Los daneses actuaron con inteligencia aquel día. Construyeron nuevas fortificaciones dentro de la ciudad, atrajeron a nuestros hombres hasta hacerlos entrar en las calles, los atraparon entre las nuevas empalizadas, los rodearon y los mataron. No mataron a todo el ejército de Northumbria, pues incluso los más fieros guerreros se cansan de la matanza y, además, los daneses sacaban mucho dinero de la esclavitud. La mayoría de los esclavos capturados en Inglaterra eran vendidos a granjeros de las salvajes islas del norte, o en Irlanda, o se los llevaban a través del mar a las tierras danesas; pero algunos, supe, eran llevados a los grandes mercados de esclavos en Francia y unos cuantos más eran embarcados rumbo al sur a un lugar donde no había invierno y hombres con rostros del color de la madera quemada pagaban un buen dinero por los hombres y aún más por las mujeres jóvenes.
Pero mataron a muchos. Mataron a Ælla, a Osbert y a mi padre. Ælla y mi padre tuvieron suerte, pues murieron en la batalla, con las espadas en las manos, pero Osbert fue capturado y torturado esa noche mientras los daneses festejaban en una ciudad que apestaba a sangre. Algunos de los vencedores guardaban las murallas, otros celebraban en las casas capturadas, pero la mayoría se reunió en el salón del rey derrotado de Northumbria al que me llevó Ragnar. No sé por qué me llevó allí, pues esperaba que me matara o, en el mejor de los casos, me vendiera como esclavo; pero Ragnar me hizo sentarme con sus hombres y puso un muslo de pavo al horno, media rebanada de pan y una jarra de cerveza delante de mí, después me dio un jovial coscorrón en la cabeza.
Los demás daneses al principio hicieron caso omiso de mi presencia. Estaban demasiado ocupados emborrachándose y jaleando las peleas que surgieron en cuanto estuvieron borrachos, pero los vítores más escandalosos llegaron cuando el cautivo Osbert fue obligado a pelear contra un joven guerrero que tenía una habilidad extraordinaria con la espada. Bailó alrededor del rey, después le rebanó la mano izquierda antes de rajarle el estómago con un hendiente y, dado que Osbert era un hombre grande, sus tripas se derramaron como anguilas que escapan de un saco roto. Después de aquello algunos de los daneses no se podían ni levantar de la risa. Al rey le llevó bastante tiempo morirse, y mientras gritaba para que le aliviaran el sufrimiento, los daneses crucificaron a un cura que habían capturado mientras peleaba contra ellos. Les intrigaba y repelía nuestra religión, y se enfadaron cuando el cura se liberó las manos de los clavos; algunos afirmaron que era imposible matar a un hombre de esa manera, y discutieron la cuestión violentamente, después intentaron clavar una segunda vez al cura a las paredes de madera hasta que, aburridos, uno de los guerreros le hundió una lanza al religioso en el pecho y le rompió las costillas, amén de hacerle picadillo el corazón.
Un puñado de ellos se volvió hacia mí en cuanto el cura estuvo muerto y, como llevaba un casco con una banda de bronce dorado, me consideraron hijo de un rey, me ataron una cuerda y un hombre se subió a la mesa para mearme encima, pero entonces una voz profunda la emprendió a berridos con ellos para que me dejaran estar y Ragnar se abrió paso entre la multitud de malos modos. Me quitó la cuerda de encima y arengó a los hombres, no sé qué les dijo, pero fuese lo que fuese los detuvo, y Ragnar entonces me rodeó los hombros y me llevó hasta una tarima en un extremo del salón y me indicó que debía subir a ella. Allí había un anciano comiendo solo. Era ciego, tenía los ojos blancos como la leche y un rostro profundamente arrugado enmarcado por pelo gris tan largo como el de Ragnar. Me oyó subir a trompicones, hizo una pregunta, Ragnar respondió y después se alejó.
—Debes de estar hambriento, muchacho —dijo el anciano en inglés.
No respondí. Me aterrorizaban sus ojos ciegos.
—¿Has desaparecido? ¿Se te han llevado los enanos al submundo?
—Tengo hambre —admití.
—Vaya, así que sí estás ahí —dijo—, y aquí hay cerdo, pan, queso y cerveza. Dime tu nombre.
Casi contesté Osbert, después me acordé de que era Uhtred.
—Uhtred —respondí.
—Qué nombre más feo —comentó el anciano—, pero mi hijo me ha dicho que tengo que cuidar de ti, así que lo haré, aunque también tú tendrás que cuidar de mí. ¿Me puedes cortar un pedazo de cerdo?
—¿Vuestro hijo? —pregunté.
—El jarl Ragnar —repuso—, a veces llamado Ragnar el Temerario. ¿A quién estaban matando ahí?
—Al rey —contesté—, y a un cura.
—¿A qué rey?
—Osbert.
—¿Ha tenido una buena muerte?
—No.
—Entonces no tendría que haber sido rey.
—¿Sois vos rey? —pregunté.
Se rio.
—Soy Ravn —respondió—, y una vez fui jarl y guerrero, pero ahora soy ciego y ya no le sirvo a nadie. Tendrían que romperme la cabeza con un garrote y enviarme a los infiernos. —No dije nada a eso porque no sabía qué decir—. Pero intento ser útil —prosiguió Ravn mientras sus manos palpaban la mesa en busca del pan—. Hablo tu lengua, la lengua de los britanos, la de los sorabos, la de los frisios y la de los francos. Los idiomas son ahora mi ocupación, chico, porque me he convertido en un escaldo.
—¿Un escaldo?
—Un bardo, me llamarías tú. Un poeta, un tejedor de sueños, un hombre que convierte la nada en gloria y te deslumbra con su hacer. Y mi trabajo es ahora contar la historia de este día de manera que los hombres jamás olviden nuestras grandes gestas.
—Pero si no podéis ver —pregunté—, ¿cómo contaréis lo que ha sucedido?
Ravn se rio ante eso.
—¿No has oído hablar de Odín? Pues deberías saber que Odín sacrificó uno de sus ojos para obtener el don de la poesía. Así que puede que sea un escaldo más bueno que Odín, ¿qué dices?
—Yo desciendo de Woden —dije.
—¿En serio? —parecía impresionado pero puede que sólo quisiera ser amable—. ¿Y quién eres tú, Uhtred, descendiente del gran Odín?
—Soy el ealdorman de Bebbanburg —contesté, y eso me recordó que era huérfano y mi actitud desafiante se derrumbó. Para mi vergüenza, empecé a llorar. Ravn no me hizo caso mientras escuchaba los gritos y canciones de los borrachos y los chillidos de las muchachas que habían sido capturadas en nuestro campamento y que ahora proporcionaban a los guerreros la recompensa por su victoria, y al observarlos cometiendo toda clase de maldades, se me pasó la pena porque, lo cierto es que nunca había visto esas cosas antes aunque, gracias a Dios, iba yo a recibir muchas de las mismas recompensas en los tiempos venideros.
—¿Bebbanburg? —inquirió Ravn—. Estuve allí antes de que nacieras. Hace veinte años.
—¿En Bebbanburg?
—No en la fortaleza —admitió—, era demasiado fuerte. Pero estuve más al norte, en la isla donde rezan los monjes. Allí maté seis hombres. No monjes, hombres. Guerreros. —Sonrió para sí al recordarlo—. Bueno, ealdorman Uhtred de Bebbanburg —prosiguió—, ¿qué está pasando?
Y así me convertí en sus ojos y le conté que los hombres bailaban, desnudaban a las mujeres y lo que les hacían, pero Ravn no mostró interés en aquello.
—¿Qué están haciendo —quería saber— Ivar y Ubba?
—¿Ivar y Ubba?
—Deben de estar en la plataforma elevada. Ubba es bajito y parece un tonel con barba, e Ivar está tan seco que le llaman Ivar Saco de Huesos. Es tan delgado que podrías atarle los pies juntos y lanzarlo con un arco.
Más tarde supe que Ivar y Ubba eran los mayores de tres hermanos y cabecillas conjuntos de aquel ejército danés. Ubba estaba dormido, reposaba la cabeza de pelo negro sobre unos brazos que, a su vez, descansaban sobre los restos de su comida, pero Ivar Saco de Huesos permanecía despierto. Tenía los ojos hundidos, la cara como una calavera, el pelo rubio y recogido en una cola en la nuca, y una expresión de resentida malevolencia. Presentaba los brazos cubiertos con los brazaletes de oro que a los daneses les gusta llevar para demostrar su destreza en la batalla, y portaba una cadena de oro al cuello. Dos hombres hablaban con él. Uno, justo de pie detrás de Ivar parecía susurrarle al oído, mientras que el otro, un hombre de aspecto preocupado, estaba sentado entre los dos hermanos. Le describí todo esto a Ravn, que quiso saber qué aspecto tenía el hombre preocupado sentado entre Ivar y Ubba.
—No lleva brazaletes —dije—, pero sí un aro de oro alrededor del cuello. Pelo castaño, barba larga, bastante viejo.
—A los jóvenes todos os parecen viejos —dijo Ravn—. Ése debe de ser el rey Egberto.
—¿El rey Egberto? —Jamás había oído hablar de dicho personaje.
