Capítulo VI

Steapa reaccionó antes que yo. Se quedó con la boca abierta al ver a los daneses cruzando el puente, y después se apresuró hacia donde estaba Odda el Joven, que gritaba pidiendo sus caballos. Los daneses se desplegaban desde el puente, galopaban por el prado con las espadas desnudas y las lanzas en ristre. El humo se colaba entre las nubes bajas desde la ciudad en llamas. Un caballo sin jinete, con los estribos al viento, galopaba por la hierba, entonces noté la mano de Leofric que me agarró por el codo y tiró de mí hacia el norte, junto al río. La mayor parte de la gente se había dirigido al sur y los daneses los habían seguido, así que el norte parecía ofrecer más seguridad. Iseult llevaba mi cota de malla y se la cambié por Aguijón-de-Avispa, y tras nosotros aumentó el griterío mientras los daneses desmembraban a la masa presa del pánico. La gente se desperdigó. Los jinetes que escapaban atronaban a nuestro alrededor, y nos lanzaban con los cascos trozos de tierra húmeda y hierba a cada paso. Vi a Odda el Joven dar media vuelta y huir con otros tres jinetes. Harald, el alguacil de la comarca, era uno de ellos, pero no vi a Steapa y por un momento temí que el gigante estuviera buscándome. Lo olvidé en el mismo instante en que un grupo de daneses apareció para perseguir a Odda.

—¿Dónde están nuestros caballos? —le grité a Leofric, que parecía desconcertado; entonces recordé que no habían llegado a Cippanhamm conmigo. Los animales estarían probablemente aún en el patio de la taberna Rey de Codornices, lo que significaba que estaban perdidos.

Junto al río había un sauce caído y un grupo de alisos pelados, y allí nos detuvimos a tomar aliento, ocultos por el enorme tronco del sauce. Me puse la cota, me ceñí las espadas, y le pedí a Leofric el casco y el escudo.

—¿Dónde está Haesten? —pregunté.

—Salió corriendo —repuso Leofric sin más. Como el resto de mis hombres. Se habían sumado a la turba y dirigido hacia el sur. Leofric señaló hacia el norte—. Problemas —prosiguió en el mismo tono lacónico. Había una veintena de daneses bajando por nuestra orilla del río, y bloqueando nuestra huida, pero aún estaban lejos; los hombres que habían ido tras Odda habían desaparecido ya, de modo que Leofric nos guió por el prado hasta una maraña de espinas, alisos, ortigas y enredadera. En el centro había una antigua cabaña de adobe y cañas, quizás un refugio de pastor, y aunque la cabaña estaba medio derruida ofrecía mejor protección que el sauce, así que los tres nos zambullimos entre las ortigas y nos agachamos bajo la madera podrida.

Sonaba una campana en la ciudad, como si tocara a muerto. Se detuvo abruptamente, volvió a empezar, y después terminó por fin. Se oyó un cuerno. Una docena de jinetes se acercó a nuestro escondite: todos llevaban capas negras y escudos pintados de negro, las marcas de los guerreros de Guthrum.

Guthrum. Guthrum el Desafortunado. Se llamaba a sí mismo rey de la Anglia Oriental, pero quería ser rey de Wessex, aquél era el tercer intento de tomar el país y esta vez, pensé, su suerte había cambiado. Mientras Alfredo había estado celebrando la duodécima noche de Yule, mientras el witan se reunía para discutir el mantenimiento de los puentes y el castigo de ciertos malhechores, Guthrum había marchado sobre el país. El ejército de los daneses estaba en Wessex, Cippanhamm había caído, y los grandes hombres del reino de Alfredo habían sido sorprendidos, desperdigados o asesinados. El cuerno sonó de nuevo y la docena de jinetes con capas negras se dio la vuelta y se encaminó hacia la zona de donde procedía la llamada.

—Tendríamos que haber sabido que los daneses se estaban preparando para atacar —exclamé indignado.

—Siempre has dicho que lo harían —respondió Leofric.

—¿Pero es que no tenía Alfredo espías en Gleawecestre?

—Lo que tenía eran curas rezando aquí —repuso Leofric con amargura—, sin duda confiado en la tregua de Guthrum.

Me toqué el amuleto del martillo. Se lo había arrebatado a un chico en Eoferwic. Por entonces también yo era un niño, recién capturado por los daneses, mi contrincante se me había tirado encima a patadas y puñetazos, y yo lo tumbé junto a la orilla del río y le quité el amuleto. Aún lo conservo. Lo toco a menudo, para recordarle a Thor que aún sigo vivo, pero aquel día lo toqué pensando en Ragnar. Los rehenes estarían muertos, ¿sería ése el motivo por el que Wulfhere había partido al alba? ¿Pero cómo podía saber que venían los daneses? Si Wulfhere lo hubiese sabido, Alfredo lo habría sabido también, y las fuerzas sajonas habrían estado preparadas. Nada de aquello tenía sentido, salvo que Guthrum había atacado de nuevo durante una tregua; la última vez que lo había hecho demostró que estaba dispuesto a sacrificar a los rehenes retenidos. Parecía seguro que pudiera repetirlo, así que Ragnar estaría muerto y mi mundo se habría vuelto más pequeño.

Y muchos otros habían muerto. Había cadáveres en el prado entre nuestro escondite y el río, y la matanza proseguía. Algunos sajones habían regresado a la ciudad y, al descubrir que el puente estaba guardado, intentaron escapar al norte: los vimos caer bajo los jinetes daneses. Tres hombres intentaron resistirse, cubriéndose con las espadas, pero un danés lanzó un grito de júbilo y cargó contra ellos a caballo. La lanza atravesó el pecho de uno de los hombres, aplastándoselo, los otros dos cayeron al suelo por el impacto del caballo e, inmediatamente, más daneses se les echaron encima, con espadas y hachas sobre sus cabezas. Una chica gritó y corrió aterrorizada en círculos hasta que un danés, con una larga melena al viento, se inclinó desde la silla y le subió el vestido por la cabeza, de modo que quedó cegada y medio desnuda. Avanzó a trompicones por la hierba húmeda y media docena de daneses se partieron de risa con ella, entonces uno de ellos le dio un azote en las caderas con la espada y otro la arrastró hacia el sur. El vestido ahogaba sus gritos. Iseult estaba temblando, y yo la rodeé con uno de mis brazos cubiertos en malla.

Podría haberme unido a los daneses en el prado. Hablaba su idioma y, con el pelo largo y los brazaletes, habría parecido un danés. Pero Haesten estaba en algún lugar de Cippanhamm y podía traicionarme. Guthrum no sentía gran aprecio por mí, y, aunque yo sobreviviera, Leofric e Iseult lo tendrían difícil. Aquellos daneses estaban desenfrenados, eufóricos por la fácil derrota, y si una docena decidía que quería a Iseult, se la llevarían, tanto si pensaban que era danés como si no. Cazaban en grupos, así que era mejor permanecer ocultos hasta que el frenesí pasara. Al otro lado del río, en la cima de la colina baja sobre la que estaba construida Cippanhamm, vi la iglesia más grande de la ciudad en llamas. El techo de paja volaba por los aires en grandes pavesas llameantes y penachos de humo lleno de chispas.

—¿Qué cojones hacías antes? —me preguntó Leofric.

—¿Antes? —la pregunta me confundió.

—¡Bailando con Steapa como un mosquito! ¡Habría aguantado todo el día!

—Le herí —dije— dos veces.

—¿Que le heriste? ¡Por el amor de Dios, se hace más daño él afeitándose!

—Ahora tampoco importa, ¿no crees? —Supuse que Steapa estaría muerto a esas alturas. O quizás hubiese escapado. No lo sabía. Ninguno sabía qué estaba pasando aparte de que habían venido los daneses. ¿Y Mildrith? ¿Y mi hijo? Estaban lejos, y presumiblemente recibirían aviso del ataque danés, pero no albergaba ninguna duda de que los daneses seguirían avanzando por Wessex, y que no había nada que pudiera hacer por Oxton. No tenía caballo, ni hombres, ni oportunidad alguna de llegar a la costa sur antes que los soldados montados de Guthrum.

Vi a un danés pasar a caballo con una chica cruzada en la silla.

—¿Qué pasó con la chica danesa que te llevaste a casa? —le pregunté a Leofric—. La que capturamos en Gales.

