El ealdorman Odda no tenía ganas de matar daneses. Deseaba quedarse donde estaba y dejar que las fuerzas de Ubba lo sitiaran. Con eso, calculaba, bastaría.
—Si contenemos aquí a su ejército —dijo con contundencia—, Alfredo podrá marchar para atacarlo.
—Alfredo —señalé— está sitiando Exanceaster.
—Dejará hombres allí para vigilar a Guthrum —comentó con altivez Odda—, y vendrá hasta aquí. —No le gustaba hablar conmigo, pero era ealdorman y no podía impedirme la asistencia a aquel consejo de guerra en el que se reunió con su hijo, los curas y los thane, irritados todos ellos por mis comentarios. Insistí en que Alfredo no vendría a rescatarnos, y el ealdorman Odda se negaba a moverse de la colina porque estaba seguro de que Alfredo vendría. Sus thane, todos ellos hombres grandes con pesadas cotas de malla y rostros sombríos y curtidos al aire libre, coincidieron con él. Uno murmuró que había que proteger a las mujeres.
—No tendría que haber ninguna mujer —dije.
—Pero las hay —repuso el hombre sin más. Por lo menos un centenar de mujeres habían seguido a sus hombres y estaban ahora en la cima de la colina, donde no había ningún refugio para ellas ni para los niños.
—Y aunque Alfredo venga —pregunté—, ¿cuánto tardaría?
—¿Dos días? —sugirió Odda—. ¿Tres?
—¿Y qué beberemos mientras llega? —pregunté—. ¿Meos de pájaro?
Y todos se me quedaron mirando, con expresión de odio, pero tenía razón porque no había primavera en Cynuit. El agua más cercana era el río, y entre nosotros y el río estaban los daneses, así que Odda entendía perfectamente que nos acosaría la sed, pero insistía en que nos quedáramos. Puede que sus curas estuvieran invocando un milagro.
Los daneses se mostraban igual de cautelosos. Nos superaban en número, aunque no demasiado, y el terreno elevado era nuestro, lo cual significaba que tendrían que pelear cuesta arriba, en la empinada ladera de Cynuit, así que Ubba decidió rodear la colina en lugar de asaltarla. Los daneses detestaban perder hombres, y yo recordé la cautela de Ubba en el Gewsesc, donde vaciló en atacar las fuerzas de Edmundo por los dos caminos que ascendían del pantano, y a lo mejor aquella cautela se veía reforzada por Storri, su hechicero, si Storri seguía vivo. Cualquiera que fuese la razón, en lugar de formar a sus hombres en el muro de escudos para asaltar la antigua fortificación, Ubba los colocó formando un círculo alrededor de Cynuit, y entonces, con cinco de sus capitanes, subió la colina. No llevaba ni espada ni escudo, lo que indicaba que quería hablar.
El ealdorman Odda, su hijo, dos thane y tres curas salieron a recibir a Ubba y, como yo era ealdorman, los seguí. Odda me dirigió una mirada malévola, pero tampoco ahora tenía modo de impedirme que lo acompañara, así que nos encontramos con Ubba a mitad de colina, y el danés ni saludó ni se molestó en perder el tiempo con los habituales insultos rituales, y señaló que estábamos atrapados y que lo más sensato sería rendirnos.
—Entregaréis vuestras armas —dijo—, yo haré rehenes y vosotros viviréis.
Uno de los curas de Odda tradujo las exigencias al ealdorman. Observé a Ubba. Parecía más viejo, tenía canas en la maraña negra de su barba, pero seguía provocando pavor; ofrecía un pectoral enorme, mostrándose seguro de sí mismo y duro.
El ealdorman Odda estaba visiblemente asustado. Ubba, después de todo, era un conocido jefe danés, un hombre que había surcado grandes mares para repartir muerte, y Odda se veía obligado a enfrentarse a él. Hizo todo cuanto estuvo en su mano para parecer desafiante, replicó que se quedaría donde estaba y puso su fe en el único y auténtico Dios.
—Entonces os mataremos —repuso Ubba.
—Podéis intentarlo —respondió Odda.
Era una respuesta débil, y Ubba escupió para burlarse de ella. Ya estaba a punto de darse la vuelta cuando hablé yo, y no necesitaba intérprete.
—La flota de Guthrum ha desaparecido —dije—. Njord se alzó de las profundidades, Ubba Lothbrokson, y se llevó la flota de Guthrum al fondo. Esos hombres valerosos, todos, están ahora con Ran y Ægir. —Ran era la esposa de Njord, y Ægir el gigante que vigilaba las almas de los ahogados. Saqué mi amuleto del martillo y lo sostuve en alto—. Lo que digo es la pura verdad, señor Ubba —proseguí—. Yo vi aquella flota morir y a sus hombres perecer bajo las olas.
Se me quedó mirando con aquellos ojos duros y mates, y la violencia en su corazón era como el calor de una forja. La sentía, pero también detectaba su miedo, no de nosotros, sino de los dioses. Era un hombre que nada hacía sin una señal de los dioses, y ése era el motivo por el que yo los había mencionado al hablar del naufragio.
—Te conozco —gruñó, señalándome con dos dedos para alejar el mal de mis palabras.
—Y yo te conozco a ti. Ubba Lothbrokson —dije, y solté el amuleto y levanté tres dedos—. Ivar muerto —plegué un dedo—, Halfdan muerto —plegué el segundo—, y sólo quedas tú. ¿Qué dicen las runas? ¿Que con la luna nueva no quedarán hermanos Lothbrok sobre Midgard?
Le había tocado un punto débil, como era mi intención, pues Ubba asió instintivamente el amuleto de martillo. El cura de Odda traducía, su voz apenas un murmullo, y el ealdorman me miraba con ojos alucinados.
—¿Por eso quieres que nos rindamos? —pregunté a Ubba—. ¿Porque las runas dicen que no moriremos en la batalla?
—Voy a matarte —contestó Ubba—. Te voy a rajar desde la entrepierna al gaznate. Te voy a arrancar las asaduras.
Esbocé una sonrisa, aunque no era fácil cuando Ubba amenazaba.
—Puedes intentarlo, Ubba Lothbrokson —dije—, pero fracasarás. Y yo lo sé. Eché las runas, Ubba, eché las runas bajo la luna de anoche, y lo sé.
No le gustó nada, porque creyó mi mentira. Quería parecer desafiante, pero por un instante sólo me pudo mirar con miedo porque sus propias runas, supuse, le habrían dicho lo mismo que yo, que un ataque a Cynuit terminaría en fracaso.
—Eres el chico de Ragnar —dijo, identificándome al fin.
—Y Ragnar el Temerario me habla —dije—, me llama desde el salón de los muertos, quiere venganza, Ubba, venganza sobre los daneses porque Ragnar fue asesinado a traición por su propia gente. Yo soy su mensajero ahora, algo que procede del salón de los muertos, y he venido a por ti.
—¡Yo no lo maté! —rugió Ubba.
—¿Y eso a Ragnar qué le importa? —pregunté—. Sólo quiere venganza y para él una vida danesa es tan buena como cualquier otra, así que vuelve a tirar las runas y después ofrécenos tu espada. Ya eres historia, Ubba.
—Y tú eres mierda de comadreja —contestó, y no dijo nada más, se limitó a darse la vuelta y regresar a toda prisa.
El ealdorman Odda seguía mirándome.
—¿Lo conocéis? —me preguntó.
—Conozco a Ubba desde que tenía diez años —contesté mientras observaba alejarse al jefe danés. Pensaba que de haber tenido elección, si hubiese podido seguir mi corazón de guerrero, habría preferido luchar con Ubba que contra él, pero las hilanderas lo habían decidido de otro modo—. Desde que tenía diez años —seguí diciendo—, y si algo sé de Ubba es que teme a los dioses. Ahora está aterrorizado. Podéis atacarle y su corazón lo traicionará porque cree que va a perder.
—Alfredo vendrá —dijo Odda.
