Capítulo X

El ejército de Alfredo se retiró de Werham. Se quedaron unos cuantos sajones para vigilar a Guthrum, pero muy pocos, pues los ejércitos eran caros de mantener y, una vez reunidos, tenían la costumbre de ponerse enfermos, así que Alfredo aprovechó la tregua para enviar a los hombres de los fyrds de vuelta a sus granjas mientras él y las tropas reales se dirigían a Scireburnan, que quedaba a medio día de marcha al noroeste de Werham y que, felizmente para Alfredo, era hogar de un obispo y sede de un monasterio. Beocca me contó que Alfredo pasó aquel invierno leyendo los antiguos códigos legales de Kent, Mercia y Wessex, y sin duda se estaba preparando para compilar sus propias leyes, cosa que hizo al final. Estoy seguro de que fue feliz aquel invierno, criticando las normas de sus ancestros y soñando con la sociedad perfecta en la que la iglesia nos dijera qué no hacer y el rey nos castigara por hacerlo.

Huppa, el ealdorman de Thornsaeta, comandaba los pocos hombres que habían quedado frente a las fortificaciones de Werham, mientras que Odda el Joven guiaba una tropa de jinetes que patrullaban las orillas del Poole, pero ambos efectivos eran escasos y poco más podían hacer aparte de vigilar a los daneses; pero ¿por qué tendrían que hacer más? Se pactó una tregua, Guthrum había jurado sobre el santo anillo y Wessex estaba en paz.

La festividad de Yule no fue nada espectacular en Werham, aunque los daneses hicieron cuanto pudieron y por lo menos había cerveza en abundancia, así que los hombres se emborracharon, pero mi principal recuerdo de aquel Yule es de Guthrum llorando. Las lágrimas inundaron su rostro cuando un arpista tocó una melodía triste y un escaldo recitó un poema sobre la madre de Guthrum. Su belleza, cantó el escaldo, rivalizaba con la de las estrellas, y su bondad era tal que las flores brotaban en invierno para rendirle homenaje.

—Era una zorra rancia —me susurró Ragnar—, más fea que un cubo de mierda.

—¿La conociste?

—Ravn la conocía. Solía decir que habría derribado un árbol con la voz.

Guthrum hacía honor a su apodo: el Desafortunado. Estuvo tan cerca de destruir Wessex, que sólo la muerte de Malician pudo arrebatarle el premio; no fue su culpa, pero, existía cierto resentimiento creciente entre el ejército atrapado. Los hombres murmuraban que nada prosperaba bajo el liderazgo de Guthrum, y puede que esa desconfianza lo volviera más malhumorado que nunca, o puede que fuera el hambre.

Pues los daneses pasaban hambre. Alfredo mantuvo su palabra y envió comida, pero nunca había suficiente, y yo no comprendía por qué los daneses no se comían sus caballos, los cuales pastaban durante el invierno en los pantanos entre la fortaleza y el Poole. Aquellos caballos se estaban quedando en los huesos, los daneses añadieron el poco heno que encontraron en la ciudad a su miserable dieta de pasto, y cuando terminaron el heno empezaron a arrancar la paja de algunos de los tejados de Werham, y esa pobre dieta mantuvo a los caballos vivos hasta los primeros atisbos de la primavera. Di la bienvenida a aquellas nuevas señales de que el año avanzaba; el canto de los cagaaceites, las violetas perrunas que crecían en los lugares resguardados, las plantas con forma de cola de cordero en los castaños y las primeras ranas en el pantano. La primavera llegaba, y cuando la hierba se tornara verde, Guthrum se marcharía y los rehenes seríamos liberados.

Recibíamos pocas noticias, exceptuando las que nos daban los daneses, pero a veces alguno de nosotros recibía un mensaje, normalmente clavado a un sauce que había fuera de la puerta, y uno de aquellos mensajes estaba dirigido a mí. Por primera vez di las gracias porque Beocca me hubiese enseñado a leer, pues el padre Willibald me había escrito y me contaba que tenía un hijo. Mildrith había dado a luz antes de Yule y el niño estaba sano y la madre también, y que el bebé se llamaba Uhtred. Lloré cuando leí aquello. No esperaba sentir tanta emoción, pero la sentía, y cuando Ragnar me preguntó por qué estaba llorando y se lo conté, sacó un barril de cerveza y lo festejamos celebrando lo más parecido a una fiesta que pudimos conseguir, y me regaló un pequeño brazalete de plata para el niño. Tenía un hijo. Uhtred.

Al día siguiente ayudé a Ragnar a reflotar la Víbora del viento. Había pasado todo el invierno en tierra para ser calafateada, y llenamos la sentina de las piedras que le servían de lastre, aparejamos el mástil y después matamos una liebre que logramos atrapar en los campos donde los caballos intentaban pastar, y Ragnar vertió la sangre de la liebre sobre la proa de la Víbora e invocó a Thor para que le enviara buen viento y a Odín para que le proporcionara grandes victorias. Nos comimos la liebre aquella noche y nos bebimos la última cerveza, y a la mañana siguiente llegó un barco con cabeza de dragón. Me parecía increíble que Alfredo no hubiera ordenado a nuestra flota patrullar las aguas de la boca del Poole, pero ninguna de nuestras embarcaciones estaba allí, así que un único barco danés subió río arriba para traerle un mensaje a Guthrum.

Ragnar se mostró un tanto impreciso sobre el barco. Venía de Anglia Oriental, me dijo, lo cual resultó ser mentira, y sólo traía noticias de aquel reino, otra mentira. En realidad procedía del oeste, de los alrededores de Cornwalum, las tierras de los galeses, pero eso sólo lo supe después y, en aquel momento, no me importó, porque Ragnar también me dijo que tendríamos que marcharnos pronto, muy pronto, y sólo tenía cabeza para el hijo que aún no había visto: Uhtred Uhtredson.

Aquella noche Guthrum dio un banquete para los rehenes, un buen banquete, con comida y cerveza que había traído el barco dragón recién llegado, y Guthrum nos alabó por haber sido buenos invitados, nos entregó a cada uno un brazalete y nos prometió que muy pronto nos liberaría.

—¿Cuando? —pregunté.

—¡Pronto! —Su largo rostro brilló a la luz de la hoguera al levantar hacia mí un cuerno de cerveza—. ¡Pronto! ¡Ahora bebe!

