Capítulo IV

El rey Edmundo de Anglia Oriental es recordado ahora como un santo, como una de esas almas benditas que viven para siempre a la sombra de Dios. O eso me cuentan los curas. En el cielo, dicen, los santos ocupan un lugar privilegiado, habitan en la elevada plataforma del gran salón de Dios donde pasan el tiempo cantando alabanzas al Señor. Por siempre y para siempre. Sólo cantando. Beocca solía decir que sería una existencia extática, pero a mí me parece bastante aburrida. Los daneses están convencidos de que sus guerreros son transportados al Valhalla, el salón de los muertos de Odín, donde pasan los días luchando y las noches de fiesta, bailando como peonzas, y yo no me atreví a decirles a los curas que ésa me parecía mejor manera de transcurrir la vida después de la muerte que cantando al son de arpas doradas. Una vez le pregunté a un obispo si había mujeres en el cielo.

—Claro que las hay, mi señor —respondió, feliz de que mostrara algo de interés por la doctrina—, la mayoría de las santas más benditas son mujeres.

—Mujeres que nos podamos cepillar, obispo.

Dijo que rezaría por mí. A lo mejor lo hizo.

No sé si el rey Edmundo era un santo. Era un insensato, eso seguro. Les había proporcionado a los daneses refugio antes de que atacaran Eoferwic, y les había dado algo más que refugio. Les había pagado en moneda, les había proporcionado comida y abastecido de caballos su ejército, todo con dos condiciones, que se marcharan de Anglia Oriental en primavera y que no hicieran daño a ningún hombre de la Iglesia. Mantuvieron sus promesas, pero ahora, dos años después y mucho más fuertes, los daneses habían vuelto, y el rey Edmundo parecía decidido a enfrentarse a ellos. Pudo comprobar qué les había ocurrido a Mercia y Northumbria y debía de saber que su propio reino iba a sufrir el mismo destino, así que levó a su fyrd, rezó a su dios y marchó a la batalla. Primero se enfrentó a nosotros por mar, y después, al saber que Ivar merodeaba alrededor de los inmensos páramos acuáticos al oeste del Gewaesc, se dio la vuelta para enfrentarse a él. Ubba condujo entonces nuestra flota por el Gewaesc, donde tanto nos adentramos en uno de los ríos de cauce estrecho que los remos no cabían, momento en el cual los hombres remolcaron los barcos por aguas que cubrían por la cintura, hasta que no pudimos avanzar más, y allí dejamos los barcos vigilados. El resto seguimos senderos embarrados por un pantanal interminable hasta que al fin logramos alcanzar terreno elevado. Nadie sabía dónde estábamos, sólo que si seguíamos hacia el sur acabaríamos encontrando la carretera por la que Edmundo había marchado para enfrentarse a Ivar. Si cortábamos la carretera podríamos atraparlo entre nuestras fuerzas y las del ejército de Ivar.

Que es precisamente lo que sucedió. Ivar luchó contra él, muro de escudos contra muro de escudos, y nosotros no supimos nada de aquello, hasta que los primeros fugitivos anglos llegaron en manada en dirección este para toparse con otro muro de escudos en su retirada. Prefirieron desperdigarse antes que presentar batalla, nosotros avanzamos y por los pocos prisioneros que hicimos supimos que Ivar los había derrotado con facilidad. La confirmación llegó al día siguiente, cuando los primeros jinetes que mandó Ivar nos alcanzaron.

El rey Edmundo huyó al sur. Anglia Oriental era un país grande, así que halló cobijo sin problemas en una fortaleza; quizá pudo haberse marchado a Wessex, pero en lugar de eso decidió poner su fe en Dios refugiándose en un pequeño monasterio de Dic. El monasterio se encontraba perdido en medio de los marjales y tal vez creyera que jamás lo atraparían allí, o incluso, como me contaron, que uno de los monjes le hubiese prometido que Dios envolvería el monasterio en una niebla perpetua en la que los paganos se perderían, pero la niebla no llegó nunca y los daneses, en cambio, sí.

Ivar, Ubba y su hermano Halfdan cabalgaron hasta Dic, llevando consigo a la mitad de sus ejércitos mientras la otra mitad se dedicaba a pacificar Anglia Oriental, lo que no significaba otra cosa que violar, quemar y matar hasta que la gente se sometiera, cosa que la mayoría hacía con rapidez. Anglia Oriental, resumiendo, cayó con tanta facilidad como Mercia, y las únicas malas noticias para los daneses fueron que una oleada de descontento recorría Northumbria. Los rumores hablaban de revuelta; habían muerto daneses, e Ivar quería sofocar aquel levantamiento, pero no se atrevía a abandonar Anglia Oriental cuando hacía tan poco que había sido capturada, así que en Dic le propuso al rey Edmundo mantenerlo como rey para que siguiera gobernando del mismo modo que Burghred lo hacía en Mercia.

El encuentro tuvo lugar en la iglesia del monasterio, un edificio extraordinario de madera y paja, pero con grandes paneles de cuero colgados de las paredes. Los paneles estaban pintados con escenas abigarradas. Una de las imágenes representaba una multitud desnuda que bajaba a trompicones al infierno, donde una gigantesca serpiente afilaba sus colmillos para tragárselos.

—Comecadáveres —comentó Ragnar con un escalofrío.

—¿Comecadáveres?

—Una serpiente que espera en el Niflheim —me aclaró, y se tocó su amuleto martillo. Niflheim, eso lo sabía, era una especie de infierno nórdico, pero a diferencia del infierno cristiano, el Niflheim estaba helado—. Comecadáveres se alimenta de los muertos —prosiguió Ragnar—, pero también mordisquea el árbol de la vida. Quiere matar el mundo entero y que el tiempo acabe. —Volvió a tocarse el martillo.

Otro panel, detrás del altar, mostraba a Cristo en la cruz, y junto a él había un tercer panel pintado que fascinó a Ivar. Un hombre, desnudo salvo por un taparrabos de paño, estaba atado a una estaca y era utilizado como diana por unos arqueros. Al menos una veintena de flechas habían perforado su blanca piel, pero aún tenía fuerzas para componer una expresión beatífica y una sonrisa secreta como si, a pesar de la situación, estuviera disfrutando del tormento.

—¿Quién es ése? —quiso saber Ivar.

—El bendito san Sebastián. —El rey Edmundo estaba sentado enfrente del altar, y su intérprete proporcionó la respuesta. Ivar, con los ojos clavados en el cuadro, quiso saber toda la historia, y Edmundo le relató cómo el bendito san Sebastián, un soldado romano, se negó a renunciar a su fe, de modo que el emperador ordenó acribillarlo a flechas.

—¡Y aun así sobrevivió! —exclamó entusiasmado Edmundo—, vivió porque Dios lo protegió. Alabado sea Dios por aquella gracia.

—¿Sobrevivió? —preguntó Ivar con desconfianza.

—De tal manera que el emperador lo remató a mazazos —concluyó el intérprete la historia.

—Así que no sobrevivió.

—Fue al cielo —respondió el rey Edmundo—, así que sobrevivió.

Ubba intervino, dado que quería que se le explicase el concepto de cielo, y Edmundo entonces se las prometió muy felices, pero Ubba escupió con desprecio cuando reparó en que el cielo cristiano era el Valhalla, pero sin la diversión del mismo.

—¿Y los cristianos quieren ir al cielo? —preguntó incrédulo.

—Por supuesto —respondió el intérprete.

Ubba mostró su desdén. Él y sus dos hermanos eran asistidos por tantos guerreros daneses como cupieron en la iglesia, mientras el rey Edmundo contaba con un séquito de dos curas y seis monjes que escuchaban todos mientras Ivar proponía su asentamiento. El rey Edmundo podía seguir viviendo, podía gobernar Anglia Oriental, pero las principales fortalezas quedarían guardadas por daneses, y a los daneses se les debían conceder todas las tierras que quisieran, excepto las reales. Se esperaba de Edmundo que proveyera de caballos al ejército danés, así como de salarios y comida a sus guerreros, y su fyrd, o lo que quedaba de él, marcharía a las órdenes de los invasores. Edmundo no tenía hijos, pero sus hombres más importantes, los que habían sobrevivido, tenían hijos que se convertirían en rehenes para asegurarse de que los anglos mantuvieran las condiciones que Ivar proponía.

—¿Y si no acepto? —preguntó Edmundo.

A Ivar le divirtió aquello.

