferwic, donde se obligó al patético rey Egberto a pasar revista a los daneses y desearles una buena campaña. Cabalgó por la orilla en la que esperaban los barcos y las desgreñadas tripulaciones lo miraron con sorna, pues sabían que no era un auténtico rey, y tras él desfilaron Kjartan y Sven, ahora parte de su guardia personal danesa, aunque era evidente que su trabajo consistía tanto en mantener a Egberto vivo como prisionero. Sven, ya hombre, mostraba una banda sobre el ojo tuerto, y él y su padre mostraban un aspecto mucho más próspero. Kjartan portaba cota de malla así como una enorme hacha de guerra colgada del hombro, y Sven poseía una espada larga, un abrigo de piel de zorro y un par de brazaletes.

—Tomaron parte en la masacre de Streonshall —me contó Ragnar. Fue el gran convento junto a Eoferwic, y era evidente que los hombres que se vengaron de las monjas se hicieron con un excelente botín.

Kjartan, ostentando una docena de brazaletes en las extremidades superiores, miró a Ragnar directamente.

—Aún os serviría —dijo, aunque sin la humildad de la última vez que lo había solicitado de modo servil.

—Ahora tengo un nuevo capitán —repuso Ragnar, y no dijo nada más. Kjartan y Sven prosiguieron, y este último me hizo el signo de mal agüero con la mano izquierda.

El nuevo capitán se llamaba Toki, apodo de Thorbjorn, y era un espléndido marinero y mejor guerrero. Solía contar historias de tierras extrañas a las que había llegado remando con los esviones, en las que no crecían más árboles que los abedules y donde el invierno cubría la tierra durante meses. Aseguraba que las gentes de aquel lugar se comían a sus propias criaturas, adoraban gigantes y tenían alojado un tercer ojo en la nuca; no fuimos pocos los que dimos crédito a sus cuentos.

Remamos rumbo al sur con las últimas mareas estivales, ciñéndonos al litoral como siempre hacíamos y pernoctando en tierra en la costa yerma de Anglia Oriental. Nos dirigíamos hacia el río Temes, del que Ragnar decía que nos conduciría bien adentro, hasta la frontera norte de Wessex.

Ragnar comandaba la flota. Ivar Saco de Huesos había regresado a las tierras que había conquistado en Irlanda, portando un regalo en oro de Ragnar a su hijo mayor, mientras Ubba expoliaba Dalriada, la tierra al norte de Northumbria.

—Poca cosa se obtiene de allí arriba —se burló Ragnar; pero Ubba, como Ivar, había amasado un tesoro tan inmenso en sus invasiones de Northumbria, Mercia y Anglia Oriental, que tanto le daba sacar más de Wessex, aunque, como contaré en su momento, más tarde cambiaría de opinión y se encaminaría hacia el sur.

Pero por entonces Ivar y Ubba estaban ausentes, así que el asalto principal a Wessex sería conducirlo por Halfdan, el tercer hermano, quien marchaba con su ejército de tierra desde Anglia Oriental para encontrarse con nosotros en algún lugar del Temes. Ragnar no estaba contento con el cambio de mando: Halfdan, murmuraba, era un insensato impetuoso, demasiado impulsivo, pero se alegró cuando recordó mis relatos sobre Alfredo, confirmando así que Wessex estaba dirigido por hombres que ponían sus esperanzas en el dios cristiano e impotente, como así quedara demostrado. Nosotros teníamos a Odín, teníamos a Thor, teníamos nuestros barcos, éramos guerreros.

Cuatro días después llegamos al Temes y remamos contra corriente a medida que el río iba estrechándose a nuestros costados. La primera mañana que tomamos contacto con el río sólo era visible la orilla norte, territorio de Anglia Oriental, pero a mediodía, la orilla sur, que antiguamente había pertenecido al reino de Kent y ahora formaba parte de Wessex, apenas si era una tenue línea en el horizonte. Por la tarde las orillas quedaban a cosa de un kilómetro, pero había poco que ver va que el río discurría por aburridos y llanos terrenos pantanosos. Aprovechábamos la marea cuando podíamos; cuando no, nos dejábamos las manos en los remos, y así ascendimos contracorriente hasta que, por primera vez en mi vida, llegué a Lundene.

Pensaba en Eoferwic como ciudad, pero aquélla era un pueblo si la comparamos con Lundene. Era un lugar enorme, de densas humaredas procedentes de las hogueras para cocinar, y construido en el lugar en que se encontraban Mercia. Anglia Oriental y Wessex. Burghred de Mercia era el señor de Lundene, territorio danés en aquel entonces, así que nadie se enfrentó a nosotros cuando llegamos al increíble puente que se extendía por el río Temes.

Lundene. Acabé adorando aquel lugar. No como amo Bebbanburg, pero había tal vida en Lundene que su bullicio no lo he hallado en ningún otro sitio, porque la ciudad es única. Alfredo me contó una vez que no había maldad bajo el sol que no se practicara allí, y me alegro de poder decir que tenía razón. Él rezaba por la ciudad, yo me deleitaba con ella, y aún me veo con la boca abierta frente a las dos colinas de la villa cuando el barco de Ragnar remontó la corriente con suavidad para acercarse al puente. Era un día gris y una lluvia maliciosa aguijoneaba el río, sin embargo, la ciudad me pareció brillar con una luz fantástica.

En realidad eran dos ciudades construidas en dos colinas. La primera, al este, era la vieja ciudad que habían construido los romanos, allí empezaba el puente a extenderse por el ancho río y sobre los pantanos de la orilla sur. Esa primera ciudad era un lugar de edificios de piedra y presentaba una muralla de piedra, una muralla de verdad, no de tierra y madera, sino de mampostería, alta y ancha, rodeada por un foso. El foso se había llenado de basura y la muralla estaba rota en varias partes, siendo reparada con madera, aunque eso también ocurría en la propia ciudad, en la que los enormes edificios romanos estaban reforzados con casuchas de madera y paja en las que vivían unos cuantos mercios; sin embargo, la mayoría se mostraba reacia a construir sus hogares en la ciudad antigua. Uno de sus reyes se había hecho edificar un palacio dentro de la muralla, y una gran iglesia en lo alto de la colina, la mitad inferior de mampostería y la superior de madera, pero la mayoría de gente, como si tuviera miedo de los fantasmas romanos, vivía extramuros, en una nueva ciudad de madera y paja que se extendía hacia el oeste.

La vieja ciudad antaño contaba con muelles y embarcaderos, pero hacía mucho que se habían podrido, así que el frente este del puente era un lugar inhóspito lleno de pilares rotos y postes carcomidos clavados en el lecho del río como dientes rotos. La nueva ciudad, al igual que la vieja, estaba en la orilla norte del río, pero construida en una colina baja al oeste, a un kilómetro río arriba de la vieja, y poseía una playa de guijarros que subía hasta las casas junto a la carretera al lado del río. En mi vida había visto una playa tan asquerosa, que apestara tanto a cadáver y a mierda, tan llena de basura, tan descarnada, con las costillas fangosas de los barcos abandonados y tan llena de gaviotas destempladas, pero allí era donde debían ir nuestras embarcaciones y eso significaba que teníamos que superar el puente.