—Alfredo vigila a Guthrum —dije. De eso no estaba seguro, por supuesto. Por lo que yo sabía, Alfredo podría estar en ese mismo momento observándonos desde las colinas, pero dudaba de que dejase a Guthrum saquear Wessex a su capricho—. Vigila a Guthrum —dije—, porque el ejército de Guthrum es dos veces el de Ubba. Incluso aunque se le haya hundido media flota, Guthrum tiene más hombres, ¿y por qué iba Alfredo a dejarlos sueltos en Exanceaster? Alfredo no va a venir —concluí—, y nosotros moriremos de sed antes de que Ubba nos ataque.
—Tenemos agua —comentó su hijo enfurruñado—, y cerveza. —Me había estado observando con marcado resentimiento, maravillado de que hablara con tanta familiaridad con Ubba.
—Tenéis agua y cerveza para un día —repliqué con desdén, y vi por la expresión del ealdorman que estaba en lo cierto.
Odda se dio la vuelta y miró hacia el sur por el valle del Pedredan. Confiaba en divisar las tropas de Alfredo, anhelaba un destello de luz reflejado en una punta de lanza, pero estaba claro que allí no había más que árboles estremecidos por el viento.
Odda el Joven detectó la incertidumbre en su padre.
—Podemos esperar dos días —insistió.
—La muerte no será mejor dos días más tarde —repuso Odda con gravedad. Entonces lo admiré. Había confiado en no tener que luchar, en que su rey lo rescataría, pero en su corazón sabía que yo tenía razón, y que aquellos daneses eran responsabilidad suya. Los hombres de Defnascir tenían Inglaterra en sus manos, y debían conservarla.
—Al alba —dijo sin mirarme—, atacaremos al alba.
* * *
Dormimos con el equipo puesto. O más bien, los hombres intentaron dormir con el cuero o la malla puestos, tahalíes abrochados, los cascos y las armas cerca. Y no encendimos hogueras porque Odda no quería que el enemigo viera que nos habíamos preparado para la batalla, pero el enemigo sí tenía fuego, y nuestros centinelas podían vigilar las laderas y usar la luz enemiga para detectar filtraciones. Ninguna se produjo. La luna menguante aparecía y desaparecía entre las nubes rotas. Las hogueras danesas nos rodeaban, más brillantes hacia el sur, cerca de Cantucton, donde Ubba tenía el campamento. Al este había más hogueras, tras los barcos daneses, cuyas llamas emitían destellos que reflejaban las molduras doradas de las cabezas de bestias y proas de dragón pintadas. Entre nosotros y el río había un prado, en cuyo extremo más alejado los daneses observaban la colina, y más allá, una franja de tierra firme junto al río sobre la que algunas casuchas servían de refugio a los guardias daneses que vigilaban los barcos. Las cabañas habían sido de pescadores, ahora unidos, y las hogueras estaban encendidas entre ellas. Un puñado de daneses paseaba por la orilla junto a aquellas hogueras, caminaba entre las proas esculpidas y yo me puse en pie sobre la muralla, miré aquellos largos y gráciles barcos y recé porque la Víbora del viento siguiera viva.
No podía dormir. Pensaba en escudos y daneses, espadas y miedo. Pensaba en el hijo que nunca había visto, y en Ragnar el Temerario, me preguntaba si me estaría mirando desde el Valhalla. Me preocupaba fracasar al día siguiente cuando, por fin, llegara a la puerta de la vida que es un muro de escudos, y no era el único al que se le negó el sueño pues, en el corazón de la noche, un hombre trepó la muralla cubierta de hierba para ponerse a mi lado. Vi que era el ealdorman Odda.
—¿Cómo conocéis a Ubba? —me preguntó.
—Fui capturado por los daneses —dije—, me crié entre ellos. Los daneses me enseñaron a pelear. —Me toqué uno de los brazaletes—. Ubba me dio éste.
—¿Peleasteis para él? —preguntó Odda, no de manera acusadora, sino con curiosidad.
—Peleaba para sobrevivir —contesté evasivo.
Miró de nuevo hacia el río herido por la luna.
—Cuando de pelea se trata —dijo—, los daneses no son idiotas. Estarán esperando un ataque al alba. —No dije nada, me preguntaba si los miedos de Odda le estarían haciendo cambiar de opinión—. Y nos superan en número —prosiguió. Seguí sin decir nada. El miedo desgasta al hombre, y no hay miedo como la perspectiva de enfrentarse a un muro de escudos. Aquella noche el pavor me roía las entrañas, pues no había luchado nunca cuerpo a cuerpo en el choque de ejércitos. Había estado en la colina de Æsc, y en otras batallas durante aquel lejano verano, pero no había luchado en el muro de escudos. Mañana, pensaba, mañana, y como Odda, deseaba ver al ejército de Alfredo al rescate, pero no habría ningún rescate—. Nos superan en número —repitió Odda—, y algunos de mis hombres no tienen más arma que ganchos.
—Un gancho puede matar —dije, aunque eso era una solemne majadería. No querría enfrentarme a un danés si no llevara más que un gancho—. ¿Cuántos tienen armas decentes? —pregunté.
—¿La mitad? —calculó.
—Esos hombres formarán nuestras primeras filas —dije—, y el resto que recojan las armas de los enemigos muertos. —No tenía ni idea de qué estaba diciendo, sólo sabía que debía sonar seguro de mí mismo. El miedo desgasta, pero la confianza vence al miedo.
Odda se detuvo otra vez, mirando los oscuros barcos de abajo.
—Vuestra esposa e hijo se encuentran bien —dijo al cabo de un rato.
—Bien.
—Mi hijo sólo la rescató.
—Y rezó porque yo estuviera muerto —repliqué.
Se encogió de hombros.
—Mildrith vivió con nosotros tras la muerte de su padre, y mi hijo se encariñó con ella. No quería hacer ningún daño, y no lo hizo. —Me tendió una mano y vi, a la débil luz de la luna, que me ofrecía una bolsita de cuero—. Lo que falta del precio de la novia —dijo.
—Guardadlo, señor —dije—, y entregádmelo después de la batalla. Si muero fiádselo a Mildrith.
Una lechuza pasó volando sobre nuestras cabezas, pálida y veloz, y me pregunté qué augurio sería aquél. A lo lejos, hacia el este, mucho más allá del Pedredan, una pequeña hoguera titiló, y también eso fue un augurio, pero yo no supe descifrarlo en ese momento.
—Mis hombres son buenos hombres —comentó Odda—, ¿pero y si los rodean? —El miedo seguía haciendo mella en él—. Sería mejor —prosiguió—, que Ubba nos atacara.
—Sería mejor —coincidí—, pero Ubba no hará nada a menos que las runas se lo indiquen.
El destino lo es todo. Ubba lo sabía, motivo por el que leía las señales de los dioses, y yo sabía que la lechuza había sido una señal, y había volado sobre nuestras cabezas, por encima de los barcos daneses y hacia aquella hoguera distante que ardía junto a la orilla del Saefern, y de repente recordé los cuatro barcos del rey Edmundo que llegaron a la playa de Anglia Oriental y las flechas incendiarias en los barcos daneses, y reparé en que, después de todo, sí sabía leer los augurios.
—Si todos vuestros hombres son rodeados —dije—, morirán. Pero si son rodeados los daneses, morirán ellos. Tenemos que rodearlos.
—¿Cómo? —preguntó Odda con amargura. Sólo era capaz de ver una matanza al alba; un ataque, una lucha y una derrota, pero yo había visto la lechuza. La lechuza había volado desde los barcos al fuego, y aquélla era la señal. Quemad los barcos—. ¿Cómo los rodeamos? —preguntó Odda.
Y seguí en silencio, preguntándome si debería decírselo. Si seguía el augurio, significaría dividir nuestras fuerzas, y ése era el error que habían cometido los daneses en la colina de Æsc, así que vacilé. Pero Odda no me había venido a buscar porque de repente le gustase, sino porque me había mostrado desafiante con Ubba. Yo solo en todo Cynuit estaba seguro de la victoria, o eso parecía, y eso, a pesar de mi edad, me convertía en el líder en aquella colina. El ealdorman Odda, con edad suficiente para ser mi padre, necesitaba mi apoyo. Quería que le dijera qué hacer, yo que no había estado nunca en un muro de escudos, pero era joven, arrogante, y los augurios me habían indicado qué hacer, así que se lo conté a Odda.