—Era el ealdorman Egbert —me aclaró Ravn—, pero hizo la paz con nosotros en invierno y lo hemos recompensado convirtiéndolo en rey de Northumbria. Él es rey, pero nosotros somos los señores de la tierra. —Dejó escapar una risita, y joven como era entendí la traición que suponía. El ealdorman Egbert tenía tierras al sur de nuestro reino y era lo que mi padre había sido en el norte, un poder decisivo. Los daneses lo habían sobornado, lo habían mantenido alejado de la contienda y ahora sería nombrado rey; con todo era evidente que sería un rey con la correa muy corta—. Si vas a vivir —me dijo Ravn—, sería inteligente presentar tus respetos a Egberto.
—¿Vivir? —se me escapó la palabra. De algún modo, me había hecho a la idea de que si había sobrevivido a la batalla, estaba claro que seguiría vivo. Era un niño, la responsabilidad de alguien, pero las palabras de Ravn me devolvieron a la realidad de un mazazo. Jamás tendría que haber confesado mi rango, pensé. Mejor ser un siervo vivo que un ealdorman muerto.
—Creo que vas a vivir —dijo Ravn—. A Ragnar le gustas y Ragnar siempre obtiene lo que quiere. Dice que le atacaste.
—Sí, lo hice.
—Eso debió de divertirle. ¿Un chico atacando al jarl Ragnar? Menudo chico, pues. Un chico demasiado bueno para desperdiciarlo, eso dice; pero, en fin, mi hijo siempre ha tenido un lamentable lado sentimental. Yo te habría rebanado la cabeza, pero aquí estás, vivo, y creo que sería sabio que te inclinaras ante Egberto.
Ahora, al mirar en un pasado tan lejano, creo que es posible que haya cambiado los acontecimientos de aquella noche. Hubo una fiesta, Ivar y Ubba estaban allí, Egberto intentaba parecer un rey, Ravn fue amable conmigo, pero estoy seguro de que estaba más confundido y asustado de lo que he referido. Con todo, en otros aspectos mis recuerdos de la fiesta son muy precisos. Observa y aprende, me había dicho mi padre, y Ravn me hizo observar, y yo aprendí. Aprendí de la traición, especialmente cuando Ragnar, convocado por Ravn, me cogió del cuello y me llevó hasta la tarima elevada donde, tras un gesto agrio de Ivar, se me permitió acercarme a la mesa.
—Mi señor rey —grazné, después me arrodillé de modo que un sorprendido Egberto tuvo que inclinarse hacia delante para verme—. Soy Uhtred de Bebbanburg —Ravn me había indicado qué decir—, y busco vuestra protección como señor.
Estas palabras produjeron un gran silencio, aparte del murmullo del intérprete a Ivar. Después Ubba se despertó, pareció aturdido durante unos instantes, como si no supiera dónde estaba, después me miró y yo sentí un estremecimiento en la carne pues jamás había visto un rostro que reflejase tanta maldad. Tenía los ojos oscuros y llenos de odio y deseé que se me tragara la tierra. No dijo nada, sólo me miró y se tocó el amuleto con forma de martillo colgado del cuello. Ubba tenía el rostro enjuto de su hermano, pero en lugar de pelo rubio recogido en una coleta en la nuca, poseía una abundante melena morena y una densa barba moteada de restos de comida. Entonces bostezó y fue como observar las fauces de una bestia. El intérprete habló con Ivar, que dijo algo, y después, a su vez, habló con Egberto, que hacía lo imposible por parecer severo.
—Tu padre —dijo— decidió luchar contra nosotros.
—Y está muerto —respondí, con lágrimas en los ojos, y quería decir algo más, pero no me salió, y lo que hice, en cambio, fue gimotear como un niño y sentí las burlas de Ubba como si me quemaran. Furioso, me di un cachete en la nariz.
—Decidiremos tu destino —dijo Egberto con altivez, y se me dio permiso para retirarme. Volví con Ravn, que insistió en que le contara lo que había ocurrido, y sonrió cuando le descubrí el perverso silencio de Ubba.
—Es un hombre temible —coincidió Ravn—, sé de cierto que ha matado a dieciséis hombres en un solo combate, y a docenas de ellos en la batalla, aunque sólo cuando los augurios son buenos, de otro modo no pelea.
—¿Los augurios?
—Ubba es un joven muy supersticioso —dijo Ravn—, pero también peligroso. Si algún consejo he de darte, joven Uhtred, es que jamás de los jamases te enfrentes a Ubba. Hasta Ragnar temería hacerlo, y a mi hijo pocas cosas le dan miedo.
—¿E Ivar? —pregunté—, ¿pelearía vuestro hijo contra Ivar?
—¿Saco de Huesos? —Ravn meditó la pregunta—. También él es temible, porque no tiene piedad, pero posee juicio. Además, Ragnar sirve a Ivar si es que sirve a alguien, y son amigos, así que no van a pelear. ¿Pero Ubba? Sólo los dioses le dicen lo que tiene que hacer, y deberías cuidarte de los hombres que reciben sus órdenes de los dioses. Córtame un trozo de corteza, chico. Me gusta especialmente la corteza de cerdo.
No recuerdo cuánto tiempo pasé en Eoferwic. Me pusieron a trabajar, de eso sí me acuerdo. Me arrebataron mis ricas ropas y se las dieron a algún chico danés, y en su lugar me entregaron una túnica de lana llena de chinches que me até con un pedazo de cuerda. Le hice la comida a Ravn durante unos cuantos días, después los demás barcos daneses llegaron y resultaron contener en su mayoría mujeres y niños, las familias del ejército victorioso, y fue entonces cuando comprendí que aquellos daneses habían venido para quedarse en Northumbria. Llegó la esposa de Ravn, una mujer enorme de nombre Gudrun con una risa que habría tumbado a un buey y que me apartó de los fogones que ahora atendía con la mujer de Ragnar, que se llamaba Sigrid y cuya melena le llegaba a la cintura y era del color de la luz del sol al incidir sobre el oro. Ella y Ragnar tenían dos hijos y una hija. Sigrid había dado a luz a ocho hijos, pero sólo aquellos tres habían sobrevivido. Rorik, su segundo hijo, era un año menor que yo y el primer día que nos conocimos empezó una pelea, se me tiró encima y la emprendió a puñetazos y puntapiés, pero yo lo tumbé sobre su espalda y lo estaba dejando sin aliento cuando Ragnar nos cogió a los dos, nos estrelló una cabeza contra otra y nos dijo que fuésemos amigos. El hijo mayor de Ragnar, también llamado Ragnar, tenía dieciocho años, era ya un hombre, y no lo conocí entonces porque estaba en Irlanda, donde aprendía a pelear y matar para poder convertirse en un jarl como su padre. Con el tiempo, conocí a Ragnar el Joven, que era muy parecido a su padre; siempre alegre, escandalosamente feliz, entusiasta con cualquier cosa que hubiera que hacer, y amigable con todos los que le demostraban respeto.
Como todos los demás niños, tenía trabajo para mantenerme ocupado. Siempre había que acarrear madera o agua, y pasé dos días ayudando a quemar la porquería verde adherida a un casco sobre la playa, y lo disfruté, aunque acabé metido en una docena de peleas con chicos daneses, todos mayores que yo, y viví con ojos a la funerala, nudillos amoratados, esguinces de muñeca y dientes sueltos. Mi peor enemigo era un chico llamado Sven dos años mayor que yo, muy grande para su edad y con un rostro redondo y vacío, la mandíbula colgando y un temperamento cruel. Era el hijo de uno de los capitanes de Ragnar, un hombre llamado Kjartan. Ragnar poseía tres barcos, él comandaba uno, Kjartan el segundo y un hombre alto, curtido por el tiempo llamado Egil el tercero. Kjartan y Egil también eran guerreros, por supuesto, y como capitanes de barco conducían a su tripulación a la batalla, así que eran considerados hombres importantes, tenían los brazos cargados de brazaletes, y al hijo de Kjartan, Sven, le desagradé desde el mismo instante en que me vio. Me llamaba escoria inglesa, cagarro de cabra y aliento de perro, y como era más grande y mayor que yo me pegaba palizas con relativa facilidad, pero también estaba haciendo amigos y, por suerte para mí, a Sven le gustaba tan poco Rorik como yo, y entre los dos le hacíamos morder el polvo, así que al cabo de poco tiempo Sven empezó a evitarme a menos que estuviera seguro de que andaba solo. De modo que, aparte de Sven, aquél fue un buen verano. Nunca tenía suficiente para comer, nunca estaba limpio, Ragnar nos hacía reír y pocas veces estuve triste.
Ragnar se ausentaba con frecuencia, pues la mayoría del ejército danés pasó aquel verano cabalgando a lo ancho y largo de Northumbria para aplastar los últimos reductos de resistencia, pero oí pocas noticias, y ninguna de Bebbanburg. Parecía que los daneses estaban ganando, porque cada pocos días llegaba otro vasallo inglés a Eoferwic y se arrodillaba ante Egberto, que ahora vivía en el palacio del rey de Northumbria, aunque era un palacio despojado por los vencedores de cualquier cosa útil. El hueco en la muralla de la ciudad fue reparado en un día, el mismo día que una veintena de nosotros excavó un gran agujero en el terreno sobre el que nuestro ejército había huido despavorido. Llenamos el agujero con los cadáveres corruptos de los muertos de Northumbria. Conocía a algunos de ellos. Supongo que mi padre estaba allí, pero no lo vi. Ni, en retrospectiva, lo eché de menos. Siempre había sido un hombre taciturno, que se esperaba lo peor, y al que no le gustaban los niños.