—Sigue en Hamtun —dijo—, y ahora que no estoy allí probablemente ande en la cama de otro.

—¿Probablemente? Eso ni lo dudes.

—Pues el muy cabrón se la puede quedar —dijo—. Llora demasiado.

—Mildrith también lloriquea a menudo —le dije entonces, y después, tras una pausa, añadí—: Eanflaed estaba enfadada contigo.

—¿Eanflaed? ¡Enfadada conmigo! ¿Por qué?

—Porque no habías ido a verla.

—¿Y cómo iba a hacerlo? Estaba encadenado. —Parecía satisfecho de que la puta hubiera preguntado por él—. Eanflaed no llora, ¿verdad?

—No que yo haya visto.

—Buena chica. Seguro que le gustaría Hamtun.

Si es que Hamtun seguía existiendo. ¿Habría venido una flota danesa desde Lundene? ¿Estaría Svein atacando desde el mar del Saefern? Sólo sabía que Wessex estaba sufriendo el caos y la derrota. Empezó a llover otra vez, una fina llovizna, fría y punzante. Iseult se acurrucó aún más y yo la protegí con mi escudo. La mayoría de la gente que se había reunido para ver la pelea junto al río había huido hacia el sur, y sólo un puñado había tomado nuestro camino, lo que significaba que había menos daneses junto a nuestro escondite; los que se hallaban en los prados al norte del río recogían ahora el botín. Despojaban a los cadáveres de armas, cinturones, cotas de malla, ropa, cualquier cosa de valor. Unos cuantos sajones habían sobrevivido, pero se los llevaban con los niños y las mujeres para ser vendidos como esclavos. Mataron a los viejos. Un hombre herido se arrastraba por el suelo, y una docena de daneses lo atormentaban como gatos jugando con un gorrión herido, pinchándolo con lanzas y espadas, desangrándolo hasta morir lentamente. Haesten era uno de los torturadores.

—Siempre me gustó Haesten —dije con tristeza.

—Es un danés —comentó Leofric despectivo.

—Aun así, me gustaba.

—Lo mantuviste con vida —replicó Leofric— y ahora ha vuelto con los suyos. Tendrías que haberlo matado. —Observé a Haesten dar patadas al herido, que gritaba preso de la agonía y suplicaba que lo mataran, pero el grupo de jóvenes siguió entreteniéndose con él, hasta que llegaron los primeros cuervos. A menudo me he preguntado si los cuervos huelen la sangre: el cielo puede estar despejado todo el día, pero cuando un hombre muere, aparecen de ninguna parte a cubrirlo de relucientes alas negras. Quizá los envíe Odín, pues los cuervos son sus aves; fuera como fuera, en aquel momento aterrizaban para empezar a darse un banquete de ojos y labios, el primer plato de todos los banquetes de cuervos. Los perros y los zorros no tardarían en aparecer.

—El fin de Wessex —exclamó Leofric con tristeza.

—El fin de Inglaterra —añadí yo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Iseult.

Yo no tenía respuesta. Ragnar debía de estar muerto, lo que significaba que no tenía refugio entre los daneses, y Alfredo estaba probablemente muerto o huido; mi obligación era ahora para con mi hijo. Sólo era un bebé, pero era mi hijo y llevaba mi nombre. Bebbanburg sería suyo si podía recuperarlo, y si yo no lo lograba, sería su deber capturar de nuevo la fortaleza, para que el nombre de Uhtred de Bebbanburg se mantuviera hasta el tumulto que sería el caos final del mundo moribundo.

—Tenemos que llegar a Hamtun —dijo Leofric—, y encontrar a nuestra tripulación.

Lástima que los daneses ya estuvieran allí. O de camino. Sabían dónde residía el poder de Wessex, dónde poseían sus casas los grandes señores, dónde se reunían los soldados, y Guthrum habría enviado hombres allí para quemar, matar y desarmar al último reino de los sajones.

—Necesitamos comida —dije—, comida y calor.

—Enciende aquí una hoguera —farfulló Leofric—, y estamos muertos.

Decidimos esperar. La llovizna se tornó aguanieve. Haesten y sus nuevos compañeros, ahora que su víctima estaba muerta, se marcharon, dejando el prado vacío salvo por los cadáveres y su séquito de cuervos. Y seguimos esperando, pero Iseult, que era tan delgada como Alfredo, estaba temblando incontroladamente así que, al caer la tarde, me quité el casco y me desaté el pelo.

—¿Qué estás haciendo?

—Por el momento —dije—, somos daneses. Tú cierra el pico.

Los guié hacia la ciudad. Habría preferido esperar hasta que se hiciera de noche, pero Iseult tenía demasiado frío para esperar más, y yo confié en que los daneses se hubieran calmado. Podría parecer un danés, pero seguía siendo un movimiento peligroso. Era probable que me cruzara con Haesten, y si les contaba a los otros la emboscada que había tendido al barco danés de Dyfed, podía no esperar otra cosa que una muerte lenta. Así que avanzamos nerviosos, caminando entre cadáveres ensangrentados por el camino junto al río. Los cuervos protestaban cuando nos acercábamos, aleteaban indignados hacia los sauces invernales, y regresaban a su festín cuando ya habíamos pasado. Había más cadáveres apilados junto al puente, donde los jóvenes que habían sido capturados para ser vendidos como esclavos eran obligados a cavar una tumba. Los daneses que los vigilaban estaban borrachos, y nadie nos dijo nada al cruzar el puente de madera y el arco de la puerta, aún adornado de acebo y enredadera para celebrar la Navidad.

Las hogueras empezaban a apagarse, extinguidas por la lluvia o por los daneses, que se afanaban en saquear casas e iglesias. Yo me quedé en el más estrecho de los callejones, pasando de refilón una herrería, una tienda de pieles y un lugar en el que se vendían ollas. Nuestras botas crujían sobre los pedazos de cerámica. Un danés joven estaba vomitando a la entrada del callejón y me contó que Guthrum se hallaba en el complejo real, donde celebrarían una fiesta esa noche. Se enderezó, tomó aire, y recuperó la sobriedad lo suficiente para ofrecerme una bolsa de monedas por Iseult. Había mujeres gritando o llorando en las casas, y el ruido que hacían empezaba a enojar a Leofric, pero yo le recomendé que se calmara. Entre los dos no íbamos a liberar Cippanhamm, y si el mundo se hubiera vuelto del revés y hubiese sido un ejército sajón el que capturara una ciudad danesa, el sonido no habría sido distinto.

—Alfredo no lo permitiría —rezongó Leofric.

—Lo habríais hecho igualmente —repuse—. Tú lo has hecho.

Quería noticias, pero ninguno de los daneses de la calle me decían nada con sentido. Habían llegado de Gleawecestre, partido mucho antes del alba, habían capturado Cippanhamm, y ahora querían disfrutar de todo lo que la ciudad les ofrecía. La gran iglesia había ardido. Pero los hombres buscaban plata entre las ascuas. Como no teníamos nada mejor que hacer, subimos la colina hasta la taberna de Rey de Codornices, donde siempre acudíamos a beber, y encontramos a Eanflaed, la pelirroja, tumbada en una mesa con dos daneses jóvenes que la sujetaban, mientras otros tres, ninguno mayor de diecisiete o dieciocho años, se turnaban para violarla. Una docena más de daneses bebían con bastante calma, apenas prestando atención a la violación.

—Si la quieres —dijo uno de los jóvenes dirigiéndose a mí—, tendrás que esperar.

—La quiero ahora —dije.

—Pues puedes saltar al pozo de mierda —añadió. Estaba borracho. Tenía barba rala y mirada insolente—. Puedes saltar al pozo de mierda —repitió, evidentemente encantado con el insulto, después señaló a Iseult—, y yo me la trajino a ella mientras tú te ahogas.

Le aticé, le rompí la nariz y le puse la cara perdida de sangre, y mientras cogía aliento, le metí un patadón entre las piernas. Cayó al suelo, sollozando, y le aticé a un segundo hombre en el estómago mientras Leofric descargaba la frustración de todo el día en un ataque salvaje a un tercero. Los dos que sujetaban a Eanflaed se nos echaron encima, y uno de ellos gritó cuando la prostituta lo agarró por los pelos y le clavó sus afiladas uñas en los ojos. El contrincante de Leofric estaba en el suelo, le pisó la garganta, y yo arrinconé a mi chico a cabezazos junto a la puerta, le di otro en las costillas, rescaté a la víctima de Eanflaed, le partí la mandíbula, y después regresé hacia el muchacho que había amenazado con violar a Iseult. Le arranqué un aro de plata de la oreja, le quité uno de sus brazaletes y le robé la bolsa, en la que sonaban algunas monedas. Se la tiré a Eanflaed al regazo, le asesté una patada entre las piernas, otra más, y lo saqué a la calle.