Todos bebimos, y tras el banquete los rehenes nos dirigimos al salón del convento donde Guthrum insistía en que durmiésemos. De día podíamos pasear por donde quisiéramos dentro de las líneas danesas, y podíamos llevar armas si nos apetecía, pero de noche quería a todos los rehenes en un lugar para que sus guardias de capas negras nos mantuvieran vigilados, y fueron aquellos guardias los que vinieron por nosotros en el corazón de la noche. Portaban antorchas y nos despertaron a patadas, ordenándonos salir de allí inmediatamente, y uno de ellos me apartó de un puntapié a Hálito-de-serpiente cuando fui a por ella.

—Salid fuera —gruñó, y cuando volví a intentar coger la espada me llevé un varazo en la cabeza con el asta de una lanza, y dos lanzas más me pincharon el culo, así que no tuve más remedio que salir a trompicones por la puerta donde ráfagas de viento escupían lluvia. El viento rasgaba las antorchas en llamas que iluminaban la calle donde al menos cien daneses esperaban, todos armados, y vi que habían ensillado a los delgados caballos y mi primer pensamiento fue que aquellos eran los hombres que nos escoltarían hasta las líneas sajonas.

Entonces Guthrum, envuelto en una capa negra, se abrió paso entre los hombres con cascos. Nada dijo. Guthrum, con el rostro sombrío, el hueso blanco en el pelo, se limitó a asentir, y sus capas negras desenvainaron. El primero en morir fue el pobre Waella. Guthrum se estremeció ligeramente al morir el cura, pues creo que le gustaba, pero entonces yo ya me estaba dando la vuelta, listo para enfrentarme a los hombres frente a mí, aunque desarmado y sabiendo que aquella pelea sólo podía terminar con mi muerte. Ya llegaba una espada hacia mí, que sostenía un danés con jubón de cuero remachado con hierro, y sonreía mientras dirigía la hoja contra mi vientre desprotegido, y seguía sonriendo cuando el hacha se le hundió entre los ojos. Recuerdo el golpe del arma al clavarse, el chorro de sangre a la luz de las llamas, el ruido del hombre al caer sobre la calle de losas y grava, y mientras tanto las protestas desesperadas de los demás rehenes que iban siendo asesinados, pero yo sobreviví. Ragnar había lanzado el hacha y ahora se erguía junto a mí, espada en mano. Iba ataviado con el equipo de guerra, cota de malla pulida, altas botas y casco decorado con dos alas de águila, y en la ruda luz de las antorchas centelleantes parecía un dios llegado a Midgard.

—Deben morir todos —insistió Guthrum. Los demás rehenes estaban muertos o moribundos, con las manos ensangrentadas por sus fútiles intentos por protegerse del acero, y una docena de guerreros daneses, con las espadas rojas, se dirigía hacia mí para terminar la tarea.

—Para matar a éste —gritó Ragnar—, tendréis que matarme a mí primero. —Sus hombres salieron de entre el gentío para respaldar a su señor. Los superaban en número por lo menos cinco a uno, pero eran daneses y no mostraban miedo.

Guthrum se quedó mirando a Ragnar. Hacca aún no estaba muerto y se retorcía en su agonía. Guthrum, irritado porque el hombre siguiera vivo, sacó la espada y se la clavó a Hacca en la garganta. Los hombres de Guthrum estaban quitándoles los brazaletes a los muertos, brazaletes que sólo horas antes habían sido regalos de su señor.

—Deben morir todos —repitió Guthrum cuando Hacca se quedó quieto—. Alfredo matará ahora a todos nuestros rehenes, así que debe ser hombre por hombre.

—Uhtred es mi hermano —dijo Ragnar—, y os invito a matarlo, señor, pero antes tendréis que matarme a mí.

Guthrum se apartó.

—No es momento de que los daneses peleen entre sí —admitió a regañadientes, y envainó la espada para indicar que podía vivir. Crucé la calle para buscar al hombre que me había robado a Hálito-de-serpiente, Aguijón-de-avispa y mi armadura, y me los entregó sin protestar.

Los hombres de Guthrum estaban montando.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Ragnar.

—¿A ti qué te parece? —me preguntó agresivo.

—Creo que estáis rompiendo la tregua.

—No hemos llegado hasta aquí —dijo—, para marcharnos como perros apaleados. —Me observaba mientras me abrochaba el tahalí—. Ven con nosotros.

—¿Que vaya con vosotros adónde?

—A conquistar Wessex, por supuesto.

No niego que sentí un tirón en las cuerdas de mi corazón, la tentación de unirme a los salvajes daneses en su carrera por Wessex, pero era fácil resistirse.

—Tengo esposa —le dije—, e hijo.

Me hizo una mueca.

—Alfredo te ha atrapado, Uhtred.

—No —repuse—, lo han hecho las hilanderas. —Urdr, Verdandi y Skuld, las tres mujeres que tejían nuestros hilos al pie de Yggdrasil y que habían decidido mi destino. El destino lo es todo—. Tengo que volver con mi mujer.

—Pero aún no —me dijo Ragnar con media sonrisa, llevándome al río donde una pequeña barca nos condujo hasta donde la recién botada Víbora del viento estaba anclada. Media tripulación se hallaba ya a bordo, como Brida, que me sirvió un desayuno de pan y cerveza. Con la primera luz, cuando había justo el suficiente gris en el cielo para revelar el fango brillante de las orillas del río, Ragnar ordenó levantar el ancla y bajamos corriente abajo con la marea, deslizándonos y adelantando las siluetas oscuras de otros barcos daneses hasta llegar a un tramo del río lo suficientemente ancho como para hacer virar a la Víbora del viento y allí se colocaron los remos, los hombres halaron, y el barco viró grácilmente, ambas filas empezaron a bogar y se lanzó disparada por el Poole, donde la mayoría de la flota danesa estaba anclada. No fuimos muy lejos, sólo hasta una orilla yerma de una gran isla que hay en el centro del Poole, hogar de ardillas, aves marinas y zorros. Ragnar dejó que el barco llegara hasta la orilla y cuando la proa tocó la playa, me abrazó.

—Eres libre —me dijo.

—Gracias —le contesté con ardor, pues recordaba los cadáveres ensangrentados en el convento de Werham. Me sujetó por los hombros.

—Tú y yo —me dijo— estamos unidos como hermanos. No lo olvides. Ahora vete.

Chapoteé por entre los pantanales mientras la Víbora del viento, de un gris fantasmal con las primeras luces del alba, retrocedía. Brida se despidió con un grito, oí el batir de los remos y el barco se marchó.