El peor trabajo que me dieron fue pintar escudos. Primero teníamos que hervir unas pieles de ganado para hacer cola, un adhesivo denso, que removíamos para mezclar con un polvo extraído del cobre machacado con enormes morteros de piedra, y el resultado era una pasta azul viscosa que había que extender sobre los escudos recién hechos. Durante días las manos y los brazos se me quedaron azules, pero colgaron nuestros escudos en un barco y presentaban un aspecto espléndido. Todos los barcos daneses tenían un cintón que recorría los costados del barco y del que pendían los escudos, superpuestos como si los sostuvieran en el muro de escudos, y aquellos eran para la embarcación de Ubba, el mismo barco al que yo le había quemado y rascado la suciedad. Ubba, al parecer, planeaba marcharse, y quería que su barco estuviera espléndido. En la proa había una bestia, una proa que se curvaba como el pecho de un cisne desde el agua, y que después sobresalía hacia fuera. La bestia, mitad dragón y mitad gusano, era la parte más alta, y la cabeza de la bestia entera podía levantarse de su mástil y guardarse en la sentina.
—Les quitamos las cabezas de bestias —me explicó Ragnar— para que no asusten a los espíritus. —Para entonces ya había aprendido algo de danés.
—¿Los espíritus?
Ragnar suspiró ante mi ignorancia.
—Todas las tierras tienen sus espíritus —dijo—, sus pequeños dioses, y cuando nos acercamos a nuestras propias tierras quitamos las cabezas para no asustar a los espíritus. ¿Cuántas peleas has tenido hoy?
—Ninguna.
—Empiezan a tenerte miedo. ¿Qué llevas alrededor del cuello?
Se lo enseñé. Era un rudimentario martillo de hierro, un martillo en miniatura del tamaño del pulgar de un hombre, y al verlo estalló en carcajadas y me dio un coscorrón cariñoso.
—Te vamos a convertir en un danés —me dijo, claramente complacido. El martillo era el símbolo de Thor, dios danés casi tan importante como Odín, como llamaban a Woden, y a veces me preguntaba si Thor no sería el dios más importante, pero nadie parecía saberlo ni que le importara. Los daneses no tenían curas, cosa que me gustaba, porque los curas estaban siempre diciéndonos que no hiciéramos cosas o intentando enseñarnos a leer o exigiendo que rezáramos, y la vida sin ellos era mucho más divertida. Los daneses, de hecho, parecían muy superficiales a propósito de sus dioses, aunque casi todos llevaban un martillo de Thor. Yo le había arrancado el mío del cuello a un chico que se peleó conmigo y lo conservo hasta el día de hoy.
La popa del barco de Ubba, que se curvaba y enroscaba tan alta como la proa, estaba decorada con la cabeza de un águila, y en el palo mayor había una veleta en forma de dragón. Los escudos se colgaban en los costados, aunque más tarde supe que sólo se exponían por motivos decorativos, que cuando el barco se hallaba en ruta los escudos se guardaban dentro. Justo debajo de los escudos estaban los agujeros para los remos, todos forrados de cuero, quince agujeros a cada lado. Los agujeros se cubrían con tapones de madera cuando el barco iba a vela de modo que la nave podía escorarse con el viento sin inundarse. Yo ayudé a rascar el barco entero hasta quedar limpio, pero antes de rascarlo, lo sumergieron en el río para ahogar a las ratas y desanimar a las chinches, y entonces los chicos frotamos cada centímetro de madera y golpeamos cada junta con lana empapada en cera, y al final el barco estuvo listo y ese fue el día en que mi tío Ælfric llegó a Eoferwic.
Tuve la primera noticia de la llegada de mi tío cuando Ragnar me trajo mi casco, aquel con el aro de bronce, una túnica bordada con motivos rojos y un par de zapatos. Me pareció raro volver a andar con zapatos.
—Péinate un poco, chico —me indicó, después se acordó de que llevaba el casco y me lo colocó encima del pelo desordenado—. No te peines —dijo sonriendo.
—¿Adónde vamos? —le pregunté.
—A escuchar un montón de palabras, chico. A perder el tiempo. Pareces una puta franca con esa ropa.
—¿Tan mal voy?
—¡Pero si eso es bueno, muchacho! Tienen unas putas estupendas en Francia; regordetas, bonitas y baratas. Vamos. —Me condujo a palacio desde el río. La ciudad ofrecía un trajín extraordinario: las tiendas estaban llenas, las calles abarrotadas de mulas de carga. Un rebaño de ovejas pequeñas y oscuras era conducido al matadero, y fueron el único obstáculo que no se apartó para dejar pasar a Ragnar, cuya reputación le aseguraba el respeto, pero no era una reputación temible, pues yo veía que los daneses sonreían cuando él los saludaba. Le llamaban jarl Ragnar, jefe Ragnar, pero era muy popular, un bromista y un guerrero que se quitaba el miedo de encima como si fuera telarañas. El palacio no era más que una casa grande, construida en parte por los romanos, en piedra, recientemente ampliada con madera y paja. En la parte romana, en una amplia sala con pilares de piedra y muros encalados aguardaba mi tío, y con él estaban el padre Beocca y una docena de guerreros; los conocía a todos y todos se habían quedado en Bebbanburg mientras mi padre iba a la guerra.
Los ojos bizcos de Beocca se abrieron de par en par cuando me vio. Debía de tener un aspecto muy distinto, pues llevaba el pelo largo, estaba tostado por el sol, delgado, más alto y con aspecto más fiero. Yo portaba el amuleto del martillo alrededor del cuello, que vio, pues señaló su crucifijo, después mi martillo y puso cara de reproche. Ælfric y sus hombres fruncieron el ceño como si los hubiera abandonado, pero nadie habló, en parte porque los guardias de Ivar, todos ellos hombres altos y todos protegidos con malla y cascos y armados con hachas de guerra de mango largo, se erguían a lo largo del fondo de la sala donde una silla sencilla, que ahora hacía las veces de trono de Northumbria, se alzaba sobre una plataforma de madera.
Llegó el rey Egberto, y con él Ivar Saco de Huesos y una docena de hombres, incluido Ravn que, como supe, era consejero de Ivar y su hermano. Con Ravn había un hombre alto, de pelo cano y larga barba blanca. Llevaba un hábito largo bordado con cruces y ángeles alados, y más tarde supe que aquél era Wulfhere, el arzobispo de Eoferwic quien, como Egberto, había jurado lealtad a los daneses. El rey se sentó, parecía incómodo, y entonces empezó la discusión.
No estaban allí sólo para hablar de mí. Hablaron sobre los señores de Northumbria en los que se podía confiar, aquellos a los que había que atacar, qué tierras había que otorgar a Ivar y Ubba, qué tributo debían pagar las gentes de Northumbria, cuántos caballos había que llevar a Eoferwic, cuánta comida había que suministrar al ejército, quiénes de entre los ealdormen serían retenidos como rehenes, y yo me senté, aburrido, hasta que mencionaron mi nombre. Entonces levanté la vista y oí a mi tío proponer que deberían rescatarme. En esencia estaban allí por aquello, pero nada resulta sencillo cuando una veintena de hombres deciden discutir. Durante mucho tiempo regatearon sobre mi precio, los daneses exigían el imposible pago de trescientas piezas de plata, y Ælfric no quería aflojar más que la mezquina cantidad de cincuenta. No dije nada, sólo me quedé sentado en las rotas losas romanas al borde del salón y escuché. Trescientas se convirtieron en doscientas setenta y cinco, cincuenta en sesenta, y así siguió la cosa; los números iban acercándose pero aún estaban muy lejos, y entonces.
Ravn, que había permanecido en silencio, habló por primera vez.
—El jarl Uhtred —dijo en danés, y fue la primera vez que oí que me describían como jarl, que es un título danés— ha jurado lealtad al rey Egberto. En eso tiene una ventaja sobre vos, Ælfric.
Le tradujeron las palabras y vi la ira de Ælfric cuando a él no se le otorgó ningún título. Pero es que tampoco lo tenía, excepto el que se había otorgado a sí mismo, y eso sólo lo supe cuando habló en voz baja con Beocca y éste habló por él.
—El ealdorman Ælfric —intervino el joven cura— no cree que el juramento de un niño sea significativo.
¿Había hecho yo un juramento? No lo recordaba, aunque había solicitado la protección de Egberto, y era suficientemente joven para confundir las dos cosas. Con todo, no importaba demasiado, lo realmente importante era que mi tío había usurpado Bebbanburg. Se llamaba a sí mismo ealdorman. Me lo quedé mirando, estupefacto, y entonces él me devolvió una mirada cargada de odio.
—Somos del parecer —intervino Ravn, con los ojos ciegos puestos en el techo del salón, al que le faltaban algunas tejas, de modo que una lluvia de luz se derramaba por entre las vigas—, que nos servirá mejor un jarl de Bebbanburg que nos ha jurado fidelidad, leal a nosotros, que un hombre cuya lealtad desconocemos.