—Anda y salta a un pozo de mierda —le grité, después cerré de un portazo. Los demás daneses, aún bebiendo al otro extremo de la taberna, habían contemplado la pelea divertidos, y ahora nos aplaudían irónicamente.

—Cabrones —dijo Eanflaed, evidentemente hablando con los hombres que acabábamos de ahuyentar—. Me duele todo el cuerpo. ¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí?

—Creen que somos daneses —le dije.

—Necesitamos comida —dijo Leofric.

—Se la han comido casi toda —repuso Eanflaed, señalando a los daneses sentados—, pero creo que queda algo en la parte de atrás. —Se abrochó la cotilla—. Edwulf está muerto. —Edwulf era el propietario de la taberna—. ¡Y gracias por ayudarme, cabrones lisiados! —les gritó a los daneses, que no la entendieron y estallaron en carcajadas. Después se dirigió hacia la parte de atrás para buscarnos comida, pero uno de los hombres tendió una mano para detenerla.

—¿Adonde vas? —le preguntó en danés.

—Va a pasar por donde tú estás —le grité.

—Quiero cerveza —dijo—. ¿Y tú, quién eres?

—Soy el tipo que te va a rebanar el cuello si le impides que vaya a por comida —contesté.

—¡Tranquilos, tranquilos! —intervino un hombre mayor—. ¿No te conozco?

—Estuve con Guthrum en Readingum —le dije—, y en Werham.

—Eso será. Esta vez le ha salido mejor, ¿eh?

—Sí, parece que sí —coincidí.

El hombre señaló a Iseult.

—¿Tuya?

—No está en venta.

—Sólo preguntaba, hombre, sólo preguntaba.

Eanflaed nos trajo pan rancio, cerdo frío, manzanas arrugadas y un queso duro como la piedra en el que se retorcían unos gusanos rojos. El hombre mayor acercó una jarra de cerveza a nuestra mesa, evidentemente como ofrenda de paz, se sentó y empezó a hablar conmigo, así que me enteré de algo más. Guthrum se había traído cerca de tres mil hombres para atacar Cippanhamm. El propio Guthrum se encontraba ahora en las dependencias de Alfredo, y la mitad de sus hombres se quedarían como guarnición en Cippanhamm mientras el resto planeaba dirigirse al sur o al este por la mañana.

—Para que estos cabrones no se aburran —dijo el hombre, después miró hacia Leofric—. No dice demasiado.

—Es mudo —le dije.

—Conocí a un hombre que tenía una mujer muda. Qué feliz era. —Miró celoso mis brazaletes—. ¿Ya quién sirves?

—A Svein el del Caballo Blanco.

—¿Svein? No estaba en Readingum. Ni en Werham.

—Estaba en Dyflin —dijo—, pero entonces yo servía a Ragnar el Viejo.

—¡Ah, Ragnar! Pobre diablo.

—Supongo que su hijo estará muerto, ¿no? —pregunté.

—No puede ser de otro modo —respondió el hombre—. Los rehenes, pobres cabrones. —Pensó por un instante, después frunció el ceño—. ¿Qué está haciendo aquí Svein? Pensaba que venía en barco.

—Y viene —dije—, nosotros estamos aquí para hablar con Guthrum.

—¿Svein envía a un mudo para hablar con Guthrum?

—Me envía a mí para hablar —le dije—, y a él —y señalé con el pulgar la cara de pocos amigos de Leofric— para matar a quienes hagan demasiadas preguntas.

—¡Está bien, está bien! —El hombre alzó una mano para calmar mi beligerancia.

Dormimos en la parte de arriba del establo, protegidos por la paja, y nos marchamos al alba; en aquel momento, cincuenta sajones habrían podido capturar de nuevo Cippanhamm, pues los daneses estaban borrachos, dormidos, y se habían olvidado del mundo. Leofric robó espada, hacha y escudo a un hombre que roncaba en la taberna. Después salimos sin problemas por la puerta oeste. En el campamento exterior, encontramos unos cien caballos, guardados por dos hombres que dormían en una cabaña de paja, y habríamos podido llevarnos todos los animales, pero no teníamos sillas ni estribos así que, aunque de mala gana, decidí que iríamos andando. Ahora éramos cuatro, pues Eanflaed había decidido acompañarnos. Había envuelto a Iseult en dos enormes capas, pero la muchacha britana seguía temblando.

Caminamos primero hacia el oeste y después hacia el sur por una carretera que se enroscaba entre pequeñas colinas. Nos dirigíamos a Batum; desde allí podría bajar directamente hasta Defnascir para intentar recuperar a mi hijo, aunque era evidente que los daneses nos llevaban la delantera. Algunos debían de haber tomado aquel camino el día anterior, pues en el primer pueblo al que llegamos no había gallos cantando, no se oía nada, y lo que al principio había tomado por niebla matutina era humo de las granjas quemadas. Delante se veía aún más humo, lo que sugería que los daneses podían haber llegado ya a la ciudad, que conocían bien porque ya habían negociado allí una de sus treguas. Poco después, por la tarde, una horda de daneses montados apareció en la carretera tras nosotros, y no tuvimos más remedio que escondernos en las colinas al oeste.

Vagamos durante una semana. Buscamos cobijo en casuchas que apenas se mantenían en pie. Algunas estaban desiertas y otras aún contenían gente asustada, pero todos los cortos días de invierno se vieron manchados de humo a medida que los daneses saqueaban Wessex. Un día descubrimos una vaca, atrapada en su corral en una granja por lo demás desierta. La vaca tenía un ternero que mugía desesperadamente, muerto de hambre, y aquella noche nos dimos un banquete de carne fresca. Al día siguiente, no nos pudimos mover porque hacía un frío que pelaba; la lluvia azotaba desde el este, y los árboles se mecían como en agonía, el edificio que nos daba cobijo tenía goteras, la hoguera nos asfixiaba, e Iseult se sentó, con los ojos bien abiertos y vacíos, a observar las llamas.

—¿Quieres regresar a Cornwalum? —le pregunté.

Parecía sorprendida de que hubiera hablado. Le costó unos instantes recomponer sus pensamientos. Después se encogió de hombros.

—¿Qué hay allí para mí?

—Tu casa —respondió Eanflaed.

—Uhtred es mi casa.

—Uhtred está casado —repuso Eanflaed con dureza.

Iseult hizo caso omiso.

—Uhtred conducirá hombres —repuso, balanceándose adelante y atrás—, cientos de hombres. Una magnífica horda. Yo quiero estar allí para verlo.

—Te conducirá a la tentación, eso es lo que va a hacer —repuso Eanflaed—. Vete chica, di tus oraciones y confía en que no vengan los daneses.

Seguimos intentando acercarnos al sur, y conseguimos avanzar algo cada día, pero los amargos días eran cortos y los daneses parecían estar en todas partes. Incluso cuando viajábamos campo a través, lejos de caminos y pistas, veíamos alguna patrulla de daneses en la distancia; si queríamos evitarlos, no teníamos más remedio que proseguir hacia el oeste. Al este quedaba la carretera romana que salía de Batum hasta Exanceaster, la vía más concurrida en aquella parte de Wessex, y supuse que los daneses la utilizaban y mandaban patrullas a ambos lados de la carretera. Eran aquellas patrullas las que nos empujaban cada vez más hacia el mar del Saefern, pero tampoco allí estaríamos seguros, pues era probable que Svein hubiera llegado ya a Gales.

También supuse que Wessex había terminado por caer. Encontramos a unas pocas personas, fugitivos que se ocultaban en el bosque, pero nadie tenía noticias, sólo rumores. Nadie había visto soldados sajones, ni sabían nada de Alfredo, sólo veían daneses y el sempiterno humo. De vez en cuando, cruzábamos algún pueblo asolado o una iglesia quemada. Veíamos bandadas de cuervos y los seguíamos para encontrar cadáveres podridos. Estábamos perdidos, y las esperanzas que tenía de llegar a Oxton habían desaparecido hacía bastante. Supuse que Mildrith habría huido hacia el oeste, a las colinas, pues las gentes del Uisc siempre lo hacían cuando venían los daneses. Confiaba en que estuviera viva, confiaba en que mi hijo estuviera vivo, pero el futuro que le esperaba era tan oscuro como las largas noches de invierno.

