Capítulo IX

Ragnar me abrazó. Ambos llorábamos y por un momento ninguno pudo hablar, aunque conservé suficiente buen juicio para mirar atrás y asegurarme de que Alfredo se encontraba a salvo. Estaba agachado junto a la puerta, oculto en las sombras de una bala de lana, con la capucha tapándole la cara.

—¡Pensaba que habías muerto! —le dije a Ragnar.

—Esperaba que vinieras —me dijo al mismo tiempo, y durante un rato los dos hablamos y ninguno escuchó; entonces Brida salió del fondo de la iglesia y la contemplé, vi una mujer en lugar de una niña, y ella se rio al verme y me dio un decoroso beso.

—Uhtred… —dijo mi nombre como una caricia. Habíamos sido amantes en el pasado, aunque entonces no éramos mucho más que niños. Era sajona, pero había elegido a los daneses para estar con Ragnar. Las demás mujeres de la sala iban adornadas con plata, granates, azabache, ámbar y oro, pero Brida no llevaba otras joyas que un peine de marfil que le sujetaba el espeso pelo negro en un moño—. Uhtred… —repitió en un susurro.

—¿Por qué no estás muerto? —le pregunté a Ragnar. Había sido rehén, y las vidas de los rehenes estaban perdidas desde el mismo momento en que Guthrum cruzó la frontera.

—Le gustábamos a Wulfhere —contestó Ragnar. Me rodeó los hombros con un brazo y me llevó hacia la hoguera del centro, donde crepitaban las llamas—. Este es Uhtred —anunció a los jugadores de dados—. Un sajón, lo que le convierte en escoria, por supuesto, pero también es mi amigo y mi hermano. ¡Cerveza y vino! —Señaló unas jarras—. Wulfhere nos perdonó la vida.

—¿Y vosotros a él?

—¡Por supuesto que se la perdonamos! Está aquí. Celebrando con Guthrum.

—¿Wulfhere? ¿Es prisionero?

—¡Es un aliado! —exclamó Ragnar, metiéndome una jarra en la mano y obligándome a sentarme junto al fuego—. Ahora está con nosotros. —Sonrió, y yo estallé en carcajadas por la pura alegría de verlo vivo. Era un hombre grande, de cabellos dorados, un rostro sincero, y tan lleno de picardía, vida y amabilidad como el de su padre—. Wulfhere hablaba con Brida —prosiguió Ragnar—, y a través de ella conmigo. Nos gustábamos. Es difícil matar a un hombre que te gusta.

—¿Lo convenciste para que cambiara de bando?

—No necesité demasiada persuasión —contestó Ragnar—. Veía que íbamos a ganar, y cambiando de bando ha podido conservar sus tierras, así que… ¿Te vas a beber esa cerveza o te vas a quedar mirándola?

Fingí beber, tirándome la cerveza por la barba, y recordé a Wulfhere diciéndome que, cuando los daneses llegaran, todos tendríamos que buscar un modo de seguir con vida. ¿Pero Wulfhere? ¿El primo de Alfredo y ealdorman de Wiltunscir? ¿Había cambiado de bando? ¿Y cuántos de los thane habían seguido su ejemplo y servían ahora a los daneses?

—¿Quién es ése? —preguntó Brida. Miraba a Alfredo. Estaba en la sombra, pero había algo profundamente misterioso y raro en el modo en que se agachaba en silencio.

—Un criado —dije.

—Se puede acercar a la hoguera.

—No puede —espeté—. Lo estoy castigando.

—¿Qué has hecho? —le preguntó Brida en inglés. Alzó la cabeza y la miró, pero la capucha lo ocultaba.

—Habla, cabrón —le dije—, y te azoto hasta verte los huesos. —Apenas le veía los ojos bajo la capucha—. Me ha insultado. —Hablaba de nuevo en danés—. Le he hecho jurar silencio, y por cada palabra que pronuncie recibirá diez latigazos.

Eso los satisfizo. Ragnar se olvidó del extraño sirviente encapuchado y me contó que había convencido a Wulfhere para que enviara un mensajero a Guthrum prometiéndole que dejaría con vida a los rehenes; Guthrum había avisado a Wulfhere de cuándo tendría lugar el ataque, y así se aseguraba de que el ealdorman tendría suficiente tiempo para apartar a los rehenes de la venganza de Alfredo. Ese, pensé, era el motivo por el que Wulfhere había desaparecido tan pronto la mañana del ataque. Sabía que venían los daneses.

—Lo llamáis aliado —dije—. ¿Lo convierte eso en amigo, o sólo en un hombre que luchará por Guthrum?

—Es un aliado —repuso Ragnar—, y ha jurado luchar por nosotros. Por lo menos ha jurado luchar por el rey sajón.

—¿El rey sajón? —pregunté confundido—. ¿Alfredo?

—No, Alfredo no. El rey auténtico. El chico que era hijo del otro rey.

Ragnar se refería a Etelwoldo, que había sido el heredero del hermano de Alfredo, el rey Etelredo, y por supuesto los daneses querían a Etelwoldo. Cada vez que capturaban un reino sajón, designaban a un sajón como rey, y eso proporcionaba a su conquista un velo de legalidad, aunque el sajón nunca duraba demasiado. Guthrum, que ya se llamaba a sí mismo rey de la Anglia Oriental, quería ser también rey de Wessex, pero si ponía a Etelwoldo en el trono podría atraer a otros sajones del oeste, que se convencerían de que luchaban por el auténtico heredero. Y en cuanto la batalla hubiera terminado y el dominio danés se hubiese consolidado, matarían discretamente a Etelwoldo.

—¿Pero Wulfhere luchará por vosotros? —insistí.

—¡Por supuesto que lo hará! Si quiere mantener sus tierras —contestó Ragnar, después hizo una mueca—. ¿Pero qué lucha? ¡Estamos aquí sentados como borregos sin hacer nada!

—Es invierno.

—La mejor época para luchar. No hay nada más que hacer. —Quería saber dónde había estado desde Yule, y le conté que me había ocultado en Defnascir. Supuso que me había asegurado de que mi familia estuviera a salvo, y también supuso que había venido a Cippanhamm para unirme a él—. ¿No le habrás jurado lealtad a Alfredo, eh? —preguntó.

—¿Quién sabe dónde está Alfredo? —evité la pregunta.

—Pero se la juraste —me dijo con tono de reproche.

—Se la juré —contesté, y era cierto—, pero sólo durante un año, y ese año hace mucho que ha terminado. —Eso no era mentira; sencillamente, no le conté a Ragnar que le había vuelto a prestar juramento.

—¿Así que puedes unirte a mí? —me preguntó ansioso—. ¿Me jurarás lealtad?

Me tomé la pregunta a la ligera, pero lo cierto es que me preocupaba.

—Quieres mi juramento —le pregunté—, ¿para que me siente aquí como una oveja sin hacer nada?