Ælfric percibió el cambio del viento e hizo lo más obvio. Caminó hasta la tarima, se arrodilló ante Egberto y besó la mano tendida del rey, y, como recompensa, recibió una bendición del arzobispo.
—Ofrezco cien monedas de plata —dijo Ælfric una vez hubo jurado.
—Doscientas —repuso Ravn—, y una fuerza de treinta daneses para proteger Bebbanburg.
—Concedida mi lealtad —replicó Ælfric enfadado—, no tendréis necesidad alguna de daneses en Bebbanburg.
Así que Bebbanburg no había caído y yo dudaba de que lo fuera a hacer. No había fortaleza más poderosa en toda Northumbria, y puede que en toda Inglaterra.
Egberto no había dicho una palabra, ni lo hizo entonces, pero tampoco lo había hecho Ivar y resultaba evidente que el danés alto, delgado y de rostro espectral estaba aburrido con las negociaciones, porque le hizo un gesto con la cabeza a Ragnar, que abandonó mi vera y se dirigió a hablar en privado con su señor. El resto esperamos incómodos. Ivar y Ragnar eran amigos, una amistad improbable porque eran hombres muy distintos, Ivar todo él silencio fiero y amenaza sombría, y Ragnar un hombre abierto y escandaloso; aun así el hijo mayor de Ragnar servía a Ivar e incluso entonces, con dieciocho años, le había sido confiada la capitanía de algunos de los daneses que Ivar había dejado en Irlanda para conservar sus tierras en aquella isla. No era infrecuente que los hijos mayores sirvieran a otro señor, Ragnar contaba en la tripulación de sus barcos con los hijos de dos jarls y ambos podían esperar heredar riquezas y posición si aprendían a luchar. Mientras Ragnar e Ivar estaban hablando, Ælfric arrastraba los pies y no dejaba de mirarme, Beocca rezaba y el rey Egberto, no teniendo nada mejor que hacer, intentaba parecer regio.
Al final Ivar habló.
—El chico no se vende —anunció.
—Redime —lo corrigió Ravn con suavidad.
Ælfric tenía aspecto airado.
—He venido aquí… —empezó a decir, pero Ivar lo interrumpió.
—El chico no se redime —gruñó, después se dio la vuelta y salió de la amplia cámara. Egberto parecía incómodo, hizo ademán de levantarse de su trono, se volvió a sentar, y Ragnar se me acercó y se quedó conmigo de pie.
—Eres mío —me dijo en voz baja—, te he comprado.
—¿Me has comprado?
—Por el peso de mi espada en plata —dijo.
—¿Por qué?
—Tal vez quiera sacrificarte a Odín —sugirió, después me revolvió el pelo—. Nos gustas, chico —dijo—, nos gustas lo suficiente para que nos quedemos contigo. Y además, tu tío no ha ofrecido plata suficiente. ¿Por quinientas piezas? Te habría vendido. —Se rio.
Beocca se apresuró al otro lado de la sala.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Perfectamente —dije.
—Eso que llevas —dijo refiriéndose al martillo de Thor. Alargó una mano como para arrancármelo de su correa.
—Toca al chico, cura —dijo bruscamente Ragnar— y te pongo los ojos rectos antes de abrirte en canal esa panza sin mondongo.
Beocca, claro está, no entendió lo que el danés dijo, pero no podía malinterpretar el tono y su mano se detuvo a un palmo del martillo. Parecía nervioso. Bajó la voz de modo que sólo yo pudiera oírlo.
—Tu tío te matará —susurró.
—¿Matarme?
—Quiere ser ealdorman. Por eso quería tu rescate. Para poder matarte.
—Pero… —empecé a protestar.
—Chsss —indicó Beocca. Sentía curiosidad por las manos azules, pero no preguntó qué las había vuelto de ese color—. Yo sé que tú eres el ealdorman —dijo en cambio—, y nos volveremos a ver. —Me sonrió, miró con cautela a Ragnar y se retiró.
Ælfric se marchó. Más tarde supe que le habían dado un salvoconducto para ir y venir a Eoferwic, promesa que se mantuvo, pero después de aquel encuentro se retiró a Bebbanburg y allí se quedó. Aparentemente era leal a Egberto, lo que significaba que aceptaba el vasallaje a los daneses, pero no confiaban en él. Ese, me explicó Ragnar, era el motivo por el que me había mantenido con vida.
—Me gusta Bebbanburg —me dijo—. Lo quiero.
—Es mío —repliqué cabezón.
—Y tú eres mío —me dijo—, lo que significa que Bebbanburg es mío. Tú eres mío, Uhtred, porque te acabo de comprar, así que puedo hacer contigo lo que quiera. Te puedo meter en una cazuela, si me apetece, sólo que no tienes suficiente carne ni para alimentar a una comadreja. Venga, quítate esa túnica de puta, devuélveme los zapatos y el casco y vuelve a trabajar.
Así que volví a ser un siervo, y feliz. A veces, cuando le cuento a la gente mi historia, me preguntan por qué no huí de los paganos, por qué no escapé al sur, a las tierras en donde los daneses aún no mandaban, pero es que nunca se me ocurrió. Era feliz, estaba vivo, estaba con Ragnar y era suficiente.
* * *
Llegaron más daneses antes del invierno. Vinieron treinta y seis barcos, cada uno de ellos con su contingente de guerreros, y los barcos fueron subidos a la orilla del río durante el invierno mientras las tripulaciones, cargadas con escudos y armas, marchaban dondequiera que pudieran pasar los siguientes meses. Los daneses estaban echando una red por encima de Northumbria, una red ligera, pero aun así una red de guarniciones bien extendida. Con todo, no podrían haberse quedado si no les hubiésemos dejado, pero los ealdormen y thegn que no murieron en Eoferwic se postraron ante ellos, así que ahora éramos un reino danés, a pesar del patético trono de Egberto y su correa. Sólo en el oeste, en los confines más salvajes de Northumbria, no reinaban los daneses, pero tampoco había en aquella zona nadie lo bastante fuerte para desafiarlos.
Ragnar tomó tierras al oeste de Eoferwic, arriba en las colinas. Su esposa y su familia se unieron con él allí, y Ravn y Gudrun vinieron también, además de las tripulaciones de todos los barcos de Ragnar, que ocuparon las casas de los valles vecinos. Nuestro primer trabajo consistió en ampliar la casa de Ragnar. Había pertenecido a un thegn inglés muerto en Eoferwic, pero no era ningún gran edificio, sólo un cobertizo de madera bajo cubierto de paja de centeno y helechos sobre el que la hierba crecía tan espesa que, desde cierta distancia, la casa parecía un largo montículo. Construimos una parte nueva, no para nosotros, sino para el escaso ganado, cabras y ovejas que sobrevivirían al invierno y parirían en año nuevo. El resto fueron sacrificados. Ragnar y los hombres se encargaron de llevar a cabo casi toda la matanza, pero cuando los últimos animales llegaron al redil, le tendió un hacha a Rorik, su hijo pequeño.
—Un golpe limpio y rápido —le ordenó, y Rorik lo intentó, pero no era lo bastante fuerte y tampoco el golpe resultó certero, así que el animal mugió y sangró y seis hombres tuvieron que sujetarlo mientras Ragnar remataba la faena. Los desolladores se encargaron del cadáver y Ragnar me tendió un hacha a mí—. A ver si tú lo puedes mejorar.
Empujaron una vaca hasta donde estaba, un hombre le levantó la cola, ella agachó la cabeza y yo balanceé el hacha, recordando exactamente dónde había golpeado Ragnar cada vez, y la pesada hoja dio justo en la columna, detrás de la nuca, y se derrumbó con estrépito.
—Aún te convertiremos en un guerrero danés —comentó Ragnar complacido.
El trabajo disminuyó tras la matanza de ganado. Los ingleses que aún vivían en el valle le llevaron a Ragnar su tributo de animales y grano, como lo habrían hecho con su señor inglés. Era imposible decir por la expresión de sus rostros qué pensaban de Ragnar y sus daneses, pero no dieron problemas, y Ragnar también procuró no perturbar sus vidas. Se permitió al cura local conservar la vida y oficiar servicios en su iglesia, que era un granero de madera decorado con una cruz, y Ragnar juzgaba las disputas, pero siempre se aseguraba de dejarse aconsejar por un inglés que conociera bien las costumbres locales.
—No se puede vivir en un sitio —me contó—, si la gente no te acepta. Pueden matarte el ganado o envenenarte el agua, y nunca sabríamos quién lo hizo. O los matas a todos o aprendes a vivir con ellos.