—Quizá debiéramos firmar nuestra propia paz —le sugerí a Leofric una noche. Estábamos en una Cabaña de pastores, agachados alrededor de una pequeña hoguera que llenaba el bajo techo del edificio de humo. Habíamos asado una docena de costillas de cordero que habíamos sacado del cadáver medio devorado de una oveja. Todos estábamos sucios, mojados y fríos—. Tendríamos que encontrar a los daneses y jurarles lealtad.

—¿Para que nos convirtieran en esclavos? —replicó Leofric con amargura.

—Seremos guerreros —respondí.

—¿Luchar para un danés? —Atizó el fuego, que despidió más humareda—. No pueden haberse hecho con todo Wessex —protestó.

—¿Por qué no?

—Es demasiado grande. Tiene que haber algunos hombres plantando cara. Sólo tenemos que encontrarlos.

Recordé los debates a los que asistí en Lundene. Entonces yo era un niño y vivía con los daneses, y sus jefes habían discutido que la mejor manera de hacerse con Wessex era atacar el corazón de la parte occidental y romper su poder. Otros querían empezar el asalto tomando el antiguo reino de Kent, la parte más débil de Wessex y la que contenía el gran santuario de Contwaraburg, pero el argumento más osado había vencido. Habían atacado el oeste y el primer asalto había fracasado, pero ahora Guthrum lo había logrado. Con todo, ¿hasta dónde lo había logrado? ¿Seguía Kent siendo sajón? ¿Y Defnascir?

—¿Y qué va a pasar con Mildrith si te unes a los daneses? —preguntó Leofric.

—Se habrá escondido. —Yo respondí sin ánimo, y se hizo el silencio, pero vi que Eanflaed se había sentido ofendida y confié en que contuviera su lengua. No lo hizo.

—¿Te importa? —me pinchó.

—Me importa —repuse.

Eanflaed se burló de esa respuesta.

—Se ha vuelto aburrida, ¿verdad?

—Claro que le importa. —Leofric intentaba mediar.

—Es su mujer —replicó Eanflaed, todavía mirándome—. Y los hombres se cansan de sus mujeres —prosiguió; Iseult escuchaba, sus enormes ojos oscuros iban de mí a Eanflaed.

—¿Qué sabes tú de mujeres? —le pregunté.

—Estuve casada —respondió Eanflaed.

—¿Ah, sí? —preguntó Leofric sorprendido.

—Estuve casada durante tres años —siguió diciendo—, con un hombre de la guardia de Wulfhere. Me dio dos hijos, después murió en la batalla que mató al rey Etelredo.

—¿Dos hijos? —preguntó Iseult.

—Murieron —replicó Eanflaed con dureza—. Eso es lo que hacen los niños. Morirse.

—¿Fuiste feliz con él —preguntó Leofric—, con tu marido?

—Durante unos tres años —contestó—, y durante los tres siguientes aprendí que todos los hombres son unos cabrones.

—¿Todos? —preguntó Leofric.

—La mayoría. —Sonrió a Leofric, después le tocó una rodilla—. Tú no.

—¿Y yo? —pregunté.

—¿Tú? —me miró por un instante—. No confiaría en ti más allá de lo que soy capaz de escupir —repuso, y en su voz había auténtico veneno, lo que avergonzó a Leofric y me dejó a mí sorprendido. Hay momentos en nuestras vidas en que nos vemos como nos ven otros. Supongo que forma parte de la vida, y no siempre es cómodo. Eanflaed, sin embargo, pareció arrepentirse de haber hablado tan duramente, e intentó arreglarlo—. No te conozco, sólo sé que eres amigo de Leofric.

—Uhtred es generoso —intervino Iseult lealmente.

—Los hombres suelen serlo cuando quieren algo —replicó Eanflaed.

—Yo quiero Bebbanburg —dije.

—Sea eso lo que sea —repuso Eanflaed—, y para conseguirlo harías cualquier cosa. Cualquiera.

Se hizo el silencio. Vi un copo de nieve aparecer por la puerta medio cubierta. Flotó hasta la hoguera y se derritió.

—Alfredo es un buen hombre. —Leofric rompió el incómodo silencio.

—Intenta ser bueno —repuso Eanflaed.

—¿Sólo lo intenta? —pregunté sarcástico.

—Es como tú —añadió ella—. Mataría por conseguir lo que desea, pero hay una diferencia. El tiene conciencia.

—Quieres decir que teme a los curas.

—Teme a Dios. Y todos deberíamos hacerlo, pues un día todos responderemos ante él.

—Yo no —contesté.

Eanflaed se burló de eso, pero Leofric cambió de conversación comentando que nevaba, y al cabo de un rato nos dormimos. Iseult se aferró a mí y sollozó y se retorció mientras yo, desvelado, soñaba con sus palabras: algún día conduciría una horda reluciente. Parecía una profecía poco probable, y de hecho, me convencí de que sus poderes habían desaparecido con su virginidad, y al final me dormí también. Cuando desperté, el mundo se había convertido en un páramo blanco. Las ramas y el follaje estaban todos bordeados de nieve, pero ya se derretía, goteando hasta transformarse en un alba neblinosa. Cuando salí al exterior, encontré un pequeño gorrión muerto justo al lado de la puerta, y lo interpreté como un mal presagio.

Leofric salió de la cabaña, parpadeando por el brillo de la mañana.

—No te enfades con Eanflaed —dijo.

—No me enfado.

—Su mundo ha terminado.

—Pues tendremos que rehacerlo —repuse.

—¿Significa eso que ya no te vas a unir a los daneses?

—Soy sajón —contesté.

Leofric puso media sonrisa. Se desabrochó los calzones y se puso a mear.

—Si tu amigo Ragnar estuviese vivo —preguntó observando el riachuelo de orina—, ¿seguirías siendo sajón?

—Está muerto, ¿no? —dije débilmente—. Sacrificado por la ambición de Guthrum.

—¿Así que ahora eres sajón?

—Soy sajón —respondí con mucha más convicción de la que sentía, pues no sabía lo que aguardaba el futuro. ¿Y cómo saberlo? Quizás Iseult hubiese dicho la verdad, Alfredo me daría poder, conduciría una horda reluciente y tendría una mujer de oro, pero empezaba a dudar de sus poderes. Alfredo bien podría estar ya muerto, y su reino condenado, y lo único que sabía en aquel momento era que la tierra se extendía hacia el sur hasta una cordillera nevada; allí terminaba en una extraña y vacía claridad. El cielo parecía el fin del mundo, posado sobre un abismo de luz nacarada—. Seguiremos hacia el sur —dije. No podíamos hacer otra cosa que caminar hacia la luz.

Eso hicimos. Subimos por un camino de cabras hasta la cumbre y allí vi que las colinas descendían empinadas hasta los inmensos prados del mar. Habíamos llegado a un enorme pantano, y el brillo que había visto era la luz del invierno reflejada en los lagos y arroyos enroscados.

—¿Y ahora qué? —preguntó Leofric; yo no tenía respuesta. Así que nos sentamos bajo las bayas de un tejo vencido por el viento y contemplamos la inmensidad de la ciénaga, el agua, la hierba y los juncos. Era el enorme pantano que se extendía desde el Saefern, y si tenía que llegar a Defnascir debería rodearlo o cruzarlo. Si lo rodeábamos tendríamos que dirigirnos a la carretera romana, donde estaban los daneses, y si lo intentábamos cruzar tendríamos que enfrentarnos a otros peligros. Había oído mil historias de hombres perdidos en sus húmedas entrañas. Se decía que había espíritus, espíritus que aparecían por la noche como fuegos fatuos, y caminos que sólo conducían a arenas movedizas o estanques mortales, pero también había pequeños asentamientos que subsistían de la pesca de anguilas y peces. Las gentes del pantano estaban protegidas por los espíritus y por las repentinas mareas que podían cubrir una carretera en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, mientras las últimas nieves se derretían en las orillas bordeadas de juncos, el pantano parecía una inmensidad de agua anegada, con los arroyos y los lagos llenos por las lluvias invernales; pero cuando la marea subiera se parecería a un mar interior salpicado de islas. Ya veíamos una de aquellas islas no demasiado lejos, y en ella había unas cuantas cabañas apiñadas en un pequeño montículo; aquél sería un buen lugar para encontrar comida y calor si conseguíamos alcanzarlo. Si hallábamos los pasos de isla a isla, al final podríamos cruzar todo el pantano, pero eso nos llevaría más de un día, y tendríamos que encontrar refugio con cada marea. Observé las largas y frías extensiones de agua, casi negras bajo las nubes plomizas que llegaban del mar, y me hundí en la miseria, pues no sabía ni adonde íbamos, ni para qué, y menos aún qué nos guardaba el futuro.