La isla era un lugar inhóspito. Antes vivían pescadores y cazadores de pájaros, y un anacoreta, un ermitaño que había ocupado un árbol hueco en el centro de la isla, pero la llegada de los daneses los había echado a todos, y ahora los restos de las casas de los pescadores no eran más que madera quemada sobre suelo negro. Tenía la isla para mí, y desde su orilla observé la vasta flota danesa enfilar hacia la entrada del Poole, aunque se detuvieron allí en lugar de adentrarse en el mar porque el viento, racheado, había refrescado aún más y ahora era casi un vendaval que soplaba del sur, y las olas estaban rompiendo con fuerza por encima de la lengua de arena que protegía su nuevo fondeadero. La flota danesa se desplazó hasta allí, supuse, porque quedarse en el río habría expuesto a sus tripulaciones a los arqueros sajones que se encontrarían ya entre las tropas que reocuparan Werham.

Guthrum había conducido a sus jinetes fuera de Werham, eso era evidente, y los daneses que se habían quedado en la ciudad estaban ahora apelotonados en los barcos, donde esperaban que el temporal amainara para poder zarpar, aunque no tenía la menor idea de hacia adónde.

El viento del sur sopló durante todo el día, empeoró y trajo consigo una lluvia cortante, y acabé aburriéndome de ver a la flota danesa revolverse sobre sus anclas, así que exploré la orilla de la isla y encontré los restos de un pequeño bote medio oculto en un matorral. Lo eché al agua y descubrí que flotaba bastante bien. Seguramente el viento me alejaría de los daneses, así que esperé a que cambiara la marea y entonces, medio empapado en el bote roto, conseguí huir. Usé un pedazo de madera como tosca pala, pero el viento aullaba en ese momento y me empapó durante toda la travesía por aquella extensión de agua hasta que, al caer la noche, llegué a la orilla norte del Poole y allí me convertí de nuevo en sceadugengan, buscando el camino entre juncos y pantanos, hasta que hallé terreno firme donde me refugié en unos arbustos para dormir un sueño roto. Por la mañana caminé hacia el este, sacudido todavía por el viento y la lluvia, y así llegué a Hamtun aquella tarde.

Descubrí entonces que Mildrith y mi hijo habían desaparecido.

Se los había llevado Odda el Joven.

El padre Willibald me contó la historia. Odda llegó aquella mañana, mientras Leofric aseguraba los barcos contra el duro viento en la orilla, y dijo que los daneses habían roto la tregua, que habían matado a los rehenes, que podían venir a Hamtun en cualquier momento, y que Mildrith tenía que huir.

—Ella no quería ir, señor —me informó Willibald, y se notaba timidez en su voz. Mi ira lo estaba asustando—. Tenían caballos, señor. —Como si eso lo explicara todo.

—¿No has mandado llamar a Leofric?

—No me dejaron, señor —se detuvo—. Pero estábamos asustados, señor. Los daneses habían roto la tregua y pensábamos que estabais muerto.

Leofric partió en su persecución, y cuando supo que Mildrith se había ido Odda le llevaba por lo menos media mañana de ventaja, y Leofric ni siquiera sabía dónde se había dirigido.

—Al oeste —le dije—, de vuelta a Defnascir.

—¿Y los daneses? —preguntó Leofric—. ¿Dónde van?

—¿De vuelta a Mercia? —supuse.

Leofric se encogió de hombros.

—¿Atravesando Wessex? ¿Con Alfredo al acecho? ¿Y dices que iban a caballo? ¿En qué estado estaban los caballos?

—En mal estado, medio muertos de hambre.

—Entonces no han ido a Mercia —contestó con seguridad.

—Puede que vayan a encontrarse con Ubba —sugirió Willibald.

—¡Ubba! —Hacía tiempo que no oía aquel nombre.

—Se oían rumores, señor —dijo Willibald nervioso—, de que se encontraba con los britanos en Gales. Que tenía la flota en el Saefern.

Eso tenía sentido. Ubba reemplazaba a su hermano muerto, Halfdan, y evidentemente conducía otra fuerza de daneses contra Wessex, ¿pero dónde? Si cruzaba el ancho mar del Saefern llegaría a Defnascir, o puede que marchara rodeando el río, que se dirigiera al centro del país por el norte, pero por el momento no me importaba. Sólo quería encontrar a mi esposa y a mi hijo. Había orgullo en aquel deseo, por supuesto, pero no sólo eso. Mildrith y yo estábamos hechos el uno para el otro, la había echado de menos, quería ver a mi hijo. La ceremonia en la catedral, empapada por la lluvia, había obrado su magia y la quería de vuelta. Y quería castigar a Odda el joven por llevársela.

—Defnascir —repetí—, ahí ha ido el cabrón. Y ahí es donde nos vamos mañana. —Odda, así lo sentía, regresaría a la seguridad de su hogar. No porque temiera mi venganza, porque suponía que estaba muerto, sino porque le preocupaban los daneses, y a mí me preocupaba que se lo hubieran encontrado de camino al oeste.

—¿Tú y yo? —preguntó Leofric.

Sacudí la cabeza.

—Nos llevamos el Heahengel y una dotación ofensiva completa.

Leofric parecía escéptico.

—¿Con este tiempo?

—El viento amaina —dije, y era cierto, aunque aún golpeaba los techos y las contras, pero a la mañana siguiente estaba más calmado, aunque no demasiado, pues el agua de Hamtun seguía moteada de blanco cuando las pequeñas olas llegaban furiosas a la playa, lo que sugería que las aguas tras el Solente serían procelosas. Pero había claros, el viento soplaba desde el este y yo no podía esperar. Dos miembros de la tripulación, ambos pescadores toda su vida, intentaron disuadirme del viaje. Ya habían visto ese tiempo antes, decían, y la tormenta regresaría, pero yo me negué a creerlos y ellos, preciso es reconocerlo, embarcaron por su propia voluntad, igual que el padre Willibald, cosa muy valerosa por su parte, pues el pobre odiaba el mar y se enfrentaba al más agitado temporal que hayamos visto nunca.

Remamos hasta salir de las aguas de Hamtun, izamos la vela en el Solente, metimos los remos y corrimos delante del viento del este como si la serpiente Comecadáveres nos empujara por la popa. El Heahengel martilleaba contra las aguas encrespadas, desplazaba el agua blanca a gran altura, corría, y eso mientras seguimos en aguas resguardadas. Entonces dejamos atrás los blancos riscos al final de la isla de Wiht, las rocas denominadas Naedles, las agujas, y las primeras aguas tumultuosas golpearon el Heahengel y la embarcación escoró con ellas. Aun así seguíamos volando, el viento disminuía y el sol brillaba por rendijas entre las nubes oscuras e incidía coruscante sobre el mar bravo. Entonces, de repente, Leofric aulló para avisarme señalando hacia delante.