El cielo se tornó más pálido y el viento más frío. Las hojas muertas se arremolinaban. Nuestra tarea principal consistía en alimentar al ganado que no se había sacrificado y aumentar la altura de la pila de leña. Una docena de críos subíamos al bosque, y yo me hice un experto con el hacha, aprendí a tumbar un árbol con un mínimo de golpes. Atábamos un buey a los troncos más grandes para arrastrarlos al refugio, los mejores árboles se apartaban para construir y los otros se convertían en leños para la hoguera. También había tiempo para jugar, así que los niños construimos nuestra propia casa arriba en los bosques, una casa de troncos enteros cubierta de helechos y el cráneo de un tejón clavado en el frontispicio que imitaba el cráneo de jabalí que coronaba el hogar de Ragnar, y en nuestra cabaña Rorik y yo peleábamos por quién sería el rey, aunque Thyra, su hermana, que tenía ocho años, siempre fue la señora de la casa. Allí hilaba lana, pues si no reunía suficiente al final del invierno la castigarían, y nos observaba mientras los chicos combatíamos en nuestras batallas fantásticas con espadas de madera. La mayoría de los chicos eran los hijos de los siervos, o niños esclavos, y siempre insistían en que yo era el jefe inglés y Rorik el cabecilla danés, y mi bando en la guerra siempre recibía a los chicos más pequeños y más débiles, así que perdíamos casi siempre, y Thyra, que tenía el pelo claro y dorado de su madre, nos observaba e hilaba, hilaba siempre, con la rueca en la mano izquierda mientras la derecha enroscaba el hilo que salía del copo de lana esquilada.
Todas las mujeres debían hilar y tejer. Ragnar calculaba que se necesitaban cinco mujeres o doce niñas durante un invierno entero para hilar material suficiente para hacer una vela nueva para un barco, y los barcos siempre necesitaban nuevas velas, así que las mujeres trabajaban todas las horas que los dioses daban. Además cocinaban, hervían cáscaras de nuez para teñir el hilo nuevo, recogían setas, curtían las pieles del ganado sacrificado, recogían el musgo que utilizábamos para limpiarnos el culo, enrollaban la cera de abejas para hacer velas, convertían la cebada en malta y aplacaban a los dioses. Había muchísimos dioses y diosas, y algunos eran característicos de nuestra casa y a ellos las mujeres dedicaban sus propios ritos, y otros, como Odín y Thor eran poderosos y omnipresentes, pero pocas veces eran tratados del mismo modo en que los cristianos adoraban a su Dios. Un hombre podía invocar a Thor, o Loki, u Odín, o Vikr, o cualquiera de los grandiosos seres que habitaban Asgard, que parecía ser el cielo de los dioses, pero los daneses no se reunían en una iglesia como nosotros nos habíamos reunido cada domingo y cada festividad de un santo en Bebbanburg, ni había curas entre los daneses, o reliquias y libros sagrados. Yo no eché de menos nada de todo aquello.
Ojalá hubiese echado de menos a Sven, pero su padre, Kjartan, tenía una casa en el valle de al lado y a Sven no le llevó demasiado descubrir nuestro refugio en el bosque, así que en cuanto la primera escarcha invernal volvió crujientes las hojas muertas y las bayas empezaron a brillar en espinos y acebos, nuestros juegos tomaron un cariz violento. Ya no nos dividíamos en dos bandos porque ahora teníamos que pelear contra los chicos de Sven que nos acechaban continuamente, pero durante un tiempo no hubo que lamentar nada. Era un juego, después de todo, sólo un juego, pero uno que Sven ganaba siempre. Robó el cráneo de tejón de nuestro frontispicio, que nosotros reemplazamos con el de un zorro, y Thyra les gritó a los chicos de Sven, ocultos en el bosque, que había impregnado la cabeza del zorro de veneno, cosa que consideramos muy inteligente por su parte, pero a la mañana siguiente descubrimos que nuestra cabaña había ardido por completo.
—Una quema de casas —dijo Rorik con amargura.
—¿Quema de casas?
—Ocurre en nuestra tierra —me explicó Rorik—. Vas a la casa de un enemigo y la arrasas por completo. Pero pasa una cosa con la quema de casas: hay que asegurarse de que todo el mundo muere. Si quedan supervivientes, se vengarán, así que se ataca por la noche, se rodea la casa, y se mata a todos los que intentan escapar de las llamas.
Pero Sven no tenía casa. Estaba la de su padre, por supuesto, y durante un día tramamos cómo vengarnos de aquélla, discutimos cómo quemarla y atravesar a la familia con lanzas cuando huyeran, pero por supuesto eran sólo bravuconadas de muchachos y nada salió de todo aquello. Lo que sí hicimos, en cambio, fue construirnos otra en un punto más elevado del bosque. No quedó tan bien como la primera, ni tan protegida contra las inclemencias; de hecho era poco más que un refugio tosco de ramas y helechos, pero clavamos el cráneo de un armiño en el frontispicio provisional y nos convencimos de que aún conservábamos nuestro reino en las colinas.
Pero nada que no fuera una victoria completa satisfaría a Sven y así, unos días más tarde, al terminar nuestras tareas, Rorik, Thyra y yo subimos solos a nuestra nueva casa. Thyra hilaba mientras Rorik y yo discutíamos sobre dónde se fabricaban las mejores espadas, él decía que en Dinamarca y yo reclamaba el honor para Inglaterra, ninguno de los dos era todavía lo bastante sensato como para saber que las mejores hojas procedían de Francia, y al cabo de un rato nos hartamos de discutir y cogimos nuestras varas afiladas de fresno, que hacían las veces de lanzas de juguete y decidimos salir a buscar al jabalí que de vez en cuando merodeaba de noche por el bosque. No nos habríamos atrevido a matar un jabalí, eran demasiado grandes, pero jugábamos a ser grandes cazadores, y justo cuando nosotros, los dos grandes cazadores, nos disponíamos a adentrarnos en el bosque, Sven atacó. Sólo él y dos de sus seguidores; pero Sven, en lugar de ir con su espada de madera, blandía un arma real, tan larga como el brazo de un hombre, el acero destellaba en la luz invernal, y corrió hacia nosotros, aullando como un loco. Rorik y yo, al ver la furia en sus ojos, huimos. Él nos siguió, rompiendo ramas como el jabalí que habíamos intentado cazar, y sólo conseguimos escapar de aquella espada perversa porque éramos más rápidos. Un momento más tarde oímos el grito de Thyra.
Regresamos a rastras, cautelosos por la espada que Sven debía de haber sacado de la casa de su padre y, cuando llegamos a nuestra patética cabaña, descubrimos que Thyra había desaparecido. La rueca estaba tirada en el suelo y la lana toda manchada de hojas muertas y ramitas.
Sven, a pesar de su fuerza, siempre había sido torpe y dejó un rastro en el bosque muy fácil de seguir. Al cabo del rato oímos voces. Las seguimos, atravesamos la cumbre de la colina donde crecían las hayas, bajamos, adentrándonos en el valle de nuestro enemigo, y Sven no tuvo suficiente cabeza para apostar un guardia a sus espaldas. Lo que hizo en cambio, deleitándose con su victoria, fue dirigirse al claro que debía de ser su refugio en el bosque, porque había una chimenea de piedra en el centro y yo recuerdo haberme preguntado por qué nosotros no habíamos construido nada igual. Había atado a Thyra a un árbol y le había arrancado la túnica de la parte superior del cuerpo. No había nada que ver allí, era una niña, sólo tenía ocho años y por tanto aún le faltaban cuatro o cinco para estar en edad de matrimonio, pero era guapa y ése era el motivo por el que Sven la había desnudado. Se notaba que los compañeros de Sven no estaban muy contentos. Thyra, después de todo, era la hija del jarl Ragnar y lo que había empezado como un juego se tornó en algo peligroso, pero Sven quería lucirse. Deseaba demostrar que no tenía miedo. No tenía ni idea de que Rorik y yo acechábamos ocultos en la maleza, y no creo que le hubiese importado de haberlo sabido.
Había dejado la espada junto a la chimenea y entonces se plantó delante de Thyra y se bajó los calzones.
—Tócala —le ordenó.
Uno de sus compañeros dijo algo que no oí.
—No se lo dirá a nadie —repuso Sven seguro de sí—, y no le vamos a hacer daño. —Se volvió para mirar a Thyra—. ¡No te haré daño si la tocas!
Fue entonces cuando yo salí al descubierto. No era valentía. Los compañeros de Sven habían perdido las ganas de jugar. Éste tenía los calzones en los tobillos y había dejado la espada en el centro del claro, así que la cogí y me lancé hacia él.
—¡Yo la tocaré! —grité y dirigí la espada hacia su picha, pero era pesada; yo no había usado nunca antes un arma de hombre y en lugar de darle donde apunté, le metí un tajo en el muslo desnudo, que se abrió, y volví a darle con toda mi fuerza, y la hoja le rasgó la cintura, golpe que quedó amortiguado por su ropa. Cayó al suelo, gritando, y sus dos amigos me apartaron mientras Rorik desataba a su hermana.
Eso fue todo lo que ocurrió. Sven sangraba, pero consiguió subirse los pantalones y sus amigos lo ayudaron a escapar. Rorik y yo llevamos a Thyra a casa, donde Ravn oyó los sollozos de Thyra y nuestras voces excitadas y exigió silencio.
—Uhtred —dijo el anciano con voz severa—, espera junto a la pocilga. Rorik, cuéntame qué ha pasado.
Yo esperé fuera mientras Rorik narraba, después hicieron salir a Rorik y a mí me llamaron dentro para relatar la aventura vivida. Thyra se hallaba en brazos de su madre, y tanto ésta como su abuela se mostraban furiosas.
—Cuentas la misma historia que Rorik —dijo Ravn cuando terminé.