—Hacemos algunas expediciones —repuso Ragnar defendiéndose—, y mis hombres guardan el pantano. Allí es donde está Alfredo. En los pantanos. Pero Svein acabará sacándolo de allí. —Así que Guthrum y sus hombres aún no habían oído que la flota de Svein había sido reducida a cenizas.

—¿Y por qué estáis aquí sentados sin hacer nada? —le pregunté.

—Porque Guthrum no quiere dividir su ejército —repuso Ragnar. Casi sonreí, porque recordé al abuelo de Ragnar aconsejarle a Guthrum que jamás volviera a dividir su ejército. Eso fue lo que hizo en la colina de Æsc, y aquella fue la primera victoria de los sajones del oeste contra los daneses. Lo había vuelto a hacer al abandonar Werham para atacar Exanceaster, y la parte de su ejército que fue por el mar quedó totalmente destruida por la tormenta—. Le he dicho —prosiguió Ragnar— que deberíamos dividir el ejército en doce partes. Tomar una docena más de ciudades y dotarlas de guarnición. Deberíamos capturar todas las ciudades del sur de Wessex, pero no quiere escucharme.

—Guthrum ha afianzado el norte y el este —repuse, como si defendiera su estrategia.

—¡Y deberíamos tener el resto! Pero lo que hacemos es esperar hasta la primavera con la esperanza de que se nos unan más hombres. Cosa que harán. Aquí hay tierra, buena tierra. Mejor que la del norte. —Parecía haberse olvidado del asunto de mi juramento. Sabía que querría que me uniera a él, pero se puso a hablar de lo que ocurría en Northumbria. Me explicó cómo nuestros enemigos, Kjartan y Sven, prosperaban en Dunholm, y cómo aquel padre e hijo no se atrevían a abandonar la fortaleza por miedo a la venganza de Ragnar. Habían capturado a su hermana y, por lo que Ragnar sabía, aún la mantenían en su poder, y Ragnar, como yo, había jurado matarlos. No tenía ninguna noticia de Bebbanburg, aparte de que mi traicionero tío seguía con vida y aún en la fortaleza—. Cuando terminemos con Wessex —me prometió Ragnar—, regresaremos al norte. Tú y yo juntos. Llevaremos nuestras espadas a Dunholm.

—Por las espadas en Dunholm —dije, y levanté mi jarra de cerveza.

No bebí demasiado, o si lo hice, pareció no tener demasiado efecto. Estaba pensando, allí sentado, que con una sola frase podía acabar con Alfredo para siempre. Podía traicionarlo; podría llevarlo ante Guthrum y después observar mientras moría. Guthrum incluso me perdonaría los insultos a su madre si le entregaba a Alfredo, y de ese modo podría acabar con Wessex, pues sin Alfredo, no habría nadie por quien el fyrd se reuniera. Podía quedarme con mi amigo Ragnar, podía ganar más brazaletes, hacerme un nombre que celebrarían en todos los lugares donde llegaran los alargados barcos de los hombres del norte, y sólo me costaría una frase.

Y qué tentado me sentí aquella noche en la iglesia real de Cippanhamm. Qué alegría hay en el caos. Si se metieran todos los males del mundo tras una puerta y se les dijera a los hombres que jamás de los jamases abriesen la puerta, la abrirían igualmente, porque en la destrucción hay alegría pura. En un momento determinado, en que Ragnar se partía de risa y me daba palmadas en el hombro tan fuerte que me dolía, casi noté las palabras formándose en mi lengua. «Ese es Alfredo», le habría dicho, señalándolo, y mi mundo habría cambiado por completo e Inglaterra dejaría de existir. Con todo, en el último momento, cuando tenía la primera palabra en la boca, me la tragué. Brida me observaba, con sus sagaces ojos tranquilos, la miré y pensé en Iseult. En uno o dos años, Iseult tendría el mismo aspecto que Brida. Poseían la misma belleza tensa, el mismo color oscuro, la misma llama ardiente en el alma. Si hablaba, pensé, Iseult moriría, y no podía soportarlo. Y pensé en Æthelflaed, la hija de Alfredo, y supe que la convertirían en esclava, y también supe que los pocos sajones que quedaran, cada vez que se reunieran junto a sus hogueras en el exilio, maldecirían mi nombre. Sería para siempre Uhtredcerwe, el hombre que destruyó un pueblo.

—¿Qué ibas a decir? —preguntó Brida.

—Que jamás hemos tenido un invierno tan frío en Wessex.

Se me quedó mirando, sin creer mi respuesta. Después sonrió.

—Dime, Uhtred —hablaba en inglés—. Si pensabas que Ragnar estaba muerto, ¿por qué has venido aquí?

—Porque no sé a qué otro lugar dirigirme —repuse.

—¿Y viniste aquí? ¿Donde está Guthrum, a quien has insultado?

Así que eso sí lo sabían. No me lo esperaba y un escalofrío de miedo me recorrió el cuerpo. No dije nada.

—Guthrum te quiere muerto —dijo esta vez en danés.

—No lo dice en serio —contestó Ragnar.

—Sí lo dice en serio —insistió Brida.

—Bueno, no voy a permitir que mate a Uhtred —repuso Ragnar—. ¡Ahora estás aquí! —Me dio una palmada en la espalda y miró con dureza a sus hombres, como retándoles a que se atrevieran a ir con el cuento de que acababa de aparecer a Guthrum. Nadie se movió, pero estaban casi todos borrachos y algunos directamente dormidos.

—Ahora estás aquí —dijo Brida—, pero no hace demasiado estabas luchando por Alfredo e insultando a Guthrum.

—Iba de camino a Defnascir —dije, como si eso explicara algo.

—Pobre Uhtred —dijo Brida. Acarició con la mano derecha el pelo blanquinegro del cuello de Nihtgenga—. Y yo que pensaba que serías un héroe para los sajones.

—¿Un héroe? ¿Por qué?

—¿El hombre que mató a Ubba?

—Alfredo no quiere héroes —dije, en voz suficientemente alta para que lo oyera—, sólo santos.

—¡Pues cuéntanos lo de Ubba! —pidió Ragnar, así que tuve que describir la muerte de Ubba, y los daneses, que adoran una buena historia de batalla, querían todos los detalles. Conté la historia bien, convirtiendo a Ubba en un gran héroe que casi había destruido el ejército sajón, dije que luchó como un dios, y conté cómo rompió nuestro muro de escudos con su gran hacha. Describí la quema de los barcos, el humo sobre la carnicería de la batalla, como una nube que llegara de los infiernos, y les narré cómo me encontré frente a Ubba en su carga victoriosa. Aquello no era cierto, por supuesto, y los daneses sabían que no lo era. No me encontré frente a Ubba, sino que fui a buscarlo. Pero cuando se cuenta una historia hay que aderezarla con modestia, y los oyentes, comprendiendo aquella costumbre, murmuraron su aprobación.