—¿Habéis oído hablar alguna vez de los sceadugengan? —le pregunté.
Su respuesta fue persignarse.
—Cuando era niño —le dije—, soñaba con los sceadugengan. Salía por la noche en su busca y aprendí las costumbres de la noche para poder unirme a ellos.
—¿Qué tiene eso que ver con el alba? —preguntó.
—Dadme cincuenta hombres —dije—, y con los míos, al alba atacaremos allí. —Señalé hacia las embarcaciones—. Empezaremos quemándoles los barcos.
Odda miró colina abajo las hogueras más cercanas, que señalaban el lugar en que los centinelas enemigos estaban apostados en el prado que teníamos al este.
—Sabrán que llegáis —comentó—, y os estarán esperando. —Se refería a que cien hombres no pueden atravesar la silueta de Cynuit, bajar la colina, romper la vigilancia y cruzar el pantano en silencio. Tenía razón. Antes de que hubiéramos dado diez pasos, los centinelas nos habrían visto y dado la alarma. El ejército de Ubba, que seguramente estaba tan preparado para la batalla como el nuestro, saldría en manada desde el campamento sur y se enfrentaría a mis hombres en el prado antes de que llegaran al pantano.
—Pero cuando los daneses vean los barcos ardiendo —dije—, se dirigirán hacia la orilla del río, no hacia el prado. Y la orilla del río está envuelta en pantanos. Allí no pueden rodearnos. —Podían, por supuesto, pero el pantano no ofrecía terreno firme, así que no sería tan peligroso que nos rodearan allí.
—Pero jamás llegaréis a la orilla del río —dijo, decepcionado por mi idea.
—Un caminante de las sombras sí puede —contesté.
Se me quedó mirando, sin decir nada.
—Puedo llegar —dije—, y cuando los primeros barcos ardan, no habrá danés que no baje a la orilla, en ese momento será cuando los cien hombres carguen. Los daneses correrán para salvar sus barcos, y eso les dará tiempo a los cien hombres para cruzar el pantano. Vendrán tan rápido como puedan, se unirán a mí, quemaremos más barcos, y los daneses intentarán matarnos. —Señalé la orilla del río, mostrándole por dónde saldrían los daneses de su campamento hasta la franja de tierra firme en la que estaban embarrancados los barcos—. Y cuando los daneses confluyan todos en aquella orilla —proseguí—, entre el río y el pantano, vos traéis al fyrd para atacarlos por detrás.
Rumiaba mientras observaba los barcos. De atacar, el lugar más lógico era la ladera sur, directamente al corazón de las fuerzas de Ubba, una batalla de muro de escudos contra muro de escudos, nuestros novecientos hombres contra sus mil doscientos, y al principio gozaríamos de ventaja, pues muchos de los hombres de Ubba estaban apostados alrededor de la colina, y les llevaría un tiempo reagruparse, y en ese tiempo podríamos penetrar bien dentro de su campamento, pero cada vez serían más y nos podrían detener perfectamente, rodear y entonces llegaría la matanza seria. Y en esa escabechina, tendrían las de ganar, porque nos superaban en número, nos rodearían y nuestra retaguardia, aquellos hombres con hoces en lugar de armas, morirían.
Pero si yo bajaba la colina, y empezaba a quemarles barcos, los daneses saldrían a toda prisa hasta la orilla para detenerme, y eso los situaría en la estrecha franja de tierra junto al río, y si los cien hombres bajo el mando de Leofric se unían a mí, podríamos contenerlos lo suficiente para que Odda llegara por detrás. Y entonces serían los daneses los que morirían, atrapados entre Odda, mis hombres, el pantano y el río. Quedarían atrapados como el ejército de Northumbria en Eoferwic.
Aunque en la colina de Æsc, el desastre había llegado al bando que primero dividió sus fuerzas.
—Podría funcionar —comentó Odda vacilante.
—Dadme cincuenta hombres —le insistí—, jóvenes.
—¿Jóvenes?
—Tienen que correr colina abajo —dije—. Tienen que ser rápidos. Han de llegar a los barcos antes que los daneses, y tienen que hacerlo al alba. —Hablaba con una seguridad que no sentía, y esperé a que contestara, pero no lo hizo—. Si ganáis esta batalla, señor —le dije, y no le llamaba señor porque era de más alto rango, sino porque era mayor que yo—, habréis salvado Wessex. Alfredo os recompensará.
Lo pensó durante un rato y puede que fuera la idea de una recompensa lo que lo convenció, porque asintió.
—Os daré cincuenta hombres —dijo.
Ravn me dio muchos consejos y todos fueron buenos, pero entonces, con el viento nocturno, recordé una cosa que me había dicho la noche en que nos conocimos, algo que jamás había olvidado.
Nunca, me había dicho, nunca te enfrentes a Ubba.
* * *
Los cincuenta hombres iban comandados por el alguacil de la comarca, Edor, un hombre de aspecto tan duro como el de Leofric y que, como Leofric, había luchado en los grandes muros de escudos. Portaba como arma favorita una lanza para jabalíes, aunque también lucía una espada al costado. La lanza, decía, tenía el peso y la fuerza suficiente para perforar cota de malla, e incluso escudo.
Edor, al igual que Leofric, aceptó sin más mi idea, jamás se me pasó por la cabeza que no fueran a aceptarla, pero aun así, en retrospectiva, me maravilla que la batalla de Cynuit fuera librada según la idea de un joven de veintiún años que nunca se había enfrentado a un muro de escudos. Con todo, era alto, era un señor, había crecido entre guerreros, y poseía la confianza arrogante de un hombre nacido para la batalla. Soy Uhtred, hijo de Uhtred, hijo de otro Uhtred más, y no hemos mantenido Bebbanburg y sus tierras lloriqueando en los altares. Somos guerreros.
Los hombres de Edor y los míos se reunieron tras la muralla este de Cynuit, donde esperarían hasta que el primer barco ardiera al alba. Leofric estaba a la derecha con la tripulación del Heahengel, y allí lo quería porque por ese lado llegaría el ataque cuando Ubba condujera a sus hombres junto al borde del río. Edor y los hombres de Defnascir estaban a la izquierda, y su tarea principal consistía en, además de matar a quienquiera que se encontrara junto al río, sacar troncos ardiendo de las hogueras danesas y lanzárselos a los otros barcos.
—No queremos quemar todos los barcos —dije—, con prender fuego a tres o cuatro vale. Eso atraerá a los daneses como un enjambre de abejas.
—Abejas con aguijón —comentó una voz desde la oscuridad.
—¿Tenéis miedo? —pregunté burlón—. ¡Ellos tienen miedo! Sus augurios son malos, creen que van a perder y lo último que quieren es enfrentarse con los hombres de Defnascir al romper el alba. Vamos a hacerles chillar como mujeres, los mataremos, y los enviaremos a su infierno danés. —Ese fue todo mi discurso para la batalla. Tendría que haber hablado más, pero estaba nervioso porque tenía que bajar la colina el primero, el primero y solo. Tenía que vivir mi sueño de la infancia de caminar por las sombras, y Leofric y Edor no conducirían los cien hombres hasta el río si no veían a los daneses salir a rescatar sus barcos, y si no conseguía prenderles fuego a los barcos, no habría ataque y los miedos de Odda regresarían, los daneses vencerían, Wessex moriría e Inglaterra desaparecería—. Así que ahora descansad —concluí de mala manera—. Aún quedan tres o cuatro horas para el alba.
Regresé a la muralla y allí se me unió el padre Willibald, sosteniendo su crucifijo, confeccionado con el hueso del muslo de un buey.
—¿Queréis la bendición de Dios? —me preguntó.
—Lo que quiero, padre —le dije—, es vuestra capa. —Tenía una buena capa de lana, con capucha, y teñida de marrón oscuro. Me la dio y yo me la até alrededor del cuello, para que ocultara el brillo de mi cota—. Y al alba, padre —proseguí—, quiero que os quedéis aquí. La orilla del río no será sitio para curas.