—Porque es la verdad —respondí.
—Eso parece.
—¡La ha violado! —insistió Sigrid.
—No —repuso Ravn con firmeza—, gracias a Uhtred no lo ha hecho.
Esa fue la historia que Ragnar escuchó cuando volvió de cacería, y como aquélla me convertía en héroe no discutí su falsedad esencial, que era que Sven no habría violado a Thyra porque no se habría atrevido. Su insensatez conocía pocos límites, pero alguno había, y violar a la hija del jarl Ragnar, el señor de la guerra de su padre, estaba más allá incluso de la estupidez de Sven. Con todo, se había buscado un enemigo y, al día siguiente, Ragnar condujo seis hombres a casa de Kjartan, en el valle vecino. Se nos dieron caballos a Rorik y a mí y se nos ordenó que acompañásemos a los hombres, y confieso que me asusté. Me sentía culpable. Después de todo, había sido yo el que había empezado los juegos en el bosque, pero Ragnar no lo veía de ese modo.
—Tú no me has ofendido. Sven sí. —Hablaba con tono sombrío, su proverbial alegría había desaparecido—. Lo has hecho muy bien, Uhtred. Te has comportado como un danés. —No me podía dedicar mayor elogio, y me dio la sensación de que le decepcionaba que fuera yo el que cargó contra Sven y no Rorik, pero yo era mayor y mucho más fuerte que el hijo pequeño de Ragnar, así que tenía que ser yo quien peleara.
Cabalgamos por entre los fríos bosques y yo sentía curiosidad porque dos de los hombres de Ragnar cargaban con dos ramas de castaño que eran demasiado débiles para ser usadas como armas, pero no quise preguntar para qué eran porque estaba nervioso.
La casa de Kjartan estaba en un pliegue de las colinas junto a un riachuelo que discurría entre pastos de ovejas, cabras y vacas, aunque la mayoría habían sido sacrificadas, y las que quedaban estaban mordisqueando la última hierba. Era un día soleado, aunque frío. Ladraron perros al acercarnos, pero Kjartan y sus hombres les gritaron y los devolvieron a golpes al patio junto a la casa donde había plantado un fresno que no parecía que fuera a sobrevivir al invierno que se acercaba. Entonces Kjartan, acompañado de cuatro hombres, ninguno de ellos armado, se acercó caminando hacia los jinetes. Ragnar y sus hombres iban armados por completo, espadas, hachas de guerra y escudos, protegidos los pechos con cota de malla. Ragnar lucía además el casco de mi padre, que había comprado tras la batalla de Eoferwic. Era un casco espléndido, la coronilla y la visera estaban decoradas con plata, y yo me sorprendí pensando que le quedaba mejor a Ragnar que a mi padre.
Kjartan el capitán era un hombre grande, más alto que Ragnar, con la cara ancha y plana de su hijo, ojos pequeños y desconfiados y una espesa barba. Miró las ramas de castaño y debió de reconocer qué significaban porque instintivamente se tocó el amuleto martillo que le colgaba en el cuello de una cadena de plata. Ragnar frenó el caballo y, en un gesto que demostraba desprecio absoluto, tiró al suelo la espada que yo había llevado a casa desde el claro en el que Sven había atado a Thyra. Por derecho, la espada pertenecía ahora a Ragnar, y era un arma valiosa con un hilo de plata enroscado alrededor de la empuñadura, pero él lanzó la hoja a los pies de Kjartan como si no fuera más que una hoz.
—Tu hijo dejó eso en mi tierra —dijo—, y me gustaría tener unas palabras con él.
—Mi hijo es un buen chico —repuso Kjartan con firmeza—, y con el tiempo os servirá a los remos y luchará en vuestro muro de escudos.
—Me ha ofendido.
—No pretendía hacer ningún daño, señor.
—Me ha ofendido —repitió Ragnar con aspereza—. Ha visto la desnudez de mi hija y le ha mostrado la suya propia.
—Y fue castigado por ello —contestó Kjartan, al tiempo que me dedicaba una mirada malévola—. Se derramó sangre.
Ragnar hizo un gesto seco, y las ramas de castaño fueron arrojadas al suelo. Evidentemente, aquélla era la respuesta de Ragnar, que para mí no tenía ningún sentido, pero Kjartan la entendió, como Rorik, que se me acercó y me susurró.
—Eso significa que ahora tiene que luchar por Sven.
—¿Luchar por él?
—Marcan un recuadro en el suelo con las ramas, y pelean dentro del recuadro.
Aun así, nadie se movió para colocar las ramas de castaño formando un recuadro. Lo que sucedió en cambio, fue que Kjartan se metió dentro de su casa y llamó a Sven, que salió cojeando por debajo del pequeño dintel, con la pierna derecha vendada. Parecía triste y aterrorizado, y no era para menos, pues Ragnar y sus jinetes habían llegado con toda su gloria guerrera, eran luchadores relucientes, daneses armados.
—Di lo que tengas que decir —le dijo Kjartan a su hijo.
Sven levantó la vista hacia Ragnar.
—Lo siento —murmuró.
—No te oigo —gruñó Ragnar.
—Lo siento, señor —dijo Sven, temblando de miedo.
—¿Sientes el qué? —exigió Ragnar.
—Lo que hice.
—¿Y qué hiciste?
Sven no encontró respuesta, o no encontró ninguna que quisiera dar, y se limitó a arrastrar los pies nervioso y mirar al suelo. Sombras de nubes se cernieron deprisa sobre los lejanos páramos, y dos cuervos levantaron el vuelo hacia el principio del valle.
—Le pusiste las manos encima a mi hija —dijo Ragnar—, la ataste a un árbol y la desnudaste.
—Sólo por la mitad —murmuró Sven, y por respondón se ganó un pescozón de su padre.
—Era un juego —intervino Kjartan en favor de su hijo—, sólo un juego, señor.
—Ningún chico se dedica a esos juegos con mi hija —repuso Ragnar. Pocas veces lo había visto enfadado, pero ahora lo estaba, se mostraba sombrío e inflexible, no quedaba ni rastro del hombre de gran corazón que podía hacer resonar una casa con sus risas. Desmontó y desenvainó su espada, su arma de batalla, llamada Rompecorazones, y apuntó con ella a Kjartan—. ¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuestionas mi derecho?
—No, señor —contestó Kjartan—, pero es un buen chico, fuerte y trabajador, y os servirá bien.
—Y ha visto cosas que no debería haber visto —repuso Ragnar, y lanzó a Rompecorazones al cielo de modo que la larga hoja giró bajo el sol y la recogió en la mano al caer, pero ahora la sostenía hacia atrás, más como si fuera una daga que una espada—. ¡Uhtred! —gritó Ragnar, y pegué un salto—. Dice que estaba sólo medio desnuda. ¿Es eso cierto?
—Sí, señor.
—Entonces tendrá sólo medio castigo —dijo Ragnar y golpeó a Sven en la cara con la empuñadura. Las empuñaduras de nuestras espadas son pesadas, a veces están decoradas con piedras preciosas, pero por bellas que parezcan, son brutales pedazos de metal, y la de rompecorazones, envuelta en plata, le hundió a Sven el ojo derecho. Se lo convirtió en gelatina, lo cegó al instante, y Ragnar le escupió y después volvió a envainarla en su funda forrada de lana.
Sven quedó postrado, echo un ovillo, sollozaba y se cubría el ojo perdido con las manos.
—Ya está —le dijo Ragnar a Kjartan.
Kjartan vaciló. Estaba furioso, avergonzado y descontento, pero no podía vencer en una prueba de fuerza contra el jarl Ragnar así que, al final, asintió.
—Ya está —coincidió.
—Y tú ya no me sirves —repuso Ragnar con frialdad.
Regresamos a casa.
* * *
Llegó el crudo invierno, los arroyos se congelaron, la nieve se amontonaba y cubría el lecho de los riachuelos, y el mundo era frío, silencioso y blanco. Los lobos llegaron al límite de los bosques y el sol de mediodía se volvió pálido, como si el viento del norte le quitara una parte importante de su fuerza.
Ragnar me recompensó con un brazalete de plata, el primero que recibí, mientras que Kjartan fue expulsado con su familia. Ya no capitanearía ninguna de las naves de Ragnar ni recibiría su generosidad, pues ahora era un hombre sin señor y se dirigió a Eoferwic, donde se unió a la guarnición que custodiaba la ciudad. No era un trabajo prestigioso, cualquier danés con ambición prefería servir a un señor como Ragnar que lo hiciera rico, mientras que a los hombres que guardaban Eoferwic se les negaba el beneficio del saqueo. Su tarea consistía en observar las llanuras fuera de la ciudad y asegurarse de que el rey Egberto no causara problemas, pero yo me sentí aliviado por la marcha de Sven y absurdamente complacido con mi brazalete. A los daneses les encantaban los brazaletes. Cuantos más poseía un hombre, más se le consideraba, pues los brazaletes provenían del éxito. Ragnar tenía brazaletes de plata y de oro, brazaletes labrados con forma de dragón y brazaletes con brillantes piedras engastadas. Cuando se movía, se oía el tintineo. Las pulseras podían usarse como dinero si no había monedas. Recuerdo haber visto a un danés sacarse una pulsera del brazo y romperla en pedazos con un hacha, después ofrecer a un mercader los pedazos hasta que la balanza indicaba que había pagado suficiente plata. Eso fue en el valle más extenso, en un pueblo grande en el que la mayoría de los hombres jóvenes de Ragnar se había instalado y donde los comerciantes llevaban mercancías desde Eoferwic. Los daneses que llegaban se instalaban en un pequeño asentamiento inglés en el valle, pero necesitaban más espacio para nuevas casas y, para obtenerlo, habían quemado un bosquecillo de castaños. Así fue como llamó Ragnar a ese lugar Synningthwait, que significaba «el lugar despejado por el fuego». Sin duda, la población tenía un nombre inglés, pero va era cosa del pasado.