Pareció que refrescaba aún más cuando nos sentamos. Empezó a caer una nieve ligera de las oscuras nubes. No más que unos cuantos copos, pero suficientes para convencerme de que teníamos que encontrar refugio pronto. Se veía humo en el poblado del pantano más cercano, prueba de que aún vivía allí gente. En sus refugios encontraríamos comida y algo de calor.

—Tenemos que llegar a esa isla —dije señalándola.

—Pero los otros miraban hacia el oeste, donde una bandada de palomas acababa de alzar el vuelo desde el pie de la loma. Las aves volaron en círculos.

—Hay alguien ahí —dijo Leofric.

Esperamos. Las palomas se posaron sobre unos árboles más arriba.

—¿No será un jabalí? —sugerí.

—Las palomas no alzan el vuelo por un jabalí —repuso Leofric—. Los jabalíes no asustan a las palomas, como tampoco lo hacen los ciervos. Allí hay gente.

La idea de jabalíes y ciervos me hizo preguntarme qué les habría pasado a mis perros de caza. ¿Los habría abandonado Mildrith? Ni siquiera le había dicho dónde había escondido el resto del botín de Gales. Había excavado un agujero en una esquina de mi nuevo salón y había enterrado el oro y la plata junto a un pilar, pero probablemente no era el escondite más inteligente si había daneses en Oxton, porque lo más seguro es que hurgaran en las juntas del suelo, especialmente si una lanza encontraba algún lugar en el que se hubiera removido la tierra. Una bandada de patos pasó volando por encima de nuestras cabezas. Nevaba con más fuerza y la nieve desdibujaba la vista sobre el pantano.

—Monjes —dijo Leofric.

Eran media docena de hombres que se dirigían hacia el oeste. Iban vestidos de negro y habían salido de entre los árboles para recorrer la orilla del pantano, buscando un camino en su enmarañada vastedad, pero no había ningún sendero evidente hacia el pequeño poblado en la diminuta isla, así que los curas enfilaron hacia nosotros, siguiendo el pie de la cordillera. Aunque no parecía que nos hubieran visto. Uno de ellos llevaba una larga vara e, incluso en la distancia, vi un destello en la punta y supuse que era una vara de obispo, de esas que llevan una pesada cruz de plata. Otros tres transportaban pesados sacos.

—¿Crees que hay comida en esos bultos? —preguntó Leofric con avidez.

—Son curas —espeté—. Llevarán plata.

—O libros —sugirió Eanflaed—. A los curas les encantan los libros.

—Podría ser comida —dijo Leofric, aunque no muy convencido de ello.

Entonces aparecieron un grupo de tres mujeres y dos niños. Una de las mujeres parecía llevar una capa de piel argentada, mientras que la otra cargaba con el niño más pequeño. Las mujeres y los niños iban a la zaga de los curas, que las esperaban, y todos caminaron hacia el este hasta que acabaron debajo de nosotros. Allí descubrieron una especie de camino que se enroscaba por los pantanos. Cinco de los curas guiaron a las mujeres, mientras que el sexto hombre, evidentemente más joven que los demás, se apresuró en dirección oeste.

—¿Adonde va? —preguntó Leofric.

Otra bandada de patos voló bajo, rozando la falda de la colina hasta los largos lagos del pantano. Redes, pensé. Tiene que haber redes en las aldeas y podremos pescar y cazar aves. Podríamos comer bien durante unos cuantos días. Anguilas, patos, pescado, gansos… Con suficientes redes incluso podríamos atrapar un ciervo si lo condujéramos hasta el agua.

—No van a ningún sitio —se burló Leofric mientras señalaba con la cabeza el grupo de curas que se habían perdido a unos cien pasos. El camino terminaba en ninguna parte. Parecía llegar al poblado, pero después se cortaba en un montículo de juncos, en el que ahora se apiñaban los curas. No querían volver ni tampoco avanzar, así que se quedaron donde estaban, perdidos, muertos de frío y desesperados. Parecía que discutían.

—Tenemos que ayudarles —dijo Eanflaed que, al ver que yo no contestaba, protestó diciendo que una mujer cargaba con un niño—. ¡Tenemos que ayudarles! —insistió.

Estaba a punto de replicarle que lo último que necesitábamos era más bocas que alimentar, pero sus duras palabras de la noche anterior me habían convencido de que tenía que demostrarle que no era tan pérfido como evidentemente creía, así que me puse en pie, levanté el escudo y bajé por la colina. Los demás me siguieron, pero antes de que llegáramos a mitad de camino, oí gritos desde el oeste. El cura solitario que se había dirigido en aquella dirección estaba entonces con cuatro soldados, y se dieron la vuelta al aparecer unos jinetes por entre los árboles. Eran seis, después aparecieron ocho más, después diez, y reparé en que una columna completa de soldados montados bajaba por entre los árboles sin hojas del invierno. Llevaban escudos y capas negras, así que tenían que ser los hombres de Guthrum. Uno de los curas perdido en el pantano corrió hacia sus compañeros por el camino, vi que llevaba una espada y que iba a ayudarlos.

Muy valiente por su parte, pero bastante inútil. Los cuatro soldados y el cura solitario estaban rodeados. Se protegían en un círculo espalda contra espalda, los jinetes daneses los rodeaban por completo y acabaron con ellos a tajo limpio. Dos de los jinetes vieron al cura con la espada y galoparon hacia él.

—Esos dos son nuestros —le dije a Leofric.

Eso era una estupidez. Los cuatro hombres estaban condenados, igual que el cura si no interveníamos nosotros, pero sólo éramos dos, y aunque matáramos a los dos jinetes, seguíamos teniendo todas las de perder. Aun así, me empujaba el desprecio de Eanflaed, estaba cansado de quejarme del invierno campo a través y estaba enfadado. De modo que corrí colina abajo, sin preocuparme, por el ruido que hacía al pisotear la maleza quebradiza. El cura solitario estaba de espaldas al pantano, los jinetes cargaban ya contra él cuando Leofric y yo surgimos de entre los árboles y nos abalanzamos sobre ellos por su flanco izquierdo.

Golpeé al caballo más cercano con mi pesado escudo. Se oyó un relincho y tuvo lugar una explosión de tierra húmeda, hierba, nieve y pezuñas cuando bestia y hombre cayeron de lado. También yo había acabado en el suelo, noqueado por el impacto, pero me recuperé antes y sorprendí al jinete enredado en sus estribos, con una pierna atrapada bajo la bestia, así que la emprendí a tajos con él. Le rebané la garganta, le pise la cara, volví a rajar, resbalé con su sangre y lo dejé para ayudar a Leofric, que se defendía del segundo hombre, aún a caballo. La espada del danés chocaba contra el escudo de Leofric, después tuvo que hacer girar al caballo para enfrentarse a mí, y el hacha de Leofric acabó en la cabeza del bicho, el jinete cayó de espaldas y Hálito-de-Serpiente recibió su columna vertebral con la punta. Dos menos. El cura con la espada, que no estaba ni a doce pasos, no se había movido.

—¡Marchaos! ¡Marchaos! —Iseult y Eanflaed habían llegado ya, y cogieron al cura y corrieron con él por el camino. Era posible que no condujera a ninguna parte, pero era mejor que enfrentarse a los daneses que quedaban allí.

Y los daneses de capas negras venían. Habían masacrado al puñado de soldados y, al ver a sus dos hombres muertos, venían a por nosotros.

—¡Vamos! —le rugí a Leofric y, tomando al caballo herido por las riendas, corrí por el pequeño camino enroscado.

—Un caballo de poco te va a servir aquí —me dijo Leofric.

