Capítulo II

Primavera, año 868, tenía once años y la Víbora del viento estaba a flote.

A flote, pero no en el mar. La Víbora del viento era el barco de Ragnar, una embarcación preciosa con el casco de roble, la cabeza de una serpiente en la proa, una cabeza de águila en la popa y una veleta triangular de bronce en la que habían pintado un cuervo negro. La veleta estaba montada en el mástil, aunque entonces el palo mayor iba tumbado encima de dos apoyos de madera de forma tal que parecía una viga en el centro del largo barco. Los hombres de Ragnar remaban y sus escudos pintados estaban alineados a los costados de la embarcación. Cantaban mientras remaban, haciendo retumbar el relato de cómo el poderoso Thor salió a pescar a la serpiente de Midgard que yace enroscada en las raíces del mundo, y cómo la serpiente mordió el anzuelo al que clavó la cabeza de un buey, y cómo el gigante Hymir, aterrorizado por la enorme serpiente, cortó el sedal. Es una buena historia y sus ritmos nos llevaron hasta el río Trente, un afluente del Humber que fluye hasta el interior de Mercia. Nos dirigíamos al sur, contra corriente, pero el trayecto fue sencillo, el viaje plácido, el sol cálido y las márgenes del río desbordaban de flores. Algunos hombres iban a caballo, mantenían nuestro paso por la orilla este: detrás de nosotros venía una flota de barcos con bestias en las proas. Aquél era el ejército de Ivar Saco de Huesos y Ubba el Horrible, la hueste de hombres del norte, daneses forjados, que se dirigía a la guerra.

Toda la Northumbria oriental les pertenecía, la Northumbria occidental había aceptado el vasallaje a regañadientes, y ahora planeaban tomar Mercia, que era el reino en el corazón de Inglaterra. El territorio mercio se extendía hacia el sur hasta el río Temes, donde empezaban las tierras de Wessex, hacia el oeste hasta el montañoso país donde vivían las tribus galesas, y hacia el este hasta las granjas y pantanos de Anglia Oriental. Mercia, aunque no tan boyante como Wessex, era mucho más rica que Northumbria y el río Trente discurría hasta el corazón del reino, y la Víbora del viento era la punta de la lanza danesa destinada a su corazón.

El río no era muy profundo, pero Ragnar se jactaba de que la Víbora del viento podía flotar en un charco, y casi era verdad. Desde lejos parecía largo, esbelto y con forma de cuchillo, pero cuando subías a bordo reparabas en que las cuadernas salían hacia fuera de forma tal que descansaba sobre el agua como un cuenco ancho, e incluso con el vientre cargado con cuarenta o cincuenta hombres, su armas, escudos, comida y cerveza, necesitaba poca profundidad. De vez en cuando la larga quilla rascaba el fondo, pero si nos manteníamos en la orilla de los meandros que formaba el río teníamos agua suficiente. Ése era el motivo por el que habían bajado el mástil, para que, cuando tomáramos las curvas por fuera, no se enredara con las ramas de los árboles.

Rorik y yo íbamos sentados en la proa con su abuelo. Ravn, y nuestro trabajo consistía en relatarle al anciano todo lo que veíamos, que era bastante poco aparte de flores, árboles, juncos, aves acuáticas y señales de truchas que subían a la superficie a alimentarse de bichos primaverales. Las golondrinas habían vuelto de su retiro invernal, sobrevolaban el río mientras los martines pescadores picoteaban en las orillas recogiendo barro para sus nidos. Las currucas armaban escándalo, las palomas sacudían las hojas nuevas y los halcones planeaban majestuosos y amenazantes por entre las nubes dispersas. Los cisnes nos observaban pasar y de vez en cuando veíamos cachorros de nutria jugando bajo los sauces de hojas pálidas y el remolino de agua que provocaban al huir cuando nos acercábamos. Otras, pasábamos junto a alguna población fluvial de madera y paja, pero las gentes y el ganado ya habían huido.

—Mercia nos tiene miedo —dijo Ravn. Alzó sus ojos blancos y ciegos al cielo—, y tienen motivos para temernos. Somos guerreros.

—También ellos tienen guerreros —dije.

Ravn se rio.

—Creo que sólo uno de cada tres hombres es guerrero, y a veces ni eso, pero en nuestro ejército, Uhtred, todos saben luchar. Si no quieres ser guerrero te quedas en casa, en Dinamarca. Cultivas la tierra, crías ovejas, pescas en el mar, pero no te enrolas en un barco dispuesto a pelear. Pero ¿y aquí en Inglaterra? Obligan a pelear a todos los hombres, pero sólo uno de cada tres o uno de cada cuatro tiene agallas para hacerlo. El resto son granjeros que sólo quieren huir. Somos lobos peleando contra ovejas.

Observa y aprende, me había dicho mi padre, y yo aprendía. ¿Qué otra cosa puede hacer un chico al que aún no le ha cambiado la voz? Sólo uno de cada tres hombres es guerrero, recuerda a los caminantes de las sombras, cuidado con los tajos que llegan por debajo del escudo, un río puede ser la carretera de un ejército hacia el corazón del reino, observa y aprende.

—Y tienen un rey débil —prosiguió Ravn—. Burghred, se llama, y no tiene agallas para pelear. Luchará, por supuesto, porque le obligaremos a ello, y llamará a sus amigos de Wessex para que acudan en su ayuda, pero en su débil corazón sabe que no puede ganar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Rorik.

Ravn sonrió.

—Chico, nuestros comerciantes han pasado en Mercia todo el invierno. Vendiendo pieles, ámbar, comprando hierro, malta, y hablan y escuchan y después vuelven y nos lo cuentan.

«Matar a los comerciantes», pensé.

¿Por qué pensaba así? Me gustaba Ragnar. Me gustaba mucho más de lo que me había gustado mi padre. Yo tendría que estar muerto, por derecho, y aun así Ragnar me había salvado, me mimaba y me trataba como a un hijo, me llamaba danés, y me gustaban los daneses. Con todo, incluso entonces sabía que no era danés. Era Uhtred de Bebbanburg y me aferraba al recuerdo de la fortaleza junto al mar, de las aves gritando por encima de las olas, de los frailecillos batiendo las alas contra las currucas, de las focas en las rocas, del agua blanca rompiendo contra los acantilados. Recordaba a la gente de aquella tierra, los hombres que habían llamado a mi padre «señor» pero hablaban con él de los primos que tenían en común. Los chismes de los vecinos, la comodidad de conocer a todas las familias a medio día a caballo, y eso era, y sigue siendo, Bebbanburg para mí: mi hogar. Ragnar me habría entregado la fortaleza de poder ser tomada, pero entonces pertenecería a los daneses y yo no sería más que su subordinado, ealdorman a su conveniencia, no mejor que el rey Egberto, que no era un rey sino un perro mimado con la correa corta, y lo que los daneses dan, los daneses lo pueden quitar. Yo mantendría Bebbanburg con mi propio esfuerzo.