—Jamás he tenido tanto miedo —les dije, y les conté cómo habíamos luchado, Hálito-de-Serpiente contra el hacha de Ubba, cómo redujo mi escudo a leña, y después describí, ciñéndome a la verdad, cómo resbaló con las tripas desperdigadas de un muerto. Los daneses junto a la hoguera suspiraron decepcionados—. Le corté los tendones del brazo —y con el canto de la mano me di un golpe en el hueco del codo, para mostrarles dónde—, y después acabé con él.

—¿Murió bien? —preguntó un hombre, nervioso.

—Como un héroe —le dije, y le conté cómo había vuelto a poner el hacha en su mano moribunda para que fuera al Valhalla—. Y como un hombre —concluí.

—Era un guerrero —comentó Ragnar. Estaba borracho. No completamente, pero sí cansado. La hoguera se estaba apagando, y el humo ensombrecía aún más el extremo oeste de la iglesia, donde Alfredo estaba sentado. Se contaron más historias, el fuego se extinguió, y las pocas velas se agotaron. Los hombres dormían, y seguí sentado allí hasta que Ragnar se tumbó y empezó a roncar. Esperé aún más, hasta que todos estuvieron dormidos, y sólo entonces regresé con Alfredo.

—Nos vamos ahora —le dije. No discutió. Nadie pareció reparar en nosotros al salir a la noche, cerrando en silencio la puerta tras nosotros.

—¿Con quién hablabas? —me preguntó Alfredo.

—Con el conde Ragnar.

Se detuvo, confundido.

—¿No era uno de los rehenes?

—Wulfhere los dejó con vida —contesté.

—¿Con vida? —preguntó atónito.

—Ahora están con Guthrum. —Le di las malas noticias—. Está aquí, en vuestra casa. Ha accedido a luchar por los daneses.

—¿Aquí? —Alfredo apenas podía creer lo que decía. Wulfhere era su primo, se había casado con la sobrina de Alfredo, era familia—. ¿Está aquí?

—Está del lado de Guthrum —repliqué con dureza.

Se me quedó mirando.

—No —más que decirlo, articuló la palabra sin voz—. ¿Y Etelwoldo?

—Es un prisionero.

—¡Un prisionero! —Exclamó con acritud, y no era de extrañar, pues Etelwoldo no tenía valor para los daneses como prisionero a menos que accediera a ser su pelele en el trono sajón.

—Prisionero —repetí. No era cierto, por supuesto, pero me gustaba Etelwoldo y le debía un favor—. Es un prisionero —proseguí—, y no hay nada que podamos hacer por él, así que larguémonos de aquí. —Tiré de él hacia la ciudad, pero era demasiado tarde, pues la puerta de la iglesia se abrió y Brida salió con Nihtgenga.

Le dijo al perro que se mantuviera a su lado mientras caminaba hacia mí. Como yo, tampoco estaba borracha, aunque debía de tener mucho frío porque no llevaba capa por encima del sencillo vestido de lana azul. La noche crepitaba con la escarcha, pero ella no temblaba.

—¿Te marchas? —hablaba en inglés—. ¿No te quedas con nosotros?

—Tengo esposa e hijo —contesté.

Sonrió.

—Cuyos nombres no has mencionado en toda la noche, Uhtred. ¿Así que, qué ha pasado? —No respondí y ella se me quedó mirando, y había algo muy perturbador en su mirada—. Dime, ¿qué mujer tienes ahora?

—Alguien que se parece a ti —admití.

Se rio.

—¿Y quiere que luches por Alfredo?

—Ve el futuro —le dije, evadiendo la pregunta—. Lo sueña.

Brida se me quedó mirando. Nihtgenga gimió un poquito y ella lo calmó con una caricia.

—¿Y ve que Alfredo va a sobrevivir?

—Más que sobrevivir —le dije—. Ve que va a ganar. —A mi lado, Alfredo se revolvió, y yo confié en que tuviera suficiente sentido común para mantener la cabeza gacha.

—¿Ganar?

—Ve una colina verde de hombres muertos —le dije—, un caballo blanco, y Wessex vivo de nuevo.

—Tu mujer tiene sueños muy extraños —dijo Brida—, pero no has respondido a mi pregunta, Uhtred. Si pensabas que Ragnar estaba muerto, ¿por qué has venido aquí?

No tenía ninguna respuesta preparada, así que no di ninguna.

—¿A quién esperabas encontrar? —preguntó.

—¿A ti? —contesté para adularla.

Sacudió la cabeza, sabía que mentía.

—¿Por qué has venido? —Seguía sin tener respuesta y Brida sonrió con tristeza—. Si yo fuera Alfredo —prosiguió—, enviaría a un hombre que hablara danés a Cippanhamm, y ese hombre regresaría al pantano para contarme qué había visto.

—Si eso es lo que piensas —le dije—, ¿por qué no se lo dices? —Hice un gesto con la cabeza hacia los hombres de capas negras que guardaban la puerta de Guthrum.

—Porque Guthrum es un loco histérico —respondió a lo bestia—. ¿Por qué ayudar a Guthrum? Cuando Guthrum caiga, Ragnar tomará el mando.

—¿Por qué no lo toma ahora?

—Porque es como su padre. Decente. Le dio su palabra a Guthrum y no va a romperla. Y esta noche quería que le prestaras juramento, pero no lo has hecho.

—No quiero que Bebbanburg sea un regalo de los daneses —respondí.

Pensó sobre ello, y lo entendió.

—¿Pero crees —me preguntó con desdén—, que los sajones del oeste van a darte Bebbanburg? Está al otro extremo de Gran Bretaña, Uhtred, y el último rey sajón se está pudriendo en un pantano.

—Esto me dará Bebbanburg —dije, apartándome la capa para mostrarle la empuñadura de mi espada.

—Tú y Ragnar podéis gobernar en el norte —respondió.

—Puede que lo hagamos —contesté—, así que dile a Ragnar que cuando todo esto termine, cuando todo se decida, iré al norte con él. Me enfrentaré a Kjartan. Pero será a su debido tiempo.

—Espero que vivas para mantener tu promesa —dijo, después se inclinó hacia delante y me dio un beso en la mejilla. Y sin mediar una palabra más, se dio la vuelta y regresó a la iglesia.

Alfredo dejó de contener el aliento.

—¿Quién es Kjartan?

—Un enemigo —repuse sin más. Intenté apartarlo de allí, pero él me detuvo.

Miraba a Brida, que se acercaba a la iglesia.

—¿Es ésa la chica que estaba contigo en Wintanceaster?

—Sí. —Hablaba de la época en que llegué por primera vez a Wessex; Brida venía conmigo.

—¿Y ve Iseult realmente el futuro?

—Aún no se ha equivocado.