Sólo los dioses saben cómo los romanos pudieron construir tal cosa. Un hombre podía recorrer a pie Eoferwic de un lado a otro y no atravesar la extensión completa del puente de Lundene, aunque aquel año de 871 el puente estaba roto y ya no era posible cruzarlo entero. Hacía mucho que se habían desmoronado dos arcos del centro, aunque los antiguos pilares romanos que sostenían la desaparecida carretera seguían allí y el río espumaba traicionero como si el agua bullera al otro lado de los pilares rotos. Para construir el puente los romanos hundieron espolones en el lecho del Temes, después en la maraña de pantanos fétidos de la orilla sur, y estaban tan juntos que el agua se arremolinaba en el lado más ancho y descendía otra vez para deslizarse por las luces con un borboteo brillante. Para alcanzar la playa sucia de la nueva ciudad teníamos que salvar uno de los dos huecos, pero ninguno era lo bastante ancho como para dejar pasar un barco con los remos extendidos.

—Será interesante —comentó Ragnar más bien seco.

—¿Podemos hacerlo? —pregunté.

—Ellos lo hicieron —dijo mientras señalaba los barcos varados más allá del río—, así que nosotros también. —Habíamos echado el ancla mientras esperábamos al resto de la flota—, los francos —prosiguió Ragnar—, han estado construyendo puentes como éstos en todos sus ríos. ¿Sabes para qué los hacen?

—¿Para cruzar al otro lado? —supuse. Parecía la respuesta adecuada.

—Para que no subamos río arriba —contestó Ragnar—. Si yo gobernara en Lundene, haría reparar el puente, así que alegrémonos de que los ingleses no se hayan molestado en hacerlo.

Salvamos el agujero del puente esperando la subida de la marea. Esta cobra más fuerza entre la bajamar y la pleamar, lo cual trajo tal afluencia de agua que disminuyó la corriente que se formaba entre los pilares. En ese corto espacio de tiempo podíamos introducir siete u ocho barcos por el hueco, y lo hicimos remando a toda velocidad hacia el agujero y levantando los remos en el último minuto, para que pasaran por entre los pilares podridos; después el impulso del propio barco lo hacía pasar. No todos los barcos lo consiguieron al primer intento. Yo vi a dos dar la vuelta, chocar contra un pilar con gran estrépito de palas rotas, y después virar otra vez río abajo entre maldiciones de la tripulación, pero la Víbora del viento lo logró, casi se detuvo justo al pasar el puente, pero conseguimos meter dentro del agua los primeros remos, bogamos y palmo a palmo pudimos salir del agujero que nos succionaba; después los hombres de dos barcos anclados corriente arriba nos echaron unos cables y tiraron hasta sacarnos del río y, de repente, entramos en aguas mansas y pudimos remar hasta la orilla.

Desde la orilla sur, más allá de los oscuros pantanales donde los árboles cubrían unas colinas bajas, unos cuantos jinetes nos observaban. Eran sajones del oeste, y contaban los barcos para calcular el tamaño del Gran Ejército. Así era como lo llamaba Halfdan, el Gran Ejército de los daneses, arribado para conquistar toda Inglaterra, pero estábamos bastante lejos de poder calificarnos de grande. Esperaríamos en Lundene la llegada de más barcos y más hombres que acudían por las calzadas romanas procedentes del norte. Wessex esperaría mientras los daneses se concentraban.

Durante ese intervalo, Brida, Rorik y yo exploramos Lundene. Rorik cayó otra vez enfermo, y Sigrid se mostró reacia a dejarlo acompañar a su padre, pero Rorik le suplicó a su madre que le dejara ir, y Ragnar le aseguró que el viaje marítimo le curaría al chico todas sus enfermedades, así que allí estaba. Se mostraba pálido, pero no enfermo, y parecía tan entusiasmado como yo por ver la ciudad. Ragnar me obligó a dejar los brazaletes y a Hálito-de-serpiente detrás pues, así me lo dijo, la ciudad estaba llena de ladrones. Vagamos primero por la parte nueva, recorrimos los hediondos callejones en los cuales las casas estaban atiborradas de hombres que trabajaban el cuero, golpeaban el bronce o forjaban hierro. Las mujeres se sentaban a los telares, un rebaño de ovejas pasaba por el matadero en un patio y tiendas y más tiendas vendían cerámica, sal, anguilas vivas, pan, paños, armas, cualquier cosa imaginable. Las campanas de las iglesias montaban un escándalo de mil demonios cada vez que tocaban a misa o llevaban a enterrar a algún muerto a los cementerios de la ciudad. Jaurías de perros deambulaban por las calles, había milanos asados por todas partes, y el humo se extendía como niebla por encima de los techos de paja y lo teñía todo de un negro deslucido. Vi un carro tan cargado de juncos para techar que patinaba por la carretera rascando y rasgando los edificios a cada lado de la calle mientras dos siervos azotaban implacablemente a los bueyes ensangrentados. Los hombres les gritaban que la carga era demasiado grande, pero ellos siguieron castigando a los animales, y se armó una buena pelea cuando el carro derrumbó un trozo de tejado podrido. Había mendigos por todas partes; niños ciegos, mujeres sin piernas, un hombre con una úlcera purulenta en la mejilla. Gente hablando en idiomas que jamás había oído, gentes con extraños trajes que procedían del otro lado del mar, y en la vieja ciudad, que exploramos al día siguiente, vi dos hombres con la piel del color de las castañas, y Ravn me contó después que venían de Blaland, aunque no estaba muy seguro de dónde se encontraba aquello. Vestían gruesas ropas, portaban espadas curvas y hablaban con un tratante de esclavos cuyas dependencias estaban llenas de ingleses capturados que serían embarcados hacia la misteriosa Blaland. El tratante nos llamó.

—¿Vosotros tres sois de alguien? —Bromeaba sólo a medias.

—Del jarl Ragnar —repuso Brida—, a quien le encantaría rebanarte el pescuezo.

—Mis respetos para vuestro señor —contestó el tratante, y después escupió y nos observó mientras nos alejábamos.

Los edificios de la ciudad vieja eran extraordinarios. Eran obras romanas, altas y robustas, y aunque sus muros se habían desmoronado y los techos se habían caído, seguían impresionando. Algunos tenían hasta tres y cuatro plantas, y nos perseguimos arriba y abajo por las escaleras abandonadas. Pocos ingleses vivían allí, aunque muchos daneses estaban ocupando las casas mientras el ejército se congregaba. Brida dijo que la gente sensata no viviría en una ciudad romana por los fantasmas que rondaban los viejos edificios, y puede que tuviera razón, pero yo nunca vi fantasmas en Eoferwic. En cualquier caso, su mención de los espectros nos puso nerviosos cuando echamos un vistazo a un tramo de escaleras que descendía hasta una bodega oscura y llena de pilares.

Nos quedamos en Lundene durante semanas y no nos desplazamos al oeste ni siquiera cuando la mitad del ejército de Halfdan se logró reunirse. Las bandas a caballo sí salían en expediciones de aprovisionamiento, pero el Gran Ejército seguía congregándose y algunos hombres murmuraban que aguardábamos demasiado, que les estábamos dando a los sajones del oeste un tiempo precioso para prepararse, pero Halfdan insistió en quedarse. Los sajones del oeste solían acercarse a caballo hasta la ciudad, y en dos ocasiones hubo escaramuzas entre nuestros jinetes y los suyos, pero después de un tiempo, a medida que se acercaba Yule, los sajones debieron de decidir no hacer nada hasta el final del invierno, y sus patrullas dejaron de aproximarse.

—No estamos esperando a la primavera —me explicó Ragnar—, sino al más crudo invierno.

—¿Por qué?

—Porque ningún ejército inicia sus operaciones en invierno —dijo con aquel tono rapaz suyo—, para que todos los sajones estén en su casa, sentaditos alrededor del fuego rezando a su débil dios. Para primavera, Uhtred, Inglaterra entera será nuestra.