¿Sabía todo aquello a los once años? Algo sí, creo. Residía en mi corazón, informe, inarticulado, pero duro como una piedra. Con el tiempo acabaría cubierto, medio olvidado y a menudo cargado de contradicciones, pero siempre estuvo allí.

El destino lo es todo, le gustaba decirme a Ravn, el destino lo es todo. Incluso me lo decía en sajón, wyrd bid ful aroed.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Rorik.

—En que estaría muy bien darse un baño —repuse.

Los remos batían y la Víbora del viento se deslizaba por Mercia.

* * *

Al día siguiente nos esperaba una pequeña fuerza en el camino. Los mercios habían bloqueado el río valiéndose de unos árboles caídos que no acababan de impedir el paso, pero que desde luego se lo pondrían difícil a nuestros remeros para avanzar a través del pequeño hueco entre las ramas enredadas. Había alrededor de un centenar de mercios con una veintena de arqueros y lanceros esperando junto al bloqueo, listos para liquidar a nuestros remeros, mientras el resto de los hombres había formado detrás de un muro de escudos en la orilla este. Ragnar se rio al verlos. Eso fue otra cosa que aprendí, la alegría con la que los daneses se enfrentaban a la batalla. Ragnar estaba aullando de contento cuando se inclinó sobre el timón para dirigir el barco a la orilla, y las embarcaciones de detrás también estaban siendo varadas mientras los jinetes que nos seguían desmontaban para la batalla.

Yo observaba atentamente desde la proa de la Víbora del viento mientras las tripulaciones se apresuraban a bajar a tierra y vestían sus cueros y mallas. ¿Qué veían aquellos mercios? Veían jóvenes de pelo salvaje, barbas feroces y rostros hambrientos. Hombres que se abrazaban a la batalla como a un amante. Si los daneses no podían luchar contra un enemigo, peleaban entre ellos. La mayoría no tenía más que un orgullo monstruoso, cicatrices de guerra y armas bien afiladas, y con aquello se apoderaban de todo cuanto deseaban, y aquel muro de escudos mercio ni siquiera se quedó para presentar batalla; en cuanto vieron que los superaban en número salieron huyendo para alborozo y chanza de los hombres de Ragnar, que entonces se quitaron las protecciones, la emprendieron a hachazos con los árboles caídos y los apartaron con los cabos de la Víbora del viento. Costó unas cuantas horas limpiar el río, pero después seguimos nuestro curso. Aquella noche los barcos se apiñaron en la orilla, encendimos hogueras, apostaron centinelas y todos los guerreros dormidos lo hicieron junto a sus armas, pero nadie nos molestó, así que al alba proseguimos y pronto llegamos a una ciudad con muros de tierra y una alta empalizada. Aquél, supuso Ragnar, era el lugar que los mercios no habían conseguido defender, pero no parecía haber señales de soldados guardando la muralla, así que amarró el barco y condujo a su tripulación hacia la ciudad.

El terraplén y la empalizada de madera estaban ambos en buen estado, y a Ragnar le fascinó que la guarnición de la ciudad hubiera preferido enfrentarse a nosotros río abajo en lugar de quedarse tras sus bien atendidas defensas. Quedó bien claro que los soldados mercios habían huido, probablemente al sur, pues las puertas estaban abiertas y una docena de habitantes de la ciudad estaban arrodillados fuera del arco de madera y tendían manos suplicantes para pedir piedad. Tres de aquellos aterrorizados hombres eran monjes, visibles sus coronillas tonsuradas al inclinar la cabeza.

—Odio a los monjes —dijo Ragnar con alegría. Llevaba su espada, Rompecorazones, en la mano y la hizo silbar al cortar el aire con un molinete.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Los monjes son como hormigas —respondió—, siempre culebreando por todas partes, vestidos de negro y sin hacer nada útil. Los odio. Habla tú por mí, Uhtred. Pregúntales qué sitio es éste.

Pregunté y fui informado de que la ciudad se llamaba Gegnesburh.

—Diles —me indicó Ragnar— que mi nombre es jarl Ragnar, me llaman el Temerario y me como a los niños cuando no me dan comida y plata.

Lo transmití con precisión. Los hombres arrodillados levantaron la cabeza hacia Ragnar, que se había soltado el pelo, cosa que siempre era señal, si lo hubieran sabido, de que estaba de un humor excelente para la masacre. Sus hombres, sonrientes, habían formado una fila tras él, una fila bien cargada de hachas, espadas, lanzas, escudos y martillos de guerra.

Traduje la respuesta de un hombre de barba gris.

—La comida que hay es vuestra. Pero dice que no hay demasiada.

Ragnar sonrió, dio un paso al frente y, con la sonrisa todavía en los labios, le dio un tajo al hombre que casi le corta la cabeza. Yo di un salto atrás, no asustado, pero no quería que se me manchara la túnica de sangre.

—Una boca menos que alimentar —comentó Ragnar con alegría—. Ahora pregúntales a los otros cuánta comida hay.

El hombre de la barba gris la tenía ahora roja, y se asfixiaba y retorcía mientras fenecía. Sus esfuerzos se apagaron lentamente y allí se quedó, moribundo, con una mirada reprobadora puesta en mí. Ninguno de sus compañeros intentó ayudarlo, estaban demasiado aterrorizados.

—¿Cuánta comida tenéis? —pregunté.

—Hay comida, señor —repuso uno de los monjes.

—¿Cuánta? —volví a preguntar.

—Suficiente.

—Dice que hay suficiente —le dije a Ragnar.

—Una espada —contestó él— es una excelente herramienta para descubrir la verdad. ¿Qué tal la iglesia del monje? ¿Cuánta plata tiene? —El monje balbuceó que podíamos mirar nosotros mismos, que nos lleváramos todo lo que encontráramos, que era todo nuestro, todo lo que encontráramos era nuestro, todo nuestro. Traduje estas declaraciones presa del pánico y Ragnar volvió a sonreír—. No está diciendo la verdad, ¿a que no?

—¿No? —inquirí yo.

—Quiere que busque porque sabe que no voy a encontrar, y eso significa que han escondido su tesoro o se lo han llevado. Pregúntale si han escondido la plata.

Lo hice y el monje se puso colorado.

—Somos una iglesia pobre —respondió—, con poco tesoro. —Se me quedó mirando con los ojos como platos mientras traducía e intentó ponerse en pie y salir corriendo cuando Ragnar dio un paso adelante, pero tropezó con su hábito y Rompecorazones le atravesó la columna de modo que empezó a sacudirse como un pez fuera del agua mientras expiraba.

Claro que había plata, y estaba enterrada. Nos lo contó otro de los monjes, y Ragnar suspiró mientras limpiaba su espada en la túnica del monje muerto.

—Es que son tontos —dijo lastimeramente—. Estarían vivos si hubiesen respondido la verdad desde el principio.

—Pero, ¿y si no hubiera habido ningún tesoro? —le pregunté.