El caballo estaba nervioso. Estaba herido en la cabeza, y el camino era resbaladizo, pero yo tiré de él hasta que llegamos al pequeño pedazo de tierra en el que se apiñaban los refugiados; para entonces también los daneses habían llegado al camino, siguiéndonos. También habían desmontado. Sólo podían venir de dos en dos y, en algunos lugares, no cabía más que uno, así que en uno de esos detuve al caballo y cambié a Hálito-de-Serpiente por el hacha de Leofric. El caballo me miró con un gran ojo castaño.

—Esto es por Odín —dije, y le asesté un hachazo en el cuello, entre las crines, oí el grito de una mujer detrás de mí al salir la sangre a chorros en aquel apagado día. El caballo gimió, intentó retroceder y volví a meterle un tajo; esta vez cayó al suelo, entre coces, sangre y salpicaduras de agua. La nieve se volvió roja a mi tercer hachazo, que lo dejó por fin quieto, y ahora la bestia moribunda era un obstáculo que obstruía el camino de un lado a otro; los daneses tendrían que luchar desde el otro lado del cadáver. Recuperé a Hálito-de-Serpiente—. Nos los vamos a cargar uno a uno —le dije a Leofric.

—¿Durante cuánto tiempo? —señaló con la cabeza hacia el oeste y vi más daneses llegar, un barco entero de daneses a caballo que se desperdigaban por el borde del pantano. ¿Cincuenta hombres? Quizá más, pero aun así, sólo podían usar el camino de uno en uno, y tendrían que luchar por encima del caballo muerto contra Hálito-de-Serpiente y el hacha de Leofric. Había perdido su propia hacha, se la habían arrebatado al llevarlo a Cippanhamm, pero parecía que le gustaba su nueva arma robada. Se persignó, tocó la hoja, y levantó el escudo para recibir a los daneses.

Llegaron dos jóvenes primero. Eran salvajes y venían con deseos de labrarse una reputación, pero el primero en llegar fue detenido por el hacha de Leofric, que se estampó en su escudo, y yo hice una pasada con Hálito-de-Serpiente por debajo que le rebanó el tobillo, de modo que cayó al suelo, entre maldiciones, y se enredó con su compañero. Leofric liberó el hacha y volvió a darle vida. El segundo hombre tropezó con el caballo, y Hálito-de-Serpiente lo despachó por la barbilla, por encima del cuero. La sangre discurrió por la hoja en una riada repentina, y ya teníamos dos cadáveres daneses que añadir a la barricada de carne de caballo. Yo provocaba a los demás daneses, les llamé gusanos que se alimentan de cadáveres, les dije que conocía a niños sajones que peleaban mejor. Llegó otro hombre, gritando de furia al saltar por encima del caballo, Leofric lo controló con el escudo y Hálito-de-Serpiente recibió a su espada con un golpe seco que rompió el arma. Dos hombres más intentaban saltar por encima del caballo, metidos en el agua hasta las rodillas. Embestí con mi espada en el vientre del primero, perforando la armadura de cuero, lo dejé morir y asesté un mandoble al de la derecha, que intentaba cruzar por el agua. La punta de la espada le cruzó la cara y lanzó un chorro de sangre a la nieve. Me adelanté, sentí que mis pies se hundían, volví a tirar, él estaba atrapado en el barro, y Hálito-de-Serpiente se llevó por delante su gaznate. Yo gritaba de alegría, pues me había poseído la calma de la batalla, la misma bendita paz que había sentido en Cynuit. Es una emoción indescriptible, sólo comparable con la de yacer con una mujer.

Es como si la vida se ralentizara. El enemigo se mueve como entorpecido por el barro, pero yo soy tan veloz como un martín pescador. Hay rabia, pero es una rabia controlada, y hay alegría, la alegría que los poetas celebran al hablar de la batalla, y la certeza de que la muerte no está en el orden del día. La cabeza me retumbaba con un canto, una nota que era un lamento, elevado y estridente, el himno de la muerte. Lo único que quería era más daneses para Hálito-de-Serpiente, que me parecía en aquellos momentos que cobraba vida por sí misma. Pensar era actuar. Llegó un hombre por un flanco del caballo; pensé en rajarle el tobillo, supe que bajaría el escudo y dejaría la parte superior del cuerpo descubierta, y antes de que el pensamiento cobrara siquiera coherencia, ya estaba hecho y le había sacado un ojo. La espada había recuperado la posición inicial y ya se dirigía hacia la derecha para contener a otro hombre que intentaba rodear al caballo, le dejé llegar hasta la cabeza ensangrentada del semental, lo tiré al agua entre burlas y allí me subí encima de él para ahogarlo poniéndole una bota en la cabeza. Les grité a los daneses, les dije que era el guardián del Valhalla, que habían sido amamantados con leche de cobardes, y que quería que vinieran a conocer mi espada. Les supliqué que vinieran, pero cinco hombres yacían ya junto al caballo, y los demás empezaron a mostrar más cautela.

Me puse en pie sobre el caballo muerto y abrí los brazos. Sostenía el escudo con la izquierda y la espada con la derecha, tenía la cota ensangrentada y la nieve caía sobre mi casco de lobo. Y lo único que reconocía era la alegría de un joven ante la matanza.

—¡Yo maté a Ubba Lothbrokson! —les grité—. ¡Yo lo maté! ¡Así que venid y uníos a él! ¡Probad su muerte! ¡Mi espada os quiere!

—Barcos —dijo Leofric. No lo oí. El hombre que pensaba que había ahogado seguía vivo, y de repente consiguió zafarse, recobrando aliento y vomitando agua. Yo bajé del caballo y volví a pisarle la cabeza.

—¡Déjalo vivo! —gritó una voz a mis espaldas—. ¡Quiero un prisionero!

El hombre intentó liberarse, pero Hálito-de-Serpiente lo metió en el redil. Volvió a moverse, le rompí la columna con la espada, y se quedó tieso.

—¡He dicho que quería un prisionero! —protestó la voz de detrás.

—¡Venid a morir! —les gritaba yo a los daneses.

—Barcos —repitió Leofric, y yo eché la vista atrás y vi tres barcazas cruzar el pantano. Eran embarcaciones planas propulsadas por hombres con pértigas, y encallaron al otro lado del pedazo de tierra donde se apiñaban los refugiados, que se apresuraron a subir a bordo. Los daneses, que sabían que Leofric y yo teníamos que retirarnos si pensábamos ponernos a salvo en aquellas embarcaciones, se prepararon para cargar y yo les sonreí, invitándolos.

—Queda un barco —dijo Leofric—. Hay sitio para nosotros. Tendrás que correr como el demonio.

—Me quedo aquí —grité, pero lo hice en danés—. Me estoy divirtiendo.

Entonces hubo un revuelo en el camino cuando un hombre se adelantó desde la primera fila de daneses, y los demás se apartaron para dejarle paso. Llevaba cota de malla, y un casco rematado en plata con alas de cuervo en la coronilla; aun así, al acercarse se quitó el casco y vi el hueso rematado en oro en su cabellera. Era el propio Guthrum. El hueso era una de las costillas de su madre, y la lucía en su memoria. Se me quedó mirando, con aquel triste rostro consumido, y después miró a los hombres que había matado.

—Voy a darte caza como a un perro, Uhtred Ragnarson —dijo—, y te mataré como a un perro.

—Mi nombre —respondí— es Uhtred Uhtredson.

—Tenemos que echar a correr —me susurró Leofric.

La nieve se arremolinaba por encima del pantano, tan densa que apenas podía ver la cumbre de la cordillera desde donde habíamos visto a las palomas volar en círculo.

—Eres hombre muerto, Uhtred —repuso Guthrum.

—Jamás conocí a vuestra madre —le grité—, pero me habría gustado.

Su rostro adoptó la expresión de reverencia que siempre provocaba cualquier mención a su madre. Pareció arrepentirse de dedicarme palabras tan duras, pues tuvo una reacción conciliatoria.

—Era una gran mujer —declaró.

Le sonreí. En aquel momento, pensándolo ahora, habría podido cambiar de bando con facilidad, y Guthrum me habría dado la bienvenida con sólo dedicarle un cumplido a su madre, pero yo era un joven beligerante poseído por el gozo de la batalla.

—Le habría escupido en la cara —le dije a Guthrum—, y ahora me meo en su alma, y te digo que las bestias del Niflheim se están beneficiando sus rancios huesos.