Me indicaba la flota danesa. Como yo, habían considerado que el tiempo podía mejorar, y debían de tener prisa para unirse a Guthrum, porque la flota entera salía del Poole y se dirigía hacia el sur para rodear la rocosa isla, lo cual significaba que, como nosotros, se dirigían hacia el oeste. Probablemente se dirigían hacia Defnascir o puede que planearan rodear limpiamente Cornwalum para unirse a Ubba en Gales.

—¿Quieres atacarlos? —me preguntó Leofric con aire sombrío.

Orcé para colocarnos rumbo al sur.

—Los rodearemos por fuera —dije, y lo que quería indicar es que nos dirigiríamos mar adentro, dudando de que alguno de sus barcos se molestara en perseguirnos. Tenían prisa por llegar a dondequiera que fuesen y con suerte, pensé, el Heahengel los dejaría atrás, pues era un barco rápido y ellos seguían aún muy cerca de la costa.

Navegamos con el viento y había en ello regocijo, la alegría de guiar un barco a través de un mar enfurecido, aunque dudo que los hombres que achicaban el Heahengel lo estuvieran pasando muy bien, con toda el agua que tenían que tirar por la borda, y fue uno de aquellos hombres el que miró hacia atrás y me avisó a gritos. Me di la vuelta para ver una negra borrasca gestándose encima del mar revuelto. Era un nubarrón furioso, negro y cargado de lluvia, que llegaba rápido, tan rápido que Willibald, que había estado agarrándose a la borda para vomitar, se hincó de hinojos, se persignó y empezó a rezar.

—¡Arriad la vela! —le grité a Leofric, y él se lanzó hacia ella tambaleándose, pero tarde, demasiado tarde, pues la borrasca nos estalló encima.

Durante un instante brilló el sol, pero al siguiente nos convertimos en un juguete del diablo, pues la tormenta se desencadenó sobre nosotros con la fuerza de un muro de escudos. El barco se tambaleó, agua, viento y oscuridad nos machacaban en un caos repentino, y el Heahengel cedió a su fuerza, escorándose por completo. No podía hacer nada por mantenerlo erguido, y vi a Leofric tambalearse en el puente mientras estribor se sumergía bajo el agua.

—¡Achicad! —gritaba desesperado—, ¡achicad! —Y entonces, con un crujido como el de un trueno, la gran vela quedó hecha jirones que azotaban la verga, y el barco se enderezó lentamente, pero estaba demasiado sumergido en el agua, y yo hacía uso de toda mi fuerza para intentar girarlo, darle poco a poco la vuelta para poder cambiar nuestro rumbo y aproar el barco hacia aquella agitación de mar y viento. Los hombres rezaban, se persignaban y achicaban, y los restos de la vela más los cabos sueltos azotaban enloquecidos, eran demonios hechos jirones, y el repentino vendaval aullaba como si las jarcias estuvieran llenas de furias, y pensé entonces que era una lástima morir en el mar tan poco tiempo después de que Ragnar me salvara la vida.

De algún modo conseguimos meter seis remos en el agua y entonces, con dos hombres por remo, bogamos para meternos en aquel pandemónium. Doce hombres empujaban los seis remos, tres intentaban cortar las jarcias rotas para liberarnos de ellas, y los demás echaban agua por la borda. No dábamos órdenes, porque no se oía nada con aquel viento ensordecedor que le erizaba la piel al mar y la azotaba produciendo espuma blanca. El oleaje era imponente, pero no suponía un peligro para el Heahengel pues lo surcaba, aunque las crestas blancas sí rompían y amenazaban con empaparnos. Entonces vi oscilar el mástil, los obenques ceder, y grité inútilmente, pues nadie me podía oír. El gran palo de picea se rompió y cayó. Se cayó de lado por una de las bordas, de modo que empezó a entrar agua otra vez, pero Leofric y una docena de hombres consiguieron tirar el mástil al mar, chocó contra nuestra borda y después pegó una sacudida al barco, porque aún estaba sujeto a él por una maraña de cabos de piel de foca. Vi a Leofric sacar un hacha de la sentina sumergida y emprenderla contra la maraña de cuerdas, pero le grité con todas mis fuerzas que dejara estar el hacha.

Porque el mástil, atado a nosotros y flotando aún detrás, parecía equilibrar el barco. Mantuvo al Heahengel entre las olas y el viento, permitiendo que el encrespado mar discurriera bajo nosotros dándonos, por fin, un respiro. Los hombres se miraban unos a otros como sorprendidos de estar vivos, y yo hasta pude dejar el timón, pues el mástil, con la enorme verga y los restos de la vela todavía unidos a él, nos mantenía estables. Descubrí que me dolía el cuerpo. Estaba totalmente empapado, debía de tener frío, pero no lo notaba.

Leofric llegó hasta donde estaba la proa del Heahengel miraba hacia el este, pero nos desplazábamos hacia el oeste por acción de la marea y el viento, y me di la vuelta para asegurarme de que teníamos agua suficiente, entonces le toqué un hombro a Leofric y señalé hacia la orilla.

Donde vimos una flota perecer.

Los daneses habían tomado rumbo al sur siguiendo la orilla desde la entrada del Poole hacia el prominente cabo, y eso significaba que estaban a sotavento y que con el resurgimiento imprevisto de la tormenta no tenían ninguna posibilidad. Barco tras barco eran conducidos hasta la orilla. Unos cuantos consiguieron superar el cabo, y otro puñado remaba para apartarse de los acantilados, pero en su mayoría estaban condenados. No vimos sus muertes, pero podíamos imaginarlas. El choque de los cascos contra las rocas, el agua revuelta abriéndose paso entre las planchas de madera, la furia del mar, el viento y la madera sobre los hombres que se ahogaban, proas de dragón reducidas a astillas y el salón del dios del mar llenándose con las almas de los guerreros y, aunque eran el enemigo, dudo mucho que alguno sintiera otra cosa que pena. El mar da una muerte fría y solitaria.

Ragnar y Brida. No dejaba de mirar, pero no podía distinguir un barco de otro a través de la lluvia y el mar enfurecido. Sí vimos un barco, que parecía haber escapado, hundirse repentinamente. Por un momento lo vimos encima de la ola, despidiendo espuma desde el casco, liberado por los remos, y al siguiente desapareció por completo. Se esfumó. Otros barcos chocaban unos contra otros, los remos se enredaban y rompían. Algunos intentaban dar la vuelta y regresar al Poole, y la mayoría eran conducidos a la orilla, otros a las playas y los últimos se estrellaban contra los acantilados. Unos barcos, por desgracia muy pocos, consiguieron salir a golpe de pala, los remeros bogaban presos del frenesí, pero todos los barcos daneses iban demasiado cargados con los hombres cuyos caballos habían muerto, transportaban un ejército hacia algún lugar, y aquel ejército perecía inevitablemente.