—Habrían dicho la verdad y muerto lo mismo —repuso Ragnar, y le hizo gracia—. Pero, ¿para qué sirven los monjes si no es para acumular tesoros para nosotros los daneses? Son hormigas que atesoran plata. Si encuentras el hormiguero y excavas, eres hombre rico. —Pasó por encima de sus víctimas. Al principio me conmocionó la facilidad con la que era capaz de matar a un hombre indefenso, pero Ragnar no sentía ningún respeto por la gente que se humillaba y mentía. Apreciaba al enemigo que presentaba batalla, que demostraba espíritu, pero los ladinos débiles como los que mató en la puerta de Gegnesburh no merecían siquiera su desprecio, no eran mejor que animales.

Vaciamos Gegnesburh de comida, hicimos que los monjes desenterraran su tesoro. No era demasiado: dos cálices de plata, tres bandejas de plata, un crucifijo de bronce con un Cristo de plata, una talla en hueso de unos ángeles subiendo una escalera y una bolsa de peniques de plata. Ragnar repartió las monedas entre sus hombres, después hizo pedazos las bandejas y los cálices a golpes de hacha y repartió los trozos. La talla no le servía para nada, así que la rompió con la espada.

—Qué religión más rara —dijo—. ¿Sólo adoran un dios?

—Un dios —respondí—, pero está dividido en tres.

Eso le gustó.

—Qué truco más bueno —comentó—, pero no es útil. Ese dios triple tiene una madre, ¿no?

—María —respondí, lo seguía mientras exploraba el monasterio en busca de más botín.

—Me pregunto si tuvo el niño en tres pedazos —prosiguió—. ¿Y cómo se llama ese dios?

—No lo sé. —Sabía que tenía un nombre porque Beocca me lo había dicho, pero no lo recordaba—. Los tres juntos forman la trinidad —amplié—, pero eso no es el nombre de Dios. Por lo común lo llaman sólo Dios.

—Como llamar a un perro por el nombre perro —declaró Ragnar, y estalló en carcajadas—. ¿Y quién es Jesús?

—Uno de los tres.

—Es el que murió, ¿no? ¿Y no volvió a la vida?

—Sí —respondí temeroso de repente por si el dios cristiano me estaba observando, preparando un castigo terrible por mis pecados.

—Los dioses pueden hacer esas cosas —comentó Ragnar con ligereza—. Mueren, vuelven a la vida. Son dioses. —Me miró, presintió mi miedo y me revolvió el pelo—. No te preocupes, Uhtred, el dios cristiano aquí no tiene poder.

—¿No tiene?

—¡Claro que no! —Estaba inspeccionando un cobertizo en la parte de atrás del monasterio y encontró una hoz decente que se colgó del cinturón—. ¡Los dioses luchan unos con otros! Todo el mundo lo sabe. ¡Fíjate en nuestros dioses! Los aesir y los vanir lucharon como gatos antes de hacer las paces. Los aesir y los vanir eran las dos familias de dioses daneses que ahora compartían el Asgard, aunque hubo un tiempo en que fueron enemigos encarnizados. Los dioses luchan —prosiguió Ragnar de todo corazón—. Algunos ganan, otros pierden. El dios cristiano está perdiendo, si no, ¿cómo podríamos estar aquí? ¿Por qué estaríamos ganando nosotros? Los dioses nos recompensan si los respetamos, pero el dios cristiano no ayuda a su gente, ¿verdad? Le lloran ríos de lágrimas, le rezan, le entregan su plata, ¡y nosotros venimos y acabamos con ellos! Su dios es patético. Si tuviera algún poder real, no estaríamos aquí, ¿no te parece?

A mí me pareció de una lógica impecable. ¿Qué sentido tenía adorar a un dios si no te ayudaba? Y era un hecho incontestable que los adoradores de Odín y Thor estaban ganando, así que acaricié a escondidas el martillo de Thor colgado de mi cuello mientras regresábamos a la Víbora del viento.

Dejamos Gegnesburh arrasada, a sus gentes llorando y sus almacenes vacíos, y seguimos remando río abajo con el vientre de nuestra embarcación lleno de cereales, pan, carne salada y pescado ahumado. Tarde, mucho más tarde, supe que Elswith, la esposa del rey Alfredo, procedía de Gegnesburh.

Su padre, el hombre que no consiguió enfrentarse a nosotros, era uno de los ealdormen de la ciudad, ella creció allí y siempre lamentó que, después de marcharse, los daneses saquearan el lugar. Dios, afirmaba siempre, se vengaría de los paganos que habían asolado su ciudad natal, y me pareció sensato no comunicarle que yo me contaba entre los saqueadores.

Terminamos el viaje en una ciudad llamada Snotengaham, que significa el hogar de las gentes de Snot, y era un sitio mucho más grande que Gegnesburh, pero su guarnición había huido y los que quedaron recibieron a los daneses con pilas de madera y montones de plata. Hubo tiempo para que un jinete alcanzara Snotengaham con las noticias de los muertos de Gegnesburh, y a los daneses siempre les complacía que dichos mensajeros esparcieran el miedo de su llegada, así que la ciudad más grande, con sus murallas, cayó sin presentar batalla.

Se ordenó a algunas tripulaciones de los barcos que ocuparan las murallas, mientras otras se dedicaban a las incursiones en los alrededores. Lo primero que buscaron fueron más caballos, y cuando las bandas de guerra consiguieron montura, abarcaron más territorio, robando, quemando y desgarrando la tierra.

—Nos quedaremos aquí —me dijo Ragnar.

—¿Todo el verano?

—Hasta que termine el mundo, Uhtred. Esto ahora son tierras danesas.

Al final del invierno Ivar y Ubba enviaron tres barcos de vuelta a Dinamarca para animar a más colonos, y esos nuevos barcos empezaron a llegar de uno en uno y de dos en dos, traían hombres, mujeres y niños. Los recién llegados podían tomar las casas que quisieran, excepto aquellas pocas que pertenecían a los jefes mercios que se habían postrado ante Ivar y Ubba.

Uno de ellos era el obispo, un joven llamado Ethelbrid, que predicaba a sus congregaciones que Dios había enviado a los daneses. Jamás dijo por qué Dios había hecho tal cosa, y puede que no lo supiera, pero los sermones significaban que su esposa e hijos vivían, su casa estaba segura y a su iglesia se le permitía conservar un cáliz de plata, aunque Ivar insistió en que los hijos gemelos del obispo fueran retenidos como rehenes por si acaso el dios cristiano cambiaba de idea con relación a los daneses.

Ragnar, como todos los demás cabecillas daneses, salía constantemente de expedición para traer comida, y le gustaba que fuera con él, porque le servía de intérprete, y a medida que fueron pasando los días, oímos más y más historias de un enorme ejército mercio que se reunía al sur, en Ledecestre, de la cual Ragnar decía que era la mayor fortaleza de Mercia. Había sido construida por los romanos, que edificaban mejor de lo que nadie lo hace en nuestros tiempos, y Burghred, el rey de Mercia, estaba reuniendo allí sus fuerzas, así que ése era el motivo por el cual Ragnar se aplicaba tanto en reunir alimentos.