Gritó preso de ira, y cargaron todos, algunos chapoteando por la orilla, todos desesperados por llegar a mí y vengar el terrible insulto, pero Leofric y yo corríamos como jabalíes perseguidos, cargamos contra los juncos y nos lanzamos a la última barcaza. Las dos primeras ya habían partido, pero la tercera nos esperaba, y al espatarrarnos sobre sus tablones húmedos, el hombre de la pértiga empujó con fuerza y la embarcación patinó sobre las negras aguas. Los daneses intentaron seguirnos, pero íbamos sorprendentemente rápido, abriéndonos paso por entre la nevada, Guthrum me gritaba, incluso arrojaron una lanza, pero el hombre de los pantanos volvió a hincar la pértiga y la lanza se clavó en el barro.

—¡Te encontraré! —gritó Guthrum.

—¿Y qué me importa? —le contesté igualmente a gritos—. Tus hombres sólo saben morir. —Alcé a Hálito-de-Serpiente y besé la pegajosa hoja—. ¡Y tu madre era la puta de los enanos!

—Tendrías que haber dejado vivir a ese hombre —dijo una voz detrás de mí—, porque quería interrogarle. —La barcaza sólo contenía a ese otro pasajero, además de a Leofric y a mí mismo, y aquel único hombre era el cura que se había lanzado espada en mano hacia los daneses, que ahora estaba sentado en la plana proa de la barcaza, poniéndome mala cara—. No había ninguna necesidad de matarlo —dijo con toda severidad, y yo lo miré con tal furia que se echó atrás. «Malditos curas —pensé—. Acabo de salvarle la vida al muy cabrón, y lo único que se le ocurre es reñirme.»

Entonces vi que no tenía nada de cura.

Era Alfredo.

* * *

La barcaza se deslizaba por el pantano, en ocasiones suavemente sobre las negras aguas, en otras rozando contra hierba o juncos. El hombre de la pértiga era una criatura encorvada y de piel oscura, con una enorme barba, ropas de piel de nutria y ni un solo diente en la boca. Los daneses de Guthrum estaban ya lejos, transportaban a sus muertos a tierra firme.

—Necesito saber qué planean —se quejó Alfredo—. El prisionero nos lo habría podido decir.

Hablaba con más respeto, y me di cuenta de que lo había asustado, pues la parte frontal de mi cota estaba manchada de sangre, y aún había más en mi rostro y casco, lo que me daba un aspecto salvaje.

—Planean acabar con Wessex —repliqué sin más—. No necesitáis un prisionero para que os diga eso.

—«Señor» —añadió él.

Me lo quedé mirando.

—¡Soy un rey! —insistió—. Dirígete a un rey con respeto.

—¿El rey de qué? —le pregunté.

—¿Estáis herido, señor? —le preguntó Leofric a Alfredo.

—No, gracias a Dios, no. —Miró la espada que llevaba—. Gracias a Dios. —Vi que no llevaba ropas de cura, sino una capa negra. Estaba muy pálido—. Gracias, Leofric —dijo, después me miró a mí y pareció estremecerse. Estábamos llegando a la altura de las otras dos barcazas y vi que Ælswith, preñada y envuelta en una capa argentada de piel de zorro, iba en una. Iseult y Eanflaed también iban en la misma barcaza, mientras los curas iban apiñados en la otra, y reconocí al obispo Alewold de Exanceaster entre ellos.

—¿Qué ha ocurrido, señor? —preguntó Leofric a Alfredo.

Alfredo suspiró. Estaba temblando, pero contó su historia. Había salido de Cippanhamm con su familia, su guardia personal y una veintena de eclesiásticos para acompañar al monje Asser durante la primera parte de su viaje.

—Asistimos a un servicio de acción de gracias —dijo—, en la iglesia de Soppan Byrg. Es una iglesia nueva —le dijo a Leofric de todo corazón—, y muy bonita. Cantamos salmos, dijimos nuestras oraciones, y el hermano Asser partió contento. —Se persignó—. Rezo porque esté a salvo.

—Y yo espero que el muy hijo de puta esté muerto —gruñí.

Alfredo ignoró el comentario. Tras el servicio se habían dirigido todos a un monasterio cercano para almorzar, y allí los sorprendieron los daneses. La comitiva real emprendió la huida, encontró refugio en los bosques cercanos y vieron arder el monasterio. Después habían intentado dirigirse hacia el este, al corazón de Wessex pero, como nosotros, se habían ido alejando de su objetivo, huyendo de las patrullas danesas. Una noche, escondidos en una granja, fueron sorprendidos por las tropas de Guthrum, que mataron a algunos de los guardias de Alfredo y capturaron todos sus caballos, y desde entonces habían vagado sin rumbo, perdidos como nosotros, hasta llegar al pantano.

—Sólo Dios sabe qué ocurrirá ahora —dijo Alfredo.

—Que vamos a luchar —dije. Se me quedó mirando y se encogió de hombros—. Vamos a luchar —repetí.

Alfredo miró al otro lado del pantano.

—Buscaremos un barco —dijo, pero en voz tan baja que apenas pude oírlo—. Buscaremos un barco e iremos al reino de los francos. —Se ciñó aún más la capa. La nieve caía pesadamente, aunque se derretía pronto al tocar el agua negra. Los daneses se habían desvanecido, perdidos en la nieve que dejábamos atrás—. ¿Ese era Guthrum? —me preguntó Alfredo.

—Era Guthrum —contesté—. ¿Y sabía que os perseguía a vos?

—Supongo.

—¿Qué otra cosa habría atraído a Guthrum? —le pregunté—. Os quiere muerto. O prisionero.

Con todo, por el momento, estábamos a salvo. El poblado de la isla consistía en una veintena de cabañas húmedas cubiertas de juncos y unos cuantos almacenes sobre pilotes. Los edificios eran de barro, la calle era de barro, las cabras y la gente estaban cubiertas de barro, pero el lugar, por pobre que fuera, podía proporcionarnos comida, cobijo y algo de calor. Los hombres del poblado habían visto a los refugiados y, tras una discusión, decidieron rescatarlos. Supongo que su intención era más saquearnos que salvarnos la vida, pero Leofric y yo teníamos un aspecto formidable y, en cuanto los aldeanos comprendieron que su rey se alojaba entre ellos, hicieron lo que pudieron, aunque con bastante torpeza, para acomodarlo a él y a su familia. Uno de ellos, en un dialecto que apenas entendía, quiso saber el nombre del rey. Jamás había oído hablar de Alfredo. Sabía de los daneses, pero nos contó que sus barcos nunca habían llegado al poblado, ni a ningún otro de los asentamientos del pantano. Nos contó que los aldeanos vivían de la caza y la pesca: ciervos, cabras, peces, anguilas y aves salvajes, y que tenían mucha comida, aunque poco combustible.

Ælswith estaba embarazada de su tercer hijo, los otros dos quedaban al cuidado de ayas.

Estaba Eduardo, el heredero de Alfredo, que tenía tres años y una tos fea. Ælswith estaba preocupada por él, pero el obispo Alewold insistió en que no era más que un resfriado de invierno. También estaba la hermana mayor de Eduardo, Æthelflaed, que tenía entonces seis años, y una cabellera dorada de rizos, una sonrisa encantadora y ojos astutos. Alfredo la adoraba y, durante aquellos primeros días en el pantano, era su único rayo de luz y esperanza. Una noche, sentados junto a una pequeña hoguera moribunda, mientras Æthelflaed dormía con su cabeza dorada apoyada en el regazo de su padre, me preguntó por mi hijo.

—No sé dónde está —dije. Sólo estábamos nosotros dos, los demás se habían ido todos a dormir, y yo estaba sentado junto a la puerta observando el pantano, blanquecino por la escarcha, que se extendía negro y plata bajo la media luna.

—¿Quieres ir a buscarlo? —me preguntó de todo corazón.

—¿De verdad queréis que vaya? —le pregunté. Parecía perplejo—. Estas gentes os están ofreciendo cobijo —le aclaré—, pero en cualquier momento podrían decidir rebanaros el cuello. No lo harán mientras yo siga aquí.

Estaba a punto de protestar, después comprendió que probablemente tenía razón. Le acarició el pelo a su hija. Eduardo tosió. Estaba en la cabaña de su madre. La tos se había puesto más fea, mucho más fea, y todos sospechábamos que se trataba de la tos espasmódica que mataba a los niños pequeños. Alfredo se estremeció al oírla.