Se persignó, después me dejó guiarlo por la ciudad, que estaba más tranquila entonces, pero no tenía intención de venir conmigo hasta la puerta oeste; insistió en que regresáramos al convento donde, durante un momento, nos agachamos cerca de una de las dos hogueras medio apagadas del patio, para calentarnos con las ascuas. Los hombres dormían en la iglesia del convento, pero el patio estaba abandonado y tranquilo. Alfredo cogió un pedazo de madera a medio arder y, usándolo como antorcha, se acercó a la fila de pequeñas puertas de las celdas de las monjas. Una de las puertas estaba cerrada con dos pasadores y una cadena corta y gruesa, y Alfredo se detuvo allí.

—Desenvaina tu espada —me ordenó.

Cuando Hálito-de-Serpiente estuvo desnuda, abrió los pasadores y empujó la puerta. Entró con cautela y se quitó la capucha. Sostuvo la antorcha en alto, y a la luz de las llamas vi al gigante hecho un ovillo en el suelo.

—Steapa —susurró Alfredo.

Steapa sólo fingía dormir, se incorporó del suelo con la velocidad de un lobo, atacó a Alfredo, y yo embestí con la espada contra su pecho, pero entonces vio el rostro magullado del rey y se quedó helado, sin reparar en la espada.

—¿Señor?

—Vienes con nosotros —le dijo Alfredo.

—¡Señor! —Steapa cayó de rodillas frente a su rey.

—Hace frío ahí fuera —dijo Alfredo. La celda estaba también helada—. Envaina la espada, Uhtred. —Steapa se me quedó mirando y pareció vagamente sorprendido de descubrir que yo era el hombre con el que peleaba cuando llegaron los daneses—. Haréis las paces —dijo Alfredo con severidad, y el gigante asintió—. Y tenemos una persona más que recoger —dijo Alfredo—, así que venid.

—¿Otra persona? —pregunté.

—Has hablado de una monja —dijo Alfredo.

Así que tuve que encontrar la celda de la monja, y aún seguía allí, aplastada contra la pared por un danés que roncaba a gusto. La luz de la antorcha mostró un rostro pequeño y asustado, medio oculto tras la barba del danés. La barba era negra y su pelo dorado, dorado pálido, estaba despierta y, al vernos, emitió un grito ahogado que despertó al danés. El hombre parpadeó a la luz de la antorcha y nos rugió mientras intentaba desprenderse de las gruesas capas de cuero que utilizaba como mantas. Steapa le dio un golpe, y sonó como cuando se sacrifica a un buey con una maza, húmedo y seco al mismo tiempo. La cabeza del hombre cayó hacia atrás, Alfredo apartó las capas y la monja intentó ocultar su desnudez. Alfredo se apresuró a volverla a tapar. El estaba avergonzado y yo impresionado, pues era joven y muy bonita, y me pregunté por qué una mujer así desperdiciaría su dulzura en la religión.

—¿Sabéis quién soy? —le preguntó Alfredo. Ella sacudió la cabeza—. Soy vuestro rey —dijo en voz baja—, y vais a venir con nosotros, hermana.

Hacía mucho que su ropa había desaparecido, así que la envolvimos en las pesadas capas. El danés estaba ya muerto, le había rebanado el cuello con Aguijón-de-Avispa, y encontré una bolsa de monedas atada a su cuello, colgada de una tira de cuero.

—Ese dinero irá a la Iglesia —dijo Alfredo.

—Lo he encontrado yo —contesté—, y yo lo he matado.

—Es dinero del pecado —repuso con paciencia—, y tiene que ser redimido. —Sonrió a la monja—. ¿Hay más hermanas aquí? —preguntó.

—Sólo yo —dijo con una vocecilla.

—Y ahora estáis a salvo, hermana. —Se enderezó—. Podemos irnos.

Steapa llevaba a la monja, que se llamaba Hild. Ella se agarró a él, sollozando, quizá por el frío, aunque probablemente la consumía el recuerdo de la tortura que había sufrido.

Habríamos podido capturar Cippanhamm aquella noche con cien hombres. Hacía tanto frío que no había guardias en las almenas. Los centinelas de la puerta estaban en una casa junto al muro, apiñados junto al fuego, y lo único que hicieron cuando levantamos la barra de la puerta fue preguntar a gritos y de mal humor quién iba.

—Hombres de Guthrum —respondí yo también a gritos, y ya no nos molestaron más. Media hora después, estábamos todos en el molino de agua, reunidos con el padre Adelbert, Egwine y los tres soldados.

—Deberíamos dar gracias a Dios por haber sido rescatados —dijo Alfredo al padre Adelbert, que se había quedado conmocionado al ver la sangre y los moratones en el rostro del rey—. Decid una oración, padre —ordenó Alfredo.

Adelbert rezó, pero yo los ignoré. Me limité a agacharme junto al fuego y a pensar que jamás volvería a sentir calor, y acabé durmiéndome.

* * *

Nevó durante todo el día siguiente. Nieve densa. Encendimos una hoguera, sin importarnos que los daneses vieran el humo, pues ningún danés iba a salir a sufrir las inclemencias de aquel día horrendo para investigar un único hilillo de humo gris contra un cielo gris.

Alfredo rumiaba. Habló poco aquel día, aunque en una ocasión frunció el ceño y me preguntó si estaba totalmente seguro de lo de Wulfhere.

—No lo hemos visto con Guthrum —añadió con tono quejumbroso, confiando desesperadamente en que el ealdorman no lo hubiese traicionado.

—Los rehenes están vivos —contesté.

—Dios santo —se lamentó, convencido por aquel argumento, y apoyó la cabeza contra la pared. Observó la nieve a través de una de las pequeñas ventanas—. ¡Es de la familia! —dijo al cabo de un rato, y volvió a quedarse en silencio.

Le di de comer a los caballos el último heno que habíamos traído con nosotros, después afilé mis armas, ya que tampoco tenía nada mejor que hacer. Hild, la monja torturada, lloraba sin parar. Alfredo intentó consolarla, pero se sentía incómodo y no encontraba palabras y, curiosamente, fue Steapa el que la calmó. Le habló en voz baja, su voz era un murmullo profundo, y cuando Hálito-de-Serpiente y Aguijón-de-Avispa estuvieron tan afiladas como era posible, mientras la nieve caía interminablemente en un mundo silencioso, rumié como Alfredo.

Pensé en que Ragnar quería que le prestara juramento. Pensé en él pidiéndome lealtad.

El mundo empezó en el caos y terminará en el caos. Los dioses crearon el mundo, y lo concluirán con una lucha entre ellos, pero entre el caos del nacimiento del mundo y el caos de su muerte hay un orden, y ese orden se establece por los juramentos, y nos atan como las hebillas de un arnés.