—Nos van a sitiar —dijo—, pero ganaremos; después Ledecestre será nuestra, y también lo será Mercia. —Hablaba con mucha calma, como si no existiese posibilidad alguna de derrota.

Rorik se quedaba en la ciudad mientras yo salía a cabalgar con su padre. De nuevo estaba enfermo, y esta vez lo aquejaban unos calambres tan fuertes en la tripa que a veces las lágrimas de impotencia podían con él. Por la noche vomitaba, estaba pálido, y sólo obtenía alivio de una poción de hierbas que le hervía una vieja sirvienta del obispo. Ragnar se preocupaba por Rorik, pero le complacía que su hijo y yo fuésemos tan buenos amigos. Rorik no cuestionaba el aprecio de su padre por mí, ni tenía celos. Con el tiempo, lo sabía, Ragnar planeaba devolverme a Bebbanburg, a mí se me restituiría mi patrimonio y él suponía que seguiríamos siendo amigos y que la fortaleza se convertiría en un señorío danés. Yo sería el jarl Uhtred, y Rorik y su hermano mayor tendrían otros señoríos. Y Ragnar sería un gran señor, apoyado por sus hijos y por Bebbanburg, y todos seríamos daneses. Odín nos sonreiría y así seguiría el mundo hasta la conflagración final, cuando los grandes dioses se enfrentaran a los monstruos, el ejército de los muertos marchara desde el Valhalla, el submundo liberara a sus bestias y el luego consumiera el gran árbol de la vida Yggdrasil. En otras palabras, todo seguiría igual hasta el fin de los tiempos. Eso era lo que Rorik pensaba, y sin duda Ragnar pensaba lo mismo. El destino, decía Ravn, lo es todo.

Durante la canícula llegaron noticias de que el ejército mercio se había puesto en marcha, y de que el rey Etelredo de Wessex traía su ejército para apoyar a Burghred, así que nos íbamos a enfrentar a dos de los tres reinos ingleses restantes. Detuvimos nuestros asaltos a los territorios colindantes y preparamos Snotengaham para el inevitable asedio. Se reforzó la empalizada sobre el terraplén y se aumentó la profundidad del foso exterior al muro. Se amarraron los barcos en la orilla del río alejada de las murallas para que no fueran reducidos a cenizas por flechas incendiarias disparadas desde fuera de las defensas, y se arrancó la paja del lecho de las casas más cercanas a la muralla para que no prendieran.

Ivar y Ubba decidieron soportar un sitio porque consideraban que éramos lo bastante fuertes para mantener lo que habíamos tomado, pero que si ganábamos más territorio, las fuerzas danesas se debilitarían y seríamos derrotados pedazo a pedazo. Era mejor, pensaban, dejar que el enemigo viniera y se estrellara contra las defensas de Snotengaham.

Y aquel enemigo llegó como florecen las amapolas. Los exploradores mercios fueron los primeros, pequeños grupos de jinetes que rodeaban la ciudad con cautela, y a mediodía apareció la infantería de Burghred, banda tras banda de hombres con lanzas, hachas, espadas, hoces y guadañas. Acamparon bien lejos de las murallas, utilizaron ramas y tierra para construir una aldea de toscos refugios que surgían de entre las bajas colinas y los prados. Snotengaham quedaba en la orilla norte del Trente, lo que significaba que el río se interponía entre la ciudad y el resto de Mercia, pero el ejército enemigo llegó del oeste, había cruzado el Trente en algún punto al sur de la ciudad. Algunos de sus hombres se quedaron en la orilla sur para asegurarse de que nuestros barcos no cruzaban el río para desembarcar refuerzos en expediciones de abastecimiento, y la presencia de aquellos contingentes significaba que el enemigo nos rodeaba, pero no hizo ningún intento por atacarnos. Los mercios esperaban la llegada de los sajones del oeste, y aquella primera semana sólo registró un episodio emocionante, cuando un puñado de los arqueros de Burghred se acercaron ocultos hasta la ciudad y nos lanzaron algunas flechas. Los proyectiles se clavaron contra la empalizada y sirvieron de apoyo para los pájaros, pero ésa fue toda su beligerancia. Después de aquello fortificaron su campamento, que rodearon con una barricada de árboles talados y arbustos de espinos.

—Tienen miedo de que salgamos y nos los carguemos a todos —dijo Ragnar—, así que se van a quedar ahí fuera sentados a ver si nos matan de hambre.

—¿Lo conseguirán?

—No conseguirían matar de hambre a un ratón en un tarro —contestó Ragnar con alegría. Había colgado su escudo en la cara externa de la empalizada, uno de los más de mil doscientos escudos brillantes allí expuestos. No teníamos mil doscientos hombres, pero casi todos los daneses poseían más de un escudo y los colgaron todos en la muralla para que el enemigo pensara que nuestra guarnición era igual al número de escudos. Los grandes señores entre los daneses emplazaron sus estandartes en la muralla; la bandera del cuervo de Ubba y el ala de águila de Ragnar entre ellas. El estandarte del cuervo era un triángulo de paño blanco, ribeteado con borlas del mismo color, el cual mostraba un cuervo negro con las alas extendidas, mientras que el pendón de Ragnar representaba el ala de un águila real, clavada a un asta, y estaba quedándose tan ajada que Ragnar había ofrecido un brazalete de oro a quien pudiera reemplazarla—. Si quieren sacarnos de aquí —prosiguió—, mejor que nos ataquen, y mejor que lo hagan en las próximas tres semanas, antes de que sus hombres vuelvan a casa para recoger la cosecha.

Pero los mercios, en lugar de atacarnos, intentaron sacarnos de Snotengaham mediante rezos. Una docena de curas, todos vestidos con hábitos y portando varas coronadas con cruces, seguidos por una veintena de monjes que esgrimían estandartes sagrados en astas con forma de cruz, salieron de detrás de las barricadas y desfilaron lejos del alcance de los arcos. Las banderas mostraban santos. Uno de los curas esparcía agua bendita, y el grupo al completo se detenía cada tantos metros para maldecirnos. Ese fue el día que las fuerzas de los sajones del oeste llegaron para apoyar a Burghred, cuya esposa era hermana de Alfredo y del rey Etelredo de Wessex, y ése fue el primer día que yo vi el estandarte del dragón de Wessex. Era una enorme bandera de pesado paño verde en la que un dragón escupía fuego, y el portaestandarte galopó para llegar hasta donde estaban los curas, y el dragón flameaba detrás.

—Ya te llegará el momento —dijo Ragnar en voz baja, hablando con el dragón ondulante.

—¿Cuándo?

—Sólo los dioses lo saben —repuso Ragnar, contemplando aún el estandarte—. Este año deberíamos acabar con Mercia, después iremos a Anglia Oriental, y después de eso a Wessex. Para conquistar toda la tierra y el tesoro de Inglaterra, ¿cuánto. Uhtred, tres, cuatro años? Aunque necesitaremos más barcos. —Quería decir que necesitábamos más tripulaciones, más daneses de escudo, más espadas.