—Invadiremos el país igualmente.

El rey lo consultó con sus curas y monjes. Edmundo era un hombre alto, enjuto, y calvo como un huevo aunque sólo tuviera treinta años. De ojos saltones, morro arrugado y ceño perpetuo. Vestía una túnica blanca que también lo hacía parecer un cura.

—¿Y qué pasa con la iglesia de Dios? —se decidió, por fin, a preguntarle a Ivar.

—¿Qué pasa con ella?

—¡Vuestros hombres han profanado los altares de Dios, masacrado a sus servidores, deshonrado su imagen y robado su tributo! —El rey se mostraba furioso. Apretaba una de las manos contra el brazo de su silla, colocada delante del altar, y la otra era un puño que marcaba el ritmo de sus acusaciones.

—¿Vuestro dios no puede cuidarse él solo? —preguntó Ubba.

—Nuestro Dios es un Dios poderoso —declaró Edmundo—, el creador del mundo, y que no obstante permite que el mal exista para ponernos a prueba.

—Amén —murmuró uno de los curas cuando el intérprete de Ivar nos tradujo las palabras.

—¡Os ha traído a vosotros! —escupió el rey—, ¡paganos del norte! ¡Jeremías lo predijo!

—¿Jeremías? —preguntó Ivar, que ya estaba bastante perdido.

Uno de los monjes tenía un libro, el primero que yo veía en muchos años, y desenvolvió sus tapas de cuero, hojeó las tiesas páginas y se lo entregó al rey, quien usó un pequeño puntero de marfil para indicar las palabras que le interesaban.

Quia malum ego —tronó, y el claro puntero de marfil se desplazó por las líneas— adduco ab aquilone et contritionem magnam!

Aquí se detuvo, observó con inmensa furia a Ivar, y algunos de los daneses, impresionados por la fuerza de las palabras del rey —aunque ninguno entendió una sola— se tocaron los amuletos martillo. Los curas que rodeaban a Edmundo nos miraban con ojos reprobadores. Un gorrión pasó volando por una elevada ventana y se posó un instante en uno de los brazos de la enorme cruz de madera que se erguía en el altar.

El rostro terrorífico de Ivar no mostró reacción alguna ante las palabras de Jeremías, y al final el intérprete anglo, que era uno de los curas, cayó en la cuenta de que la apasionada lectura del rey no había significado nada para ninguno de nosotros.

—Porque yo traigo una calamidad del norte —tradujo—, y un quebranto grande.

—¡Está en el libro! —exclamó Edmundo airado, y le devolvió el volumen al monje.

—Puedes quedarte tu iglesia —contestó Ivar sin más.

—No es suficiente —repuso Edmundo. Se puso en pie para dar más fuerza a sus siguientes palabras—. Gobernaré aquí —prosiguió—, y soportaré vuestra presencia si es necesario, y os proporcionaré caballos, comida, dinero y rehenes, pero sólo si vosotros, y todos vuestros hombres, os sometéis a Dios. ¡Tenéis que bautizaros!

Una palabra que el intérprete danés no conocía, y tampoco el del rey, así que al final Ubba me miró en busca de ayuda.

—Tenéis que poneros al lado de un barril de agua —le conté recordando cómo me había bautizado Beocca tras la muerte de mi hermano—, y ellos os tirarán agua encima.

—¿Quieren lavarme? —preguntó Ubba estupefacto.

Me encogí de hombros.

—Eso es lo que hacen, señor.

—¡Os convertiréis al cristianismo! —proclamó Edmundo, después me lanzó una mirada de profunda irritación—. Podemos bautizarlos en el río, chico. Los barriles no hacen falta.

—Quieren lavaros en el río —les aclaré yo a Ivar y a Ubba, y los daneses estallaron en carcajadas.

Ivar pensó sobre ello. Meterse en un río durante un rato no parecía tan malo, especialmente si significaba que podía volver corriendo a aplastar cualquier insurrección que estallara en Northumbria.

—¿Puedo seguir adorando a Odín después de lavarme? —preguntó.

—¡Por supuesto que no! —exclamó enfurecido Edmundo—. ¡Sólo hay un Dios!

—Hay muchos dioses —replicó Ivar—. ¡Muchos! ¡Eso lo sabe todo el mundo!

—Sólo hay un Dios, y debes obedecerle.

—Pero si vamos ganando —le explicó Ivar con paciencia, casi como si estuviera hablando con un niño—, lo que significa que nuestros dioses le están pegando una paliza al tuyo.

El rey se estremeció ante aquella espantosa herejía.

—Vuestros dioses son dioses falsos —dijo—, son cagarros del demonio, son bichos malvados que traerán la oscuridad al mundo, mientras que nuestro Dios es grande, es poderoso, es magnífico.

—Enséñamelo —dijo Ivar.

Esa palabra produjo un gran silencio. El rey, sus sacerdotes y monjes se quedaron todos mirando a Ivar con perplejidad notoria.

—Demuéstramelo —repitió Ivar, y sus daneses emitieron murmullos de aprobación ante la idea.

El rey Edmundo parpadeó, buscando claramente inspiración, y después tuvo una idea repentina y señaló el panel de piel en el que estaba representada la experiencia de san Sebastián como diana de los arqueros.

—¡Nuestro Dios salvó a san Sebastián de morir asaeteado por las flechas! —dijo Edmundo—. Es prueba más que suficiente.

—Pero si murió igualmente —señaló Ivar.

—Sólo porque fue la voluntad de Dios. —Ivar meditó sobre ello.

—¿Y os protegerá vuestro dios de mis flechas? —preguntó.

—Si ésa es su voluntad, lo hará.

—Pues vamos a intentarlo —propuso Ivar—. Os vamos a disparar unas cuantas flechas, y si sobrevivís, nosotros nos bañamos.

Edmundo se quedó mirando al danés, preguntándose si hablaba en serio, después se puso nervioso cuando reparó en que Ivar no estaba de broma. El rey abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir, y la volvió a cerrar; después uno de sus tonsurados monjes le murmuró algo y quizá trató de convencerlo de que Dios estaba sugiriendo su martirio para extender su Iglesia, y que ocurriría un milagro, y los daneses se convertirían y todos nos haríamos amigos y acabaríamos cantando juntos en la misma plataforma celeste. El rey no parecía muy convencido ante aquel argumento, si eso era lo que el monje proponía, pero los daneses tenían ganas de probar el milagro, y ya no estaba en manos de Edmundo aceptar o rechazar el desafío.

Una docena de hombres apartaron a un lado a los monjes y curas mientras otros fueron a buscar arcos y flechas. El rey, atrapado en su defensa de Dios, se arrodilló ante el altar, y rezaba con tanta intensidad como ningún hombre había rezado nunca. Los daneses sonreían. Yo me divertía de lo lindo. Creo que casi esperaba ver un milagro, pero no porque fuera cristiano, sino porque quería verlo. Beocca me había hablado con frecuencia de los milagros, haciendo hincapié en que eran la auténtica prueba de las verdades cristianas, pero yo nunca había visto ninguno. Nadie en Bebbanburg había caminado nunca sobre las aguas, ni curado a ningún leproso, ni habían venido nunca ángeles a llenar nuestros cielos nocturnos de gloria refulgente, pero ahora, a lo mejor, podía ver el poder del Dios sobre el que tanto me había sermoneado Beocca. Brida sólo quería ver a Edmundo muerto.

—¿Preparado? —le preguntó Ivar al rey.

Edmundo miró hacia sus curas y monjes y yo me pregunté si no estaba a punto de sugerir que uno de ellos lo reemplazara para probar el poder de Dios. Luego frunció el entrecejo y se volvió para mirar a Ivar.

—Acepto vuestra propuesta —dijo.

—¿La de que te disparemos flechas?

—La de seguir aquí como rey.

—Pero quieres que primero me lave.

—Podemos prescindir de eso —capituló Edmundo.

—No —repuso Ivar—. Has afirmado que tu dios es todopoderoso, que es el único dios, y quiero que lo demuestres. Si tienes razón nos lavaremos todos. ¿Estamos de acuerdo? —La pregunta iba dirigida a los daneses, que rugieron su aprobación.

—Yo no —intervino Ravn—. Yo no me pienso lavar.