—Si hay hombres muriendo —contestó—, será mi sitio.
—¿Queréis ir al cielo por la mañana?
—No.
—Pues quedaos aquí. —Hablé con más rudeza de la que pretendía, pero era por el nerviosismo, y entonces llegó la hora, pues, aunque la noche aún era densa y quedaba mucho para el alba, necesitaba tiempo para colarme entre las filas danesas. Leofric me despidió, caminó conmigo hasta el flanco norte de Cynuit, protegido por las sombras. También era el lado menos guardado de la colina, pues la ladera norte sólo conducía a los pantanos y al mar del Saefern. Le entregué mi escudo a Leofric.
—No lo necesito —dije—, sólo será un estorbo.
Me tocó el hombro.
—Menudo chulo hijo de puta que estás hecho, earsling.
—¿Eso es un defecto?
—No, señor —dijo, y esa última palabra era una gran alabanza—. Que Dios te acompañe, sea el que sea.
Me toqué el martillo de Thor, después me lo metí debajo de la cota.
—Trae a los hombres lo más rápido que puedas cuando veas llegar a los daneses —le dije.
—Bajaremos rápido —me prometió—, si el pantano nos deja.
Había visto a los daneses cruzar el pantano de día, y reparó en que el terreno estaba blando, pero no cenagoso.
—Podéis ir rápido —le dije. Después me eché la capucha por encima del casco—. Hora de marcharme.
Leofric no dijo nada, y yo bajé de la muralla hasta el poco profundo foso. Así que iba a convertirme en lo que siempre había querido ser, un caminante de las sombras. El sueño de la infancia se había convertido en real y mortal y, tras tocar la empuñadura de Hálito-de-serpiente para que me diera suerte, salí del foso. Me agaché, y a mitad de la colina me tumbé cuerpo a tierra y repté como una serpiente, una mancha negra en la hierba, abriéndome paso, palmo a palmo, hasta un espacio entre dos hogueras en ascuas.
Los daneses estaban durmiendo, o casi dormidos. Los veía sentados junto a las hogueras moribundas, y en cuanto salí de la sombra de la colina había claridad suficiente para descubrirme, y ningún lugar para cubrirme, pues en el prado habían pastado ovejas. Me moví como un fantasma, un fantasma reptante, avanzando palmo a palmo, sin hacer ruido, una sombra en la hierba, y lo único que tenían que hacer era mirar, o pasear entre las hogueras, pero no oyeron nada, no sospecharon nada y por lo tanto nada vieron. Me llevó una vida, pero conseguí pasar entre ellos, jamás me acerqué a un enemigo a más de veinte pasos, y en cuanto los hube pasado llegué al pantano, y allí los matorrales ofrecían sombra y me podía desplazar más rápido. Culebreaba entre barro y charcas, y el único momento de tensión tuvo lugar cuando asusté a un pájaro que salió aleteando de su nido y empezó a gritar alarmado. Noté que los daneses miraban hacia el pantano, pero yo no me moví, era negro e inmóvil en la sombra rota, y al cabo de un rato se hizo otra vez el silencio. Esperé, el agua se me colaba por la malla, y recé a Hoder, el hijo ciego de Odín y dios de la noche. Vela por mí, recé, y deseé haberle ofrecido algún sacrificio, pero no lo había hecho, y pensé que Ealdwulf me estaría mirando y juré que le haría sentirse orgulloso. Estaba haciendo lo que siempre había querido que hiciera, llevar a Hálito-de-serpiente a matar daneses.
Me abrí camino en dirección al este, tras los centinelas, hacia donde estaban embarrancados los barcos. No se veía gris en el cielo del este. Seguí avanzando despacio, sobre mi vientre, iba tan despacio que el miedo se apoderaba de mí. Era consciente de un temblor en el muslo derecho, una sed que no podía ser saciada, y tenía las tripas irritadas. No dejaba de tocar la empuñadura de Hálito-de-serpiente, recordando los hechizos que Ealdwulf y Brida depositaron en la espada. Nunca, dijo Ravn, te enfrentes a Ubba.
El cielo oriental seguía oscuro. Avancé reptando, ya tan cerca del mar que podía otear el extenso Saefern y no vi más que el reflejo de la luna ocultarse en las aguas ondulantes, una lámina de plata abollada a martillazos, La marea subía, la fangosa orilla se estrechaba a medida que crecía el mar. Debía de haber salmones en el Pedredan, pensé, salmones que nadaban con la marea, que regresaban al mar, y toqué la empuñadura de la espada pues me estaba acercando a la franja de tierra firme en la que se erguían las casuchas y esperaban los guardias de los barcos. Me tembló el muslo. Estaba mareado.
Pero el ciego Hoder velaba por mí. Los guardias de los barcos no estaban más alerta que sus camaradas al pie de la colina, ¿y por qué deberían estarlo? Se encontraban lejos de las fuerzas de Odda, y no esperaban problemas; de hecho, sólo estaban allí porque los daneses jamás dejaban sus barcos sin vigilancia. En su mayoría, los guardias de los barcos se habían metido en las cabañas de los pescadores a dormir, y no habían dejado más que un puñado de hombres sentados alrededor de las pequeñas hogueras. Dichos hombres estaban inmóviles, probablemente medio dormidos, aunque uno paseaba arriba y abajo entre las altas proas de los barcos.
Me puse en pie.
Había caminado por las sombras, pero ahora estaba en territorio danés, tras sus centinelas; me desabroché la capa, me la quité, me limpié el barro de la cota de malla y caminé abiertamente hacia los barcos. Las botas chapotearon durante los últimos metros de pantano, y entonces me quedé allí de pie junto al barco más al norte, tiré el casco a la sombra del barco, y esperé al único danés que estaba en pie para descubrirme.
¿Y qué vería? Un hombre en cota de malla, un señor, un capitán de barco, un danés, y me recosté sobre la proa del barco y miré las estrellas. El corazón me latía desbocado, el muslo me temblaba, y pensé que si moría aquella mañana, por lo menos volvería a estar con Ragnar. Subiría al salón de los muertos en el Valhalla, aunque algunos hombres creían que aquellos que no morían en la batalla iban al Niflheim, el horrible infierno helado de los hombres del norte donde la diosa de los cadáveres Hel acecha entre las nieblas y la serpiente Comecadáveres repta entre la escarcha para mordisquear a los muertos, pero seguro, pensé, que un hombre muerto en una quema iría al Valhalla, no al gris Niflheim. Seguro que Ragnar estaba con Odín, y entonces oí los pasos del danés y lo miré con una sonrisa.
—Fría mañana, ¿eh? —dije.
—Pues sí. —Era un hombre mayor, con la barba gris, y estaba claramente sorprendido por mi aparición, pero no abrigaba recelo alguno.
—Todo tranquilo —comenté e incliné la cabeza hacia el norte como para indicarle que venía de visitar a los centinelas del lado de la colina del Saefern.
—Nos tienen miedo —dijo.
—Deberían —fingí bostezar, después me levanté del barco y caminé un par de pasos hacia el norte como si estuviera estirándome, entonces hice como si reparara en mi casco al borde del agua—. ¿Qué es eso?
Mordió el anzuelo, se metió en la sombra del barco para inclinarse sobre el casco y yo saqué el cuchillo, me acerqué y se lo clavé en la garganta. No se la corté, sólo se lo clavé, le hinqué la hoja directamente, se la retorcí y al mismo tiempo lo empujé hacia delante, le metí la cabeza bajo el agua y se la aguanté allí, de modo que si no se desangraba, se ahogaría, y le costó mucho, más de lo que esperaba, pero los hombres son difíciles de matar. Se resistió un tiempo, y pensé que el ruido que estaba haciendo atraería a los daneses de la hoguera más cercana, pero aquella hoguera estaba cuarenta o cincuenta pasos más allá, en la playa, y el pequeño oleaje del río era suficiente para amortiguar la agonía del danés, así que lo maté y nadie lo supo, nadie salvo los dioses que lo vieron, y cuando su alma lo abandonó, saqué el cuchillo de su garganta, recuperé mi casco y volví hasta la proa del barco.