Nosotros nos hallábamos ahora al sur del cabo, nos dirigíamos al oeste a bastante velocidad, y un barco danés, más pequeño que el nuestro, se nos acercó. El timonel me dirigió una sonrisa triste, como reconociendo que sólo había un enemigo en aquel momento, el mar. El danés nos adelantó, pues a él no le entorpecían los restos de su mástil. La lluvia silbaba, una lluvia maligna que azotaba con el viento, y el mar estaba lleno de planchas, palos rotos, proas de dragón, largos remos, escudos y cadáveres. Vi un perro nadar desesperado, con los ojos en blanco, y por un momento pensé que era Nihtgenga, pero comprobé que tenía las orejas negras, y las de Nihtgenga eran blancas. Las nubes eran del color del hierro, bajas y a jirones, y el agua se abría en franjas blancas y de verde negruzco. El Heahengel retrocedía con cada ola, crujía en las depresiones y se sacudía como un ser vivo con cada arremetida, pero sobrevivió. Estaba bien construido, nos mantuvo vivos, y durante todo el tiempo contemplamos cómo los barcos daneses morían mientras el padre Willibald rezaba.

Curiosamente, se le había pasado el mareo. Ofrecía un aspecto pálido, y sin duda se sentía revuelto, pero mientras la tormenta nos golpeaba, dejó de vomitar, y hasta se acercó a mi puesto, donde recuperó el equilibrio agarrándose del timón.

—¿Quién es el dios danés del mar? —me preguntó a gritos.

—¡Njord! —le respondí al mismo volumen.

Sonrió.

—Vos rezadle a él que yo rezaré a Dios.

Me reí.

—¡Si Alfredo se entera de lo que acabáis de decir, jamás llegaréis a obispo!

—¡No llegaré a obispo a menos que sobreviva, así que rezad!

Y vaya si recé. Y poco a poco, a regañadientes, la tormenta amainó. Las nubes bajas discurrían sobre el agua furiosa a toda velocidad, pero el viento cesó y pudimos cortar el mástil y la verga y sacar los remos, hacer virar el Heahengel rumbo al oeste y remar entre los restos flotantes de una flota hecha pedazos. Teníamos delante una veintena de barcos daneses, y yo me acerqué a tantos como pude para gritarles:

—¿Habéis visto la Víbora del viento?

—No —me respondían. No, era la respuesta, una y otra vez. Sabían que era un barco enemigo, pero no les importaba porque no había más enemigo en el agua que el agua misma, así que seguimos remando, sin mástil, y dejamos a los daneses atrás a medida que cayó la noche y un rayo de sol se abrió paso entre las nubes del oeste como sangre que colara por una grieta. Dirigí el Heahengel hacia la cuenca torcida del río Uisc, y en cuanto doblamos el cabo, el mar se calmó, y nosotros remamos, de repente a salvo, hasta cruzar la larga lengua de arena y meternos en el río. Miré las colinas oscuras donde se encontraba Oxton, y no vi luz.

Embarrancamos en la playa y bajamos a la orilla a trompicones. Algunos hombres se arrodillaron y besaron el suelo, otros se persignaron. Pude distinguir algunas casas en la pequeña bahía que dominaba la ancha cuenca del río. Las ocupamos, pedimos a sus habitantes que encendieran hogueras y trajeran comida, y entonces, en la oscuridad, regresamos fuera y vimos los destellos de luz remontando el río. Reparé en que eran antorchas encendidas en los barcos daneses que habían quedado, los cuales de algún modo consiguieron penetrar el Uisc para poner proa hacia el interior, en dirección al norte, hacia Exanceaster, y supe que aquél era el lugar al que se debía de haber dirigido Guthrum, y que los daneses estaban allí. La flota superviviente pasaría a engrosar las filas de su ejército, y Odda el Joven, si seguía vivo, bien habría podido dirigirse también hacia allí.

Con Mildrith y mi hijo. Me eché mano al martillo de Thor y recé porque siguieran vivos.

Y entonces, mientras los barcos oscuros remontaban el río, dormí.

* * *

Por la mañana subimos el Heahengel hasta la pequeña bahía, donde descansaría sobre el barro cuando la marea bajara. Éramos cuarenta y ocho hombres, cansados pero vivos. Nervaduras de nubes recorrían los cielos, altas y de color gris rosáceo, empujadas a toda velocidad por los últimos coletazos del viento de la tormenta.

Caminamos hasta Oxton a través de los bosques llenos de jacintos. ¿Esperaba encontrara Mildrith allí? Creo que sí, pero evidentemente no estaba. Sólo estaban Oswald el encargado y los siervos, y ninguno de ellos sabía qué estaba ocurriendo.

Leofric insistió en esperar un día para secarnos, afilar las armas y llenarnos el estómago, pero yo no estaba de humor para descansar, así que me llevé a dos hombres, Cenwulf e Ida, y nos dirigimos hacia el norte camino de Exanceaster, que quedaba al otro extremo del Uisc. Las poblaciones junto al río aparecían vacías, pues la gente al oír que venían los daneses habían huido a las montañas, así que recorrimos los senderos más altos y les preguntamos qué había pasado, pero sólo sabían que los barcos dragones estaban en el río, hecho que también pudimos comprobar nosotros. Había una flota desarbolada por la tormenta que embarrancó en la orilla del río debajo de las murallas de piedra de Exanceaster. Había más barcos de lo que pensaba, lo cual indicaba que una buena parte de la flota de Guthrum había sobrevivido quedándose en el Poole cuando estalló la tormenta, y aún seguían llegando unos cuantos de aquellos barcos, cuyas tripulaciones remaban río arriba por el estrecho cauce. Contamos cascos y calculamos que había cerca de noventa, lo que significaba que había sobrevivido casi la mitad de la flota de Guthrum, e intenté identificar el casco de la Víbora del viento entre los otros, pero nos hallábamos demasiado lejos.

Guthrum el Desafortunado. Cuánto merecía ese apodo, aunque con el tiempo acabaría ganándose uno mejor, pero por el momento al menos había tenido mala suerte. Consiguió escapar de Werham, y sin duda confiaba en reabastecer a su ejército en Exanceaster y atacar el norte, pero el dios de los mares y el viento le había azotado, dejándole un ejército mutilado. Con todo, seguía siendo un ejército fuerte y, por el momento, seguro tras las murallas romanas de Exanceaster.