Todos trabajamos duro aquel inicio del invierno. Yo recogía leña, y cuando no estaba amontonando troncos de las colinas boscosas, aprendía el arte de la espada. Ragnar le había pedido a Toki, su nuevo capitán de barco, que fuera mi profesor, y era muy bueno. Me observó practicar las estocadas básicas, y después me dijo que las olvidara.

—En un muro de escudos —me explicó—, gana la brutalidad. La habilidad ayuda, y es buena la astucia, pero la brutalidad gana. Coge una de éstas. —Me tendió un sax de filo ancho, mucho más ancho que mi antiguo cuchillo. Yo despreciaba el sax por ser mucho más corto que Hálito-de-serpiente y mucho menos bonito, pero Toki llevaba uno junto a su espada larga, y me convenció de que en el muro de escudos una hoja corta y recia era mejor—. No tienes sitio para asestar mandobles en el muro de escudos —me explicó—, pero sí puedes clavar, y un arma corta necesita menos espacio en una contienda de mucha gente. Agáchate y clava, arremete en las ingles. —Hizo que Brida sostuviera un escudo y fingiera ser el enemigo, y entonces, conmigo a la izquierda, la atacó por arriba y ella levantó el escudo instintivamente—. ¡Para! —gritó, y ella se quedó paralizada por el miedo—. ¿Lo ves? —me dijo mientras señalaba el escudo levantado—. Tu compañero obliga al enemigo a levantar el escudo y tú puedes rajarle la entrepierna. —Me enseñó otra docena de movimientos, que yo practiqué porque me gustaba, y cuanto más practicaba más músculos desarrollaba y más hábil me volvía.

Por lo general, practicábamos en el estadio romano. Así lo llamaba Toki, estadio, aunque ninguno de los dos teníamos ni idea de lo que significaba esa palabra, pero era, en un lugar imaginario de cosas extraordinarias, increíble. Imaginad un espacio tan grande como un campo rodeado de un enorme círculo de gradas de piedra en el que los hierbajos crecen por entre la argamasa rota. Los mercios, supe más tarde, sostuvieron allí sus asambleas populares, pero Toki me contó que los romanos lo utilizaban para exhibiciones de lucha en las que morían hombres. Puede que aquélla fuera otra de sus historias fantásticas, pero el estadio era enorme, soberbio hasta extremos inimaginables, un edificio misterioso, obra de gigantes, que nos empequeñecía, tan vasto que el Gran Ejército habría cabido dentro y aún habría quedado espacio para dos ejércitos más igual de grandes en las gradas.

Llegó Yule, celebramos el festival de invierno, el ejército vomitó en las calles y seguimos sin marchar, pero poco después los cabecillas del Gran Ejército se reunieron en el palacio junto al estadio. Brida y yo, como de costumbre, fuimos convocados para ser los ojos de Ravn y él, como de costumbre, nos explicó cuanto veíamos.

La reunión tuvo lugar en la iglesia del palacio, un edificio romano con el techo en forma de medio barril en el que estaban representadas la luna y las estrellas, aunque la pintura azul y dorada se había descolorido y desconchado. Habían encendido una gran hoguera en el centro de la iglesia y el humo se enroscaba en el elevado techo. Halfdan presidía desde el altar, y a su alrededor se encontraban los principales jarls. Uno de ellos era un tipo feo de rostro burdo, espesa barba castaña y al que le faltaba un dedo.

—Ese es Bagseg —nos indicó Ravn— y se hace llamar rey, aunque no es mejor que el resto. —Bagseg, al parecer, había venido de Dinamarca en verano, aportando dieciocho barcos y casi seiscientos hombres. Junto a él se destacaba un hombre alto y sombrío con el pelo blanco y un montón de tics—. El jarl Sidroc —nos aclaró Ravn—, ¿y no está su hijo con él?

—Un tipo delgado que moquea —dijo Brida.

—El jarl Sidroc el Joven. Siempre está moqueando. ¿Está ahí mi hijo?

—Sí —contesté—, junto a un hombre muy gordo que no para de susurrarle y sonreír.

—¡Harald! —exclamó Ravn—. Me preguntaba si se dejaría caer. Es otro rey.

—¿En serio? —preguntó Brida.

—Bueno, se hace llamar rey, y desde luego gobierna sobre unos cuantos terrenos pantanosos y una piara de cerdos malolientes.

Todos aquellos hombres habían venido desde Dinamarca, y además había otros. El jarl Fraena había traído hombres desde Irlanda, y el jarl Osbern abasteció la guarnición de Lundene mientras el ejército se reunía, y todos ellos, reyes y jarls, habían reunido más de dos mil hombres.

Osbern y Sidroc propusieron cruzar el río y atacar directamente el sur. Eso, sostenían, dividiría Wessex en dos y la parte este, que antaño era el reino de Kent, podría tomarse rápidamente.

—Tiene que haber un gran tesoro en Contwaraburg —insistió Sidroc—, es el templo central de su religión.

—Y mientras nosotros nos concentramos sobre el santuario —intervino Ragnar—, ellos vendrán por detrás. Su poder no está en el este, sino en el oeste. Derrotad el oeste y todo Wessex caerá. Ya tomaremos Contwaraburg cuando hayamos conquistado el oeste.

Esa era la discusión. Si tomar la parte de Wessex fácil o atacar los señoríos más poderosos del oeste, así que convocaron a dos mercaderes para que hablaran. Ambos eran daneses que habían estado comerciando en Readingum sólo dos semanas antes. Readingum quedaba a unos cuantos kilómetros río arriba, en el límite con Wessex, y aseguraron haber oído que el rey Etelredo y su hermano, Alfredo, estaban reuniendo las fuerzas de las comarcas del oeste y ambos mercaderes calculaban que el ejército enemigo sumaría no menos de tres mil hombres.

—De los que sólo trescientos serán auténticos guerreros —intervino Halfdan sarcástico, siendo recompensado con el repiquetear de lanzas y espadas sobre los escudos. Mientras el ruido retumbaba por el techo abovedado de la iglesia, entró un nuevo grupo de guerreros, conducidos por un hombre muy alto y corpulento con una túnica negra. Ofrecía un aspecto formidable, bien afeitado, airado y rico, pues llevaba los brazos llenos de brazaletes de oro y un martillo del mismo metal colgado de una gruesa cadena también de oro alrededor del cuello. Los guerreros se apartaron para dejarlo pasar, y su llegada provocó el silencio entre la multitud más cercana, extendiéndose a medida que caminaba por la iglesia, hasta que el ambiente, festivo hasta entonces, se tornó repentinamente cauteloso.

—¿Quién es? —me susurró Ravn.

—Muy alto —dije—, muchos brazaletes.

—Lúgubre —añadió Brida—, vestido de negro.

—¡Anda! El jarl Guthrum —exclamó Ravn.

—¿Guthrum?

—Guthrum el Desafortunado —contestó Ravn.

—¿Con todos esos brazaletes?

—Podrías entregarle a Guthrum el mundo —aclaró Ravn—, y él seguiría pensando que le has timado.

—Lleva un hueso colgado del pelo —comentó Brida.

—Sobre eso tendréis que preguntarle a él —repuso Ravn, claramente divertido, pero no dijo nada más del hueso, que era sin lugar a dudas una costilla y aparecía rematada en oro.

Supe que Guthrum el Desafortunado era un jarl de Dinamarca que había pasado el invierno en Beamfleot, lugar bastante alejado de Lundene, situado en el lado norte del estuario del Temes, y en cuanto saludó a los hombres reunidos junto al altar anunció que había traído quince barcos. Nadie aplaudió. Guthrum, con la cara más triste y amargada que haya visto nunca, observó la reunión como aquel que asiste a su propio juicio y espera un veredicto nefasto.