—¿Por qué no al norte? —le pregunté.

—¿A Dalriada y la tierra de los pictos? —se rio—. Allí arriba no hay nada, Uhtred, excepto rocas desnudas, campos yermos y culos al aire. Aquella tierra no es mejor que la de casa. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el campamento enemigo—. Pero ésta es buena tierra. Rica y profunda. Aquí se pueden criar niños. Aquí se puede crecer fuerte. —Se quedó callado cuando un grupo de jinetes apareció desde el campamento enemigo y siguió al que portaba el estandarte del dragón. Incluso desde tan lejos era posible ver que aquellos eran grandes hombres, pues montaban caballos excelentes y bajo sus capas de color rojo oscuro emitía destellos la cota de malla—. ¿El rey de Wessex? —preguntó Ragnar.

—¿Etelredo?

—Probablemente sea él. Lo descubriremos enseguida.

—¿Descubrir el qué?

—De qué están hechos estos sajones del oeste. Los mercios no se deciden, así que veamos si los hombres de Etelredo son mejores. Al alba, Uhtred, es cuando deberían atacar. Directamente contra nosotros, escalas en la muralla, perderían algunos hombres, pero el resto nos masacrarían. —Estalló en carcajadas—. Eso es lo que yo haría, ¿pero esa panda? —Escupió a modo de burla.

Ivar y Ubba debieron de pensar lo mismo, pues enviaron a dos hombres para espiar a las fuerzas mercias y sajonas y comprobar si había señal de que estuvieran construyendo escalas. Los dos salieron por la noche y se suponía que tenían que rodear el campamento de los sitiadores y encontrar un lugar desde el cual observar al enemigo fuera de las fortificaciones, pero de algún modo consiguieron detectarlos y los capturaron. Los dos hombres fueron llevados frente a la muralla y allí los hicieron arrodillarse con las manos atadas a la espalda. Un inglés alto se colocó detrás de ellos con la espada desenvainada y presta. Vi cómo le daba un golpe en la espalda, el danés levantaba la cabeza y la espada volaba. El segundo danés murió de la misma manera, y los dos cuerpos quedaron a merced de los cuervos.

—Cabrones —dijo Ragnar.

Ivar y Ubba también observaron las ejecuciones. Yo veía pocas veces a los hermanos. Ubba pasaba en su casa la mayor parte del tiempo, mientras que Ivar, tan delgado y espectral, se hacía más evidente, paseaba por las murallas al anochecer y al alba componía expresiones horribles ante el enemigo y decía pocas cosas, aunque ahora hablaba a Ragnar con premura, señalando al sur, hacia los verdes campos al otro lado del río. Nunca parecía hablar sin gruñir, pero a Ragnar no le ofendía.

—Está enfadado —me dijo después— porque necesita saber si planean asaltarnos. Ahora quiere que algunos de mis hombres espíen en el campamento, pero ¿y después de eso qué? —Hizo un gesto hacia los dos cuerpos sin cabeza en el campo—. Mejor que vaya yo.

—Estarán buscando más espías —dije yo, que no quería que Ragnar acabara sin cabeza al pie de las murallas.

—Un cabecilla encabeza —repuso Ragnar—, y no les puedes pedir a los hombres que se arriesguen a morir si tú no estás dispuesto a jugarte la vida.

—Déjame ir a mí —le dije.

Estalló en carcajadas.

—¿Qué tipo de jefe es aquel que envía a un chico a hacer el trabajo de un hombre, eh?

—Soy inglés —dije—, y no sospecharán de un chico inglés.

Ragnar me sonrió.

—Si eres inglés —repuso—, ¿cómo sabremos que nos dirás la verdad acerca de lo que has visto?

Aferré mi martillo de Thor.

—Diré la verdad —repliqué—. Lo juro. ¡Y ahora soy danés! ¡Tú me lo dijiste! ¡Tú dijiste que soy danés!

Ragnar empezó a tomarme en serio. Se arrodilló para mirarme a la cara.

—¿Eres danés de verdad? —preguntó.

—Soy danés —respondí, y en ese momento lo sentía. En otros momentos estaba seguro de que pertenecía a Northumbria, un sceadugengan secreto oculto entre los daneses, y en verdad estaba confundido. Quería a Ragnar como a un padre, apreciaba a Ravn, peleaba, competía y jugaba con Rorik cuando se encontraba bien, y todos ellos me trataban como a uno de los suyos. Sólo era de otra tribu. Había tres grandes tribus entre los hombres del norte; los daneses, los noruegos y los esviones, pero Ragnar dijo que había otros, como los gépidos, y que no estaba seguro dónde empezaban los hombres del norte y terminaban los demás, pero en ese momento estaba preocupado por mí—. Soy danés —repetí con firme convicción—, ¿y quién mejor que yo para espiarles? ¡Hablo su idioma!

—Eres un chico —contestó Ragnar, y pensé que se estaba negando a dejarme ir, pero en realidad se estaba acostumbrando a la idea—. Nadie sospechará de un muchacho como tú —prosiguió. Seguía escudriñándome, después se puso en pie y volvió a mirar los dos cuerpos cuyas cabezas picoteaban los cuervos—. ¿Estás seguro, Uhtred?

—Totalmente.

—Preguntaré a los hermanos —dijo, y lo hizo, e Ivar y Ubba debieron de estar de acuerdo porque me dejaron ir.

Cuando cayó la noche la puerta se abrió y yo me escabullí. Ahora, pensé, soy por fin un caminante de las sombras, aunque en verdad el trayecto no necesitaba de ninguna habilidad sobrenatural porque había un montón de hogueras en las líneas mercias y sajonas para iluminar el camino. Ragnar me había recomendado rodear el campamento grande y ver si había alguna salida fácil por detrás, pero lo que hice fue caminar directamente hacia las primeras hogueras que quedaban tras los árboles talados que servían de muro protector para los ingleses, y al otro lado de la maraña negra vi las siluetas oscuras de unos centinelas frente al fuego. Estaba nervioso. Durante meses había acariciado la idea del sceadugengan, y ahí estaba, en la cerrada oscuridad de las tinieblas exteriores, y no demasiado lejos se encontraban los cuerpos sin cabeza y mi imaginación inventó un destino similar para mí mismo. ¿Porqué? Una pequeña parte de mí sabía que podía entrar en el campamento y decir quién era, después exigir que me llevaran ante Burghred o ante Etelredo. Con todo, no había mentido a Ragnar. Regresaría, y les contaría la verdad. Lo había prometido, y para un chico las promesas son algo solemne, respaldadas por el temor a la venganza divina. Escogería mi propia tribu a su debido tiempo, pero ese tiempo aún no había llegado, así que repté por el campo sintiéndome muy pequeño y vulnerable, mi corazón latía contra las costillas, y el alma se me consumía por la importancia de lo que estaba haciendo.