Yo quería cruzar el río, pero muchos daneses permanecían junto a sus barcos, así que proseguimos hasta el norte y vimos hombres armados en la carretera que conducía al oeste desde Exanceaster, una carretera que pasaba por el puente debajo de la ciudad y conducía por unos páramos a Cornwalum; me quedé observando largo rato a aquellos hombres, por miedo a que fueran daneses, pero miraban hacia el este, lo cual sugería que vigilaban a los daneses, así que los di por ingleses y bajamos de los bosques con los escudos a la espalda para indicar nuestras intenciones.

Había dieciocho hombres, dirigidos por un thegn de nombre Withgil el cual fue comandante de la guarnición de Exanceaster; perdió la mayoría de sus hombres en el ataque de Guthrum. Se mostraba reacio a contar la historia, pero estaba claro que no esperaba problemas, pues había apostado pocos guardias en la puerta este; cuando vieron acercarse a los jinetes pensaron que eran ingleses, así que los daneses capturaron la puerta y entraron en la ciudad. Withgil aseguraba haber presentado batalla en la fortaleza en el centro de la ciudad, pero era evidente por la vergüenza de sus hombres que opuso una resistencia miserable, si se podía calificar de resistencia, y lo más probable parece ser que Withgil se limitó a huir.

—¿Estaba Odda? —le pregunté.

—¿El ealdorman Odda? —preguntó Withgil a su vez—. Claro que no.

—¿Dónde estaba?

Withgil me miró con mala cara, como si acabara de caerme del guindo.

—En el norte, por supuesto.

—¿En el norte de Defnascir?

—Se marchó hace una semana. Comandaba el fyrd.

—¿Contra Ubba?

—Ésas fueron las órdenes del rey —dijo Withgil.

—¿Y dónde está Ubba? —pregunté.

Al parecer Ubba había traído sus barcos por el extenso mar del Saefern, desembarcando más allá del oeste del Defnascir. Llegó antes de la tormenta, lo cual sugería que su ejército debía permanecer intacto, y a Odda le habían ordenado que bloqueara el avance de Ubba hacia el resto de Wessex, y si Odda había marchado hacía tan sólo una semana, seguro que Odda el Joven estaba al corriente y se habría unido a su padre. Lo que indicaba que Mildrith estaría allí, dondequiera que aquello fuese. Le pregunté a Withgil si había visto a Odda el Joven, pero dijo que ni lo había visto ni sabía nada de él desde Navidad.

—¿Cuántos hombres tiene Ubba? —le pregunté.

—Muchos —contestó Withgil, que no era de gran ayuda pero sí todo lo que sabía.

—Señor. —Cenwulf me tocó el brazo y señaló hacia el este, vi entonces aparecer jinetes en los campos bajos que se extendían desde el río hasta la colina sobre la que se levanta Exanceaster. Muchos jinetes, y detrás de ellos llegaba un portaestandarte, y aunque estaban los demasiado lejos para ver el escudo, el verde y el blanco proclamaban que se trataba de un estandarte de Wessex. ¿Así que Alfredo venía hasta aquí? Parecía probable, pero yo no tenía ninguna intención de cruzar el río y averiguarlo. Sólo me interesaba buscar a Mildrith.

La guerra se desarrolla envuelta en misterio. La verdad puede tardar días en llegar, y antes de la verdad vuelan los rumores, así que siempre es difícil saber qué está ocurriendo en realidad, y es todo un arte extraer el hueso limpio de la carne podrida del miedo y las mentiras.

Así que, ¿qué sabía? Que Guthrum había roto la tregua y tomado Exanceaster, y que Ubba se encontraba al norte de Defnascir. Lo que indicaba que los daneses intentaban hacer lo que no habían conseguido el año anterior: dividir las fuerzas sajonas. Y mientras Alfredo se enfrentaba a un ejército, el otro asolaría la tierra o, a lo mejor, atacaría su retaguardia, y para evitar eso había ordenado al fyrd de Defnascir bloquear el avance de Ubba. ¿Se habría librado ya aquella batalla? ¿Estaba Odda vivo? ¿Y su hijo? ¿Y Mildrith y el mío? En una confrontación entre Ubba y Odda yo habría apostado por Ubba. Era un gran guerrero, un hombre de leyenda entre los daneses, mientras que Odda era un hombre mayor, quisquilloso, excesivamente preocupado y de pelo cano.

—Nos vamos al norte —le dije a Leofric cuando regresamos a Oxton. No tenía ningunas ganas de ver a Alfredo. Estaría sitiando a Guthrum, y si me acercaba a su campamento, sin duda me ordenaría unirme a las tropas que asediaban la ciudad y no podría hacer otra cosa que esperar sentado y preocuparme. Mejor dirigirme al norte en busca de Ubba.

Así que a la mañana siguiente, bajo el sol de primavera, la tripulación del Heahengel marchó hacia el norte.

* * *

La guerra era entre los daneses y Wessex. Mi guerra era con Odda el Joven, y sabía que me guiaba el orgullo. Los predicadores nos dicen que el orgullo es un gran pecado, pero los predicadores no saben de qué hablan. El orgullo hace al hombre, lo guía, es el muro de escudos que protege su reputación, y los daneses lo entendían. Los hombres mueren, decían, pero el nombre no.

¿Qué buscamos en un señor? Fuerza, generosidad, dureza, éxito, ¿y por qué un hombre no habría de sentirse orgulloso de esas cosas? Mostradme un guerrero humilde y sólo veré un cadáver. Alfredo predicaba la humildad, incluso se fingía humilde, le encantaba aparecer en la iglesia descalzo y postrarse ante el altar, pero nunca poseyó auténtica humildad. Era orgulloso, y los hombres le temían por ello, y los hombres deben temer a su señor. Deben temer contrariarlo y deben temer que cese su generosidad. La reputación construye el temor, y el orgullo protege la reputación, y yo marché hacia el norte porque mi orgullo estaba en peligro. Me habían arrebatado a mi mujer y a mi hijo, y los recuperaría. Si habían sufrido daño, me vengaría y el hedor de la sangre de aquel hombre provocaría que otros hombres me temieran. Por lo que a mí hace Wessex podía caer, mi reputación era más importante, así que nos fuimos, rodeamos Exanceaster por una vía pecuaria hasta las colinas, hasta llegar a Twyfyrde, una pequeña población llena de refugiados de Exanceaster, y ninguno había visto ni sabía nada de Odda el Joven, ni habían oído hablar de una batalla al norte, pero un cura aseguraba que la noche anterior habían caído tres rayos y juraba que aquello era una señal de que Dios había vencido a los paganos.