Estaba atado a Alfredo por un juramento, y antes de prestárselo había querido ligarme a Ragnar, pero ahora sentía como una afrenta que me lo hubiese siquiera pedido. Era el orgullo, que crecía en mí y me cambiaba. Era Uhtred de Bebbanburg, quien había dado muerte a Ubba, y aunque le prestaría mi juramento a un rey, me mostraba reacio a jurar lealtad a un igual. Quien jura queda al servicio del hombre que presta el juramento. Ragnar había dicho que era su amigo, que sería generoso, que me trataría como a un hermano, pero al asumir que le prestaría juramento, demostraba que seguía creyendo que yo no era su igual. Yo era un señor de Northumbria, pero él era danés, y para un danés todos los sajones son hombres inferiores, y por ello había exigido un juramento. Si se lo prestaba, sería generoso, pero también esperaría gratitud, y sólo podría mantener Bebbanburg porque él me lo consentía. Jamás lo había pensado antes así, pero de repente, en aquel frío día, comprendí que entre los daneses era tan importante como mis amigos, y sin amigos no era más que otro guerrero sin tierra ni señor. Pero entre los sajones era otro sajón, y entre los sajones no necesitaba la generosidad de otro hombre.

—Pareces pensativo, Uhtred —dijo Alfredo, interrumpiendo mis ensoñaciones.

—Estaba pensando, señor —contesté—, que necesitamos comida caliente. —Alimenté el fuego, salí fuera al arroyo, rompí la capa de hielo y llené un cacharro de agua. Steapa me había seguido fuera, no para hablar, sino para mear, y yo me quedé detrás de él.

—En el witangemot —le dije—, mentiste sobre Cynuit.

Se ató el pedazo de cuerda que le servía de cinturón y se dio la vuelta para mirarme.

—Si los daneses no hubieran llegado —dijo con su voz profundamente grave—, te habría matado.

No discutí, pues lo más probable era que tuviera razón.

—En Cynuit —le dije en cambio—, cuando murió Ubba, ¿dónde estabas?

—Allí.

—No te vi —le dije—. Yo estaba en medio de la batalla, pero no te vi.

—¿Crees que no estuve allí? —estaba enfadado.

—¿Estabas con Odda el Joven? —le pregunté, y él asintió—. ¿Estabas con él —supuse—, porque su padre te había dicho que lo protegieras? —Volvió a asentir—. Y Odda el Joven se alejó del peligro, ¿no es cierto?

No respondió, pero su silencio me indicó que tenía razón. Decidió que no tenía nada más que decirme y se dio la vuelta para entrar otra vez en el molino, pero yo lo cogí de un brazo para detenerlo. Se sorprendió. Steapa era tan grande, fuerte y temido que no estaba acostumbrado a que los hombres usaran la fuerza con él, y noté que lo consumía una lenta ira. La alimenté.

—Eras la niñera de Odda —me burlé—. El gran Steapa Snotor de niñera. Otros hombres se enfrentaron y lucharon contra los daneses, y tú le cogías la manita a Odda. —Se me quedó mirando. Su rostro, de piel tan tensa y sin expresión, era como la mirada de un animal, no había en él otra cosa que hambre, ira y violencia. Quería matarme, especialmente después de usar su apodo, pero comprendí algo más de Steapa Snotor: era realmente estúpido. Me mataría si se lo ordenaban, pero sin nadie para indicárselo, no sabía qué hacer, así que le entregué el cacharro de agua—. Lleva eso dentro —le dije. Vaciló—. ¡No te quedes ahí como un buey sordo! —espeté—. ¡Llévalo! Y no lo derrames. —Cogió el cacharro—. Hay que ponerlo en el fuego —le dije—, y la próxima vez que luchemos contra los daneses, estarás conmigo.

—¿Contigo?

—Ambos somos guerreros —le contesté—, y nuestro trabajo es matar a nuestros enemigos, no hacer de niñeras de enclenques.

Recogí leña, y cuando regresé dentro me encontré a Alfredo mirando a la nada y a Steapa sentado junto a Hild, que parecía que estaba consolando en lugar de ser consolada. Eché pedazos de tortas de avena y pescado seco en el agua y removí el potingue con un palo. Era un engrudo lamentable, y sabía horrendo, pero estaba caliente.

Esa noche dejó de nevar y, a la mañana siguiente, regresamos a casa.

* * *

No había ninguna necesidad de que Alfredo fuera a Cippanhamm. Todo lo que descubrió, lo habría averiguado igualmente enviando espías, pero había insistido en ir él mismo y había regresado más preocupado que antes. Se había enterado de algunas cosas interesantes, que Guthrum no poseía suficientes hombres para subyugar todo Wessex, y por eso esperaba los refuerzos, pero también que intentaba hacer cambiar de bando a la nobleza de Wessex. Wulfhere había prestado juramento a los daneses. ¿Quién más?

—¿Luchará el fyrd de Wiltunscir por Wulfhere? —nos preguntó.

Por supuesto que lucharían por Wulfhere. La mayoría de los hombres de Wiltunscir eran leales a su señor, y si su señor les ordenaba que siguieran su estandarte a la guerra, marcharían. Los hombres que se encontraran en las partes de la comarca no ocupadas por los daneses podrían estar con Alfredo, pero el resto haría lo que siempre hacían, seguir a su señor. Los demás señores, al ver que Wulfhere no había perdido sus posesiones, pensarían que su propio futuro, y la seguridad de su familia, estaban con los daneses. Los daneses siempre funcionaban así. Sus ejércitos eran demasiado pequeños y desorganizados para derrotar un gran reino, así que reclutaban señores del reino, los adulaban, incluso los convertían en reyes, y sólo cuando se sentían seguros, se volvían contra esos sajones y los mataban.

Así que de vuelta en Æthelingaeg, Alfredo hizo lo que mejor sabía hacer. Escribir cartas. Escribió cartas a toda su nobleza, y envió mensajeros a todos los rincones de Wessex para que encontraran a todo ealdormen, thane y obispo que estuviera en el reino, y les entregaran las cartas. Estoy vivo, decían los pedazos de pergamino, y después de Pascua recuperaré Wessex de las manos paganas, y vos me ayudaréis. Esperamos las respuestas.

—Tienes que enseñarme a leer —me dijo Iseult cuando le hablé de las cartas.

—¿Por qué?

—Es magia —repuso.

—¿Qué magia? ¿La de leer salmos?

—Las palabras son como el aliento —contestó—. Las dices y ya no están. Pero si las escribes, las atrapas. Se pueden escribir historias, poemas.

—Que te enseñe Hild —le dije; y eso hizo la monja, dibujando las letras en el barro. A veces las observaba y pensaba que podrían haber sido tomadas por hermanas, aunque una tenía el pelo tan negro como las alas de un cuervo y la otra color oro pálido.