Ya mitad del campo mercio sentí que se me erizaba el vello de la nuca. Tuve la sensación de que alguien me seguía y me di la vuelta, escuché y observé, pero no vi nada salvo las formas negras que se estremecen en la noche, pero como una liebre salí corriendo a un lado, me dejé caer de repente, y esta vez acabé convencido de que había oído sonidos de pasos en la hierba. Esperé, observé, no vi nada, y seguí reptando hasta alcanzar la barricada mercia y allí volví a esperar, pero no oí nada más a mis espaldas y decidí que me había dejado sugestionar por mi propia imaginación. También me preocupaba no ser capaz de atravesar los obstáculos mercios, pero al final fue bastante fácil porque un árbol grande talado concede suficiente espacio a un chico para pasar por entre sus ramas, y lo hice poco a poco, sin hacer ningún ruido, y después corrí hasta el campo y casi al punto me interrogó un centinela.

—¿Quién va? —me gruñó un hombre, y vi la luz de la hoguera reflejarse en una punta de lanza brillante que se dirigía hacia mí.

—Osbert —dije, usando mi antiguo nombre.

—¿Un chico? —comprobó el hombre sorprendido.

—Tenía que mear.

—Coño, chico, ¿y qué hay de malo en mear fuera de tu cabaña?

—A mi amo no le gusta.

—¿Quién es tu amo? —Había levantado el arma y el hombre me examinaba a la escasa luz de las hogueras.

—Beocca —dije. Fue el primer nombre que me vino a la cabeza.

—¿El cura? —Eso me sorprendió, y vacilé, pero después asentí y eso satisfizo al hombre—. Pues vuelve enseguida con él —dijo.

—Me he perdido.

—Pues entonces no deberías haber recorrido todo este camino para mear en mi puesto de vigía —exclamó y después señaló—. Por ahí, muchacho.

Así que caminé abiertamente por el campamento, pasadas las hogueras y las pequeñas cabañas en las que roncaban los hombres. Un par de perros me ladraron. Los caballos se agitaron. En algún lugar sonaba una flauta y una mujer cantaba en voz baja. Las chispas salían volando de las hogueras en ascuas.

El centinela me había señalado las líneas sajonas. Lo sabía porque el estandarte del dragón estaba colgado fuera de una gran tienda iluminada por una hoguera más grande, y me desplacé hacia esa tienda por no tener mejor lugar adonde ir. Buscaba escalas, pero no veía ninguna. Se oía el llanto de un niño en un refugio, una mujer gemía, y algunos hombres cantaban junto a un fuego. Uno de los cantantes me vio, me amenazó y cuando se dio cuenta de que sólo era un chico me dejó ir. Ahora estaba cerca de la gran hoguera, la que ardía frente a la tienda del estandarte, y la rodeé, en dirección hacia la oscuridad tras la tienda, que estaba iluminada por dentro con velas o lámparas. Dos hombres montaban guardia frente a la puerta y dentro se oían murmullos, pero nadie reparó en mí cuando me escabullí hacia las sombras, tratando de hallar escalas. Ragnar había dicho que las escalas estarían guardadas todas juntas, o en el centro del campamento o cerca de sus límites, pero no vi ninguna. Aunque sí oí un sollozo.

Había llegado a la parte trasera de la gran tienda y estaba oculto junto a una gran pila de leña y, a juzgar por el hedor, estaba cerca de una letrina. Me agaché y vi a un hombre arrodillado en el espacio abierto entre la pila de leña y la gran tienda y era aquel hombre el que estaba llorando. También rezaba y en ocasiones se golpeaba el pecho con los puños. Conmocionado, alarmado casi por lo que estaba haciendo, me quedé tumbado sobre el vientre como una serpiente y me retorcí entre las sombras para acercarme más y ver qué más hacía.

Gemía como dolorido, levantaba las manos al cielo, después se doblaba hacia delante como si adorara la tierra.

—Sálvame, Dios —le oí decir—, sálvame. Soy un pecador. —Entonces vomitó, aunque no parecía borracho, y después de que escupiera, gimió. Presentí que era un hombre joven, después alguien levantó una lona de la tienda y la luz de las velas se derramó sobre la hierba. Yo me quedé helado, quieto como un tronco, vi que el apenado era de hecho un joven, y también vi, para mi sorpresa, que quien había levantado la lona era el padre Beocca. Supuse coincidencia el que hubiera dos curas con el mismo nombre, pero no era ninguna coincidencia. Era de hecho el pelirrojo y bizco Beocca, y estaba allí, en Mercia.

—Mi señor —dijo Beocca, dejando caer la lona y cubriendo de oscuridad al joven.

—Soy un pecador, padre —dijo el hombre. Había dejado de llorar, puede que porque no quisiera que Beocca viera semejante prueba de debilidad, pero tenía la voz llena de tristeza—. Soy un profundo pecador.

—Todos somos pecadores, mi señor.

—Un profundo pecador —repitió el joven, haciendo caso omiso del solaz que le ofrecía Beocca—. ¡Y estoy casado!

—La salvación reside en el arrepentimiento, mi señor.

—Entonces, Dios lo sabe, tengo que ser redimido, pues mi arrepentimiento llenaría el cielo. —Levantó la cabeza para mirar las estrellas—. La carne, padre —gimió—, la carne.

Beocca caminó hacia mí, se detuvo y se dio la vuelta. Estaba tan cerca que casi lo habría podido tocar, pero no tenía ni idea de que yo estaba allí con ellos.

—Dios dispone la tentación para probarnos, mi señor —dijo en voz baja.

—Nos envía las mujeres para probarnos —repuso con dureza el joven—, y fracasamos y después nos envía a los daneses para castigarnos por nuestro fracaso.

—Su camino es duro —contestó Beocca—, y jamás nadie ha dudado de él.

El joven, arrodillado aún, agachó la cabeza.

—Jamás tendría que haberme casado, padre. Tendría que haberme unido a la Iglesia. Ingresar en un monasterio.

—Y Dios habría encontrado un gran sirviente en vos, mi señor, pero tenía otros planes. Si vuestro hermano muere…

—¡Rezad al cielo para que tal cosa no suceda! ¿Qué clase de rey sería?

—El rey de Dios, mi señor.

Así que éste, pensé, era Alfredo. Ésa fue la primera vez que lo vi y oí su voz, y él nunca lo supo. Yo estaba tumbado en la hierba, escuchando, mientras Beocca consolaba al rey por caer en la tentación. No parecía sino que Alfredo se había cepillado a una sirvienta e, inmediatamente después, le habían sobrecogido el dolor físico y lo que él llamaba tormento espiritual.

—Lo que tenéis que hacer, mi señor —le dijo Beocca—, es poner a la chica a vuestro servicio.

—¡No! —protestó Alfredo.

Un arpa empezó a sonar en la tienda y ambos hombres se detuvieron para escuchar, después Beocca se agachó junto al infeliz príncipe y le puso una mano en el hombro.

—Poned a la chica a vuestro servicio —repitió Beocca—, y resistíos a ella. Rendid ese tributo a Dios, permitidle ver vuestra fuerza, y os recompensará. Dadle gracias a Dios por tentaros, señor, y alabadlo cuando resistáis la tentación.