Desde Twyfyrde seguimos los caminos que bordeaban el extenso páramo, caminando por terreno muy boscoso, tan montañoso como encantador. Habríamos ido más rápido de poseer caballos, pero no teníamos, y los pocos que encontramos estaban viejos, enfermos y nunca eran suficientes para todos los hombres, así que caminamos. Aquella noche dormimos en una profunda cañada llena de flores y espolvoreada de jacintos, un ruiseñor nos arrulló y nos despertó el coro del alba. Proseguimos nuestro camino entre las blancas flores de mayo, hasta llegar por la tarde a las colinas sobre la orilla norte, allí nos encontramos con gente que había huido de las tierras costeras trayendo consigo a sus familias y ganado, y su presencia nos indicó que pronto veríamos daneses.

No lo sabía, por supuesto, pero las tres hilanderas tejían mi destino. Aumentaban el grosor de las hebras, las enroscaban para hacerlas más fuertes, me convertían en el hombre que soy, pero al observar desde lo alto de la colina sólo sentí un estremecimiento, pues allí estaba la flota de Ubba, remando hacia el este, manteniendo el paso de los jinetes y la infantería que marchaban por la orilla.

Los fugitivos nos informaron de que los daneses habían llegado desde tierras galesas cruzando el ancho mar del Saefern, y que habían desembarcado en un lugar llamado Beardastopol, situado en el extremo oeste de Defnascir, y que allí habían reunido caballos y víveres, pero entonces el ataque al corazón de Wessex se vio retrasado por la gran tormenta que hizo naufragar la flota de Guthrum. Los barcos de Ubba aguardaron en la ensenada de Beardastopol hasta que amainó la tormenta y entonces, inexplicablemente, siguieron esperando incluso cuando mejoró el tiempo, y yo supuse que Ubba, que no hacía nada sin el consentimiento de los dioses, había lanzado las runas, que resultaron poco favorables, y así esperó hasta que los augurios fueran propicios. Pero ahora las runas serían benéficas, pues el ejército de Ubba se puso en marcha. Conté treinta y seis barcos, es decir, un ejército de al menos mil doscientos o trescientos hombres.

—¿Adónde van? —me preguntó uno de mis hombres.

—Hacia el este —gruñí, ¿qué más podía decir? Hacia el este para penetrar en Wessex. Hacia el este, para penetrar en el rico corazón del último reino de Inglaterra. Hacia el este, a Wintanceaster o cualquiera de las otras ricas ciudades en las que iglesias, monasterios y conventos rebosaban de tesoros, hacia el este donde esperaba el botín, donde había comida y más caballos, para invitar a más daneses a que cruzaran la frontera de Mercia, obligando de ese modo a Alfredo a darse la vuelta y enfrentarse a ellos, y entonces el ejército de Guthrum saldría de Exanceaster y el de Wessex quedaría atrapado entre dos huestes de daneses, salvo que el fyrd de Defnascir estaba en algún lugar de aquella costa y su deber era detener a los hombres de Ubba.

Proseguimos hacia el este, dejamos Defnascir para hollar territorio de Sumorsaete, y seguimos de cerca a los daneses por el terreno elevado. Aquella noche observé a las naves de Ubba desembarcar en la orilla y encender hogueras en el campamento danés. Nosotros encendimos las nuestras en lo más profundo de un bosque, y antes del alba emprendimos la marcha, de modo que al adelantarnos a nuestros enemigos avistamos a mediodía las primeras fuerzas sajonas. Eran jinetes, probablemente exploradores, y ahora se estaban retirando ante la amenaza danesa. Llegamos al lugar en que las colinas descendían hasta un río que desembocaba en el mar del Saefern, y fue allí donde descubrimos que el ealdorman Odda había decidido plantar su estandarte, en una fortaleza construida por los antiguos en una colina cerca del río.

El río se llamaba Pedredan y cerca de su desembocadura había un pequeño lugar de nombre Cantucton, y cerca de Cantucton estaba la antigua fortaleza de tierra que los lugareños llamaban Cynuit. Era antiquísima, aquella fortaleza. El padre Willibald nos dijo que era más antigua que los romanos, que ya era muy vieja cuando el mundo era joven, y que fue construida levantando murallas de tierra sobre una colina y excavando un foso fuera de las murallas. El tiempo había desgastado las murallas, el foso ya no era tan profundo, la hierba había crecido por encima de la fortificación, y en uno de los extremos el muro se había visto reducido a nada, reducido hasta no ser más que una señal en la hierba, pero era una fortaleza y el lugar donde el ealdorman Odda había reunido a sus fuerzas y donde moriría si no derrotaba a Ubba, cuyos barcos asomaban ya por la desembocadura del río.

No me dirigí directamente a la fortaleza, sino que nos detuvimos al abrigo de unos árboles y nos vestimos para la guerra. Me convertí en el ealdorman Uhtred en toda su gloria guerrera. Los siervos de Oxton habían pulido mi cota de malla con arena y me la puse, encima me abroché un tahalí de cuero para Hálito-de-serpiente y Aguijón-de-avispa, me calcé botas altas, me calé el casco brillante y, al abrochar las cinchas de mi escudo, me sentí como un dios vestido para matar. Mis hombres se abrochaban sus propias cinchas, se ataban las botas, comprobaban los filos de sus armas, y hasta el padre Willibald se había buscado una vara, una buena rama de fresno que le habría roto la cabeza a un hombre.

—No tenéis que luchar, padre —le dije.

—Todos tenemos que luchar, señor —repuso. Dio un paso atrás, me miró de arriba abajo y una sonrisilla apareció en su rostro—. Habéis crecido —dijo.

—Es lo normal, padre —contesté.

—Recuerdo la primera vez que os vi. Un niño. Ahora os temo.

—Esperemos que el enemigo también —dije, no muy seguro de si con ese enemigo quería decir Odda o Ubba, y deseé poseer el estandarte de Bebbanburg, la cabeza de lobo rugiendo, pero tenía mis espadas y mis escudos, y conduje a mis hombres fuera del bosque y crucé los campos donde presentaría batalla el fyrd de Defnascir.

Los daneses estaban a unos dos kilómetros a nuestra izquierda, llegaban en manada por la carretera de la costa y se apresuraban para rodear la colina llamada Cynuit, aunque llegarían tarde para barrarnos el camino. A mi derecha había más daneses, barcos daneses, que subían sus cabezas de dragón por el Pedredan.

—Son más que nosotros —comentó Willibald.