—¡Nos lavaremos todos! —replicó Ivar, y yo comprendí que estaba realmente interesado en comprobar el resultado de la prueba, mucho más, de hecho, de lo que lo estaba en firmar una paz rápida y ventajosa con Edmundo. Todos los hombres necesitan el apoyo de su dios e Ivar intentaba descubrir si había estado, durante todos estos años, adorando el santuario equivocado—. ¿Llevas armadura? —le preguntó a Edmundo.

—No.

—Mejor que nos aseguremos —intervino Ubba y miró la pintura fatídica—. Desnudadlo —ordenó.

El rey y los religiosos protestaron, pero los daneses no aceptaban negativas, y el rey Edmundo acabó completamente desnudo. A Brida eso le encantó.

—Es lastimoso —dijo. Edmundo, objeto ahora de todas las risas, hacía cuanto podía para mantener un aspecto digno. Los curas y monjes se arrodillaron para rezar, mientras seis arqueros tomaban sus puestos a doce pasos de Edmundo.

—Vamos a averiguar —nos dijo Ivar, y las risas se acallaron—, si el dios inglés es tan poderoso como nuestros dioses daneses. Si lo es, y si el rey sobrevive, nos convertiremos en cristianos, ¡todos nosotros!

—Yo no —repuso Ravn, pero en voz baja, para que Ivar no lo oyera—. Cuéntame lo que pase, Uhtred.

Se contaba rápido. Las seis flechas dieron en el blanco, el rey gritó, el altar quedó salpicado de sangre, se cayó al suelo, se retorció como un salmón ensartado en un garfio, y se le clavaron otras seis flechas más. Edmundo se retorció un poco más, y los arqueros siguieron disparando, aunque cada vez apuntaban peor porque estaban cayéndose de la risa, y siguieron disparando hasta que el rey acabó tan lleno de astiles emplumados como un puercoespín. Y para entonces ya estaba bastante muerto. Estaba ensangrentado, la piel blanca como envuelta en encaje rojo, con la boca abierta y muerto. Su dios le había fallado miserablemente. Hoy en día, por supuesto, esa historia no se cuenta nunca, lo que aprenden los niños es lo valiente que fue san Edmundo al desafiar a los daneses, exigir su conversión, y morir asesinado por ello. Así que ahora es un mártir y un santo, que trina felizmente en el cielo, pero la verdad es que fue un insensato que se ganó él solo su martirio.

Los curas y monjes empezaron a aullar, así que Ivar ordenó que también los mataran, y después decretó que el jarl Godrim, uno de sus jefes, gobernaría en Anglia Oriental y que Halfdan saquearía el territorio para sofocar los últimos brotes de resistencia. Godrim y Halfdan se quedarían con un tercio del ejército para mantener tranquila Anglia Oriental, mientras que el resto regresaríamos para aplacar los disturbios en Northumbria.

Así, pues, Anglia Oriental había desaparecido.

Y Wessex era el último reino de Inglaterra.

* * *

Regresamos a Northumbria, medio remando, medio a vela en la Víbora del viento, siguiendo la suave costa; después subimos los ríos contracorriente y remontamos primero el Humber, y después el Ouse hasta que las murallas de Eoferwic aparecieron ante nuestros ojos, y allí subimos el barco a tierra seca para que no se pudriera durante el invierno. Ivar y Ubba regresaron con nosotros, de manera que la flota al completo rodeaba el río, con los remos chorreando, la proas sin sus cabezas de bestias llevaban ramas de roble verde para señalar que volvíamos victoriosos. Traíamos un gran tesoro. Los daneses apreciaban mucho los tesoros. Los hombres seguían a sus líderes porque sabían que serían recompensados con plata, y al conquistar tres de los cuatro reinos de Inglaterra, los daneses lograron amasar una fortuna que repartían entre los hombres, y algunos, unos pocos, decidieron llevarse el dinero de vuelta a Dinamarca. La mayoría se quedó, pues el reino más acaudalado seguía invicto, y los hombres estaban convencidos de que se harían tan ricos como dioses en cuanto cayera Wessex.

Ivar y Ubba arribaron a Eoferwic temiendo problemas. Llevaban los escudos desplegados en las embarcaciones, pero fueran cuales fuesen los problemas que aquejaban a Northumbria, no habían afectado a la ciudad y el rey Egberto, que gobernaba al gusto de los daneses, negó molesto que se hubiera producido levantamiento alguno. El arzobispo Wulfhere dijo lo mismo.

—Siempre ha habido bandidos —aseguró con altivez—, puede que hayáis oído rumores.

—O puede que vosotros seáis sordos —rugió Ivar, e Ivar tenía razón al mostrarse sospechoso pues, en cuanto se supo que el ejército había regresado, llegaron mensajeros del ealdorman Ricsig de Dunholm. Dunholm era una enorme fortaleza sobre un elevado peñasco rodeada prácticamente por el río Wiire, y el peñasco y el río convertían Dunholm en plaza casi tan inexpugnable como Bebbanburg. Estaba gobernada por Ricsig, que jamás había levantado la espada contra los daneses. Cuando atacamos Eoferwic y mi padre murió, Ricsig aseguró estar enfermo, y sus hombres se quedaron en casa, pero ahora envió unos criados para decirle a Ivar que una banda de daneses había sido asesinada en Gyruum. Aquél era el emplazamiento de un famoso monasterio en el que un hombre llamado Beda había escrito una historia de la Iglesia inglesa que hacía las delicias de Beocca. Me decía que cuando aprendiera a leer bien me podría dar el gusto de poder leerla. Sigo sin hacerlo, pero he estado en Gyruum y he visto dónde se escribió el libro, pues a Ragnar se le encargó la misión de ir con sus hombres y descubrir qué había pasado.

Al parecer seis daneses, todos ellos hombres sin señor, se habían dirigido a Gyruum y exigieron ver el tesoro del monasterio y, cuando los monjes aseguraron estar arruinados, los seis empezaron a matar, pero los monjes se revolvieron y, como había una veintena de monjes que recibieron ayuda de algunos de los hombres de la ciudad, consiguieron matar a los seis daneses, los cuales fueron ensartados en postes y allí los dejaron pudrirse en la parte de la orilla que inundaba la marea. Hasta ahí, y así Ragnar lo admitía, la culpa era de los daneses, pero los monjes, animados por la escabechina, continuaron su marcha hacia el oeste, siguiendo el Tine, y atacaron un asentamiento danés en el que quedaban pocos hombres, o los demasiado viejos o demasiado enfermos para viajar al sur con el ejército, y allí violaron y asesinaron por lo menos a una veintena de niños y mujeres, declarando que aquello ahora era una guerra santa. Se unieron más hombres al improvisado ejército, pero el ealdorman Ricsig, que temía la venganza de los daneses, envió sus propias tropas para dispersarlos capturando a un buen número de rebeldes, incluidos una docena de monjes, los cuales permanecían retenidos en su fortaleza encima del río en Dunholm.

De todo esto supimos por los mensajeros de Ricsig, después por las gentes que sobrevivieron a la masacre, y una de ellas era una chica de la misma edad que la hija de Ragnar, la cual nos contó que los monjes la habían violado por turnos, bautizándola después a la fuerza. Dijo que también había monjas entre los presentes, mujeres que habían animado a los hombres y que posteriormente habían tomado parte en la matanza.

—Nido de víboras —exclamó Ragnar. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando Sven se desnudó ante Thyra. Enterramos a algunos de los daneses y todos estaban desnudos y ensangrentados. Todos habían sido torturados.

Encontramos un cura y le hicimos enumerar los principales monasterios y conventos de Northumbria. Gyruum era uno de ellos, por supuesto, y justo al otro lado del río aparecía un gran convento, mientras que al sur, donde el Wiire desembocaba en el mar, había un segundo monasterio. La casa de Streonshall se hallaba próxima a Eoferwic, un convenio con muchas monjas, mientras que cerca de Bebbanburg, en la isla que Beocca siempre describió como sagrada, estaba el monasterio de Lindisfarena. Existían muchos otros, pero a Ragnar le bastaban los más importantes, y envió emisarios a Ivar y Ubba para sugerirles que las monjas de Streonshall fueran dispersadas, y que mataran a las que identificaran como participantes en la revuelta, después se concentró en Gyruum. Mató a los monjes, incendió todos los edificios que no eran de piedra, les arrebató todos sus tesoros, pues de hecho sí poseían plata y oro enterrados bajo la iglesia. Recuerdo que descubrimos una enorme pila de escritos, no tengo idea de qué eran, y ahora jamás lo sabré, pues los quemamos todos, y cuando no quedó nada de Gyruum, nos dirigimos al sur, hasta el convento en la desembocadura del Wiire e hicimos lo mismo allí, y después cruzamos el Tine e hicimos desaparecer el convento de la orilla norte. Las monjas que allí había, comandadas por la abadesa, se mutilaron deliberadamente los rostros. Sabían que llegábamos y, para disuadirnos de la violación, se rajaron las mejillas y las frentes, y nos recibieron todas ensangrentadas y feas, entre berridos. No sé porqué no huyeron, pero el caso es que nos esperaron, nos maldijeron, rezaron porque el cielo se vengara de nosotros, y murieron.