—Ahora hemos venido a Inglaterra para quedarnos —me contó Ragnar mientras volvíamos un día a casa después de haber comprado provisiones en Synningthwait. La carretera era una pista de nieve aplastada y nuestros caballos caminaban con cuidado por entre los montones blancos, a través de los cuales asomaban las ramitas negras de los setos. Yo dirigía los dos caballos de carga, hasta los topes de preciosos sacos de sal, y le formulaba a Ragnar mis típicas preguntas; adónde iban las golondrinas en invierno, por qué los elfos provocaban el hipo, y por qué Ivar se llamaba Saco de Huesos—. Porque es muy delgado —contestó Ragnar—, tanto que parece que se puede doblar como una capa.
—¿Por qué Ubba no tiene apodo?
—Sí lo tiene. Le llaman Ubba el Horrible. —Estalló en carcajadas, porque se lo acababa de inventar, y yo me reí porque estaba contento. A Ragnar le gustaba mi compañía y, por mi pelo largo y rubio, los hombres me confundían con su hijo, y a mí eso me gustaba. Rorik tendría que haber venido con nosotros, pero aquel día estaba enfermo, y las mujeres arrancaban hierbas y entonaban ensalmos—. Está enfermo muchas veces —comentó Ragnar—, no como Ragnar. —Se refería a su hijo mayor, que ayudaba a mantener las tierras de Ivar en Irlanda—. Ragnar está hecho un toro —prosiguió—. ¡Nunca se pone enfermo! Es como tú, Uhtred. —Sonrió mientras pensaba en su hijo mayor, al que echaba de menos—. Conseguirá tierras y prosperará. Pero ¿y Rorik? Puede que tenga que dejarle esta tierra. No puede volver a Dinamarca.
—¿Por qué no?
—Dinamarca es mala tierra —me explicó Ragnar—. O es plana y arenosa y no se pueden ni criar pedos, o al otro lado del agua las colinas son tan empinadas y con tan pocos prados que trabajas como un perro y te mueres de hambre.
—¿Al otro lado del agua? —pregunté, y él me explicó que procedía de un país dividido en dos partes, y las dos estaban rodeadas de incontables islas. La parte situada más cerca, de donde él provenía, era muy llana y arenosa, y la otra, que estaba al este al otro lado de una gran extensión de agua, era donde había montañas.
—Y también hay esviones allí —prosiguió.
—¿Esviones?
—Una tribu. Como nosotros. Adoran a Thor y a Odín, pero hablan otra lengua. —Se encogió de hombros—. Nos llevamos bien con los esviones, y con los noruegos. —Los esviones, los noruegos y los daneses eran los hombres del norte, aquellos que se embarcaban en expediciones vikingas, pero eran los daneses los que habían venido a mi tierra, aunque eso no se lo dije a Ragnar. Había aprendido a esconder mi alma, o puede que estuviera confundido. ¿Era de Northumbria o danés? ¿Qué era? ¿Qué quería ser?
—Supón —pregunté— que el resto de los ingleses no quisieran que nos quedáramos aquí. —Usé el plural deliberadamente.
Él se rio.
—¡Los ingleses pueden querer lo que les apetezca! Pero ya viste lo que ocurrió en Yorvik. —Así era como los daneses pronunciaban Eoferwic. Por algún motivo encontraban aquel nombre difícil, así que la llamaban Yorvik—. ¿Quién fue el inglés que luchó con más valentía en Yorvik? —preguntó Ragnar—. ¡Tú! ¡Un niño! ¡Cargaste contra mí con aquella podadera! Era un cuchillo para destripar, no una espada, ¡y tú intentaste matarme! Casi me muero de la risa. —Se inclinó hacia delante y me dio un cachete afectuoso—. Claro que los ingleses no nos quieren aquí —prosiguió—. ¿Pero qué pueden hacer? El año que viene ocuparemos Mercia, al siguiente Anglia Oriental y por último Wessex.
—Mi padre siempre decía que Wessex era el reino más fuerte —dije. Mi padre jamás dijo nada parecido, de hecho despreciaba a los hombres de Wessex porque los consideraba amanerados y santurrones, pero intentaba provocar a Ragnar.
No lo conseguí.
—Es el reino más rico —comentó—, pero eso no lo convierte en el más fuerte. Son los hombres quienes hacen fuerte a un reino, no el oro. —Me sonrió—. Somos los daneses; no perdemos, ganamos, y Wessex caerá.
—¿Sí?
—Tiene un nuevo y débil rey —comentó con desdén—, y si muere y su hijo no es más que un niño, puede que pongan a su hermano en el trono. Eso nos gustaría.
—¿Por qué?
—Porque el hermano es otro alfeñique. Se llama Alfredo.
Alfredo. Ésa fue la primera vez que oí hablar de Alfredo de Wessex. No le di mayor importancia en aquel momento. ¿Porqué tendría que haberlo hecho?
—Alfredo —prosiguió Ragnar cáustico—. Sólo está interesado en horadar muchachas, ¡cosa que está muy bien! No le digas a Sigrid que yo lo he dicho, pero no hay nada de malo en desenvainar la espada cuando se puede, aunque Alfredo se pasa la mitad del tiempo horadando y la otra mitad rezando a su dios para que le perdone por horadar. ¿Cómo puede a un dios parecerle mal un buen revolcón?
—¿Cómo sabes de Alfredo? —pregunté.
—Espías, Uhtred, espías. En su mayoría comerciantes. Hablan con gente en Wessex, así que lo sabemos todo del rey Etelredo y su hermano Alfredo. Y Alfredo está enfermo como un palomo la mitad del tiempo. —Se detuvo, quizá pensara en su hijo pequeño, que estaba malo—. Es una casa débil —prosiguió—, y los sajones del oeste deberían deshacerse de ellos y poner en el trono a un hombre de verdad, pero no lo van a hacer, así que cuando caiga Wessex ya no habrá Inglaterra.
—A lo mejor encuentran a un rey más fuerte —dije.
—No —repuso Ragnar con firmeza—. En Dinamarca —siguió contando—, nuestros reyes son los hombres más duros, y si sus hijos son blandos, un hombre de otra familia se convierte en rey, pero en Inglaterra creen que el trono pasa a través de las piernas de una mujer. Una criatura tan débil como Alfredo podría convertirse en rey sólo porque su padre lo era.
—¿Tenéis reyes en Dinamarca?
—Una docena. Yo mismo, si me apeteciera, podría hacerme llamar rey, pero a Ivar y a Ubba podría no gustarles, y ningún hombre los ofende a la ligera.
Yo cabalgué en silencio, escuchaba el crujir y chirriar de los cascos de los caballos en la nieve. Pensaba en el sueño de Ragnar, el sueño de que Inglaterra terminaría, de que su tierra sería para los daneses.
—¿Qué sucede conmigo? —solté al final.
—¿Contigo? —Parecía sorprendido de que lo preguntara—. Lo que pase contigo, Uhtred, será lo que tú hagas que pase. Crecerás, aprenderás a usar la espada, aprenderás a aguantar en un muro de escudos, aprenderás a remar, aprenderás a honrar a los dioses, y después usarás lo que has aprendido para convertir tu vida en buena o mala.
—Quiero Bebbanburg —dije.
—Entonces debes hacerte con ella. Puede que te ayude, pero aún no. Antes de eso tenemos que ir al sur, y antes de ir al sur, debemos convencer a Odín de que nos vea con buenos ojos.
Aún no entendía la religión danesa. Se la tomaban mucho menos en serio que nosotros los ingleses, pero las mujeres rezaban bastante a menudo y de vez en cuando un hombre mataba algún buen animal, se lo dedicaba a los dioses, y colgaba encima de su puerta la cabeza ensangrentada para indicar que se celebraría en su casa una fiesta en honor a Thor u Odín, pero la fiesta, aunque era señal de adoración, era igual que todas las demás fiestas de borrachos.
Recuerdo la fiesta de Yule mejor porque fue la semana en que vino Weland. Llegó el día más frío del invierno, cuando la nieve estaba amontonada, y lo hizo a pie con una espada en el costado, un arco en el hombro, y harapos a la espalda, y se arrodilló respetuosamente fuera de la casa de Ragnar. Sigrid lo hizo entrar, lo alimentó y le sirvió cerveza, pero cuando terminó de comer, insistió en volver a la nieve a esperar a Ragnar, que estaba arriba en las colinas, cazando.