—Dios me matará —repuso Alfredo con amargura—. Juré que no lo volvería a hacer. No después de Osferth. —¿Osferth? El nombre no significaba nada para mí. Más tarde, mucho más tarde, descubrí que Osferth era el hijo bastardo de Alfredo, traído al mundo por otra joven sirvienta—. Recé para que se me evitara la tentación —prosiguió Alfredo—, que me afligiera un dolor físico como recordatorio, y como distracción, y Dios en su misericordia me hizo vomitar, pero yo persistí. Soy el más miserable de los pecadores.

—Todos somos pecadores —repuso Beocca, su buena mano aún encima del hombro de Alfredo—, y todos caemos frente a la gloria de Dios.

—Nadie ha caído tanto como yo —gimió Alfredo.

—Dios ve vuestro remordimiento —contestó Beocca—, y os ayudará a levantaros. Dad la bienvenida a la tentación, señor —prosiguió con rapidez—, dadle la bienvenida, resistidla, y dad gracias a Dios cuando lo logréis. Y Dios os recompensará, señor, os lo aseguro.

—¿Llevándose a los daneses? —preguntó Alfredo lleno de amargura.

—Lo hará, mi señor, lo hará.

—Pero no lo hará si esperamos —repuso Alfredo, y en su voz había una dureza repentina que hizo que Beocca se apartara de él. Alfredo se puso en pie, era mucho más alto que el cura—. ¡Hemos de atacar!

—Burghred sabe lo que se hace —comentó Beocca con tono tranquilizador—, como vuestro hermano. Los paganos morirán de hambre, mi señor, si ésa es la voluntad de Dios.

Así que ya tenía mi respuesta, y era que los ingleses no planeaban ningún asalto, sino que más bien confiaban en matar de hambre a Snotengaham hasta que se rindiera. No me atreví a llevar la respuesta directamente a la ciudad, no mientras Beocca y Alfredo siguieran tan cerca de mí, así que me quedé y escuché a Beocca rezar con el príncipe, y después, cuando Alfredo logró calmarse, los dos volvieron a la tienda y se metieron dentro.

Y yo regresé. Me llevó un tiempo, pero no me vio nadie. Aquella noche era un auténtico sceadugengan, me movía entre las sombras como un espectro, trepé por la colina hasta la ciudad, corrí los últimos cien pasos y grité el nombre de Ragnar. La puerta se abrió con un crujido y yo estaba de vuelta en Snotengaham.

Ragnar me llevó a ver a Ubba cuando se levantó el sol y, para mi sorpresa, Weland estaba allí, Weland la serpiente, y me miraba con amargura, aunque no con tanta como presentaba el ceño en el rostro oscuro de Ubba.

—Así pues, ¿qué has hecho? —gruñó.

—No he visto escaleras… —empecé a decir.

—¿Qué has hecho? —rugió Ubba, así que les relaté mi historia desde el principio, cómo crucé los campos y tuve la sensación de que me seguían, me eché a un lado como una liebre, crucé la barricada y hablé con un centinela. Ubba me detuvo entonces y miró a Weland—. ¿Y bien?

Weland asintió.

—Lo vi pasar por la barricada, señor, lo oí hablar con un hombre.

¿Así que Weland me había seguido? Miré a Ragnar, que se encogió de hombros.

—Mi señor Ubba quería que fuera un segundo hombre —me aclaró—. Y Weland se ofreció.

Weland me sonrió, el tipo de sonrisa que dedicaría el diablo a un obispo al verlo entrar en el infierno.

—No pude pasar la barrera, señor —le dijo a Ubba.

—¿Pero viste pasar al chico?

—Y lo oí hablar con el centinela, señor, aunque no sé lo que le dijo.

—¿Has visto escaleras? —le preguntó Ubba a Weland.

—No, señor, pero sólo rodeé la valla.

Ubba miró a Weland, lo hizo sentir incómodo, después fijó sus oscuros ojos en mí, y me hizo sentir incómodo.

—Así que tú pasaste la barrera —dijo—, ¿y qué viste? —Le conté cómo había encontrado la gran tienda, y la conversación que había escuchado, cómo Alfredo lloraba por haber pecado, y cómo él quería atacar la ciudad y el cura le decía que Dios haría morir de hambre a los daneses si ésa era su voluntad, y Ubba me creyó porque pensaba que un jovenzuelo no podía inventarse la historia de la sirvienta y el príncipe.

Además, a mí me divertía, y se notaba. Alfredo, pensaba, era un debilucho meapilas, un penitente llorón, un insignificante patético, y hasta Ubba sonrió mientras describía al príncipe llorica y al sincero cura.

—Bueno —me preguntó Ubba—, ¿nada de escaleras?

—No vi ninguna, señor.

Él me observó con su tremendo rostro barbudo y entonces, para mi asombro, se quitó uno de los brazaletes y me lo lanzó.

—Tienes razón —le dijo a Ragnar—, es danés.

—Es un buen chico —repuso Ragnar.

—A veces, los mil leches que te encuentras por el campo resultan útiles —contestó Ubba, después le hizo una seña a un anciano que estaba sentado sobre un taburete en una esquina de la sala.

El viejo se llamaba Storri y, como Ravn, era un escaldo, pero también un hechicero, y Ubba no hacía nada sin su consejo, y entonces, sin decir una palabra, Storri cogió un haz de finas varillas blancas, todas del tamaño de la mano de un hombre, y las sostuvo justo encima del suelo, murmuró una oración a Odín y las soltó. Repiquetearon en el suelo al caer, y entonces Storri se inclinó hacia delante para ver el dibujo que habían conformado.

Eran palillos de runas. Muchos daneses consultaban las runas, pero la habilidad de Storri para leer los signos era legendaria, y Ubba era un hombre tan atrapado por la superstición que no hacía nada a menos que creyera que los dioses estaban de su lado.

—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.

Storri hizo caso omiso de Ubba, se dedicó en cambio a examinar la veintena de palillos, intentando detectar una letra rúnica o un dibujo significativo en su disposición al azar. Dio la vuelta a la pequeña pila, mirando aún, después asintió lentamente.

—No podía ser mejor —dijo.

—¿Ha dicho el chico la verdad?

—El chico ha dicho la verdad —repuso Storri—, pero las runas hablan de hoy, no de anoche, y dicen que todo está en orden.

—Bien. —Ubba se puso en pie y cogió su espada de un gancho en la pared—. No hay escalas —le dijo a Ragnar—, así que no hay asalto. Vamos.

Les preocupaba que los mercios y los sajones del oeste pudieran lanzar un ataque a las murallas mientras ellos dirigían una expedición al otro lado del río. La orilla sur estaba custodiada por los sitiadores con pocos efectivos, no era mucho más que un cordón de hombres para detener las partidas de aprovisionamiento al otro lado del Trente, pero esa tarde Ubba cruzó el río con seis barcos y atacó a los mercios, y las runas no habían mentido, porque no murió ni un danés y trajeron caballos, armas, armaduras y prisioneros.

Veinte prisioneros.