Jamás le conté a Alfredo que había tomado parte en el famoso saqueo de las casas del norte. La historia aún se relata como prueba de la ferocidad danesa y lo poco fidedigno de su palabra; de hecho a todos los niños ingleses les cuentan la historia de las monjas que se rajaron la cara para volverse feas y que no las violaran, aunque aquello funcionara en la misma medida en que al rey Edmundo le salvaron sus oraciones de las flechas. Recuerdo haber escuchado un sermón durante una Pascua, y tener que esforzarme para no interrumpir y decir que no había ocurrido como el cura lo estaba contando. El cura aseguraba que los daneses prometieron no hacer daño a ningún sacerdote o monja de Northumbria, y eso no era cierto, y también relató que no había motivo alguno para las masacres, cosa igualmente falsa. Después contó un cuento fantástico sobre cómo las monjas habían suplicado a Dios, quien colocó una cortina invisible en la puerta del convento. Los daneses hicieron toda clase de intentos para forzarla, pero no consiguieron atravesarla; y yo me preguntaba por qué, si las monjas disponían de un escudo invisible, se habían molestado en rajarse la cara, pero debían de saber cómo terminaría la historia, porque en el relato, los daneses reunieron a un grupo de niños pequeños del pueblo de al lado y amenazaron con rebanarles el pescuezo a menos que se levantara la cortina, cosa que ocurrió.

Mas nada de eso tuvo lugar. Llegamos, ellas gritaron, violaron a las jóvenes y después murieron. Pero no todas, a pesar de los famosos enredos. Por lo menos dos eran guapas y no tenían ningún corte, ambas se quedaron con los hombres de Ragnar, y al menos una tuvo un hijo que se convirtió en un famoso guerrero danés. Que digan lo que quieran, pero los curas nunca han sido demasiado estrictos con la verdad, y yo me callé la boca, lo cual, francamente, era lo mejor que podía hacer. En realidad nunca matábamos a todos porque Ravn me dejó muy claro que siempre se dejaba una persona viva para que contara la historia y de ese modo se esparciera el terror con la noticia.

Tras quemar el convento regresamos a Dunholm para que Ragnar le diera las gracias al ealdorman Ricsig, pero Ricsig se hallaba conmocionado por la venganza de los daneses.

—No todos los monjes y monjas tomaron parte en la matanza —señaló en tono reprobador.

—Todos son malos —insistió Ragnar.

—Sus casas —prosiguió Ricsig— son lugares de oración y contemplación, lugares de saber.

—Decidme —le preguntó Ragnar—, ¿para qué sirve la oración, la contemplación o el saber? ¿Acaso la oración hace crecer el centeno? ¿Llena la contemplación las redes de pescado? ¿Es que el saber construye casas o ara el campo?

Ricsig no tenía respuesta para aquellas preguntas, ni tampoco el obispo de Dunholm, hombre apocado que no protestó por la matanza, ni siquiera cuando Ricsig entregó dócilmente a sus prisioneros para que murieran de diversas e imaginativas maneras. Ragnar se había convencido de que los monasterios y conventos eran focos malignos, lugares en los que se practicaban ritos siniestros para animar a las gentes a que atacaran a los daneses, y no veía ninguna necesidad de que tales lugares permaneciesen en pie. El monasterio más famoso de todos, en cualquier caso, era el de Lindisfarena, la casa en la que había vivido san Cutberto y que fue saqueada por los daneses dos generaciones antes. Aquel fue el ataque que presagió dragones en el cielo, remolinos en el mar y relámpagos tormentosos que azotaron las colinas, pero yo no vi ninguna de aquellas señales portentosas mientras marchábamos hacia el norte.

Estaba emocionado. Nos acercábamos a Bebbanburg y me preguntaba si mi tío, el falso ealdorman Ælfric, se atrevería a salir de su fortaleza para proteger a los monjes de Lindisfarena, los cuales siempre se habían dirigido a nuestra familia cuando su seguridad se hallaba en peligro. Íbamos todos a caballo, tres tripulaciones, más de cien hombres, pues se acercaba el final del año y a los daneses no les gustaba arriesgar sus barcos con el mal tiempo. Rodeamos Bebbanburg, cabalgando por las colinas, de vez en cuando veíamos las murallas de madera de la fortaleza entre los árboles. Yo me quedé mirándola, con el agitado mar debajo, soñando.

Cruzamos los llanos campos de la costa y llegamos hasta una playa de arena por la que un camino conducía a Lindisfarena, pero con la marea alta el camino aparecía inundado, y nos vimos obligados a esperar.

—Los cabrones que queden estarán escondiendo sus tesoros —dijo Ragnar.

—Si les queda alguno —contesté.

—Siempre les queda alguno —repuso Ragnar, sombrío.

—La última vez que estuve aquí —intervino Ravn—, ¡nos llevamos un arcón lleno de oro! ¡Oro puro!

—¿Era grande? —preguntó Brida. Iba montada detrás de Ravn, ese día ella era sus ojos. Venía a todas partes con nosotros, ya hablaba bien danés, y los hombres, además de adorarla, la consideraban portadora de buena suerte.

—Tan grande como tú —contestó Ravn.

—Entonces no os llevaríais mucho oro —repuso Brida decepcionada.

—Oro y plata —recordó Ravn—, y algunos colmillos de morsa. ¿De dónde los sacarían?

El mar bajó, las procelosas olas retrocedieron por la larga playa y nos adentramos con los caballos por entre los charcos, dejando atrás las cañas que marcaban el camino, y los monjes huyeron. Los pequeños hilillos de humo señalaban los lugares en los que las granjas punteaban la isla, y yo no albergaba ninguna duda de que aquella gente debía de estar enterrando sus escasas posesiones.

—¿Te puede reconocer alguno de estos monjes? —me preguntó Ragnar.

—Probablemente.

—¿Te preocupa?

Me preocupaba, pero le dije que no, y me toqué el martillo de Thor y de algún lugar de mis pensamientos surgió un zarcillo de preocupación por si Dios, el dios cristiano, me estaba observando. Beocca siempre decía que todo cuanto hacíamos era observado y recogido, y tuve que recordarme que el dios cristiano estaba perdiendo y que Odín, Thor y los dioses daneses iban ganando la guerra en el cielo. La muerte de Edmundo lo demostraba, y con eso me consolaba pensando que estaba a salvo.

El monasterio quedaba al sur de la isla, y desde allí podía divisar Bebbanburg sobre su risco. Los monjes vivían desperdigados en unos pequeños edificios de madera, de techos de paja y musgo, y construidos alrededor de una pequeña iglesia de piedra. El abad, un hombre llamado Egfrith, salió a recibirnos con una cruz de madera. Hablaba danés, algo infrecuente, y no parecía tener miedo.

—Bienvenidos a nuestra pequeña isla —nos saludó con entusiasmo—, y quiero que sepáis que tengo a uno de vuestros paisanos en la enfermería.

Ragnar apoyó las manos en la perilla cubierta de piel de borrego de su silla de montar.

—¿Y a mí qué me importa? —preguntó.

—Es una demostración de nuestras intenciones pacíficas, señor —contestó Egfrith. Era anciano, de pelo cano, delgado y le faltaban la mayoría de los dientes, así que le salían las palabras sibilantes y distorsionadas—. Somos una casa humilde —prosiguió—, atendemos a los enfermos, ayudamos a los pobres y servimos a Dios. —Recorrió con la mirada la fila de daneses, hombres sombríos con cascos y escudos colgados de las rodillas izquierdas, espadas, hachas y lanzas que despuntaban. El cielo estaba bajo aquel día, pesado y plomizo, y el orvallo oscurecía la hierba. Salieron dos monjes de la iglesia transportando una caja de madera que colocaron detrás de Egfrith, y después retrocedieron—. Éste es todo el tesoro que poseemos; si lo queréis es vuestro.