Weland era un hombre con aspecto de serpiente, ése fue mi primer pensamiento al verlo. Me recordó a mi tío Ælfric, esbelto, astuto y hermético. Me disgustó a primera vista y sentí un escalofrío de miedo cuando lo vi postrarse en la nieve al regreso de Ragnar.
—Me llamo Weland —dijo—, y voy en busca de un señor.
—No eres joven —repuso Ragnar—. ¿Por qué no tienes ya señor?
—Murió, señor, cuando se hundió su barco.
—¿Quién era?
—Snorri, señor.
—¿Que Snorri?
—El hijo de Eric, hijo de Grimm, de Birka.
—¿Y tú no te ahogaste? —preguntó Ragnar mientras desmontaba y me entregaba las riendas de su caballo.
—Yo estaba en tierra, señor, enfermo.
—¿Tu familia? ¿Tu hogar?
—Soy hijo de Godfred, señor, de Haithabu.
—¡Haithabu! —comentó Ragnar con acritud—. ¿Un comerciante?
—Yo soy guerrero, señor.
—¿Y por qué te diriges a mí?
Weland se encogió de hombros.
—Los hombres dicen que sois un buen señor, dador de brazaletes, pero si me rechazáis, señor, lo intentaré con otros hombres.
—¿Y sabes usar esa espada, Weland Godfredson?
—Como una mujer sabe usar la lengua, señor.
—¿Así de bien? —preguntó Ragnar, como de costumbre incapaz de resistirse a una chanza. Le dio a Weland permiso para quedarse, y lo envió a Synningthwait para que encontrara alojamiento. Después, cuando le dije que no me gustaba Weland, Ragnar se limitó a encogerse de hombros y decir que el extranjero necesitaba amabilidad. Estábamos sentados en la casa, medio asfixiados por el humo que se enroscaba entre las vigas—. No hay nada peor para un hombre, Uhtred —me dijo Ragnar—, que no tener señor. Que no tener dador de brazaletes —añadió tocándose los suyos propios.
—No confío en él —intervino Sigrid desde el fuego donde estaba haciendo unas tortitas encima de una piedra. Rorik, que se recuperaba de su enfermedad, la ayudaba, mientras Thyra, como siempre, hilaba—. Creo que es un forajido —dijo Sigrid.
—Probablemente —concedió Ragnar—, pero a mi barco no le importa que empujen sus remos forajidos. —Alargó la mano para coger una tortita y Sigrid le dio un manotazo diciendo que los pasteles eran para Yule.
La festividad de Yule era la mayor celebración del año, una semana entera de comida, cerveza e hidromiel, peleas, risas y hombres borrachos vomitando en la nieve. Los hombres de Ragnar se reunieron en Synningthwait y hubo carreras de caballos, competición de lucha libre, de lanzamiento de jabalinas, hachas y piedras, y mi favorita, el remolcador de guerra, en el que dos equipos de hombres o chicos intentaban tirar al contrario al agua fría. Vi a Weland observándome mientras peleaba con un chico mayor que yo. Weland ya ofrecía otro aspecto más próspero. Habían desaparecido los harapos y ahora vestía una capa de pelo de zorro. Me emborraché por primera vez durante aquel Yule, tan rematadamente borracho que las piernas no me sostenían y me quedé tirado gimiendo y con la cabeza palpitándome y Ragnar se partió de risa y me hizo beber más hidromiel hasta que vomité. Ragnar, por supuesto, ganó el concurso de beber, y Ravn recitó un largo poema sobre un antiguo héroe que mató a un monstruo y a la madre del monstruo, que aún era más temible que su hijo, pero estaba demasiado borracho para acordarme de mucho más.
Y tras la fiesta de Yule descubrí algo nuevo sobre los daneses y sus dioses, pues Ragnar había ordenado que se excavara un gran foso en los bosques encima de su casa, y Rorik y yo colaboramos para hacer el agujero en un claro. Talamos raíces de árboles, extrajimos la tierra y Ragnar aún lo quería más profundo. No se quedó satisfecho hasta que cupo él entero y desde dentro no se veía el borde. Una rampa conducía hasta el fondo del foso, junto a la que había un enorme montón de tierra extraída.
A la noche siguiente todos los hombres de Ragnar, pero no sus mujeres, fueron hasta el foso andando. Los chicos portábamos antorchas empapadas en brea que ardían bajo los árboles, arrojaban sombras movedizas que se fundían con la oscuridad de alrededor. Los hombres estaban todos vestidos y armados como si fueran a la guerra.
El ciego Ravn esperaba en el foso, de pie, en el extremo más alejado de la rampa, y cantó un gran poema épico sobre Odín. El poema era larguísimo, las palabras duras y rítmicas como el repicar de un tambor, y describía cómo el gran dios había creado el mundo a partir del cadáver del gigante Ymir, y cómo había lanzado el sol y la luna al cielo, y cómo su lanza, Gungnir, era el arma más poderosa de la creación, forjada por enanos en las profundidades del mundo, y el poema prosiguió, y los hombres reunidos alrededor del foso parecían balancearse con el latido de la oda, a veces repetían una frase, y yo confieso que me aburrí casi tanto como cuando Beocca nos daba aquellas palizas en su latín tartajoso, así que miré el bosque a mi alrededor, examiné las sombras, preguntándome qué criaturas se moverían en la oscuridad y pensando en los sceadugengan.
Pensaba a menudo en los sceadugengan, los caminantes de las sombras. Ealdwulf, el herrero de Bebbanburg, fue el primero en hablarme de ellos. Me había advertido de que no le contara a Beocca las historias, y nunca lo hice, así que Ealdwulf me narró cómo, antes de que Cristo llegara a Inglaterra, cuando los ingleses veneraban a Woden y los otros dioses, se sabía bien que había caminantes de las sombras que se movían en silencio y semiocultos por la tierra, misteriosas criaturas que podían cambiar de forma. Un instante eran lobos, y al siguiente hombres, o águilas, y no estaban ni vivos ni muertos, sino que eran criaturas del mundo de las sombras, bestias nocturnas, y miré los oscuros árboles y deseé que hubiera allí sceadugengan, algo que fuera mi secreto, algo que asustara a los daneses, algo que me devolviera Bebbanburg, algo tan poderoso como la magia que había dado la victoria a los daneses.
Evidentemente, era el sueño de un niño. Cuando se es joven e impotente se sueña con poseer una fuerza mística, y cuando se crece y se convierte uno en poderoso, se condena a hombres menores al mismo sueño, pero de niño yo quería el poder de los sceadugengan. Recuerdo mi emoción aquella noche ante la idea de dominar el poder de los caminantes de las sombras antes de que un gemido devolviera mi atención al foso y viera que los hombres en la rampa se habían dividido, y que llegaba una extraña procesión de la oscuridad. Había un semental, un carnero, un perro, un ganso, un toro y un verraco, cada uno de ellos conducido por uno de los guerreros de Ragnar, y en la cola había un prisionero inglés, un hombre condenado por cambiar de sitio la señal que dividía dos campos, y él, como las bestias, llevaba una cuerda alrededor del cuello.
Conocía el semental. Era el mejor de Ragnar, un enorme caballo negro llamado Pisallamas, un caballo que Ragnar adoraba. Con todo, Pisallamas, como el resto de los animales, iba a ser entregado aquella noche a Odín. Lo hizo Ragnar. Desnudo de cintura para arriba, mostrando su amplio y marcado pecho a la luz de las antorchas, utilizó un hacha de guerra para matar a los bichos uno a uno, y Pisallamas fue el último animal en morir. Los ojos del enorme caballo estaban en blanco cuando lo obligaron a bajar por la rampa. Se resistió, aterrorizado por el hedor a sangre que había salpicado las paredes del foso, y Ragnar se acercó al caballo y en su rostro había lágrimas cuando besó el hocico de Pisallamas. Después lo mató, un golpe entre los ojos, directo y certero, de modo que el caballo se desplomó, dando coces pero muerto al instante. El hombre murió el último, y su muerte no fue tan angustiosa como la del caballo. Entonces Ragnar se puso en pie sobre la carnicería de sangre y pelo y alzó su cruenta hacha al cielo.
—¡Odín! —gritó.
—¡Odín! —repitieron todos los hombres y apuntaron sus espadas, lanzas o hachas hacia el foso humeante—. ¡Odín! —volvieron a gritar, y vi a la serpiente Weland mirarme desde el otro lado del agujero de la matanza iluminado por el fuego.
Todos los cadáveres fueron sacados del foso y colgados de las ramas de los árboles. Su sangre había sido entregada a las criaturas bajo la tierra y ahora su carne era ofrecida a los dioses de arriba, y después, rellenamos el foso, bailamos encima para apisonar la tierra, y las jarras de cerveza y los odres de hidromiel corrieron entre nosotros y bebimos bajo los cadáveres colgados. Odín, el dios terrible, había sido invocado porque Ragnar y su gente se preparaban para la guerra.
Pensé en las hojas extendidas sobre el foso de sangre, pensé en el dios desperezándose en su salón de los cadáveres para enviar una bendición a aquellos hombres, y supe que toda Inglaterra caería a menos que encontrara una magia tan poderosa como la de aquellos hombres fuertes. Sólo tenía diez años, pero aquella noche supe en qué me convertiría.
Me uniría a los sceadugengan, sería un caminante de las sombras.