Los mercios habían decapitado a dos de nuestros hombres, así que Ubba mató a veinte de los suyos, y lo hizo frente a ellos, para que pudieran ver su venganza. Los cuerpos sin cabeza fueron arrojados al foso frente a la muralla, y las veinte cabezas ensartadas en lanzas y colocadas encima de la puerta norte.

—En la guerra —me dijo Ragnar—, tienes que ser implacable.

—¿Por qué enviasteis a Weland a que me siguiera? —le pregunté, dolido.

—Porque Ubba insistió en ello —repuso.

—¿Porque no confiáis en mí?

—Porque Ubba no confía en nadie salvo Storri —dijo—. Y yo confío en ti, Uhtred.

Las cabezas encima de la puerta de Snotengaham fueron picoteadas por los pájaros hasta que no quedó nada de ellas salvo cráneos con mechones de pelo que ondeaban por efecto de la brisa estival. Aun así, los mercios y los sajones del oeste siguieron sin atacar. El sol brillaba. El río discurría lento y majestuoso junto a la orilla de la ciudad donde los barcos estaban varados.

A Ravn, aunque ciego, le gustaba subir a las almenas donde me pedía que le describiera todo cuanto veía. No hay cambios, le decía, el enemigo sigue detrás de su seto de árboles talados, se divisan nubes por encima de las colinas lejanas, un halcón caza, el viento hace ondear la hierba, los vencejos se agrupan, no hay cambios, y háblame de las runas, le supliqué.

—¡Las runas! —estalló en carcajadas.

—¿Funcionan?

Meditó un instante al respecto.

—Si sabes leerlas, sí. Yo era bueno leyendo runas antes de perder la vista.

—Así que funcionan —insistí ansioso.

Ravn señaló hacia el paisaje que no podía ver.

—Ahí fuera, Uhtred —dijo—, hay por lo menos una docena de señales de los dioses, y si sabes leer las señales sabes qué quieren los dioses. Las runas proporcionan el mismo mensaje, pero yo he reparado en una cosa. —Se detuvo y tuve que atosigarle, y suspiró como si supiera que no debía decir más. Pero lo hizo—. Un hombre inteligente lee mejor las señales —prosiguió—, y Storri es listo. Me atrevería a decir que tampoco yo soy ningún tonto.

No comprendí muy bien lo que estaba diciendo.

—¿Pero Storri no tiene siempre razón?

—Storri es cauteloso. No se arriesga, y a Ubba, aunque no lo sabe, eso le gusta.

—¿Pero las runas no son mensajes de los dioses?

—El viento es un mensaje de los dioses —repuso Ravn—, como lo es el vuelo de un pájaro, la caída de una pluma, el ascenso de un pez, la forma de una nube, el grito de una zorra; todo son mensajes, pero al final, Uhtred, los dioses sólo hablan en un lugar. —Me dio unos golpecitos en la cabeza—. Aquí.

Seguía sin entenderlo y me sentía oscuramente decepcionado.

—¿Podría yo leer las runas?

—Por supuesto —contestó—, pero sería sensato que esperaras a crecer un poco. ¿Cuántos años tienes ahora?

—Once —contesté, con la tentación de decir doce.

—Quizá sea mejor que esperes un año o dos antes de empezar a leer las runas. Cuando tengas edad de casarte. ¿Qué te quedan, cuatro, cinco años?

Eso me pareció una proposición improbable, pues no tenía ningún interés en el matrimonio por aquel entonces. Ni siquiera me interesaban las chicas, aunque aquello no iba a tardar en cambiar.

—¿Thyra, a lo mejor? —sugirió Ravn.

—¡Thyra! —Pensaba en la hija de Ragnar como compañera de juegos, no como esposa. De hecho, la sola idea me daba risa.

Ravn sonrió ante mi regocijo.

—Dime, Uhtred, por qué te hemos dejado vivir.

—No lo sé.

—Cuando Ragnar te capturó —dijo—, pensaba que podía pedir un buen rescate por ti; pero decidió quedarse contigo. Decidí que era un insensato, pero él tenía razón.

—Me alegro —respondí, y lo decía de corazón.

—Porque necesitamos a los ingleses —prosiguió Ravn—. Somos pocos, los ingleses son muchos, a pesar de haberles arrebatado la tierra sólo podremos mantenerla con su ayuda. Un hombre no puede vivir en un hogar que siempre está sitiado. Necesita paz para cosechar y criar ganado, y te necesitamos. Cuando los hombres vean que el jarl Uhtred está de nuestro lado, no se enfrentarán a nosotros. Y tienes que casarte con una chica danesa para que cuando vuestros hijos crezcan sean tanto daneses como ingleses y no vean la diferencia. —Se detuvo, mientras contemplaba el futuro lejano, y dejó escapar una risita—. Tú sólo asegúrate de que no se vuelvan cristianos, Uhtred.

—Adorarán a Odín —repuse, y lo decía en serio.

—El cristianismo es una religión blanda —comentó Ravn con brutalidad—, el credo de una mujer. No ennoblece a los hombres, los convierte en gusanos. Oigo pájaros.

—Dos cuervos —le aclaré—, volando hacia el norte.

—¡Eso sí es un mensaje! —repuso encantado—, Huginn y Muminn vuelven a Odín.

Huginn y Muminn eran los cuervos gemelos que se posaban sobre el hombro del dios para susurrarle al oído. Hacían por Odín lo que yo hacía por Ravn, observaban y le contaban todo cuanto veían. Él los enviaba a volar por todo el mundo para luego traerles noticias, y las noticias que transportaron aquel día fueron que el humo del campamento mercio era menos denso. Había menos hogueras por la noche. Los hombres abandonaban aquel ejército.

—Tiempo de cosecha —comentó Ravn disgustado.

—¿Importa algo?

—Llaman a su ejército el fyrd —me aclaró, olvidando por un instante que yo era inglés—, y se supone que todos los hombres capaces han de servir en él, pero cuando la cosecha madura temen el hambre del invierno y vuelven a casa para recoger la cebada y el centeno.

—¿Que después nosotros les quitamos?

Lanzó una carcajada.

—Estás aprendiendo, Uhtred.

A pesar de todo los mercios y los sajones del oeste aún confiaban en poder matarnos de hambre y, aunque perdían hombres cada día, no desistieron hasta que Ivar cargó un carro de comida con quesos, pescado ahumado, pan recién hecho, cerdo salado y una cuba de cerveza y, al alba, una docena de hombres lo arrastraron hasta el campamento inglés. Se detuvieron justo en el límite de los arcos y gritaron a los centinelas enemigos que la comida era un regalo de Ivar Saco de Huesos al rey Burghred.

Al día siguiente llegó un jinete mercio hasta la ciudad con una rama con hojas como símbolo de tregua. Los ingleses querían hablar.

—Lo que significa —me contó Ravn—, que hemos ganado.

—¿En serio?

—Cuando un enemigo quiere hablar —repuso—, significa que no quiere luchar. Así que hemos ganado.

Y tenía razón.