—Hemos decidido —Ragnar rompió el incómodo silencio— partir hacia el oeste. —No se había decidido nada de eso, pero nadie contradijo a Ragnar—. Los barcos que ya han cruzado el puente —prosiguió Ragnar—, remontarán el río con sus tripulaciones y el resto del ejército marchará a pie o a caballo.

—Mis barcos tienen que subir río arriba —insistió Guthrum, y así supimos que su flota se hallaba al otro lado del puente.

—Sería mejor —continuó Ragnar— que partiéramos mañana. —Durante los últimos días el Gran Ejército al completo se había reunido en Lundene, desde los asentamientos del este y del norte en los que algunos habían sido acuartelados, y cuanto más esperáramos más preciosas provisiones consumiríamos.

—Mis barcos van río arriba —repuso Guthrum sin más.

—Le preocupa no poder llevarse el botín a caballo —me susurró Ravn—. Quiere sus barcos para poder llenarlos de tesoros.

—¿Por qué le dejan ir? —pregunté. Estaba claro que a nadie le gustaba el jarl Guthrum, y su llegada parecía tan poco celebrada como inconveniente, pero Ravn evitó contestar a la pregunta encogiéndose de hombros. Guthrum, al hallarse inevitablemente allí, estaba obligado a participar. Cosa que sigue pareciéndome incomprensible, del mismo modo que sigo sin entender por qué Ivar y Ubba no se unieron al ataque de Wessex. Cierto que ambos hombres eran ricos y apenas necesitaban más riquezas, pero durante años habían hablado de aplastar a los sajones del oeste y ahora sencillamente lo dejaban pasar. Guthrum tampoco necesitaba más tierras ni riquezas, pero pensaba que sí, razón por la cual había venido. Ésa era la forma de ser danesa. Los hombres servían en las campañas si les apetecía o se quedaban en casa, no existiendo una única autoridad entre los daneses. Halfdan era el ostensible senescal del Gran Ejército, mas no imponía el miedo que infundían sus dos hermanos mayores, y por ello no podía hacer nada sin el apoyo de los demás jefes. Un ejército, aprendí con el tiempo, necesita una cabeza. Precisa de un hombre que lo dirija; si dotas un ejército de dos cabecillas dividirás por dos su fuerza.

Llevó dos días conseguir que los barcos de Guthrum cruzaran el puente. Las embarcaciones eran preciosas, más grandes que la mayoría de los barcos daneses, y todas ellas estaban decoradas con proas y popas en forma de serpiente negra. Sus hombres, y vaya si trajo consigo, iban todos vestidos de negro. Hasta sus escudos eran negros, y aunque me parece que Guthrum era uno de los hombres más amargados que haya visto, debo confesar que sus tropas eran impresionantes. Perdimos dos días, pero a cambio contábamos con los guerreros negros.

¿Y qué había que temer? El Gran Ejército se había reunido, estábamos ya en lo más crudo del invierno, cuando nadie peleaba, así que el enemigo no nos esperaría, y aquel enemigo estaba guiado por un rey y un príncipe más interesados en la oración que en la lucha. Teníamos Wessex al alcance de la mano y las gentes decían que aquél era uno de los países más ricos del mundo, rivalizaba con Francia por sus tesoros, y estaba habitado por monjes y monjas cuyas casas rebosaban plata, estaban atiborradas de oro y maduras para la matanza. Todos seríamos ricos.

Así que partimos hacia la guerra.

* * *

Barcos sobre el Temes en invierno. Barcos que cruzaban juncos quebradizos, sauces sin hojas y alisos desnudos. Las palas mojadas de los remos brillaban a la pálida luz del sol. Las proas de nuestros barcos mostraban sus bestias para sofocar a los espíritus de la tierra que invadíamos, y era una tierra buena y de ricos campos, aunque todos ellos aparecían desiertos. Casi llegaba a notarse un ambiente de celebración en aquel breve viaje, una celebración que no estropeaba la presencia de los barcos negros de Guthrum. Los hombres caminaban por encima de los remos, la misma hazaña que practicara Ragnar aquel lejano día en que sus tres barcos aparecieron en Bebbanburg. Yo también lo intenté y recibí grandes vítores cuando me caí. Parecía fácil correr por la fila de remos, saltando de asta en asta, pero sólo con que un remero girara un poco un remo, ya resbalabas, y el agua del río estaba fría como un témpano, así que Ragnar me obligó a quitarme la ropa y ponerme su capa de piel de oso hasta que entré en calor. Los hombres cantaban, los barcos bogaban contra la corriente, las lejanas colinas al norte y al sin fueron cerrándose poco a poco sobre las orillas del río y, al caer la noche, vimos los primeros jinetes en el horizonte sur. Observándonos.

Llegamos a Readingum por la noche. Los tres barcos de Ragnar iban cargados con picas, la mayoría forjadas por Ealdwulf, y nuestra primera tarea consistió en erigir una fortificación. A medida que fueron llegando más barcos, se sumaron más hombres al trabajo, y al anochecer nuestro campamento estaba protegido por un largo y desordenado muro de tierra que difícilmente habría supuesto un obstáculo para una fuerza de ataque, pues se trataba de un montículo bajo y fácil de cruzar, pero nadie vino a atacarnos, y tampoco apareció ningún ejército de Wessex a la mañana siguiente, así que tuvimos tiempo de hacer el muro más alto e imponente.

Readingum estaba construida allí donde convergen los ríos Kenet y Temes, así que levantamos la muralla entre los dos ríos. Cercaba la pequeña ciudad que había sido abandonada por sus habitantes y proporcionaba refugio a la mayoría de las tripulaciones de los barcos. El ejército de tierra seguía sin dar señales, dado que habían marchado por la orilla norte del Temes, por territorio mercio, y estaban buscando un vado que encontraron corriente arriba, así que terminamos la muralla prácticamente en el momento de reunirse con nosotros. Al principio pensamos que se trataba del ejército de los sajones del oeste, pero no eran más que los hombres de Halfdan, desfilando por el desierto territorio enemigo.

La muralla era alta, y dado que había densos bosques al sur, talamos unos cuantos árboles para construir una empalizada que siguiera toda su extensión, unos ochocientos pasos. Frente al muro excavamos un foso que inundamos al romper las orillas de los ríos, y por encima del foso levantamos cuatro puentes guardados por fortificaciones de madera. Aquélla era nuestra base. Desde allí podríamos adentrarnos en el corazón de Wessex, y debíamos hacerlo pronto, pues, con tantos hombres y caballos dentro de la muralla, corríamos el riesgo de pasar hambre a menos que encontrásemos grano, heno y ganado. Habíamos traído con nosotros barriles de cerveza y una gran cantidad de harina, carne salada y pescado seco en los barcos, pero era increíble lo rápido que menguaban nuestras más que abundantes provisiones.

Los poetas, cuando cantan la guerra, hablan del muro de escudos, de las lanzas y las flechas volando, de las espadas estrellándose contra los escudos, de los héroes que caen y el botín de los vencedores, pero iba a descubrir que la guerra era, sobre todo, una cuestión de comida. De alimentar hombres y caballos. De encontrar comida. El ejército que está bien alimentado gana. Y si tienes caballos en una fortaleza, también es importante deshacerse del estiércol. Sólo dos días después de que el ejército de tierra llegara a Readingum, ya andábamos cortos de comida, y los dos Sidroc, padre e hijo, se adentraron al frente de una numerosa fuerza hacia el oeste, en territorio enemigo, para localizar almacenes de comida para hombres y caballos. Lo que encontraron, en cambio, fue al fyrd de Berroescire.