Y esperé allí hasta que el alba iluminó el horizonte. Esperé allí hasta que vi un halo gris al borde de Inglaterra.
Y llegó la hora.
* * *
Caminé hasta la hoguera más cercana. Había dos hombres sentados.
—Mata uno —canté en voz baja—, después dos y luego tres, mata cuatro, mata cinco y luego más. —Era una canción danesa para remar, una que había escuchado muchas veces en la Víbora del viento—. Os relevarán pronto —los saludé alegremente.
Se me quedaron mirando. No sabían quién era, pero como el hombre que acababa de matar, no sospecharon aunque hablaba su idioma con un deje inglés. Había muchos ingleses en los ejércitos daneses.
—Una noche tranquila —dije, mientras me inclinaba y cogía un tronco de la hoguera por el lado que no ardía—. Egil se ha dejado un cuchillo en su barco —les expliqué, y Egil era un nombre suficientemente común entre los daneses para no levantar sospechas, así que sólo me miraron mientras me dirigía hacia el norte, suponiendo que necesitaría la llama para iluminar mi camino hacia los barcos. Pasé las cabañas, asentí a los tres hombres que descansaban junto a otra hoguera, y seguí caminando hasta que alcancé el centro de la fila de barcos y allí, silbando en voz baja como si no tuviera otra preocupación en el mundo, subí la escalerilla que habían dejado colgando en la proa de un barco y me metí dentro, después me abrí paso entre las filas de remos. Medio esperaba encontrar hombres durmiendo, pero el barco estaba desierto, salvo por los ruidos de las ratas escarbando en la sentina.
Me agaché en el centro del barco y lancé la madera ardiendo bajo los remos apilados, pero me pareció que no sería suficiente para hacerlos prender, así que usé mi cuchillo para rascar un poco de yesca de uno de los bancos, y cuando tuve suficientes astillas de madera, las apilé encima de la llama y vi el fuego avivarse. Rasqué más, después corté los palos de los remos para que las llamas tuvieran donde agarrarse, y nadie me gritó desde la orilla. Cualquiera que mirara debía de estar pensando que buscaba en la sentina, porque las llamas aún no eran lo bastante altas como para causar alarma, pero se iban extendiendo, y me di cuenta de que me quedaba muy poco tiempo, así que envainé el cuchillo y bajé del barco por un costado. Me metí en el Pedredan, sin importarme lo que el agua le hiciera a mi armadura o mis armas, y una vez en el río, rodeé las proas en dirección al norte, hasta que llegué al último barco donde el cadáver de barba gris golpeaba con suavidad al ritmo del oleaje, y allí esperé.
Y esperé. El fuego, pensé, debía de haberse apagado. Tenía frío.
Y seguí esperando. El gris del borde del mundo empezó a aclarar, y entonces, de repente, se oyó un grito airado y yo salí de las sombras y vi a los daneses corriendo hacia las llamas, brillantes y altas en el barco al que le había pegado fuego, así que me dirigí a la hoguera abandonada, cogí otro tronco y lo tiré dentro de un segundo barco, y los daneses corrían hacia el otro barco, a unos sesenta pasos, y no me vieron. Entonces sonó un cuerno, una vez más y otra, dando la alarma, y supe que los hombres de Ubba llegarían de su campamento en Cantucton, así que cogí una última rama ardiendo, me quemé la mano al meterla bajo una pila de remos, y regresé al río para esconderme a la sombra de uno de los barcos.
El cuerno siguió sonando. Los hombres salían desorientados de las cabañas de pescadores, a salvar la flota, y empezaron a llegar más hombres desde el campamento al sur, y así los daneses de Ubba cayeron en nuestra trampa. Vieron los barcos ardiendo y bajaron a salvarlos. Salieron del campamento en desorden, muchos sin armas, concentrados sólo en sofocar las llamas que bailaban en las jarcias y despedían sombras escabrosas en la orilla. Permanecí oculto, pero sabía que Leofric vendría, y ya era sólo una cuestión de llegar a tiempo. Llegar a tiempo y la bendición de las hilanderas, la bendición de los dioses, y los daneses usaban sus escudos para echar agua en el primero de los barcos ardiendo, pero entonces se oyó otro grito y supe que habían visto a Leofric, que seguro que había arrasado con la primera línea de centinelas, degollándolos a su paso, y estaba ya en el pantano. Di la vuelta por entre las sombras, salí de debajo del casco suspendido del barco y vi llegar a los hombres de Leofric. También vi treinta o cuarenta daneses llegar corriendo desde el norte para hacer frente a la carga, pero entonces aquellos daneses vieron los nuevos incendios en los barcos situados más al norte, y los asaltó el pánico porque tenían fuego detrás y guerreros delante, y la mayoría del resto de daneses seguía cien pasos atrás. Supe en esa circunstancia que hasta entonces los dioses luchaban con nosotros.
Yo di la vuelta por el agua. Los hombres de Leofric llegaban desde el pantano y las primeras espadas y lanzas se estrellaron, pero Leofric contaba con la ventaja de la superioridad numérica, y la tripulación del Heahengel arrasó al puñado de daneses, rebanándolos a golpe de hacha y espada. Uno de los miembros de la tripulación se dio la vuelta rápidamente, me vio llegar y fue presa del pánico, y yo le grité mi nombre, me incliné para coger un escudo danés, y los hombres de Edor estaban ya detrás de nosotros. Les grité que alimentaran las hogueras de los barcos mientras la tripulación del Heahengel formaba un muro de escudos en la franja de tierra firme. Entonces avanzamos. Avanzamos hacia el ejército de Ubba, que empezaba a darse cuenta de que estaba siendo atacado.
Marchamos hacia delante. Una mujer que salió de una cabaña gritó al vernos y salió huyendo de la orilla hacia los daneses, donde otro danés rugía a los demás que formaran un muro de escudos.
—¡Edor! —grité, pues sabía que necesitaríamos a sus hombres, y él los trajo para engrosar nuestra fila, de modo que formamos un muro de escudos sólido en la franja de tierra firme, nosotros éramos cien y delante teníamos a todo el ejército danés, aunque era un ejército desordenado y presa del pánico. Miré hacia Cynuit y no vi señal de los hombres de Odda. Vendrían, pensé, vendrían seguro; entonces Leofric aulló que solapáramos los escudos, y la madera de tilo castañeteó, yo envainé Hálito-de-serpiente y saqué a Aguijón-de-avispa.
El muro de escudos. Es un lugar horrible, así me lo dijo mi padre, y había luchado en siete muros y perecido en el último. Nunca te enfrentes a Ubba, me dijo Ravn.
Detrás de nosotros ardían los barcos situados más al norte, y enfrente teníamos la oleada de daneses enloquecidos que venían buscando venganza, y ésa fue su desgracia, pues no formaron un muro de escudos como es debido, sino que llegaron como perros rabiosos, en tropel, sólo empeñados en matarnos, seguros de que podían machacarnos porque ellos eran daneses y nosotros sajones, así que nos apuntalamos y yo vi a un hombre con la cara cubierta de cicatrices soltar esputos mientras gritaba al cargar contra mí, y fue entonces cuando llegó la calma de la batalla. De repente ya no sentía las tripas irritadas, ni la boca seca, ni me temblaban los músculos, sólo la mágica calma de la batalla. Era feliz.