Así que Iseult aprendió a leer y yo practiqué con los hombres, con sus armas y escudos hasta que estaban tan cansados que no les quedaban ganas de maldecirme. También construirnos una nueva fortaleza. Restauramos uno de los beamwegs que conducía hacia el sur, hasta las colinas al borde del pantano, y en el punto en que aquella senda de troncos sumergidos llegaba a tierra firme, construimos un recio fuerte de tierra y madera, al estilo de los primeros romanos. Ninguno de los hombres de Guthrum intentaron detener el trabajo, aunque vimos daneses observándonos desde las colinas más altas. Para cuando Guthrum comprendiera qué estábamos haciendo, el fuerte estaría ya terminado. A finales de febrero, se presentaron un centenar de daneses para atacarlo, pero vieron la empalizada de espinos protegiendo el foso, la contundencia del muro de troncos tras él, la densidad de nuestras lanzas contra el cielo, y se marcharon por donde habían venido.

Al día siguiente, llevé sesenta hombres a la granja donde habíamos visto los caballos daneses. Se habían marchado y habían quemado la granja. Nos adentramos aún más en tierra firme, pero no vimos ningún enemigo. Encontramos corderos recién nacidos masacrados por los zorros, pero ningún danés, y desde aquel día en adelante nos fuimos adentrando cada vez más en Wessex, con el mensaje de que el rey vivía y luchaba. De vez en cuando nos encontrábamos bandas de daneses, pero sólo luchábamos si los superábamos en número, pues no podíamos permitirnos perder hombres.

Ælswith dio a luz una niña que ella y Alfredo llamaron Tithelgifu. Ælswith quería abandonar el pantano. Sabía que Huppa de Thornsaeta conservaba Dornwaraceaster, pues el ealdorman había respondido a la carta de Alfredo diciendo que la ciudad estaba segura y que, en cuanto Alfredo lo pidiera, el fyrd de Thornsaeta marcharía en su ayuda. Dornwaraceaster no era tan grande como Cippanhamm, pero poseía murallas romanas y Ælswith estaba cansada de vivir en los pantanos, cansada de tanta humedad, de las nieblas heladas, y dijo que su hija recién nacida moriría de frío y que la enfermedad de Eduardo regresaría, y el obispo Alewold la apoyó. Tuvo una visión de una gran casa en Dornwaraceaster, con cálidas hogueras y comodidades dignas de un cura, pero Alfredo se negó. Si se trasladaba a Dornwaraceaster, los daneses abandonarían inmediatamente Cippanhamm y sitiarían a Alfredo, y la amenaza de hambre pronto acabaría con la guarnición; en el pantano había comida. En Dornwaraceaster, Alfredo sería prisionero de los daneses, pero en el pantano era libre. Escribió más cartas, contándole a Wessex que estaba vivo, que cada vez se hacía más fuerte, y que, después de Pascua pero antes de Pentecostés, atacaría a los paganos.

Llovió al final del invierno. Lluvia y más lluvia. Recuerdo montar guardia en la muralla del nuevo y fangoso fuerte observando la lluvia caer y caer. Se oxidaron las cotas de malla, se pudrieron los tejidos, y la comida cogió hongos. Se nos destrozaron las botas y no había nadie que pudiera hacernos calzado nuevo. Patinábamos y chapoteábamos en barro grasiento, la ropa no se secaba, y seguían cayendo cortinas de lluvia desde el oeste. La paja de los tejados goteaba, las cabañas se inundaban, el mundo era gris. Comíamos bastante bien, aunque a medida que fueron llegando hombres a Æthelingaeg, la comida comenzó a escasear, pero nadie pasó hambre y tampoco nadie se quejaba, aparte del obispo Alewold, que hacía muecas frente a cada nuevo estofado de pescado. Ya no quedaban venados en el pantano —todos atrapados y comidos—, pero al menos teníamos pescado, anguilas y aves salvajes, mientras que fuera del pantano, en aquellas zonas que los daneses habían saqueado, la gente se moría de hambre. Practicábamos con las armas, nos enzarzábamos en batallas simuladas con varas de madera, observábamos las colinas y recibíamos a los mensajeros que traían noticias. Burgweard, el comandante de la flota, escribió desde Hamtun para contarnos que la ciudad estaba guardada por sajones, pero que se habían avistado barcos daneses en la costa.

—No creo que se esté enfrentando a ellos —señaló Leofric con tristeza cuando oyó las noticias.

—No lo dice —le contesté.

—No quiere que se le ensucien sus bonitos barcos —supuso Leofric.

—Al menos los conserva.

Llegó una carta de un cura desde el lejano Kent, en la que decía que los vikingos de Lundene habían ocupado Contwaraburg y otros se habían asentado en la isla de Sceapig, y que el ealdorman había firmado la paz con los invasores. Llegaron más noticias de ataques daneses desde Suth Seaxa, pero también la confirmación de Arnulf, ealdorman de Suth Seaxa, de que su fyrd se reuniría en primavera. Le envió a Alfredo un evangelio como prueba de lealtad, y durante días Alfredo llevó encima el libro hasta que la lluvia empapó las páginas y corrió la tinta. Wiglaf, ealdorman de Sumorsaete, apareció a principios de marzo y trajo setenta hombres. Aseguró que había estado oculto en las colinas al sur de Badum, y Alfredo ignoró los rumores que decían que Wiglaf había estado negociando con Guthrum. Lo único que importaba era que el ealdorman había venido a Æthelingaeg, y Alfredo le dio el mando de las tropas que continuamente patrullaban tierra firme para seguir de cerca a los daneses y tender emboscadas a sus partidas de abastecimiento. No todas las noticias eran tan buenas. Wilfrith de Hamptonscir había huido al reino franco, como una veintena más de ealdormen y thane.

Pero Odda el Joven, ealdorman de Defnascir, seguía en Wessex. Envió a un cura con una carta que informaba de que el ealdorman defendía Exanceaster. «Alabado sea Dios —decía la carta—, pero no hay paganos en la ciudad.»

—¿Y dónde están? —preguntó Alfredo al cura. Sabíamos que Svein, a pesar de perder sus barcos, no se había unido a Guthrum, lo que sugería que seguía oculto en Defnascir.

El cura, un joven que parecía aterrorizado ante la presencia del rey, se encogió de hombros, vaciló, y después tartamudeó que Svein estaba cerca de Exanceaster.

—¿Cerca? —preguntó el rey.

—Por allí —logró contestar el cura.

—¿Sitian la ciudad? —preguntó Alfredo.

—No, señor.

Alfredo leyó la carta una segunda vez. Siempre había tenido mucha fe en la palabra escrita, e intentaba averiguar la verdad que se le había escapado en la primera lectura.

—No están en Exanceaster —concluyó—, pero la carta no dice dónde están. Ni cuántos son. Ni qué hacen.

—Están por allí, señor —respondió el cura sin saber qué decir—. Hacia el oeste, creo.

—¿El oeste?

—Creo que están hacia el oeste.

—¿Qué hay hacia el oeste? —me preguntó Alfredo.

—El páramo —respondí.

Alfredo tiró la carta disgustado.