Ragnar me hizo un gesto con la cabeza y desmonté, dejé atrás al abad y abrí la caja para descubrir que estaba medio llena de peniques de plata, en su mayoría cascados, y todos oscuros porque eran de mala calidad. Me encogí de hombros para indicarle a Ragnar que era poca recompensa.

—¡Sois Uhtred! —exclamó Egfrith. Se había fijado en mí.

—¿Y? —respondí beligerante.

—Oí que habíais muerto, señor —respondió—, y alabado sea Dios porque no es así.

—¿Oísteis que había muerto?

—Que un danés os había matado.

Habíamos estado hablando en inglés y Ragnar quería saber qué estábamos diciendo, así que se lo traduje.

—¿Se llamaba Weland el danés? —le preguntó Ragnar a Egfrith.

—Así se llama —respondió Egfrith.

—¿Se llama?

—Weland es el hombre que se recupera de sus heridas, señor. —Egfrith me miraba otra vez como si no pudiera creer que estaba vivo.

—¿Sus heridas? —quiso saber Ragnar.

—Fue atacado, señor, por un hombre de la fortaleza. De Bebbanburg.

Ragnar, evidentemente, quiso saber toda la historia. Al parecer, Weland había vuelto a Bebbanburg y asegurado que me había matado, así que recibió su recompensa en monedas de plata, y fue escoltado fuera de la fortaleza por media docena de hombres entre los que se hallaba Ealdwulf, el herrero que me contaba cuentos en su forja, y Ealdwulf había atacado a Weland, le había asestado un hachazo en el hombro antes de que los demás hombres pudieran apartarlo. Weland había sido depositado allí, mientras que Ealdwulf, si seguía vivo, estaría en Bebbanburg.

Si el abad Egfrith pensó que Weland era su salvaguarda, cometió un error de cálculo. Ragnar le puso mala cara.

—¿Disteis refugio a Weland sabiendo que era el asesino de Uhtred? —quiso saber.

—Ésta es la casa de Dios —respondió Egfrith— damos refugio a todos.

—¿Incluidos los asesinos? —preguntó Ragnar, y se llevó un brazo a la nuca y desató la cinta de cuero que le ataba el pelo—. Y dime, monje, ¿cuántos de tus hombres bajaron al sur a ayudar a sus camaradas a matar daneses?

Egfrith vaciló, y eso fue respuesta suficiente. Cuando Ragnar desenvainó, el abad recuperó la voz.

—Algunos bajaron, señor —admitió—, no pude detenerlos.

—¿No pudiste detenerlos? —preguntó Ragnar mientras se sacudía la cabeza para que el pelo suelto y húmedo le cayera por la cara—. ¿Y eres el que manda aquí?

—Soy el abad, sí.

—Entonces podías detenerlos. —En ese momento Ragnar parecía furioso y yo sospeché que estaba recordando los cuerpos que habíamos desenterrado cerca de Gyruum, las niñas danesas con los muslos aún ensangrentados—. Matadlos —les dijo a sus hombres.

Yo no tomé parte en aquella matanza. Me quedé en la orilla y escuché los chillidos de los pájaros mientras observaba Bebbanburg y oía cómo las espadas hacían su trabajo, y Brida vino a mi lado, me cogió de la mano y miró al sur, el cielo gris moteado de blanco y la gran fortaleza sobre su risco.

—¿Ésa es tu casa?

—Es mi casa.

—Te han llamado señor.

—Soy un señor.

Se recostó sobre mí.

—¿Crees que el dios cristiano nos está vigilando?

—No —respondí, y me pregunté cómo habría sabido que yo me planteaba esa misma pregunta.

—Nunca ha sido nuestro dios —repuso con fiereza—. Nosotros adorábamos a Woden, Thor, Eostre y todos los demás dioses y diosas, y entonces llegaron los cristianos y olvidamos a los dioses. Ahora los daneses han venido para devolvernos a ellos. —De pronto se detuvo.

—¿Eso te lo ha dicho Ravn?

—Él me ha contado sólo una parte —respondió—, pero el resto lo he deducido yo. Hay una guerra entre los dioses, Uhtred, una guerra entre el dios cristiano y nuestros dioses, y cuando hay guerra en Asgard los dioses nos hacen luchar por ellos en la tierra.

—¿Y estamos ganando? —le pregunté.

Respondió señalando a los monjes muertos, desperdigados sobre la hierba húmeda, con los hábitos ensangrentados, y cuando la matanza concluyó Ragnar sacó a Weland de la enfermería. Estaba claro que agonizaba, porque temblaba y su herida apestaba, pero era consciente de su situación. Su recompensa por matarme había sido una pesada bolsa de buenas monedas de plata que pesaba tanto como un bebé recién nacido, y que encontramos junto a su cama y añadimos al pequeño botín del monasterio que dividimos entre nuestros hombres.

El propio Weland yacía en la hierba ensangrentada, miraba primero a Ragnar y después a mí.

—¿Quieres matarlo? —me preguntó Ragnar.

—Sí —contesté, porque no se esperaba otra respuesta de mí. Entonces recordé el comienzo de mi historia, el día en que había visto a Ragnar bailar por encima de los remos justo delante de aquella costa y cómo, a la mañana siguiente, trajo la cabeza de mi hermano a Bebbanburg—. Quiero cortarle la cabeza —dije.

Weland intentó hablar, pero sólo consiguió emitir un gruñido gutural. Tenía los ojos puestos en la espada de Ragnar.

Ragnar me la ofreció a mí.

—Está bien afilada —dijo—, pero te va a sorprender la fuerza que se necesita. Con un hacha lo harías mejor.

Weland me miraba a mí. Le castañeteaban los dientes y le daban espasmos. Lo detestaba. No me había gustado desde el principio, pero ahora lo odiaba. Aun así me ponía extrañamente nervioso matarlo, aunque sabía que ya estaba medio muerto. Había aprendido que una cosa es matar en la batalla, enviar el alma de un hombre valiente al salón de los muertos con los dioses, y otra muy distinta arrebatarle la vida a un hombre indefenso y moribundo, y debió de presentir mi vacilación porque consiguió emitir un lastimero ruego por su vida.

—Os serviré —dijo.

—Que sufra, este hijo de puta —respondió Ragnar por mí—, envíalo a la diosa de los muertos, pero que sepa que llega después de haber sufrido.

No creo que sufriera demasiado. Ya estaba tan débil que incluso mis inexpertos golpes enseguida lo dejaron inconsciente. Aun así me llevó mucho tiempo matarlo. Daba un tajo detrás de otro. Siempre me ha sorprendido lo mucho que cuesta matar a un hombre. Los escaldos lo narran como si se tratara de algo fácil, pero muy pocas veces lo es. Somos criaturas obstinadas, nos aferramos a la vida y costamos mucho de matar, pero el alma de Weland por fin cumplió con su sino cuando tras mucho trinchar, aserrar y clavar conseguí cortarle su endemoniada cabeza. Tenía la boca torcida en un rictus de agonía, y eso me dio algo de consuelo.

Entonces le pedí más favores a Ragnar, sabiendo como sabía que me los iba a conceder. Cogí unas cuantas de las monedas más pobres del botín y me dirigí a uno de los edificios más grandes del monasterio, donde encontré el escritorio en el que los monjes copiaban libros. Pintaban hermosas letras en los libros y, antes de que mi vida cambiara en Eoferwic, solía ir allí con Beocca y a veces los monjes me dejaban pintarrajear pedazos de pergamino con sus preciosos colores.

Y ahora quería esos colores. Se hallaban depositados en cuencos, en su mayoría en forma de polvo, unos cuantos mezclados con goma, y necesitaba un trozo de paño, que encontré en la iglesia; un tejido blanco que servía para tapar los sacramentos. De vuelta en el escritorio, dibujé con carbón la cabeza de un lobo sobre el paño blanco, después encontré tinta y empecé a rellenar el contorno. Brida me ayudó, resultó que dibujaba mucho mejor que yo, proporcionándole al lobo ojos y lengua rojos, y moteó la tinta negra de blanco y azul de manera que pareciera pelo. Hecho el estandarte, lo atamos al mástil de la cruz que había traído el abad muerto. Ragnar curioseaba entre la pequeña colección de libros sagrados del monasterio, arrancaba las tapas de metal engarzadas con piedras que decoraban las portadas, y cuando las tuvo todas y mi estandarte estuvo listo, quemamos todos los edificios de madera.