Más tarde supimos que, al final, atacar en invierno no había supuesto una sorpresa tan grande para los sajones del oeste. Los daneses contaban con buenos espías, sus mercaderes exploraban los lugares a los que se dirigirían los guerreros, pero los sajones tenían sus propios hombres en Lundene y sabían cuántos hombres éramos y cuándo partiríamos, así que reunieron un ejército para recibirnos. También buscaron la ayuda de los hombres al sur de Mercia, donde la obediencia a los daneses era más laxa, y Berrocscire quedaba justo al norte de la frontera con Wessex, sus hombres habían cruzado el río para ayudar a sus vecinos, y su fyrd estaba comandado por un ealdorman llamado Æthelwulf.

¿Sería mi tío? Muchos hombres se llamaban Æthelwulf, ¿pero cuántos eran ealdorman en Mercia? Admito que me sentí extraño cuando oí el nombre, y pensé en la madre que jamás había conocido. En mi imaginación era una mujer que siempre se mostraba amable, gentil y amorosa, y pensaba que debía de protegerme desde algún lugar: el cielo, Asgard o dondequiera que se dirijan nuestras almas en la larga oscuridad, y supe que detestaría el hecho de que luchara contra su hermano, así que aquella noche estuve de mal humor.

Pero también lo estaba el Gran Ejército, pues mi tío, si es que Æthelwulf era mi tío, había castigado de modo implacable a los dos jarls. La expedición de aprovisionamiento había caído en una emboscada y los hombres de Berrocscire mataron veintiún daneses y hecho prisioneros ocho más. Los ingleses también perdieron unos cuantos hombres, y ninguno cayó prisionero, pero obtuvieron la victoria, y no importaba que los hubiesen superado en número. Los daneses esperaban ganar, y volvieron al fuerte perseguidos y sin la comida que necesitábamos. Se sentían avergonzados y un soterrado estremecimiento se extendió entre el ejército, porque no creían que simples ingleses pudieran derrotarlos.

Aún no nos moríamos de hambre, pero escaseaba desesperadamente el heno para los caballos. No era, ni mucho menos, la mejor comida, pero no teníamos avena y las expediciones de aprovisionamiento se limitaban a cortar cualquier hierba invernal que encontráramos más allá de nuestra muralla, cada día más grande; así que al día siguiente de la victoria de Æthelwulf, Rorik, Brida y yo formamos parte de uno de aquellos grupos, cortábamos hierba con cuchillos largos y llenábamos sacos con la miserable pitanza cuando llegó el ejército de Wessex.

Debieron de animarse tras la victoria de Æthelwulf, pues el ejército enemigo al completo se dispuso a atacar Readingum. La primera noticia que tuve del ataque fueron unos gritos lejanos que procedían del oeste, después vi jinetes al galope entre nuestras expediciones de aprovisionamiento, rebanando a los hombres con espadas o ensartándolos en lanzas, y los tres echamos a correr. Oí cascos detrás de nosotros, eché un vistazo, vi a un hombre al galope tendido con una lanza en ristre y supe que uno de nosotros moriría, así que cogí a Brida de la mano y la arrastré fuera de su camino, y justo entonces una flecha disparada desde las murallas de Readingum se le clavó en la cara: el hombre se contorsionó cuando de la mejilla salió disparado un chorro de sangre. Mientras, los daneses, aterrorizados, se amontonaron alrededor de los dos puentes centrales y los jinetes sajones, al darse cuenta, galoparon hacia ellos. Nosotros tres vadeamos como pudimos y cruzamos el foso a nado; dos hombres nos sacaron de allí, mojados, llenos de barro y temblorosos, y nos subieron por la muralla.

Fuera reinaba el caos. Los expedicionarios que se amontonaban en el extremo más alejado del foso estaban siendo masacrados, y entonces llegó la infantería de Wessex, una banda tras otra de hombres que surgían de los bosques lejanos para llenar los campos. Yo regrese corriendo a la casa en la que Ragnar se alojaba y encontré a Hálito-de-serpiente debajo de las capas donde la ocultaba, la desenvainé y salí en su búsqueda. Se había dirigido al norte, al puente junto al Temes, y Brida y yo nos unimos allí a sus hombres.

—No deberías venir —le dije a Brida—. Quédate con Rorik.

Rorik era más pequeño que nosotros y, tras empaparse en el foso empezó a temblar y a encontrarse mal, así que lo obligué a quedarse atrás.

Brida no me hizo el menor caso. Se había agenciado una lanza y estaba entusiasmada, aunque nada había ocurrido todavía. Ragnar miraba por encima de la muralla, y en la puerta se estaban reuniendo más hombres, pero Ragnar no la abrió para cruzar el puente. Aunque sí miró hacia atrás para ver de cuántos hombres disponía.

—¡Escudos! —gritó, pues con las prisas algunos hombres se habían presentado sólo con espadas o hachas, y esos hombres corrieron entonces a por los escudos. Yo no tenía escudo, pero tampoco se suponía que tenía que estar allí, y Ragnar no me vio.

Lo que sí vio fue el final de la matanza de los expedicionarios a manos de los jinetes sajones. Unos cuantos enemigos cayeron bajo nuestras flechas, pero ni los daneses ni los ingleses tenían muchos arqueros. A mí me gustan los arqueros. Matan desde largas distancias, y aunque no maten ponen nervioso al enemigo. Avanzar bajo las flechas es un asunto complicado, porque se hace a ciegas. Hay que mantener la cabeza debajo del escudo, pero dominar el arco requiere una habilidad extraordinaria. Parece fácil, y todos los niños tienen un arco y flechas, pero un arco de verdad, un arco capaz de matar un venado a cien pasos es un trasto enorme; confeccionado con tejo, necesita de una fuerza descomunal para ser tensado y las flechas salen disparadas hacia cualquier sitio a menos que se practique constantemente, así que nunca conseguimos más de un puñado de arqueros. Yo jamás he dominado el arco. Con una lanza, hacha o espada era letal, pero con un arco era como la mayoría de los hombres: inútil.

A veces me pregunto por qué no nos quedamos detrás de la muralla. Estaba prácticamente terminada, y para llegar el enemigo tenía que cruzar el foso o desfilar por los cuatro puentes, cosa que les habría obligado a hacerlo bajo una intensa lluvia de flechas, lanzas y hachas. Sin duda habrían fracasado, pero entonces hubieran podido sitiarnos tras la muralla, así que Ragnar decidió atacar. No sólo Ragnar. Mientras éste reunía hombres en la puerta norte, Halfdan había estado haciendo lo mismo en la sur, y cuando creyeron contar con suficientes efectivos y la infantería enemiga aún se encontraba a unos doscientos pasos, Ragnar ordenó que la puerta se abriera y guió a sus hombres fuera.

El ejército de los sajones del oeste, bajo el signo del gran estandarte del dragón, avanzaba hacia los puentes centrales, claramente convencido de que la primera escabechina no había sido más que un aperitivo de lo que estaba por llegar. No tenían escalas, así que no me explico cómo pensaban cruzar la muralla, pero a veces en la batalla una especie de locura se apodera de los hombres y hacen cosas inimaginables. Los hombres de Wessex no tenían razón alguna para concentrarse en el centro de nuestra muralla, sobre todo porque no tenían ningún modo de atravesarla, pero lo hicieron, y entonces nuestros guerreros salieron en manada por las dos puertas de los flancos para atacarlos desde norte y sur.

—¡Muro de escudos! —bramó Ragnar—. ¡Muro de escudos!