—¿Luchaste contra Steapa? —preguntó.

—Luchamos —repuse sin más—. Llegaron los daneses, y no tuvimos oportunidad de terminar. El sangraba, yo no.

—¿Sangraba?

—Preguntadle a Leofric, estaba allí.

Se quedó callado durante un tiempo, después añadió en voz baja:

—Sigo siendo rey. —De un pantano, pensé yo, aunque no dije nada—. Y es costumbre llamar a un rey «señor» —añadió.

Yo me limité a mirar su estrecho y pálido rostro iluminado por la hoguera moribunda. Tenía un aspecto solemne, pero también asustado, como si hiciera un gran esfuerzo para agarrarse a los jirones de su dignidad. A Alfredo jamás le faltó coraje, pero no era un guerrero, y no le gustaba demasiado la compañía de los guerreros. Para él yo sólo era un bruto: peligroso, poco interesante, pero de repente, indispensable. Sabía que no iba a llamarlo señor, así que no insistió.

—¿Qué notas en este lugar? —preguntó.

—Es húmedo —respondí.

—¿Qué más?

Busqué la trampa en la pregunta y no la hallé.

—Sólo puede llegarse a él con barcazas —dije—, y los daneses no las tienen. Pero cuando tengan, vamos a necesitar algo más que a dos guerreros para echarlos de aquí.

—No tiene iglesia —dijo.

—Ya sabía yo que me gustaba —repliqué.

No me hizo caso.

—Sabemos tan poco de nuestro reino —comentó maravillado—. Pensaba que había iglesias en todas partes. —Cerró los ojos durante unos instantes, después me miró lastimeramente—. ¿Qué puedo hacer?

Esa mañana le había dicho que pelear, pero ahora no veía lucha en él, sólo desesperación.

—Podéis ir al sur —le dije, pensando que era lo que querría oír—, ir al sur y cruzar el mar.

—Para no ser más que otro rey sajón exiliado —añadió con amargura.

—Nos ocultaremos aquí —le contesté—, y cuando pensemos que los daneses están ocupados, nos dirigiremos a la costa sur y buscaremos un barco.

—¿Cómo nos ocultamos? —preguntó—. Saben que estamos aquí. Y dominan las dos orillas de la marisma. —El hombre de los pantanos nos había dicho que una flota danesa había desembarcado en Cynuit, que quedaba en el extremo oeste del pantano. Aquella flota, supuse, estaría comandada por Svein, que seguro se preguntaba cómo encontrar a Alfredo. El rey, me parecía a mí, estaba condenado, y su familia también. Si Æthelflaed tenía suerte, sería criada por una familia de daneses, como yo lo había sido, pero probablemente los matarían a todos para que ningún sajón pudiera volver a reclamar la corona de Wessex.

—Y los daneses estarán vigilando la costa sur —prosiguió Alfredo.

—Sin duda alguna —coincidí.

Miró al pantano, donde el viento nocturno agitaba las aguas y sacudía el largo reflejo de la luna invernal.

—Es imposible que los daneses hayan tomado todo Wessex —dijo, después se estremeció una vez más, porque Eduardo tosía horriblemente.

—Probablemente no —coincidí de nuevo.

—Podríamos reunir hombres —dijo, después se calló.

—¿Y qué hacemos con ellos? —pregunté.

—Atacar la flota —contestó, señalando hacia el oeste—. Quitarnos de encima a Svein, si es Svein el de Cynuit, y después defender las colinas de Defnascir. Si ganamos una batalla, más hombres acudirán. Nos volveremos más fuertes y podremos enfrentarnos a Guthrum.

Pensé en ello. Había hablado sin energía, como si no creyera sus propias palabras, pero me pareció que tenían cierto sentido, perverso, pero sentido. Había hombres en Wessex, hombres sin jefe, pero eran hombres que querían uno, que pelearían, y quizá pudiéramos asegurar el pantano, derrotar a Svein, capturar Defnascir y así, poco a poco, recuperar Wessex. Después lo pensé más detenidamente y lo califiqué de sueño. Los daneses habían ganado. Éramos fugitivos.

Alfredo acariciaba la melena de su hija.

—Los daneses van a venir a por nosotros, ¿no es así?

—Sí.

—¿Crees que podrás defendernos?

—¿Sólo Leofric y yo?

—Eres un guerrero, ¿no? Los hombres me cuentan que fuiste tú realmente quien derrotó a Ubba.

—¿Sabíais que era yo el que había matado a Ubba? —le pregunté.

—¿Puedes defendernos?

No iba a permitir que eludiera la respuesta.

—¿Sabíais que os di la victoria en Cynuit? —exigí saber.

—Sí —repuso sin más.

—¿Y mi recompensa fue reptar hasta vuestro altar? ¿Ser humillado? —La ira me hizo subir el tono de voz y Æthelflaed abrió los ojos y se me quedó mirando.

—He cometido errores —repuso Alfredo—, y cuando esto termine, cuando Dios devuelva Wessex a los sajones del oeste, haré lo mismo. Me pondré un hábito de penitente y me someteré a Dios.

Quise matar a aquel cabrón meapilas en aquel mismo instante, pero Æthelflaed me estaba mirando con aquellos ojazos suyos. No se había movido, así que su padre no sabía que estaba despierta, pero yo sí, de modo que en lugar de dar rienda suelta a mi ira, le puse fin abruptamente.

—Descubriréis que la penitencia ayuda —le dije.

Se animó ante eso.

—¿Te ayudó? —me preguntó.

—Me llenó de rabia —le contesté—, y me enseñó a odiar. Y la rabia es buena. El odio es bueno.

—No lo dices en serio —repuso.

Desenvainé a Hálito-de-Serpiente y los ojos de la pequeña Æthelflaed se abrieron aún más.

—Esto mata —le dije, dejándola caer de nuevo en su vaina de borrego—, pero la rabia y el odio es lo que le dan fuerza para matar. Si vas a la batalla sin rabia y sin miedo, estás muerto. Necesitáis todas las espadas, rabias y odios que podáis reunir si tenemos que sobrevivir.

—¿Pero puedes hacerlo? —me preguntó—. ¿Puedes defendernos aquí? Puedes protegernos el tiempo suficiente para eludir a los daneses hasta que decidamos qué hacer.

—Sí —contesté. No tenía ni idea de si le decía la verdad. De hecho, lo dudaba, pero poseía el orgullo de un guerrero, así que di la respuesta de un guerrero. Æthelflaed no me había quitado los ojos de encima. Sólo tenía seis años, pero juro que entendió todo lo que dijimos.

—Pues te encomiendo la tarea —repuso Alfredo—. Aquí y ahora te nombro el defensor de mi familia. ¿Aceptas esa responsabilidad?

Era un bruto arrogante. Sigo siéndolo. Me desafiaba, por supuesto, y sabía lo que se estaba haciendo, aunque yo no tuviera ni idea. Me limité a torcer el gesto.

—Por supuesto que la acepto —le dije—. Sí.

—¿Sí qué? —preguntó él.

Vacilé, pero me había halagado, me había dado una responsabilidad de guerrero, así que le concedí lo que quería y que tanto me había empeñado en no darle.

—Sí, señor —respondí.

Tendió la mano. Supe que quería más. Jamás fue mi intención concederle aquel deseo, pero le había llamado «señor», así que me arrodillé ante él y, por encima del cuerpo de Æthelflaed, le tomé la mano con las dos mías.

—Dilo —exigió, y puso el crucifijo que colgaba de su cuello entre nuestras dos manos.

—Juro que seré vuestro hombre —le dije mirándole a los ojos claros—, hasta que vuestra familia esté a salvo.

Vaciló. Le había prestado juramento, pero le había puesto una condición. Le había hecho saber que no sería su hombre eternamente. Con todo, aceptó mis términos. Tendría que haberme besado en ambas mejillas, pero eso habría perturbado a Æthelflaed, así que alzó mi mano derecha y besó los nudillos, después besó el crucifijo.

—Gracias —me dijo.

La verdad, evidentemente, es que Alfredo estaba acabado, pero, con la perversidad y la arrogancia de la insensata juventud, le acababa de prestar juramento y le había prometido que lucharía por él.

Y todo, creo, porque una niña de seis años me estaba mirando. Una niña con los cabellos dorados.