La lluvia cesó al marcharnos. Salimos por el terreno elevado al trote, después giramos al sur, y Ragnar, porque así se lo pedí, bajó por el camino de la costa hasta llegar al lugar en que la carretera cruzaba la arena en dirección a Bebbanburg.

Allí nos detuvimos y yo me solté el pelo. Le entregué el estandarte a Brida, que montaría el caballo de Ravn mientras el anciano esperaba con su hijo. Y entonces, con una espada prestada sobre mi flanco, cabalgué hacia la casa natal.

Brida vino conmigo como portaestandarte, y ambos subimos a medio galope por el camino. Las olas rompían espumosas a mi derecha y se deslizaban por la arena a mi izquierda. Vi hombres en las murallas y encima de la puerta baja, observando, y espoleé al caballo hasta el galope. Brida siguió mi paso, con el estandarte ondeando sobre ella, y yo detuve al animal donde el camino se desviaba hacia el norte hasta alcanzar la puerta. Entonces vi a mi tío, que allí estaba, Ælfric el Traicionero, de rostro enjuto y pelo oscuro, y que ahora me observaba desde la puerta baja. Yo le devolví la mirada para que supiera quién era, y después lancé la cabeza de Weland al mismo suelo en que fuera lanzada la cabeza de mi hermano. Después tiré las monedas.

Treinta, el precio de Judas. De esa historia me acordaba. Una de las pocas que me habían gustado.

Había arqueros en las murallas, pero ninguno disparó. Sólo observaron. Le hice a mi tío el signo del mal, los cuernos del diablo con los dedos exteriores, y después le escupí, me di la vuelta y me marché al trote. Ahora sabía que estaba vivo, sabía que era su enemigo, y sabía que lo mataría como a un perro si alguna vez tenía la oportunidad.

—¡Uhtred! —gritó Brida. Ella estaba mirando atrás y yo me volví sobre la silla para ver que uno de los guerreros había saltado por encima de la muralla, había caído pesadamente y se dirigía hacia nosotros a todo correr. Era un individuo grande, de espesa barba, y yo pensé que jamás podría enfrentarme a un hombre como aquél, pero en ese momento reparé en que los arqueros disparaban y dejaban un rastro de plumas tras el terreno que pisaba el guerrero, que identifiqué entonces como Ealdwulf, el herrero.

—¡Señor Uhtred! —gritaba—. ¡Señor Uhtred! —Y yo le di la vuelta al caballo y me dirigí hacia él, para cubrirlo de las flechas con mi montura, pero ninguna de las flechas dio cerca y sospecho, mirando retrospectivamente aquel lejano día, que los arqueros fallaban de forma deliberada—. ¡Estáis vivo, señor! —Y el rostro de Ealdwulf brillaba.

—Estoy vivo.

—En ese caso iré con vos —sentenció con firmeza.

—¿Pero y tu mujer, y tu hijo? —pregunté.

—Mi mujer murió, señor, el año pasado, y mi hijo se ahogó pescando.

—Lo siento —le dije. Una flecha se deslizó por el montículo de hierba, pero a bastantes metros.

—Woden da y Woden quita —repuso Ealdwulf—, y me ha devuelto a mi señor. —Vio el martillo de Thor colgado de mi cuello y, siendo como era pagano, sonrió.

Y conseguí mi primer partidario. Ealdwulf el herrero.

* * *

—Vuestro tío es un hombre lúgubre —me contó Ealdwulf mientras viajábamos hacia el sur—, más triste que la mierda, vaya que sí. Ni siquiera su hijo lo alegra.

—¿Tiene un hijo?

—Ælfric el Joven, así lo llaman, y a fe mía que es un niño muy hermoso. Le sobra salud. Aunque Ghyta está enferma. No durará mucho. ¿Y vos, señor? Tenéis buen aspecto.

—Estoy perfectamente.

—¿Qué tenéis ahora, doce años?

—Trece.

—Un hombre, pues. ¿Es ésta vuestra mujer? —Y señaló a Brida con la cabeza.

—Mi amiga.

—Poca carne tiene —comentó Ealdwulf—, así que mejor amiga. —El herrero era un hombre grande, de casi cuarenta años, con las manos, los antebrazos y el rostro cortados de cicatrices negras de las innumerables quemaduras de la forja. Caminaba junto a mi caballo, y aparentemente no parecía hacer esfuerzos para seguir el paso aun con su avanzada edad—. Bueno, habladme de esos daneses —dijo, mientras dirigía una mirada dubitativa a los guerreros de Ragnar.

—Los guía el jarl Ragnar —le conté—, el hombre que mató a mi hermano. Es un buen hombre.

—¿Es el que mató a vuestro hermano? —Ealdwulf parecía conmocionado.

—El destino lo es todo —contesté, lo cual podía ser verdad y me evitaba dar una respuesta más extensa.

—¿Os gusta?

—Es como un padre para mí. Te gustará.

—Pero es danés, ¿no, señor? Puede que adoren a los dioses que toca —admitió Ealdwulf a regañadientes—, pero aun así me gustaría que se marcharan.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Ealdwulf parecía sorprendido de mi pregunta—. Porque ésta no es su tierra, señor, por eso. Quiero caminar sin tener miedo. No me gusta tener que arrodillarme ante alguien sólo porque tiene espada. Hay una ley para nosotros y otra para ellos.

—Para ellos no hay ley —repuse.

—Si un danés mata a alguien en Northumbria —replicó Ealdwulf indignado—, ¿qué podemos hacer? No hay wergild, no hay alguaciles, ningún señor a quien acudir en demanda de justicia.

Eso era muy cierto. El wergild era el precio en sangre de la vida de un hombre, y todo el mundo tenía un wergild. El de un hombre era mayor que el de una mujer, a menos que fuera una mujer noble; y el de un guerrero mayor que el de un granjero, pero el precio existía siempre, y un asesino podía escapar a la pena de muerte si la familia del asesinado aceptaba el wergild. El alguacil era el hombre encargado de hacer cumplir la ley, informaba a su ealdorman, pero aquel escrupuloso sistema jurídico había desaparecido con la llegada de los daneses. Ahora no había otra ley que la que imponían los invasores, así era como ellos lo querían, y yo sabía que disfrutaba en aquel caos. Pero yo era un privilegiado. Era un hombre de Ragnar, y Ragnar me protegía, pero sin Ragnar no habría sido más que un forajido o un siervo.

—Vuestro tío no protesta —prosiguió Ealdwulf—, pero Beocca sí lo hizo. ¿Os acordáis de él? ¿El cura pelirrojo y bizco de la mano tonta?

—Me lo encontré el año pasado.

—¿En serio? ¿Dónde?

—Estaba con Alfredo de Wessex.

—¡Wessex! —exclamó Ealdwulf sorprendido—. Un buen trecho. Pero era un buen hombre, Beocca, a pesar de ser cura. Salió huyendo porque no podía soportar a los daneses. Vuestro tío estaba furioso. Dijo que Beocca merecía la muerte.

Sin duda, pensé yo, porque Beocca se había llevado los pergaminos que demostraban que yo era el legítimo ealdorman.

—Mi tío también me quería muerto —dije—, y aún no te he dado las gracias por atacar a Weland.

—Vuestro tío iba a entregarme a los daneses por eso —dijo—, pero ningún danés se quejó, así que no hizo nada.

—Ahora estás con los daneses —repuse—, es mejor que te vayas acostumbrando.

Ealdwulf pensó en eso durante unos instantes.

—¿Por qué no vais a Wessex? —preguntó.

—Porque los sajones del oeste me quieren convertir en cura —contesté—, y yo quiero ser guerrero.

—Pues entonces id a Mercia —sugirió Ealdwulf.

—Allí gobiernan los daneses.

—Pero vuestro tío vive allí.

—¿Mi tío?

—¡El hermano de vuestra madre! —Estaba anonadado de que no conociera mi propia familia—. Es el ealdorman Æthelwulf, si sigue vivo.

—Mi padre nunca habló de mi madre —repuse.

—Porque la amaba. Era una belleza sin par, un fragmento de oro puro, y murió al daros a luz.

—Æthelwulf —repetí.

—Si sigue vivo.