También estaba cansado. No había dormido. Estaba empapado. Tenía frío, pero aun así de repente me sentí invencible. La calma de la batalla es algo maravilloso. Los nervios desaparecen, el miedo sale volando para desvanecerse, y aparece claro como el cristal que el enemigo no tiene ninguna posibilidad porque es demasiado lento, así que embestí con el escudo hacia la izquierda, paré el golpe de la lanza del de las cicatrices, lancé hacia delante la estocada con Aguijón y el danés se ensartó en su punta. Sentí el impacto en la mano al perforar los músculos de su estómago, y ya estaba retorciéndolo, rajándole la tripa al hombre para liberar el arma, cortando cuero, piel, músculos y tripas, y sentí su sangre caliente sobre mi mano fría. Gritó, dándome el aliento a cerveza sobre mi rostro, y yo lo hice caer de un topetazo con los remaches del escudo, le pegué una patada en la ingle y lo rematé con un tajo en la garganta, y ya tenía a un segundo hombre a la derecha, que la había emprendido a hachazos con el escudo de mi vecino, y aquél no costó de matar, la punta del sax en la garganta, y entonces avanzamos. Una mujer, con el pelo suelto, se me abalanzó con una lanza, y yo le pegué una patada brutal y le estampé el brocal del escudo en la cara de modo que se cayó gritando sobre una hoguera y la melena le prendió fuego como si se tratara de yesca. La tripulación del Heahengel estaba conmigo, y Leofric les gritaba que mataran y mataran rápido. Ésta era nuestra oportunidad de acabar con los daneses que nos habían atacado de manera tan insensata, que no habían formado muro de escudos, y era trabajo de hacha y espada, trabajo de carniceros con buen hierro, y ya había más de treinta daneses muertos y siete barcos ardiendo cuyas llamas se extendían con la velocidad del rayo.
—¡Muro de escudos! —oí el grito de los daneses. El mundo estaba iluminado, el sol acababa de salir por el horizonte. Los barcos más al norte se habían convertido en un horno. La cabeza de un dragón sobresalía entre el humo y sus ojos dorados refulgían. Las gaviotas gritaban por encima de la playa. Un perro corría por entre los barcos, gimoteando. Cayó un mástil y escupió chispas al aire argentado, y entonces vi a los daneses formar en un muro de escudos, organizarse para nuestra muerte, y vi también el estandarte del cuervo, el triángulo de tela que proclamaba que Ubba estaba allí y venía a darnos muerte.
—¡Muro de escudos! —grité yo, y fue la primera vez que di aquella orden—. ¡Muro de escudos! —Nos habíamos desperdigado, pero llegaba el momento de formar bien y aguantar. Escudo contra escudo. Teníamos delante cientos de daneses y habían venido para aplastarnos. Yo hice sonar Aguijón-de-avispa contra el brocal metálico de mi escudo—. ¡Vienen a morir! —grité—, ¡vienen a sangrar! ¡Vienen a nuestras armas!
Mis hombres vitorearon. Habíamos empezado cien, pero habíamos perdido media docena de hombres. Aun así los que quedaban vitorearon como si no tuvieran delante seis o siete veces más enemigos dispuestos a matarlos, y Leofric empezó el canto de batalla de Hegga, una canción de los remeros ingleses, rítmica y dura, que hablaba de una batalla librada por nuestros ancestros contra los hombres que vivían en Britania antes de que llegáramos, y ahora volvíamos a luchar por nuestra tierra. Detrás de mí una voz solitaria pronunció una oración y yo me di la vuelta para ver al padre Willibald sosteniendo una lanza. Recibí con una carcajada su desobediencia.
La risa en la batalla. Eso era lo que me había enseñado Ragnar, a extraer alegría de la batalla. Alegría matutina, pues el sol empezaba a aparecer por el este, inundando el cielo de luz, empujando la oscuridad hacia el extremo oeste del mundo, y yo golpeé mi escudo con Aguijón, para ahogar los gritos daneses con el ruido, y supe que nos atacarían con todas sus fuerzas y que teníamos que aguantar hasta que llegara Odda, pero confiaba en que Leofric fuera nuestro bastión en el flanco derecho, por donde los daneses intentarían rodearnos sin lugar a dudas, por el pantano. El izquierdo estaba seguro, pues se encontraba junto a los barcos, y la derecha sería el lugar por donde nos romperíamos si no éramos capaces de resistir.
—¡Escudos! —aullé, y cerramos de nuevo los escudos, pues los daneses llegaban y sabía que no vacilarían. Éramos muy pocos para asustarlos, no les hacía falta recabar valor para aquella batalla, vendrían sin más.
Y vaya si vinieron. Una gruesa fila de hombres, escudo contra escudo, mientras la nueva luz del alba rozaba puntas de lanza, filos de hacha y espadas.
Las lanzas y hachas arrojadizas llegaron antes, pero en la primera fila nos agachamos y la segunda levantó los escudos por encima de nosotros, así que los proyectiles llegaron con fuerza pero no causaron heridos, y entonces oí el salvaje grito de guerra de los daneses, sentí un último estremecimiento y allí estaban.
El atronador choque de los escudos, el golpe del mío contra mi pecho, gritos de rabia, una lanza entre mis tobillos, Aguijón bloqueado por un escudo al atacar, un grito a mi izquierda, un hacha volando por encima de mi cabeza. Me agaché, volví a atacar, di de nuevo contra escudo, retrocedí con el mío, liberé el sax, pisoteé la lanza, clavé Aguijón por encima en una cara peluda, y la cara se retorció, se le llenó la boca de sangre por la mejilla rajada, y yo avancé medio paso, volví a atacar y una espada me rebotó en el casco y me dio un golpe contra el hombro. Un hombre tiró de mí hacia atrás con fuerza porque había roto nuestra fila, y los daneses gritaban, empujaban, iban a tajo limpio, y el primer muro de escudos que se rompiera sería el escudo que moriría. Yo sabía que Leofric estaba pasándolo mal a la derecha, pero no tenía tiempo para mirar ni para ayudar, porque el hombre de la mejilla rajada me estaba machacando el escudo con un hacha corta, intentando convertirlo en astillas. Bajé el escudo repentinamente, le estropeé el golpe, y le rajé la cara una segunda vez, y ésta rozó con hueso, manó sangre y yo embestí con mi escudo contra el suyo, él retrocedió, fue empujado por los hombres detrás de él y esta vez Aguijón alcanzó su garganta y empezó a manar sangre y aire del gaznate abierto. Cayó de rodillas, y el hombre que tenía detrás me estampó una lanza contra el escudo y lo perforó, pero se quedó allí clavada, y los daneses seguían empujando, pero el muerto les obstruía el paso y el lancero le pasó por encima, el hombre de mi derecha le atizó en la cabeza con el borde de su escudo, yo le pegué una patada y después le lancé un hendiente. Un danés sacó la lanza de mi escudo, la volvió a clavar, y acabó en el suelo con un tajo del hombre a mi izquierda. Llegaron más daneses, y estábamos retrocediendo, doblándonos hacia atrás porque había daneses en los pantanos y nos estaban rodeando por la derecha, pero Leofric hizo que los hombres giraran poco a poco de modo que quedaran a nuestra espalda los barcos ardiendo, y sentí el calor del fuego y pensé que íbamos a sucumbir allí. Moriríamos con espadas en la mano y llamas a nuestras espaldas, y yo arremetía desesperado contra un danés pelirrojo, intentando romperle el escudo. Ida, el hombre a mi derecha, estaba en tierra, con las tripas fuera del cuero, por ese lado llegó un danés a atacarme, y yo le hinqué Aguijón en la cara, me agaché, paré el golpe de su hacha con los pedazos de mi escudo, les grité a los hombres que tenía detrás que rellenaran el hueco, y le rajé al del hacha los pies; le corté un tobillo y una lanza le reventó un costado de la cabeza. Grité con todas mis fuerzas y embestí contra los daneses, pero no había espacio para pelear ni para ver, sólo un amasijo de hombres que entre gruñidos se liaban a tajos, morían y sangraban. Y entonces llegó Odda.
El ealdorman esperó hasta que los daneses estuvieron apiñados en la orilla del río, esperó hasta que empezaron a empujarse entre sí en su afán por llegar hasta nosotros y matarnos, y entonces lanzó a sus hombres por el frente de Cynuit y llegaron como el trueno, con espadas, hachas, hoces y lanzas. Los daneses los vieron, en ese momento empezaron los gritos de aviso, y casi inmediatamente sentí la presión disminuir en mi frente cuando los daneses de la retaguardia se dieron la vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza, y yo clavé Aguijón con todas mis fuerzas para perforarle el hombro a un enemigo, y vaya si entró, hasta rascar el hueso, pero el hombre se retorció y se liberó llevándose a Aguijón, así que desenvainé a Hálito-de-serpiente y les grité a mis hombres que mataran a esos cabrones. Aquél era nuestro día, grité, y Odín nos daba la victoria.