Cuando se forma un muro de escudos, éste se oye. Los mejores escudos están hechos de tilo, o de sauce, y las maderas chocan entre sí cuando los hombres solapan los escudos. El lado izquierdo del escudo enfrente del lado derecho del de tu vecino; así el enemigo, que en su mayoría es diestro, debe intentar penetrar dos capas de madera.

—¡Apretaos bien! —gritó Ragnar. Estaba en el centro del muro de escudos, frente a su andrajoso estandarte del ala de águila, y era uno de los pocos hombres con casco distinguido, hecho que lo señalaba para el enemigo como cabecilla, es decir, como un hombre al que abatir. Ragnar seguía usando el casco de mi padre, aquel tan bonito que había fabricado Ealdwulf con protector facial y una incrustación de plata. También vestía cota de malla, uno de los pocos hombres en poseer tal tesoro. La mayoría iban protegidos con cuero.

El enemigo daba la vuelta y se desplegaba para hacernos frente, montaba su propio muro de escudos, y llegué a distinguir un grupo de jinetes al galope en dirección al centro del muro tras el estandarte del dragón. Me pareció ver el pelo rojo de Beocca entre los hombres y eso me dio la certeza de que Alfredo estaba allí, probablemente entre una pandilla de curas vestidos de negro que sin duda rezaban para que muriéramos.

El muro de escudos sajón era más largo que el nuestro. No sólo más largo, también más denso, porque el nuestro contaba con tres filas de hombres de refuerzo y el suyo con seis. El buen juicio habría indicado que o bien nos quedábamos donde estábamos y dejábamos que nos atacaran, o bien nos batíamos en retirada por el puente, pero llegaban más daneses para reforzar las filas de Ragnar y éste, la verdad, no estaba para demasiada sensatez.

—¡Matadlos! —gritaba—. ¡Matadlos a todos y punto! —Y condujo el avance de la fila y, sin vacilar, los daneses lanzaron un poderoso grito de guerra y avanzaron con él. Normalmente los muros de escudos pasan horas mirándose, insultándose, amenazándose y haciendo acopio de valor para aquellos horribles momentos en que la madera choca con madera y el metal con metal, pero Ragnar estaba inflamado, y todo eso le daba igual. Cargó sin más.

El ataque no tenía ningún sentido, pero Ragnar estaba furioso. Le había ofendido la victoria de Æthelwulf, y se sentía insultado por el modo en que los jinetes sajones se habían lanzado contra nuestra expedición, así que lo único que quería era liarse a tajos contra las filas de Wessex, y de alguna manera su pasión se extendió entre sus hombres, así que iban aullando al tiempo que corrían hacia delante. Hay algo terrible en los hombres ansiosos por la batalla.

Un instante antes de que los escudos chocaran, nuestra retaguardia arrojó sus lanzas. Algunos hombres llevaban tres o cuatro lanzas que tiraron una detrás de otra, por encima de nuestras primeras filas. También llegaban lanzas enemigas en respuesta, y yo saqué una clavada en la hierba y la arrojé con tanta fuerza como pude.

Me hallaba en la última fila, me habían empujado allí los demás hombres, que me decían que me quitara de en medio, pero avancé con ellos, y Brida, con una sonrisa maléfica, vino conmigo. Le dije que volviera al pueblo, pero lo único que hizo fue sacarme la lengua, y entonces oí el ruido atronador, el golpe de madera contra madera, el encuentro de los escudos. A eso le siguió el ruido de las lanzas perforando tilo, el entrechocar del metal, pero no vi nada porque no era lo bastante alto, aunque la colisión entre los muros provocó el retroceso de nuestros hombres. Después volvieron a empujar, tratando de introducir nuestra primera fila entre los escudos sajones. El extremo derecho de nuestro muro estaba perdiendo terreno allí donde el enemigo nos superaba en número, pero nuestros refuerzos se apresuraban hacia aquel lugar, y a los sajones del oeste les faltó valor para cargar. Aquellos sajones del flanco derecho llegaban de su retaguardia, y la retaguardia es siempre el lugar donde se reúnen los hombres más inexpertos. La auténtica batalla estaba teniendo lugar en mi frente y el ruido que allí se oía era de golpes, tachones de hierro contra madera, metal contra escudos, pies de hombres arrastrándose, el entrechocar de las armas, y pocas voces excepto los aullidos de dolor o algún grito repentino. Brida se puso a cuatro patas y se escabulló entre las piernas de los hombres que tenía delante, la vi aguijonear con su lanza, en busca del ataque por debajo del borde del escudo. Se la clavó a un hombre en el tobillo, él tropezó, llegó un hacha de arriba, se abrió un hueco en la línea enemiga y nuestra fila avanzó, así que la seguí, usando Hálito-de-serpiente como una lanza, y me llevé por delante unas cuantas botas. Entonces Ragnar lanzó un alarido imponente, un grito que despertara a los dioses en los grandes salones celestes de Asgard y el grito exigía un último esfuerzo. Las espadas mutilaban, las hachas volaban y yo sentí que el enemigo se retiraba ante la furia de los hombres del norte.

Líbranos, Señor.

Sangre en la hierba, tanta sangre que el suelo resbalaba, y estaba lleno de cadáveres que había que pisar para que el muro siguiera avanzando. Nos dejaron a Brida y a mí atrás. La miré y tenía las manos rojas de la sangre que había corrido por el asta de su lanza. La lamió y me sonrió con malicia. Los hombres de Halfdan estaban luchando en aquel momento con el flanco enemigo más alejado, el ruido de su batalla se hizo de repente más atronador porque los sajones se retiraban ante el ataque de Ragnar; pero un hombre, alto y fornido, nos resistió. Portaba una cota de malla adornada con un tahalí de cuero rojo y un casco aún más vistoso que el de Ragnar, pues en el casco del inglés se apreciaba un verraco de plata, y por un momento pensé que podía tratarse del propio rey Etelredo, pero aquel hombre era demasiado alto, y Ragnar gritó a sus hombres que se apartaran y le asestó un golpe al del verraco en el casco, que paró con la defensa y atacó con la espada a Ragnar, que a su vez recibió la estocada en el escudo, con el que cargó hacia delante para embestir contra el hombre. El enemigo dio un paso atrás, tropezó con un cadáver y Ragnar lo remató con un ataque por encima de la cabeza, como si matara a un buey, y la hoja rasgó la cota de malla mientras una oleada enemiga se lanzaba a salvar a su señor.

Una carga danesa los recibió, escudo contra escudo, y Ragnar aullaba por su victoria e hincaba su espada una y otra vez en el caído, y de repente ya no quedaban más sajones, excepto los muertos y heridos, y su ejército salía corriendo, su rey y su príncipe a todo galope rodeados de curas, y nos burlamos, les lanzamos toda clase de maldiciones, les acusamos de ser mujeres, de pelear como nenas, de ser unos cobardes.

Y después descansamos, nos tomamos un respiro en un campo de sangre; nuestros propios cadáveres se encontraban entre los muertos enemigos, y entonces fue cuando Ragnar nos vio y estalló en carcajadas.

—¿Y vosotros dos qué hacéis aquí? —Como respuesta Brida levantó su lanza ensangrentada y Ragnar miró la punta de Hálito-de-serpiente y la vio roja—. Merluzos —dijo, pero en tono cariñoso, y entonces uno de nuestros hombres trajo un prisionero sajón y le hizo inspeccionar al señor que Ragnar había matado—. ¿Quién es? —exigió saber.

Yo se lo traduje.

El hombre se persignó.

—Es el señor Æthelwulf —respondió.