¿Pero por qué ir a buscar a Æthelwulf cuando tenía a Ragnar? Æthelwulf era familia, desde luego, pero jamás lo había conocido y dudaba de que recordara siquiera mi existencia, además de no sentir ningún deseo de encontrarlo, y, aún menos, deseo de aprender a leer en Wessex, así que permanecería con Ragnar. Eso le dije a Ealdwulf.

—Me enseña a luchar —le informé.

—Aprendiendo de los mejores, ¿eh? —admitió a regañadientes—. Así se hace un buen herrero, aprendiendo de los mejores.

Ealdwulf era un buen herrero y, a pesar de sí mismo, acabó gustándole Ragnar, pues éste era generoso y sabía apreciar el trabajo de un buen artesano. Añadimos una herrería a nuestro hogar junto a Synningthwait y Ragnar desembolsó una buena cantidad de plata por una forja, un yunque, así como por los grandes martillos y pinzas que Ealdwulf necesitaba. Era invierno entrado cuando todo estuvo listo, compramos entonces hierro en Eoferwic y nuestro valle empezó a resonar con los golpes del metal contra el metal, y comoquiera que la herrería, aun en los días más fríos, siempre estaba caliente, los hombres se reunían allí para intercambiar anécdotas y acertijos. Ealdwulf era extraordinario para los acertijos y yo se los traducía a los desconcertados daneses. La mayoría de las adivinanzas versaban sobre hombres y mujeres y lo que hacían juntos, y las mismas eran muy fáciles de adivinar, pero a mí me gustaban los acertijos más complicados. Mi padre y mi madre me dieron por muerto, empezaba una de las adivinanzas, y una pariente leal me dio cobijo y me protegió, yo maté a todos sus hijos, pero ella siguió queriéndome y alimentándome hasta que me alcé sobre las casas de los hombres y la abandoné. No di con la respuesta, ni tampoco ninguno de los daneses, y Ealdwulf se negó a dármela, ni siquiera cuando le supliqué, pero cuando se lo conté a Brida supe la solución enseguida.

—Un cuco, claro está —repuso al instante. Tenía razón, por supuesto.

Hacia la primavera hubo que ampliar la forja, y durante todo aquel verano Ealdwulf preparó el metal para hacer espadas, lanzas, hachas y picas. Una vez le pregunté si le importaba trabajar para los daneses y se limitó a encogerse de hombros.

—Ya trabajaba para ellos en Bebbanburg —respondió—. Vuestro tío hace lo que le da la gana.

—Pero en Bebbanburg no hay daneses.

—Ninguno —admitió—, pero vienen de visita y son bien recibidos. Vuestro tío les rinde tributo. —Se detuvo de repente, interrumpido por un grito que al principio me pareció de pura rabia.

Salí de la herrería para encontrarme con Ragnar de pie delante de la casa mientras por el camino subía un guerrero montado seguido de multitud de hombres. Y menudo guerrero. Portaba cota de malla, un fantástico casco colgado de la silla, escudo de abigarrados colores, una espada larga y los brazos llenos de brazaletes. Era un hombre joven de pelo largo y rubio, de espesa barba dorada, y le devolvió el alarido a Ragnar como si fuera un venado en celo. Entonces Ragnar corrió hacia él y casi temí que el joven desenvainara la espada y espoleara su caballo, pero lo que hizo fue desmontar y correr colina arriba, y cuando ambos se encontraron, se abrazaron y se dieron palmadas en las espaldas, y Ragnar, al darse la vuelta, lucía una sonrisa que habría iluminado la cripta más oscura del infierno.

—¡Mi hijo! —me gritó—. ¡Es mi hijo!

Era Ragnar el joven, que había regresado de Irlanda con la tripulación de un barco y, aunque no me conocía, me abrazó levantándome del suelo, alzó en volandas a su hermana y empezó a darle vueltas; le dio una palmada a Rorik, besó a su madre, chilló a los criados, repartió eslabones de plata a modo de regalo y acarició a los perros. Se organizó una fiesta, y aquella noche nos hizo partícipes de sus noticias. Ahora comandaba su propio barco, había venido sólo a pasar unos meses e Ivar lo quería de vuelta en Irlanda en primavera. Se parecía muchísimo a su padre, a mí me gustó al instante, y la casa rebosó felicidad todo el tiempo que Ragnar el Joven permaneció en ella. Algunos de sus hombres se alojaron con nosotros, y aquel otoño talaron árboles y le añadieron a la casa un salón como es debido, un salón digno de un jarl, con enormes vigas y un alto tejado a dos aguas al que clavaron un cráneo de jabalí.

—Tuviste suerte —me dijo un día. Estábamos cubriendo de paja el tejado nuevo, depositábamos encima la espesa paja de centeno y la aplastábamos.

—¿Suerte?

—De que mi padre no te matara en Eoferwic.

—Claro —coincidí.

—Pero siempre ha tenido ojo juzgando a los hombres —repuso, mientras me pasaba una jarra de cerveza. Se sentó en el caballete del tejado y observó el valle—. Esto le gusta.

—Es un buen sitio. ¿Qué tal Irlanda?

Sonrió.

—Ciénagas y rocas, Uhtred, y los skraeling son despiadados. —Los skraeling eran los nativos—. ¡Pero pelean bien! Y allí hay plata, y cuanto más pelean más plata sacamos. ¿Te vas a terminar toda la cerveza o quedará algo para mí? —Le tendí la jarra y lo observé mientras la cerveza le corría por la barba al apurarla—. Irlanda me gusta bastante —añadió cuando la hubo terminado—, pero no me voy a quedar allí. Volveré. Buscaré una tierra en Wessex. Tendré una familia. Engordaré.

—¿Por qué no vuelves ahora?

—Porque Ivar me quiere allí, e Ivar es un buen señor.

—A mí me asusta.

—Un buen señor debe asustar.

—Tu padre no asusta.

—A ti no, pero ¿y a los hombres que mata? ¿Te gustaría enfrentarte al jarl Ragnar el Temerario en un muro de escudos?

—No.

—¿Ves como asusta? —repuso sonriente—. Iré a Wessex, lo conquistaremos —dijo—, y encontraré una tierra que me haga rico.

Terminamos el tejado, y después yo volví a subir al bosque porque Ealdwulf tenía un apetito insaciable para el carbón, la única sustancia que arde con la suficiente fuerza para fundir el hierro. Le había enseñado a una docena de hombres de Ragnar cómo conseguirlo, pero Brida y yo éramos sus mejores trabajadores y pasábamos gran parte del tiempo entre los árboles. Los montones de carbón requerían atención constante y, como cada uno ardía al menos durante tres días, Brida y yo pasábamos a menudo la noche junto a una de aquellas pilas, observando el hilillo de humo que salía de los helechos y la turba que cubrían la hoguera. Dicho humo indicaba que el fuego estaba demasiado alto y que teníamos que subirnos a la pila caliente para meter tierra por la abertura y controlar así el fuego en el fondo de la pila.

Quemábamos alisos cuando los encontrábamos, pues ésa era la madera que Ealdwulf prefería; el arte del asunto residía en calcinar los troncos de aliso, pero no dejar que ardieran.

De cada cuatro troncos que metíamos en la pila, recuperábamos uno, y el resto se desvanecía en la obtención de un carbón sucio, bien negro y ligero. Podía llevar una semana construir la pila. Amontonábamos el aliso en un hoyo poco profundo, dejando un agujero en medio del montón que rellenábamos con carbón de la hoguera anterior. Después lo cubríamos con una capa de hojas de helecho, lo tapábamos con turba, y cuando terminábamos le pegábamos fuego al agujero central y, una vez prendido el carbón, tapábamos bien el agujero. Después era necesario controlar el fuego silencioso y oscuro. Abríamos agujeros en la base del hoyo para dejar entrar un poco de aire, pero si el viento cambiaba tapábamos esos agujeros para abrir otros. Era un trabajo muy aburrido, y el apetito de Ealdwulf por el carbón parecía ilimitado, pero a mí me gustaba. Pasar toda la noche en la oscuridad, junto a la pira caliente, era ser un sceadugengan, pero estaba con Brida y ambos nos habíamos convertido en algo más que amigos.