—A lo mejor tendrías que acercarte a Defnascir —me dijo—, y averiguar qué están haciendo los paganos.

—Sí, señor.

—Será una buena oportunidad para encontrar a tu esposa y a tu hijo —repuso Alfredo.

La frase venía con aguijón. Con las lluvias invernales los curas envenenaban los oídos de Alfredo, y él estaba dispuesto a escuchar su mensaje, que era que los sajones sólo derrotarían a los daneses si Dios así lo quería. Y Dios, decían los curas, quería que fuéramos virtuosos. E Iseult era pagana, como yo, y no estábamos casados, ya que yo tenía esposa, así que la acusación de que Iseult se interponía entre Alfredo y la victoria empezó a extenderse por el pantano. Nadie lo decía abiertamente, no entonces, pero Iseult lo presentía. Hild la protegía en aquellos días, porque Hild era monja, cristiana y víctima de los daneses, pero muchos pensaban que Iseult estaba corrompiendo a Hild. Yo fingí hacer oídos sordos a las murmuraciones hasta que la hija de Alfredo me las contó.

Æthelflaed tenía casi siete años y era la favorita de su padre. Ælswith mostraba más cariño por Eduardo, y en aquellos húmedos días de invierno se preocupaba por la salud de su hijo y de su niña recién nacida, lo que le dio a Æthelflaed bastante libertad. Se quedaba con su padre la mayoría del tiempo, pero también paseaba por Æthelingaeg, donde la mimaban tanto soldados como aldeanos. Era un rayo de sol radiante en aquellos días de inundaciones. Tenía el pelo dorado, un rostro dulce, ojos azules y ningún miedo. Un día me la encontré en el fuerte al sur, observando a una docena de daneses que habían venido a vigilarnos. Le dije que volviera a Æthelingaeg, y ella hizo como que me obedecía, pero una hora más tarde, cuando los daneses se habían marchado, la encontré escondida en uno de los refugios con techo de tierra junto a la muralla.

—Esperaba que vinieran los daneses —me dijo.

—¿Para que se te lleven?

—Para ver cómo los matas.

Era uno de aquellos raros días en que no llovía. Brillaba el sol en las colinas verdes, me senté en el muro, saqué a Hálito-de-Serpiente de su vaina recubierta de piel de cordero y empecé a afilarla con una piedra. Æthelflaed insistió en probar la piedra, así que se puso la enorme espada en el regazo y arrugó la expresión concentrada mientras pasaba la piedra por la espada.

—¿Cuántos daneses has matado? —preguntó.

—Suficientes.

—Mamá dice que no amas a Jesús.

—Todos amamos a Jesús —contesté evasivamente.

—Si amaras a Jesús —me dijo toda seria—, podrías matar más daneses. ¿Qué es esto? —Había encontrado una profunda mella en uno de los filos de Hálito-de-Serpiente.

—Es el lugar donde chocó contra otra espada —le contesté. Había ocurrido en Cippanhamm, durante mi pelea con Steapa. Su enorme espada le había dado un buen bocado a Hálito-de-Serpiente.

—La voy a arreglar —dijo, y trabajó obsesivamente con la piedra, intentando suavizar los bordes de la mella—. Mamá dice que Iseult es una aglcecwif. —Le costó decir la palabra, pero sonrió triunfal por haberlo conseguido. Yo no dije nada. Un aglcecwif era un enemigo, un monstruo—. El obispo también lo dice —me contó Æthelflaed con toda sinceridad—. No me gusta el obispo.

—¿Ah, no?

—Babea. —Intentó imitarlo y consiguió escupir en Hálito-de-serpiente. Limpió la hoja—. ¿Es Iseult un aglcecwif?

—Por supuesto que no. Curó a Eduardo.

—Eso lo hizo Jesús, y Jesús me envió también a mi hermanita. —Se enfurruñó porque todos sus esfuerzos no habían servido para pulir la mella.

—Iseult es una buena mujer —le dije.

—Está aprendiendo a leer. Yo sé leer.

—¿Sí?

—Casi. Si lee, puede ser cristiana. A mí me gustaría ser un aglcecwif.

—¿Sí? —le pregunté sorprendido.

Como respuesta me gruñó y arrugó una manita como si fuera una garra. Después se rio.

—¿Esos son daneses? —Había visto unos jinetes llegar desde el sur.

—Ese es Wiglaf —contesté.

—Wiglaf es agradable.

La envié de vuelta a Æthelingseg en el caballo de Wiglaf, pensé en lo que había dicho y me pregunté, por milésima vez, por qué estaba entre cristianos que me consideraban una ofensa a su dios. Llamaban a mis dioses dwolgods, que significaba falsos dioses, lo que me convertía en Uhtredcerwe, que vivía con una aglcecwif y adoraba a los dwolgods. Yo hacía alarde de ello, por supuesto, siempre lucía mi amuleto del martillo abiertamente, y aquella noche, como siempre, Alfredo se estremeció al verlo. Me había convocado a su salón, donde lo encontré rumiando sobre un tablero de tafl. Jugaba contra Beocca, que tenía más piezas que él. Parece sencillo, el tafl, un jugador tiene un rey y una docena de piezas, y el otro el doble de piezas, pero sin rey. Las piezas se mueven por el tablero adamascado hasta que uno u otro jugador tienen todas las piezas de madera rodeadas. Yo no tenía paciencia, pero a Alfredo le encantaba el juego, aunque cuando llegué parecía estar perdiendo, así que sintió alivio al verme.

—Quiero que vayas a Defnascir —me dijo.

—Por supuesto, señor.

—Me temo que vuestro rey está amenazado, señor —comentó Beocca alegremente refiriéndose al juego.

—No importa —contestó Alfredo irritado—. Vas a ir a Defnascir —dijo, volviéndose hacia mí—, pero Iseult debe quedarse aquí.

Me exasperé.

—¿Es otra vez rehén? —pregunté.

—Necesito sus medicinas —respondió Alfredo.

—¿Aunque las confeccione una aglcecwif?

Me miró mal.

—Es curandera —dijo—, lo que significa que es un instrumento de Dios, y con la ayuda de Dios llegará a la verdad. Además, tienes que viajar rápido, y no necesitas una mujer como compañía. Irás a Defnascir, encontrarás a Svein y, en cuanto lo encuentres, le indicarás a Odda el Joven que reúna al fyrd. Dile que hay que sacar a Svein de la comarca, y cuando Odda lo consiga, tiene que venir aquí con sus tropas. Está al mando de mi guardia personal. Tendría que estar aquí.

—¿Queréis que le dé órdenes a Odda? —pregunté, en parte sorprendido y en parte en tono de burla.

—Sí —repuso Alfredo—, y te ordeno que hagas las paces con él.

—Sí, señor —contesté.

Detectó el sarcasmo en mi voz.

—Somos todos sajones, Uhtred, y ahora, más que nunca, es momento de curar nuestras heridas.