Y yo me quedé callado.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ragnar.

—Que es mi tío —repuse.

—¿Ælfric? —Ragnar se mostraba confuso—. ¿Ælfric de Northumbria?

Sacudí la cabeza.

—Es el hermano de mi madre —le aclaré—, Æthelwulf de Mercia. —No sabía si era el hermano de mi madre, pudiera ser que hubiera otro Æthelwulf en Mercia, pero estaba seguro igualmente de que aquél era Æthelwulf, mi tío, y el hombre que había derrotado a los jarls Sidroc. Ragnar lanzó vítores, pues la derrota del día anterior había sido vengada, mientras yo observaba el rostro del muerto. No lo conocía de nada, así que, ¿por qué me sentía triste? Tenía el rostro alargado, barba rubia y bigote recortado. Era un hombre guapo, pensé, y familiar mío, y me pareció muy raro porque no conocía más familia que Ragnar, Ravn, Rorik y Brida.

Ragnar y sus hombres despojaron a Æthelwulf de su armadura y le quitaron su precioso casco, y después, dado que el ealdorman había luchado con tanta valentía, Ragnar dejó el cadáver vestido y le puso una espada entre las manos para que los dioses pudieran llevarse el alma mercia al gran salón en el que los guerreros valientes celebran con Odín.

Y puede que las valkirias se llevaran su alma, porque a la mañana siguiente, cuando salimos para enterrar a los muertos, el cuerpo del ealdorman Æthelwulf había desaparecido.

Más tarde, mucho más tarde, supe que era de hecho mi tío. También supe que algunos de sus hombres habían regresado al campo de batalla por la noche, lograron encontrar el cadáver de su señor y lo trasladaron a sus tierras para que recibiera cristiana sepultura.

Y puede que también aquello fuera cierto. O puede que Æthelwulf se encuentre en el salón de los muertos de Odín.

Pero conseguimos derrotar a los sajones del oeste. Y seguíamos hambrientos. Era hora de arrebatarle la comida al enemigo.

* * *

¿Por qué luchaba con los daneses? Todas las vidas se plantean preguntas, y ésa sigue persiguiéndome, aunque en verdad no había ningún misterio. Para mi joven mente la alternativa era quedarme sentado en algún monasterio aprendiendo a leer, y si le presentas esa alternativa a cualquier muchacho, preferirá luchar con el demonio antes que rascar sobre pizarra o incidir marcas en una tableta de arcilla. Y también estaba Ragnar, a quien adoraba, y que envió sus tres barcos por el Temes en busca del heno y la avena almacenados en los pueblos mercios, y encontró suficiente, de modo que cuando marchamos hacia el oeste nuestros caballos estaban en condiciones aceptables.

Partimos hacia Æbbanduna, otra ciudad fronteriza en el Temes entre Wessex y Mercia, y, según nuestro prisionero, el lugar en el que los sajones del oeste habían reunido sus provisiones. Si tomábamos Æbbanduna, en el ejército de Etelredo escasearía la comida, Wessex caería, Inglaterra desaparecería y Odín triunfaría.

Nos quedaba pendiente la pequeña cuestión de derrotar antes al ejército sajón, pero partimos cuatro días después de hacerles morder el polvo en Readingum, así que confiábamos como benditos en su definitiva y total condena. Rorik se quedó en Readingum, pues cayó otra vez enfermo, y muchos rehenes, como los gemelos mercios Ceolberht y Ceolnoth también, vigilados por una pequeña guarnición que habíamos dejado para cuidar nuestros preciosos barcos.

El resto marchamos a pie o a caballo. Yo me contaba entre los chicos más mayores de los que acompañaban al ejército.

Nuestro trabajo en la batalla consistía en acarrear los escudos de sobra, los cuales podían pasarse hacia delante entre las distintas filas. Los escudos quedaban reducidos a astillas tras la batalla. A menudo he visto guerreros peleando con hacha o espada en una mano y nada en la otra salvo tablones sueltos sujetos entre sí por el brocal de hierro del escudo. Brida también vino con nosotros, montada tras Ravn en su caballo, y durante un rato yo fui a pie con ellos, escuchando mientras Ravn ensayaba los primeros versos de un poema llamado «La caída de los sajones del oeste». Había llegado hasta la enumeración de nuestros héroes, y estaba describiendo cómo se preparaban para la batalla cuando uno de aquellos héroes, el amargado jarl Guthrum, acercó su caballo hasta nosotros.

—Te veo bien —saludó a Ravn, con un tono que sugería tratarse de una condición que difícilmente duraría.

—Yo no te veo en absoluto —replicó Ravn. Le gustaba la chanza.

Guthrum, envuelto en una capa negra, miró al río. Avanzábamos por una pequeña cordillera e, incluso a la luz del sol invernal, el valle del río mostraba un aspecto exuberante.

—¿Quién será rey en Wessex? —preguntó.

—¿Halfdan? —sugirió Ravn cargado de malicia.

—Es un reino grande —repuso Guthrum un tanto sombrío—. Le iría bien un hombre mayor. —Me miró con amargura—. ¿Quién es ése?

—Te olvidas de que soy ciego —replicó Ravn—. ¿Así que quién es quién? ¿O es que me estás preguntando qué hombre mayor creo yo que tendría que ser nombrado rey? ¿Yo, a lo mejor?

—¡No, no! El chico que guía tu caballo. ¿Quién es?

—Ése es el jarl Uhtred —contestó Ravn con solemnidad—, que sabe que los poetas son tan importantes que sus caballos deben ir guiados por simples jarls.

—¿Uhtred? ¿Un sajón?

—¿Eres sajón, Uhtred?

—Soy danés —repuse.

—Y un danés —prosiguió Ravn— que ha bañado su espada en Readingum. Empapada, Guthrum, con sangre sajona. —Aquél era un comentario afilado, pues los hombres de negro de Guthrum no habían peleado fuera de las murallas.

—¿Y la chica que llevas detrás?

—Brida —repuso Ravn—, que un día será escaldo y hechicera.

Guthrum no supo qué responder a aquello. Se concentró con furia en sus riendas durante unos cuantos pasos y luego volvió a su tema original.

—¿Quiere Ragnar ser rey?

—Ragnar quiere matar enemigos —repuso Ravn—. Las ambiciones de mi hijo son pocas: oír chistes, resolver acertijos, emborracharse, entregar brazaletes, yacer vientre contra vientre con mujeres, comer bien y unirse a Odín.

—Wessex necesita un hombre fuerte. —Ése fue el oscuro comentario de Guthrum—. Un hombre que sepa cómo mandar.

—Eso suena a marido —espetó Ravn.

—Tomamos sus plazas fuertes —prosiguió Guthrum—, ¡pero dejamos intacta la mitad de sus tierras! Incluso en Northumbria hemos ocupado sólo la mitad de las guarniciones. Mercia ha enviado hombres a Wessex, y se supone que están de nuestro lado. Vencemos, Ravn, pero no terminamos el trabajo.

—¿Y cómo hemos de hacerlo? —preguntó Ravn.

—Más hombres, más barcos, más muertes.

—¿Muertes?

—¡Hay que matarlos a todos! —exclamó Guthrum con inesperada vehemencia—. ¡A todos y cada uno! Que no quede un sajón vivo.

—¿Incluso a las mujeres? —preguntó Ravn.

—Podemos quedarnos con algunas de las más jóvenes —concedió Guthrum a regañadientes, después me puso mala cara—. ¿Y tú qué miras, chico?

—Vuestro hueso, señor —contesté, y señalé el hueso rematado en oro que le colgaba del pelo.

Él se tocó el hueso.