Adelante entonces. Adelante hacia la matanza. Cuidaos del hombre que ama la batalla. Ravn me dijo que sólo uno de cada tres hombres, o puede que sólo uno de cada cuatro, es un auténtico guerrero, y los demás luchan a regañadientes, pero yo iba a aprender que sólo uno de cada veinte hombres ama la batalla. Dichos hombres eran los más peligrosos, los más hábiles, los que cosechaban almas, y aquellos a los que había que temer. Yo era uno de ellos, y aquel día, junto al río en el que la sangre subía con la marea, junto a los barcos ardiendo, dejé que Hálito-de-serpiente entonara su canto de muerte. Recuerdo poco salvo la rabia, la exaltación, la masacre. Aquél fue el momento que los escaldos celebran, el corazón de la batalla que conduce a la victoria, y el valor abandonó a los daneses en un instante. Creían que estaban ganando, que nos habían atrapado junto a los barcos en llamas, y que mandarían nuestras miserables almas al otro mundo, y en cambio el fyrd de Defnascir se desencadenó sobre ellos como una tormenta.
—¡Adelante! —grité.
—¡Wessex! —aulló Leofric—. ¡Wessex! —Repartía hachazos, quitándose daneses de encima, conducía a la tripulación del Heahengel lejos de los abrasadores barcos.
Los daneses retrocedían, intentaban escapar de nosotros. Pudimos escoger nuestras víctimas, y Hálito-de-serpiente aquel día estuvo letal. Embestir con el escudo hacia delante, desequilibrar a un enemigo, clavar la espada, tumbarlo, degollarlo, encontrar al siguiente. Tiré a un danés encima de las ascuas de una de las hogueras, lo maté mientras gritaba, y algunos de los daneses empezaron a huir hacia los barcos que aún no habían ardido, los empujaban hasta la pleamar, pero Ubba seguía peleando. Ubba gritaba a sus hombres que formaran un nuevo muro de escudos, para proteger los barcos, y tal era la voluntad de Ubba, tal su virulenta ira, que el nuevo muro de escudos aguantó. Atacamos con todas nuestras fuerzas, lo golpeamos con espada, hacha y lanza, pero volvíamos a estar sin espacio, sólo el forcejeo, los tirones, los gruñidos, el aliento fétido, aunque esta vez eran los daneses los que retrocedían, paso a paso, a medida que los hombres de Odda se unían a los míos para envolver a los daneses y machacarlos a hierro.
Aun así, Ubba aguantaba. Aguantó firme su retaguardia, bajo el estandarte del cuervo, y cada momento que él ganaba al contenernos, salía otro barco por la orillas. Lo único que pretendía ahora era salvar hombres y barcos, permitir que una parte de su ejército escapara, permitir que huyera de aquella presión de escudos y armas. Seis barcos daneses ya remaban hasta el mar del Saefern, y se estaban llenando más con hombres, así que grité a mis tropas que penetraran el muro, que los mataran, pero no había espacio para matar, sólo suelo pringoso de sangre y acero que apuñalaba por debajo de los escudos, y los hombres que empujaban desde el muro contrario, y los heridos que reptaban por la parte de atrás de nuestra fila.
Y entonces, con un rugido de furia, Ubba se abrió paso en nuestra línea con su enorme hacha de guerra. Recordé que ya lo había hecho en la pelea junto al Gewsesc, cómo simulaba desaparecer entre las filas enemigas sólo para repartir muerte, y su enorme hacha volvía a girar enloquecida, abría espacio, nuestra fila retrocedió y los daneses siguieron a Ubba, que parecía decidido a ganar aquella batalla él solo y a forjarse un nombre de leyenda. Había sido poseído por la locura de la batalla, había olvidado las runas, y Ubba Lothbrokson construía su leyenda mientras otro hombre caía, aplastado por el hacha. Ubba aulló, los daneses le siguieron hacia delante, y de repente amenazaron con perforar limpiamente nuestra fila, entonces yo me retiré entre mis hombres y me acerqué hasta donde Ubba peleaba, y allí grité su nombre, le llamé hijo de una cabra, cagarro, y él se dio la vuelta, con los ojos encendidos y me vio.
—Mocoso cabrón —me gruñó, y los hombres que tenía delante se agacharon hacia los lados cuando avanzó hacia mí, con la cota de malla empapada en sangre, parte de su escudo roto, el casco abollado y el filo de su hacha rojo.
—Ayer —dije—, vi caer un cuervo.
—Cabrón mentiroso —dijo y el hacha llegó haciendo medio molinete, la paré con el escudo y fue como si cargara un toro.
Liberó el arma mediante una sacudida y arrancó un enorme pedazo de madera que dejó pasar la luz del día.
—Un cuervo —proseguí—, cayó del cielo claro.
—Eres un hijo de puta —dijo acompañando otra vez al hacha, y de nuevo se llevó el golpe el escudo y yo me tambaleé hacia atrás, la abertura del escudo cada vez más grande.
—Gritó tu nombre al caer.
—Escoria inglesa —aulló, y atacó una tercera vez, pero esta vez yo di un paso atrás y saqué Hálito-de-serpiente a toda velocidad, en un intento por cortarle la mano del hacha, pero era rápido, rápido como una víbora y la retiró justo a tiempo.
—Ravn me dijo que te mataría —insistí—. Lo predijo. En un sueño, junto al pozo de Odín, entre la sangre vio caer el estandarte del cuervo.
—¡Mentiroso! —gritó y me atacó, intentando derribarme con el peso y la fuerza bruta, y yo lo esperé, tachones contra tachones, y lo contuve, ataqué con Hálito-de-serpiente, pero el golpe rebotó en su casco y salté hacia atrás un instante antes de que el hacha pasara por donde habían estado mis piernas, me abalancé, le clavé la punta de Hálito-de-serpiente limpiamente en el pecho, pero el golpe no tenía fuerza y su cota de malla contuvo el lance y lo detuvo. Él tiró un hendiente con el hacha, con la intención de destriparme de ingle a pecho, pero los pedazos de mi escudo detuvieron el golpe, y ambos retrocedimos un paso.
—Tres hermanos, y sólo tú quedas vivo. Dales mis recuerdos a Ivar y a Halfdan. Diles que Uhtred Ragnarson te ha enviado con ellos.
—Hijo de puta —dijo, y dio un paso adelante, haciendo un increíble molinete con el que pretendía destrozarme el pecho, pero la calma de la batalla se había apoderado de mí, el miedo me había abandonado, y sentía la alegría, así que embestí con el escudo de lado para detener el golpe del hacha, sentí la pesada hoja destrozar lo que quedaba de la madera, solté el brazal de modo que los pedazos de metal y madera se quedaron colgando de su arma, y entonces ataqué. Una, dos veces, ambos mandobles con toda la fuerza que me habían dado los remos del Heahengel, y Hálito-de-serpiente lo hizo retroceder, rompió su escudo, y Ubba levantó el hacha, con el escudo aún entorpeciéndola, y entonces resbaló. Había pisado las tripas de un cadáver, el pie izquierdo resbaló y, mientras perdía el equilibrio yo ataqué y le perforé la malla por encima del hueco del codo, y el brazo del hacha se desplomó, le había arrebatado toda la fuerza. Hálito-de-serpiente regresó como un rayo para rajarle la boca, yo estaba gritando, él tenía la barba ensangrentada y entonces supo que moriría, que vería a sus hermanos en el salón de los muertos. Pero no desistió. Vio la muerte llegar y luchó contra ella intentando volverme a sacudir con su escudo, pero yo era demasiado rápido, estaba demasiado exultante, y el siguiente embate fue contra el cuello, y él se tambaleó, la sangre derramándose por su hombro, metiéndose más aún entre las juntas de su malla, y me miraba mientras trataba de mantenerse erguido.
—Esperadme en el Valhalla, señor —dije.
Cayó de rodillas mirándome aún. Intentaba hablar, pero no pudo decir nada y le di el golpe de gracia.