—Vaya que sí —coincidí. Había cisnes en el río, reyes de codornices entre el heno sin recoger, y orquídeas carmesíes en los prados. Era la época del año en que los hombres debían recoger el heno o esquilar las ovejas. Yo no tenía que estar allí, me dije para mis adentros. No tenía que ir a aquella colina a que los daneses nos mataran. Miré a mis hombres y me pregunté si pensarían lo mismo, pero cuando cruzábamos las miradas, sonreían o asentían, y de repente reparé en que confiaban en mí. Yo los capitaneaba y no me cuestionaban, aunque Leofric intuía el peligro. Se me acercó.

—Sólo hay una manera de salir de esa colina —me dijo en voz baja.

—Lo sé.

—Si no la encontramos —prosiguió—, nos quedaremos allí. Enterrados.

—Lo sé —repetí, y pensé en las hilanderas y supe que reforzaban los hilos, miré la ladera de Cynuit y vi unas cuantas mujeres en la cumbre, mujeres que eran protegidas por sus hombres, y pensé que Mildrith podía contarse entre ellas, y ése fue el motivo por el que subí a la colina, porque no sabía en qué otro lugar buscarla.

Pero las hilanderas me enviaban a aquella antigua fortificación de tierra por otro motivo. Aún tenía que luchar en el gran muro de escudos, en la fila de guerreros, en el esfuerzo y el horror de una auténtica batalla, donde matar una vez sólo invitaba a otro enemigo a llegar. La colina de Cynuit era el camino hacia la madurez plena y subí hasta ella porque no tenía otra elección: las hilanderas me enviaron.

Entonces a nuestra derecha escuchamos un rugido, por el valle del Pedredan, y vi que junto a uno de los barcos en la playa se estaba irguiendo un estandarte. Era el del cuervo. El estandarte de Ubba. Ubba, el último, el más fuerte y el más temible de los hijos de Lothbrok, había traído sus armas a Cynuit.

—¿Veis ese barco? —le dije a Willibald, señalando el lugar donde ondeaba el estandarte—. Hace diez años —dije—, yo limpié ese barco. Lo rasqué, lo restregué, lo limpié. —Los daneses estaban sacando los escudos de sus rieles y el sol incidió en la miríada de armas—. Tenía diez años.

—¿El mismo barco? —preguntó el cura.

—Tal vez. Pero puede que no. —A lo mejor era un nuevo barco, no importaba, en realidad; lo único que importaba es que había traído a Ubba.

A Cynuit.

* * *

Los hombres de Defnascir formaron una fila en el lugar en que se había erosionado la muralla de la vieja fortaleza. Algunos, apenas unos cuantos, tenían palas y trataban de rehacer la barrera de tierra, pero no les daría tiempo a terminar, no si Ubba asaltaba la colina. Pasé como pude usando mi escudo para apartar a los que se cruzaban en mi camino, ignorando a cualquiera que me preguntase quiénes éramos, y así nos abrimos paso hasta la cumbre de la colina donde ondeaba el estandarte del venado negro de Odda.

Me quité el casco cuando me acerqué a él. Le lancé el casco al padre Willibald, después desenvainé Hálito-de-serpiente porque vi a Odda el Joven junto a su padre; me miraba como si fuera un fantasma, y a él debí parecérselo.

—¿Dónde está? —grité y lo señalé con la espada—. ¿Dónde está?

Los vasallos de Odda desenvainaron y levantaron las lanzas, y Leofric sacó su acero disminuido por la batalla, Matadaneses.

—¡No! —gritó el padre Willibald y corrió hacia delante, con la vara levantada en una mano y mi casco en la otra—. ¡No! —intentó cortarme el paso, pero lo aparté, sólo para encontrarme a tres de los curas de Odda delante. Esa era una de las cosas que tenía Wessex, siempre había curas por todas partes. Aparecían como ratones huyendo de un incendio, pero aparté a los curas a un lado y me enfrenté a Odda el Joven.

—¿Dónde está? —exigí saber.

Odda el Joven llevaba cota de malla. Una malla tan bruñida que hacía daño a los ojos. Su casco tenía incrustaciones de plata, y sus botas placas del mismo metal. Vestía una capa azul sujeta alrededor del cuello con un gran broche de oro y ámbar.

—¿Dónde está? —pregunté por cuarta vez, y esta vez Hálito-de-serpiente quedaba a un brazo de distancia de su garganta.

—Vuestra esposa está en Cridianton —respondió el ealdorman Odda. Su hijo estaba demasiado asustado para abrir la boca.

Yo no tenía ni idea de dónde estaba Cridianton.

—¿Y mi hijo? —miré al aterrorizado Odda el Joven a los ojos—. ¿Dónde está mi hijo?

—¡Ambos se encuentran con mi esposa en Cridianton! —respondió el ealdorman Odda—, y están a salvo.

—¿Lo juráis? —pregunté.

—¿Jurar? —Había conseguido enfadar al ealdorman, su rostro feo y bulboso se puso colorado—. ¿Os atrevéis a pedirme que jure? —Desenvainó su propia espada—. Podemos destrozaros como a un perro —dijo, y las espadas de sus hombres se revolvieron.

Yo hice un molinete con mi espada de modo que quedó apuntando al río.

—¿Conocéis ese estandarte? —pregunté, alzando mi voz para que una buena parte de los hombres en la colina de Cynuit me oyera—. Es el estandarte del cuervo de Ubba Lothbrokson. Yo he visto a Ubba Lothbrokson matar. Lo he visto pisotear hombres en el mar, abrirles las tripas, cortar cabezas, caminar entre su sangre y hacer su espada chirriar con su canción de muerte, ¿y vais a matar a quien está dispuesto a luchar contra él a vuestro lado? Pues hacedlo. —Abrí los brazos, desnudando mi cuerpo ante la espada del ealdorman—. Hacedlo —le escupí—, pero primero jurad que mi esposa y mi hijo están bien.

Se detuvo durante un buen rato, después bajó la espada.

—Están bien —dijo—, lo juro.

—¿Y esa cosa —señalé con Hálito-de-serpiente a su hijo— la ha tocado?

El ealdorman miró a su hijo, que sacudió la cabeza.

—Juro que no —dijo Odda el Joven encontrando al fin su voz—. Sólo quería ponerla a salvo. Os creíamos muerto y quería que estuviera segura. Eso es todo, lo juro.

Envainé a Hálito-de-serpiente.

—Le debéis a mi esposa dieciocho chelines —le dije al ealdorman, después me di la vuelta.

Había venido a Cynuit. No tenía ninguna necesidad de estar en aquella colina. Pero estaba. Porque el destino lo es todo.