—Era una de las costillas de mi madre —contestó—. Era una buena mujer, una mujer maravillosa, y viene conmigo adonde yo quiera que vaya. Seguro que has hecho cosas peores que componer una oda para mi madre, Ravn. La conociste, ¿no?

—Vaya que sí —repuso Ravn de manera insustancial—. La conocí lo suficiente, Guthrum, como para temer que mis habilidades poéticas sean insuficientes para honrar a mujer tan ilustre.

La burla pasó sin rozar a Guthrum el Desafortunado.

—Podrías intentarlo —añadió—. Podrías intentarlo, y yo pagaría mucho oro por una buena oda sobre ella.

Estaba loco, pensé, loco como una lechuza a mediodía, pero después me olvidé de él porque teníamos al ejército de Wessex delante, nos impedía el paso y presentaba batalla.

* * *

El estandarte del dragón de Wessex ondeaba en la cumbre de una colina larga y no demasiado elevada que se extendía de lado a lado por nuestra carretera. Para llegar a Æbbanduna, que evidentemente quedaba más allá de la colina y estaba oculta por ésta, tendríamos que atacar cuesta arriba y cruzar aquella formación montañosa cubierta de hierba, en terreno despejado; no obstante, al norte, donde las colinas desaparecían en el río Temes, aparecía una pista junto al río que sugería la posibilidad de recortar la posición enemiga. Para detenernos tendrían que bajar de la colina y presentar batalla al nivel del suelo.

Halfdan convocó a los jefes daneses y discutieron durante un buen rato, claramente en desacuerdo sobre lo que había que hacer. Algunos hombres querían atacar colina arriba y desperdigar al enemigo allí donde estaba, pero otros aconsejaban pelear con los sajones en los prados llanos junto al río, y al final el jarl Guthrum el Desafortunado los convenció de que hicieran las dos cosas. Eso, claro está, suponía partir en dos nuestro ejército, pero aun así me pareció una idea inteligente. Ragnar, Guthrum y los dos jarls Sidroc irían por el terreno bajo, amenazando así con salvar la colina que guardaba el enemigo por debajo, mientras que Halfdan, con Harald y Bagseg, avanzaría a lo largo del terreno elevado contra el estandarte del dragón de su cumbre. De ese modo, el enemigo tal vez vacilara en atacar a Ragnar por miedo a que las tropas de Halfdan se les abalanzaran encima por la retaguardia. Lo más probable, dijo Ragnar, era que el enemigo decidiera no presentar batalla, sino retirarse a Æbbanduna donde podríamos sitiarlos.

—Mejor tenerlos acorralados en una fortaleza que paseándose por ahí —comentó con alegría.

—Mejor aún —intervino Ravn secamente—, no dividir el ejército.

—No son más que sajones del oeste —desestimó Ragnar la sugerencia.

Caía la tarde, y como estábamos en invierno, el día era corto y no quedaba mucho tiempo, aunque Ragnar pensaba que había luz de sobra para rematar a las tropas de Etelredo. Los hombres se tentaron los amuletos, besaron las empuñaduras de sus espadas, levantaron los escudos, marchamos por la parte de debajo de la colina, abandonamos los campos de hierba calcáreos y nos adentramos en el valle del río. Una vez allí, medio ocultos por los árboles sin hojas, veíamos de vez en cuando a los hombres de Halfdan avanzar por las colinas; yo divisé dónde les esperaban las tropas sajonas, cuya posición sugería que el plan de Guthrum funcionaba perfectamente, por lo que podríamos rodear sin problemas el flanco norte del enemigo.

—Lo que haremos entonces —dijo Ragnar—, es subir por su retaguardia, y los muy cabrones quedarán atrapados. ¡Los mataremos a todos!

—Uno de ellos ha de vivir —indicó Ravn.

—¿Uno? ¿Por qué?

—Para contar la historia, por supuesto. Busca al poeta. Será hermoso y distinguido. Búscalo y déjalo vivo.

Ragnar estalló en carcajadas. Debíamos de ser, me parece a mí, unos ochocientos, algo menos que el contingente que se había quedado con Halfdan, y el ejército enemigo era probablemente algo mayor que las dos fuerzas combinadas, pero todos nosotros éramos guerreros, y la mayoría de los sajones que componían el fyrd de Wessex eran granjeros obligados a pelear, así que no veíamos más salida que la victoria.

Entonces, mientras el grueso de nuestras tropas se internaba en un robledal, vimos que el enemigo había seguido nuestro ejemplo y dividido su propio ejército en dos. Una parte esperaba a Halfdan en la colina y la otra había venido en nuestra busca.

Alfredo comandaba nuestros oponentes. Lo sabía porque vi el pelo rojo de Beocca, y más tarde pude apreciar por un instante el rostro enjuto y nervioso de Alfredo durante la batalla. Su hermano, el rey Etelredo, se había quedado en el terreno elevado donde, en lugar de esperar que Halfdan los asaltara, avanzaba para efectuar su propio ataque. Los sajones, al parecer, se mostraban ávidos de batalla.

Así que se la dimos.

Nuestras fuerzas formaron en cuñas protegidas para atacar su muro de escudos. Invocamos a Odín, aullamos nuestros gritos de guerra, cargamos, y la fila sajona no se rompió, ni se torció, sino que se mantuvo firme, y entonces empezó la escabechina.

Ravn me repetía una y otra vez que el destino lo era todo. El sino manda. Las tres hilanderas se sientan al pie del árbol de la vida y fabrican el hilo de nuestra existencia y somos sus juguetes, y aunque creamos que tomamos nuestras propias decisiones, todos nuestros destinos están en las hebras de las hilanderas. El destino lo es todo, y aquel día, sin yo saberlo, se tejió el mío. Wyrd bid ful aroed, no se puede detener el destino.

¿Qué queda por decir sobre la batalla que los sajones del oeste afirman haber librado en un sitio llamado la colina de Æsc? Supongo que Æsc sería el thegn o señor feudal de aquellas tierras, cuyos campos recibieron aquel día un magnífico abono de sangre y huesos. Los poetas podrían componer mil versos sobre lo acontecido, pero la batalla es la batalla. Los hombres mueren. En el muro de escudos sólo hay sudor, terror, calambres, estocadas a medias, estocadas completas, gritos espantosos y muerte despiadada.

En la colina de Æsc hubo en realidad dos batallas, una arriba y otra abajo, y las muertes se sucedieron con rapidez. Harald y Bagseg murieron, Sidroc el Viejo vio morir a su hijo y después también cayó, y con él murieron el jarl Osbern y el jarl Fraena, y muchos otros buenos guerreros. Los curas cristianos pedían a gritos a su dios que diera empuje y fortaleza a las espadas sajonas, y aquel día Odín estaba dormido y el dios cristiano despierto.

Fuimos rechazados. Tanto arriba en la colina como abajo en el valle, y sólo el cansancio enemigo evitó una matanza total permitiendo que nuestros supervivientes se retiraran de la pelea, dejando atrás a sus compañeros bañados en sangre. Toki fue uno de ellos. El capitán de barco, que tanta habilidad exhibía con la espada, murió en la zanja tras la que nos había esperado el muro de escudos de Alfredo. Ragnar, con la cara manchada de sangre y el pelo suelto empapado del púrpura enemigo, no podía creerlo. Los sajones del oeste se mofaban.

Aquellos guerreros habían luchado como demonios, como hombres inspirados, como hombres que sabían que todo su futuro dependía de la destreza y arrojo de una tarde de invierno, y lograron derrotarnos.

El destino lo es todo. Fuimos vencidos y regresamos a Readingum.