—¡Rematadlos! —gritó el ealdorman Odda, y los hombres que habían estado observando el duelo gritaron por el triunfo y se apresuraron contra el enemigo, que era presa del pánico. Los daneses intentaban llegar a sus barcos, algunos arrojaban armas y los más listos se tumbaban en el suelo, fingiéndose muertos. Hombres con hoces acabaron con hombres con espadas. Las mujeres de la cima de Cynuit estaban ahora en el campamento danés, matando y saqueando.
Me arrodillé junto a Ubba y le cerré la muñeca derecha de los nervios rotos alrededor de la empuñadura de su hacha de guerra.
—Id al Valhalla, señor —dije. Aún no estaba muerto, pero sí moribundo, pues mi último tajo le había abierto el cuello.
Entonces se estremeció, emitió un graznido y yo mantuve la mano cogida al hacha mientras moría.
Escaparon una docena de barcos más, todos recargados de daneses, pero el resto de la flota de Ubba era nuestra, y aunque un puñado de enemigos corrieron hacia los bosques adonde fueron perseguidos, el resto de daneses acabaron muertos o hechos prisioneros, y el estandarte del cuervo cayó en manos de Odda. Aquel día la victoria fue nuestra, y Willibald, con la punta de su lanza ensangrentada, bailaba de alegría.
Obtuvimos caballos, oro, plata, prisioneros, mujeres, barcos, armas y malla. Y yo había luchado en un muro de escudos.
El ealdorman Odda fue herido, le lanzaron un hacha a la cabeza que le perforó el escudo y se le clavó en el cráneo. Estaba vivo, pero tenía los ojos en blanco, la piel pálida, le costaba respirar y perdía sangre por la cabeza. Los curas rezaron junto a él en una de las casas del pueblo, y allí lo vi yo, pero él no me veía a mí, no podía ni hablar, puede que ni oír. Aun así aparté a dos curas, me arrodillé junto a su lecho y le di las gracias por aceptar el ataque a los daneses. Su hijo, incólume, con la armadura al parecer sin un rasguño, me observó desde la oscuridad de la esquina más alejada de la estancia.
Me erguí. Me dolía la espalda y tenía los brazos entumecidos.
—Me voy a Cridianton —le dije al joven Odda.
Se encogió de hombros como si no le importara lo que pensaba hacer. Agaché la cabeza para pasar por la pequeña puerta, donde me esperaba Leofric.
—No vayas a Cridianton —me dijo.
—Mi mujer está allí —respondí—, y mi hijo.
—Alfredo está en Exanceaster —dijo.
—¿Y?
—Que el hombre que lleve la noticia de esta batalla a Exanceaster se llevará la gloria —dijo.
—Pues ve tú —repuse.
Los prisioneros daneses querían enterrar a Ubba, pero Odda el Joven ordenó que despedazaran el cuerpo y entregaran los pedazos a los animales y los pájaros. Aún no lo habían hecho, aunque la gran hacha de batalla que le puse a Ubba en la mano había desaparecido, y me supo mal, pues la quería, pero también quería que trataran a Ubba con respeto, así que permití que los prisioneros le cavaran una tumba. Odda el Joven no se enfrentó a mí, dejó que los daneses enterraran a su jefe y apilaran sobre él un montículo, para enviar así a Ubba con sus hermanos al salón de los muertos.
Y cuando terminamos, cabalgué hacia el sur con una veintena de mis hombres, todos montados sobre caballos daneses.
Iba a ver a mi familia.
* * *
Estos días, tanto tiempo después de la batalla de Cynuit, cuento entre mis sirvientes con un arpista. Es un viejo galés, ciego pero muy capaz, y a menudo canta historias de sus ancestros. Le gusta cantar sobre Arturo y Ginebra, de cómo Arturo masacró a los ingleses, aunque se cuida de que no oiga esas canciones. En cambio, me alaba a mí y a mis batallas con una adulación escandalosa cantando las palabras de mis poetas, las cuales me describen como Uhtred Poderosa Espada, o Uhtred el Repartidor de Muerte, o Uhtred el Caritativo. A veces observo al ciego sonreírse mientras sus manos pinzan las cuerdas, y siento más simpatía por su escepticismo que por los poetas, que son todos ellos un puñado de serviles plañideras.
Pero en el año 877 no pagaba poetas ni arpista. Era un joven que había salido aturdido y maravillado del muro de escudos, que apestaba a sangre camino del sur y aun así, por algún motivo, mientras recorría las colinas y bosques de Defnascir, pensé en un arpa.
Todos los señores tienen un arpa en su casa. De niño, antes de irme con Ragnar, a veces me sentaba junto al arpa en el salón de Bebbanburg y me intrigaba el sonido de las cuerdas. Si estirabas una cuerda, las otras se estremecían y despedían una pequeña música.
—¿Qué, perdiendo el tiempo, chico? —me rugía mi padre cuando me veía agachado junto al arpa, y supongo que lo estaba perdiendo, pero aquella primavera de 877 recordé el arpa de mi infancia y el temblor de las cuerdas al tocar sólo una de ellas. No era música, por supuesto, sólo ruido, y escasamente audible, pero tras la batalla en el valle del Pedredan, me pareció que mi vida estaba hecha de cuerdas, y que si tocaba una, todas las demás, aunque separadas, sonaban. Pensé en Ragnar el Joven y me pregunté si estaría vivo, y si el asesino de su padre, Kjartan, seguiría vivo, en cómo moriría si lo hacía, y al pensar en Ragnar, recordé a Brida, y a su recuerdo se sobrepuso una imagen de Mildrith, que me trajo a la mente a Alfredo y su amarga esposa Ælswith, y todas aquellas personas distintas formaban parte de mi vida, cuerdas que sonaban en el armazón de Uhtred, y aunque separadas, las unas influían en las otras, pero juntas creaban la música de mi vida.
Estupideces, me dije. La vida no es más que la vida. Vivimos, morimos, vamos al salón de los muertos. No hay música, sólo azar. El destino es implacable.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó Leofric. Cabalgábamos por un valle estampado de rosa por las flores.
—Pensaba que ibas a ir a Exanceaster —le dije.
—Sí, pero primero iré a Cridianton, y después te llevaré a Exanceaster. ¿Qué estás pensando? Pareces tan amargado como un cura.
—Estoy pensando en un arpa.
—¡Un arpa! —Se rio—. Tienes la cabeza llena de pájaros.
—Si rozas un arpa —dije—, sólo hace ruido, pero si la tocas suena música.
—¡Cristo bendito! —me miró con preocupación—. Eres peor que Alfredo. Piensas demasiado.
Tenía razón. Alfredo estaba obsesionado con el orden, obsesionado con la tarea de organizar el caos de la vida en algo que pudiera controlarse. Lo haría valiéndose de la Iglesia y de la ley, que son prácticamente lo mismo, pero yo quería ver la pauta en los hilos de la vida. Al final encontré una, y no tenía nada que ver con Dios, sino con la gente. Con la gente a la que amamos. Mi arpista hace bien en sonreír cuando canta que soy Uhtred el Generoso, o Uhtred el Vengador, o Uhtred el Hacedor de viudas, pues es viejo y sabe lo que yo sé, que en realidad soy Uhtred el Solitario. Todos estamos solos y todos buscamos una mano que apretar en la oscuridad. No es el arpa, sino la mano que la toca.
—Te va a dar dolor de cabeza de tanto pensar —me dijo Leofric.
—Earsling —contesté yo.
Mildrith estaba bien. Se hallaba a salvo. No la habían violado. Lloró al verme, y yo la rodeé con los brazos y me maravillé de quererla tanto. Entonces me dijo que me había creído muerto y que había rezado a Dios para que me salvara, y me llevó hacia la habitación en la que nuestro hijo estaba en pañales y vi por primera vez a Uhtred, hijo de Uhtred, y recé porque un día se convirtiera en el legítimo y único propietario de las tierras cuidadosamente señaladas con piedras, zanjas, robles y fresnos, marismas y mar. Sigo siendo el señor de esas tierras que fueron adquiridas con la sangre de mi familia, y recuperaré esas tierras del hombre que me las robó, y se las entregaré a mis hijos. Pues soy Uhtred, el jarl Uhtred, Uhtred de Bebbanburg, y el destino lo es todo.