Beocca, consciente de que vencer a Alfredo al tafl no mejoraría el ánimo del rey, estaba retirando las piezas del tablero.

—Una casa dividida entre sí —intervino—, será destruida. Lo dijo san Marcos.

—Alabado sea Dios por una verdad tan grande —repuso Alfredo—, y debemos deshacernos de Svein. —Eso era una verdad aún más grande. Alfredo quería marchar contra Guthrum después de Pascua, pero difícilmente podría hacerlo si las fuerzas de Svein le venían pisando los talones—. Encontrarás a Svein —me dijo el rey—, y Steapa te acompañará.

—¡Steapa!

—Conoce la zona —contestó Alfredo—, y le he dicho que te obedezca.

—Es mejor que vayáis dos —dijo Beocca totalmente convencido—. Recuerda que Josué envió dos espías a Jericó.

—Me entregáis a mis enemigos —respondí con amargura, aunque cuando lo pensé, decidí que usarme como espía tenía sentido. Los daneses de Defnascir estarían buscando a los exploradores de Alfredo, pero yo hablaba la lengua del enemigo y podía pasar por uno de ellos, así que era el más adecuado de entre todos los hombres de que disponía Alfredo. En cuanto a Steapa, procedía de Defnascir, conocía la zona, y era hombre de Odda, por lo que resultaba más adecuado para transmitirle un mensaje al ealdorman.

Así que ambos cabalgamos hacia el sur desde Æthelingaeg en un día de lluvia copiosa.

A Steapa no le gustaba yo y a mí no me gustaba él, así que no teníamos nada que decirnos, salvo cuando sugería qué camino tomar, a lo que jamás mostró desacuerdo. Nos mantuvimos cerca de la carretera grande, la que habían construido los romanos, aunque íbamos con cautela, pues dicha carretera era muy usada por las bandas danesas de expedición de avituallamiento o saqueo. También era la ruta que Svein debía tomar si decidía unirse con Guthrum, pero no vimos daneses. Tampoco sajones. Cada pueblo y granja en la carretera había sido saqueado y quemado, de modo que atravesábamos territorio de muertos.

Al segundo día, Steapa se dirigió hacia el oeste. No me explicó el repentino cambio de dirección, sino que subió obstinadamente por las colinas, y yo le seguí porque él conocía el terreno y supuse que tomaba un atajo que nos conduciría a los inhóspitos y elevados Daerentmora. Cabalgaba con prisa, con su endurecido rostro sombrío, y en una ocasión le grité que deberíamos ir con más cuidado por si había partidas danesas en los pequeños valles, pero no me hizo ni caso. Lo que sí hizo, casi al galope, fue bajar a uno de aquellos pequeños valles hasta que apareció una granja.

O lo que había sido una granja. Ahora no eran más que cenizas húmedas en un paraje verde, un paraje profundamente verde en el que enormes árboles con los primeros indicios de primavera proyectaban su sombra sobre estrechos pastos. En los bordes de los pastos abundaban las flores, pero no había ninguna en el lugar donde antes se erguían los pocos y pequeños edificios. Sólo tizones y el potingue negro que deja el hollín sobre el barro. Steapa abandonó su caballo y caminó entre las cenizas. Había perdido su gran espada cuando los daneses lo capturaron en Cippanhamm, así que ahora llevaba una enorme hacha de guerra que estampó contra la tierra ennegrecida.

Rescaté su caballo, até ambas bestias al tronco chamuscado de un tejo que había crecido en la granja, y le observé. No dije nada, pues presentí que una única palabra desataría toda su furia. Se agachó junto al esqueleto de un perro y se quedó mirando los huesos oscurecidos por el humo durante unos minutos, después alargó una mano y acarició el cráneo desnudo. En su rostro había lágrimas, o quizá fuera sólo la lluvia que caía finamente desde las nubes bajas.

Allí había vivido una veintena de personas. En el extremo sur de la aldea, se alzaba antaño una casa más grande, y exploré los restos quemados, examinando dónde habían excavado los daneses, junto a los viejos postes, en busca de monedas ocultas. Steapa me observaba. El estaba en una de las parcelas más pequeñas, y supuse que habría crecido allí, en una cabaña de esclavos. No me quería cerca, y yo me mantuve claramente alejado, preguntándome si me atrevía a sugerirle que siguiéramos nuestro camino. Pero él empezó a cavar; se lio a hachazo limpio contra el suelo de tierra húmeda y roja hasta que hizo una pequeña tumba para el perro. No era más que un esqueleto. Aún quedaban pedazos de pelo sobre los viejos huesos, pero la carne había desaparecido, de modo que las costillas se desmoronaron. Aquello había ocurrido hacía unas cuantas semanas. Steapa recogió los huesos y los depositó con ternura en la tumba.

Entonces apareció la gente. Puedes cabalgar por un paraje muerto y no ver a nadie, pero ellos sí te verán a ti. La gente se esconde cuando aparecen los enemigos. Suben a los bosques y esperan allí, y entonces llegaron tres hombres que estaban escondidos tras los árboles.

—Steapa —le dije. Se volvió hacia mí, furioso por haberlo interrumpido, entonces me vio señalar hacia el oeste.

Rugió al reconocerlos, y los tres hombres, que llevaban lanzas, corrieron hacia él. Tiraron las armas y abrazaron al gigante, y durante un rato hablaron juntos, pero cuando sé calmaron, me llevé a uno aparte y le interrogué. Los daneses habían llegado poco después de Yule, me dijo. Habían aparecido de repente, antes de que nadie supiera que había paganos en Defnascir. Aquellos hombres habían escapado porque estaban talando un árbol en el bosque cercano, y después oyeron la matanza. Desde entonces, vivían en los bosques, asustados por los daneses que aún patrullaban Defnascir en busca de comida. No habían visto sajones.

Habían enterrado a la gente de la granja en un pasto al sur, y Steapa se dirigió allí y se arrodilló en la tierra mojada.

—Su madre murió —me dijo el hombre. Hablaba un inglés tan cerrado que tenía que pedirle continuamente que repitiera lo que decía, pero entendí esas tres palabras—. Steapa era bueno con su madre —me dijo el hombre—. Le traía dinero. Ya no era esclava.

—¿Su padre?

—Murió hace mucho tiempo.

Me pareció que Steapa iba a desenterrar a su madre, así que me acerqué y me puse delante de él.

—Tenemos una tarea que cumplir —le dije.

Levantó la mirada, sin expresión alguna en aquel duro rostro.

—Hay daneses que matar —le dije—. Los daneses que mataron a esta gente tienen que encontrar la muerte.

Asintió abruptamente, se puso en pie, me pasaba una cabeza. Limpió el hacha y montó de nuevo.

—Hay daneses que matar —dijo, y tras dejar a su madre en su tumba fría, nos fuimos a buscarlos.