Perdió su primer hijo junto a la pila de carbón. Ella ni siquiera sabía que estaba embarazada, pero una noche sintió calambres y unos dolores como si la atravesaran con una lanza, y yo quise ir a buscar a Sigrid, pero Brida no me dejó. Me dijo que sabía lo que estaba pasando, pero su sufrimiento me tenía paralizado y pasé toda la noche temblando hasta que, justo antes del alba, dio a luz a un niño muerto muy pequeñito. Lo enterramos junto a su placenta, y Brida regresó a casa a trompicones, donde Sigrid, asustada por su aspecto, le dio un caldo de puerros y sesos de oveja obligándola a reposar. Sigrid debía de sospechar cuanto había ocurrido, porque estuvo bastante cortante conmigo durante unos días y le dijo a Ragnar que va iba siendo hora de casar a Brida. Desde luego ya tenía la edad, pues había cumplido trece años, y había una buena docena de jóvenes guerreros daneses que necesitaban esposa, pero Ragnar declaró que Brida les traía suerte a sus hombres y quería que cabalgara con nosotros cuando atacáramos Wessex.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Sigrid.

—El año que viene —supuso Ragnar—, o tal vez el siguiente. No mucho más.

—¿Y entonces?

—Entonces ya no quedará nada de Inglaterra —repuso Ragnar—. Será toda nuestra. —El último de los cuatro reinos habría caído e Inglaterra sería Dinaterra, y todos seríamos daneses, o esclavos o estaríamos muertos.

Celebramos el festival de Yule y Ragnar el Joven ganó todas las competiciones en Synningthwait: lanzó rocas más lejos que nadie, hizo morder el polvo a sus contrincantes en todas las peleas y hasta dejó inconsciente a su padre en un concurso de bebedores. Luego vinieron los meses oscuros, el largo invierno, y en primavera, cuando las tormentas se apaciguaron, llegó la hora de la partida para Ragnar el Joven, así que celebramos una fiesta evocadora y triste la víspera de su marcha. A la mañana siguiente condujo a sus hombres fuera del salón y descendió por el sendero bajo una llovizna gris. Ragnar observó a su hijo durante todo el camino a lo largo del valle, y después se refugió en su nuevo salón con lágrimas en los ojos.

—Es un buen hombre —me dijo.

—A mí me ha gustado —le contesté sinceramente, y era verdad, y muchos años después, cuando volví a encontrarme con él, seguiría gustándome.

Sentimos cierto vacío cuando Ragnar el Joven se marchó, pero recuerdo con cariño aquella primavera y aquel verano, pues durante aquellos largos días Ealdwulf me fabricó una espada.

—Espero que sea mejor que la última que tuve —comenté con mala baba.

—¿La última?

—La que llevaba cuando atacamos Eoferwic —dije.

—¡Aquella porquería! No fue obra mía. Vuestro padre la compró en Berewic y yo le dije que era una basura, pero no era más que una espada corta. Buena para matar patos, sí, tal vez, pero no para pelear. ¿Qué ocurrió?

—Se combó —dije mientras recordaba las carcajadas de Ragnar ante la débil arma.

—Hierro blando, chico, hierro blando.

Había dos tipos de hierro, me contó, el blando y el duro. El duro es el que hacía los mejores filos, pero era quebradizo y una espada hecha de aquel hierro se partiría al primer golpe brutal, mientras que una espada de metal más blando se combaría como así ocurrió con mi espada corta.

—Así que lo que hacemos es combinar los dos —me contó, y yo lo observé mientras preparaba siete barras de hierro. Tres eran de hierro duro, y no estaba muy seguro de cuál era el proceso para endurecer el hierro, sólo sabía que era necesario colocar el metal fundido sobre el carbón ardiendo, y si lo hacía bien, el metal frío sería duro y no se doblaría. Las otras cuatro barras eran más largas, mucho más largas, no las expuso tanto tiempo al carbón y las enroscó hasta darles forma de espiral. Seguían siendo barras rectas, pero las retorció lo bastante como para que quedaran del mismo tamaño que las barras de hierro duro.

—¿Para qué haces eso? —le pregunté.

—Ya lo veréis —me respondió un tanto misterioso—. Ya lo veréis.

Terminó las siete barras, cada una tan gruesa como mi pulgar. Tres eran de metal duro, al que Ragnar llamaba acero, mientras que las otras cuatro habían quedado bien enroscadas y prietas. Una de las barras largas era más larga y algo más gruesa que las demás, y aquélla se convirtió en el alma de la espada. El trozo que sobraba serviría para remachar encima la empuñadura. Ealdwulf empezó a golpear con un martillo aquella barra hasta quedar plana, de tal manera que parecía una hoja muy delgada y débil. Después colocó las cuatro barras enroscadas a los lados de la más larga, dos tejas por cara, y soldó los extremos para que se convirtieran en el filo de la espada. En ese estadio ofrecía un aspecto grotesco, pues era un amasijo de barras de distintos tamaños, pero ahí era cuando empezaba el trabajo de verdad, el trabajo de calentar y golpear. Con el hierro al rojo vivo, los sobrantes calcinados se retorcían al desprenderse del metal, el vaivén del martillo hacía saltar chispas por los aires, el arma candente silbaba al ser introducida en agua; y después era necesaria mucha paciencia mientras la hoja que salía del agua se enfriaba en un abrevadero lleno de virutas de fresno. Llevó días, pero aun así, tras muchos martillazos y calentamientos y enfriamientos sucesivos, vi cómo las cuatro tejas de hierro blando enroscadas, unidas ahora al más duro acero, habían sido labradas con motivos fantásticos, cenefas enroscadas que dibujaban sobre la hoja volutas parecidas al humo. Con pocas luces no se apreciaban, pero al atardecer o cuando, en invierno, echabas vaho sobre la hoja, se veían. «Hálito de serpiente», llamaba Brida a los motivos, y decidí darle ese nombre a la espada: Hálito-de-serpiente. Ealdwulf terminó el arma practicándole con un martillo unos surcos que recorrían el eje de la espada a cada lado. Dijo que servirían para evitar que la espada quedase atrapada en la carne enemiga.

—Canales de sangre —gruñó.

La empuñadura estaba tachonada con hierro, como la pesada cruz, y ambas eran sencillas, grandes y sin decoración alguna, y cuando estuvo terminada tallé dos pedazos de fresno para que hicieran de mango. Yo quería que decorase la espada con plata o bronce dorado, pero Ealdwulf se negó.

—Es una herramienta, señor —argumentó—, nada más que una herramienta. Algo que facilita el trabajo y que no es mejor que mi martillo —al pronunciar estas palabras sostuvo el arma hacia el cielo de modo que reflejase la luz del sol—. Y un día —prosiguió mientras se agachaba hacia mí—, mataréis daneses con ella.

Hálito-de-serpiente era pesada, demasiado pesada para un muchacho de catorce años, pero crecería para llevarla. Su punta era demasiado estrecha para el gusto de Ragnar, pero eso la equilibraba, pues significaba que no había demasiado peso al otro extremo del arma. A Ragnar le gustaba que la empuñadura pesara bastante, pues eso ayudaba a romper los escudos enemigos, pero yo prefería la agilidad de Hálito-de-serpiente, cualidad facilitada por la habilidad de Ealdwulf, y esa habilidad significaba que jamás se doblaría, ni se rompería, ni lo ha hecho nunca pues aún la poseo. Le he cambiado los mangos de fresno, tiene los filos mellados por el acero enemigo, y ahora es más delgada al haber sido afilada muy a menudo, pero sigue siendo hermosa, y a veces le echo vaho para ver aparecer los motivos sobre la hoja, las volutas y rizos, el azul y el plata que surgen del metal como efecto mágico, y recuerdo aquella primavera y aquel verano en los bosques de Northumbria y pienso en Brida mirando su reflejo en la espada recién templada.

Y claro que hay magia en Hálito-de-serpiente. Ealdwulf le transmitió sus propios hechizos que jamás me reveló, los hechizos del herrero; Brida se llevó durante una noche entera la espada a los bosques y nunca me contó qué hizo con ella, y aquellos fueron los hechizos de una mujer; y cuando hicimos el sacrificio del foso, y matamos un hombre, un caballo, un carnero, un toro y un verraco, yo le pedí a Ragnar que usara Hálito-de-serpiente con el hombre condenado para que Odín supiera que existía y velara por ella. Y ésos fueron los hechizos de un pagano y un guerrero.

Y creo que Odín veló por ella, pues ha matado más hombres de los que pueda recordar.

Llegamos al final del verano antes de que Hálito-de-serpiente estuviera terminada, y después nos dirigimos al sur para evitar las tormentas otoñales que arremolinaban el mar. Había llegado la hora de hacer desaparecer Inglaterra, así que zarpamos rumbo a Wessex.